LAS TRIBUS: LOS CARIBES

LOS CARIBES:
Los indios Caribes –aunque, por supuesto, ellos mismos no estaban conscientes de su condición de “indios” –habitaban las islas que hoy conocemos como las Antillas Menores. Su nombre infame bautizó el mar que los rodeaba, y la tibia región que navegaban y asolaban es sinónimo hoy día de voluptuosidad, sincretismo, subdesarrollo, mestizaje, y un poco de sexo fácil. Considerados por la historia como individuos feos y terribles, buenos marineros que sin embargo nunca llegaron más allá de las Grandes Antillas por temor a la tecnología militar de los Inkas y los Aztecas, de los tenochtlis y huamanes, fueron caníbales inconscientes que comían la carne de los pacíficos taínos, a quienes atacaban precisamente por pusilánimes y tranquilos, para robarles su belleza física y su sabiduría, que los convertía en seres apacibles y felices, cualidades que los Caribes deseaban, pero que no formaban partes naturales de sus personalidades complejas y violentas. Como los Inkas, a quienes consideraban sus Padres, ellos por lo tanto bastardos o hijos desdeñados por su fealdad, pensaban que la Tierra es un puma en el instante en que salta desde una sombra hasta una niebla, sólo que el puma era trastocado en su imaginería humilde por uno de aquellos perros de los enemigos taínos, desprovistos de pelo e incapaces de ladrar, aliados silenciosos de los propios Caribes puesto que no podían avisar a sus dueños de la cercanía de aquellos guerreros desdichados.
Eran belicosos y homicidas, incluso entre ellos mismos, entre los habitantes de una isla y otra. Tenían permitido comerse a los taínos, y quizás a los Aztecas, o en el futuro a los españoles que llegarían en sus gigantescas canoas a través del Gran Río que no es más que un mediocre mar cada vez más pequeño y más esférico, porque consideraban que ellos mismos no pertenecían a la raza humana, por lo que podían comerse a los hombres sin ser castigados por los dioses. Ellos eran más bien animales, iguanas o ratas enormes, a quienes se parecían por su color, por su olor, por sus facciones, porque tenían la costumbre ancestral de afilarse los dientes de la mudada en la infancia, de manera que tenían las bocas colmilludas como los caimanes de los lagos de Quisqueya. Les fascinaba la sangre, no podían responderse el porqué. Cuando desembarcaban en sus diminutos cayucos guerreros en tierras taínas, no les atraían los cuerpos fenomenales de las mujeres desnudas; no se detenían para copiar la arquitectura de los bohíos, extremadamente mejor construidos que los suyos, casuchas de yagua que a veces arrasaban los ciclones o cualquier lluvia fuerte; no pretendían tomar sus territorios, en islas más amplias, bellas y seguras que las suyas, con mejores tierras para la agricultura o para criar animales o para fundar comunidades más pobladas, no; toda su preocupación consistía en desplomar al enemigo para sacarle el corazón, sacárselo en vida porque mientras el perseguido brama de dolor toda su humanidad que mana por la sangre de las arterias destrozadas cubre al asesino que se acerca cada vez más a la forma humana; beber su sangre caliente y no coagulada ahuecando las enormes manos, demasiado grandes con relación al cuerpo pequeño y robusto; comer la carne cruda antes de ser corrompida por el viento o antes de que otro Caribe robe el cuerpo para adueñarse ilícitamente de la forma humana tan ávidamente buscada; desollar la cara para confeccionarse la máscara que confundirá al espejo en la laguna o el río que huye interminablemente, es decir a los mismos dioses reflectores de lo que Es, creyendo que el portador de la cara, cosida desde la coronilla hasta la nuca para que el ánima no pueda observar los hilos delatores, es un hombre como los taínos, no un animal salvaje y olvidado, un desdeñado y maldito como el Caribe.

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Hubo una vez en la que el gran Huamán desembarcó en una isla Caribe con sus gigantescos guerreros que lo cuidaban y lo servían hasta el sacrificio de sus propias vidas. El Huamán silencioso iba viajando como un filósofo, conociendo territorios inexplorados por los aventureros y rozando otras culturas aún no diluidas por el tiempo que se agota, cuando encontró esa isla tan pequeña que podía abarcarse entera ahuecando la mano en la distancia. Fue recibido como un dios por los Caribes, que no podían creerse que uno de los Padres Bienamados se dignara a visitar a sus hijos malditos. Le ofrendaron costillares y cabezas destrozadas de taínos al gran Huamán, que sintió náuseas y sin embargo un creciente interés por lo que consideró una religión demasiado irracional, demasiado sangrienta, incluso más aún que la de los Aztecas, que realizaban grandes holocaustos humanos para que no se apagara el Sol, que insiste en marchitarse. No sabía que esas manifestaciones no correspondían a su filosofía, prácticamente inexistente, copiada en el terreno estrictamente divino de las creencias más débiles y antiguas de los propios Inkas, sino que contemplaba íntegramente su vida diaria, su cotidianidad. Observó, sentado en un trono amarillo construido con cráneos y fémures, sus ritos bestiales y su amor patológico por la sangre, en la imagen que nunca olvidaría de una taína que era desmembrada viva a la vista de toda la tribu, de los niños y los enfermos que pedían ser trasladados hasta el espectáculo cargados en sus hamacas. Las mujeres reían, las niñas pedían los órganos internos para restregárselos en sus sexos. El Huamán resolvió huir de la isla con sus guerreros bien armados, previendo que, cuando la provisión de cuerpos taínos terminara, decidieran rebelarse contra sus dioses, contra el dios hecho hombre que se había dignado bajar hasta ellos, es decir contra él mismo, o les pidiera que los liberara de cierta maldición inexplicable, que él no había podido entender claramente por algunas dificultades en la comprensión cabal del idioma, simple excusa para desmembrarlo junto a sus guerreros ante toda la tribu.
El Huamán partió esa misma noche, escapando sigilosamente hacia el Imperio. Nunca pretendió recomendar que se asolaran las islas para terminar con lo que consideraba un territorio de oprobio infernal: el Imperio estaba decidido a no perturbar las culturas de los territorios que consideraba suyos, aunque ni siquiera estuviesen ocupados, como las islitas habitadas por esa raza de seres decadentes e irracionales. El pragmático Huamán prefirió borrar las islas de los mapas y recomendar a los marineros, a través de fábulas terroríficas y monstruos marinos, tomar otras corrientes y otros vientos. Sin embargo, escribió en uno de sus quipus, a modo de conclusión ante un problema que consideraba terminado, que no podía comprender por qué aquellas mujeres tan bellas a los ojos de sus propios guerreros pretendían ocultarse detrás de aquellas máscaras grotescas con las facciones que delataban el dolor y el miedo ante la muerte de sus verdaderos propietarios. También dibujó, como una sentencia, una consideración de puro cientista social: “Son demasiado agresivos, demasiado violentos. Si no cambian, si no se pacifican, es seguro que no durarán”.


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