El escritor anónimo.

El escritor iniciado y anónimo –que es quizás el más auténtico, porque al decir de Ángel Rama “no es nadie, pero quiere serlo todo” –, es hipersensible a cualquier tipo de rechazo o indiferencia para con sus escritos primigenios. Y si no tiene las agallas suficientes para superar esos iniciales desaires, puede cometer el error de abandonar tan noble oficio y perderse en una larga crisis de autoestima. Pero hay algo peor: quien tiene conciencia de que lo que está escribiendo es una obra madura con caracteres perdurables, el sufrimiento causado por el rechazo no tiene par.

Durante los largos y penosos años de la Primera Guerra Mundial, James Joyce escribía en Zurich su monumental Ulises como un poseso. Paupérrimo, enfermo de los ojos, víctima de los más horrendos dolores de muelas, bebiendo hasta caerse en las aceras, malcriando a sus dos hijos y leyéndole a Nora, su esposa, capítulos de “esa cochinada” –como ella calificaba el manuscrito–, el irlandés sólo vivía para la escritura de su obra capital.

Cuando la terminó, Joyce debió enfrentarse a la peor de las aventuras de un escritor incomprendido y solitario: encontrar quien le imprimiera su libro. Fueron cerca de veinte las veces que el Ulises recibió el más rotundo rechazo por parte de editores y directores de revistas. A los ojos de ellos, los textos de Joyce eran enrevesados, incoherentes, disparatados y lo que se alcanzaba a comprender resultaba obsceno y escandaloso.

Los primeros en rechazar Ulises fueron Leonard y Virginia Woolf. En sus diarios, la autora de Orlando habló repetidas veces con desdén de esas “indecentes páginas”. Decía que Joyce era un autodidacta que se creía Tolstoi, pero que jamás llegaría a escribir una obra como La guerra y la paz. Y comparaba “el aburrido Ulises con los vómitos y sarpullidos de un niño”, etc. Entre tanto, Ezra Pound, mecenas desmesurado con sus amigos poetas, consiguió que una compatriota suya, la norteamericana Sylvia Beach, se interesara por el libro, y así, mediante suscripción, se logró publicar aquel cosmos literario el 2 de febrero de 1922 (día en que su autor cumplía 40 años). Inmediatamente comenzó el escándalo. Cuenta José María Valverde que de los dos mil ejemplares publicados, 500 se enviaron a los Estados Unidos, “pero todos ellos fueron quemados al llegar al país de la libertad”.

Cinco años más tarde, en escala hacia el Oriente, el poeta chileno Pablo Neruda conoce en Madrid a un joven crítico y editor llamado Guillermo de Torre, a quien le enseña el manuscrito de Residencia en la tierra (que luego ampliaría en el Asia y a su retorno a España). De Torre lo mira con menosprecio y lo rechaza de plano. “Él leyó los primeros poemas –recuerda Neruda– y al final me dijo, con toda franqueza, que no veía ni entendía nada, y que no sabía lo que me proponía con ellos”. El chileno debió esperar por lo menos seis años antes de ver publicada la primera parte de su obra capital, la que en opinión de muchos, alteró para siempre la poesía en idioma español.

Entre 1950 y 1951, Gabriel García Márquez escribió su primera novela, La hojarasca, preludio del mítico Macondo de Cien años de soledad. Con sólo esa novela inicial, Gabo hubiera conquistado un lugar importante en la narrativa latinoamericana, como se ha podido comprobar después. Sin embargo, habiendo enviado el manuscrito a la Editorial Losada de Buenos Aires, fue rechazado por el despistado Guillermo de Torre, el mismo que 25 años atrás había desechado los originales de Residencia en la tierra.

De Torre, en carta de respuesta al joven escritor de Aracataca, le aconsejaba que se dedicara a cualquier otro oficio diferente de la literatura. García Márquez se sintió en el suelo, desamparado, ante una misiva que resultaba a todas luces aplastante.

Sin embargo, se sobrepuso al sentimiento producido por el despectivo consejo del “pajarito de papel” y tres años después publicó su primera novela en Bogotá, en una editorial fundada por un aventurero judío del que nunca más se volvió a tener noticia.

El editor español Constantino Bértolo, en carta a este cronista, le expresa que, efectivamente “la historia de la literatura está llena de errores editoriales”. Y entre esa infinidad de errores, podemos recordar el de André Gide, lector de Gallimard, cuando rechazó Un amor de Swann, primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Proust. Afortunadamente hubo tiempo y vida para que Gide reconociera públicamente su error y se disculpara ante el frágil y sensible Marcel.

Recordemos también cómo a medida que iba escribiendo Pedro Páramo, Juan Rulfo sometía al taller literario de la editorial, capítulos y párrafos de su obra. Tanto Alí Chumacero como Ricardo Garibay escuchaban con desgano las alucinadas páginas de aquella extraña narración. “No tiene hilo conductor”, decía el uno, “por lo tanto no va a ninguna parte”. “Hombre, Juan”, decía el otro, “ponte a leer novelas antes de escribirlas”. Y el pobre Rulfo, sin dar explicaciones, continuaba la escritura hasta que la terminó y la entregó a los editores, quienes la publicaron debido al éxito obtenido dos años atrás con los cuentos de El llano en llamas.

Aunque parezca increíble, Alí Chumacero, jefe de prensa de la editorial, escribió una reseña diciendo que el libro no valía la pena. Rulfo se resignó ante el aparente fracaso y se fue a trabajar dos años, aislado del mundo, a Ciudad Alemán, en Veracruz. Cuando regresó al Distrito Federal encontró que su novela no solamente se había agotado, sino que estaba estudiándose en universidades mexicanas y extranjeras, y traduciéndose al inglés, al francés y al alemán. Además, día a día se convertía en el santo y seña de todo México.

Otros escritores que recibieron la bofetada del rechazo, por lo menos media docena de veces, fueron: Miguel Ángel Asturias con El señor presidente –tuvo que acudir a un préstamo de su madre, doña María Rosales de Asturias, para poder editarlo en Costa-Amic de México–, Richard Bach con Juan Salvador Gaviota –se vio obligado a vender su avioneta y hasta la esposa le dejó ante los sucesivos fracasos y rechazos editoriales– y el poeta peruano César Moro. Cuenta Augusto Monterroso que el gran libro de Moro, La tortuga ecuestre, “pasó durante algunos años por manos de varios editores argentinos que se negaron siempre a publicarlo”. No me extraña que el inefable señor De Torre hubiera sido el inquisidor de turno, pues según me contó Cobo Borda en La Habana, también rechazó en su momento el manuscrito de Libertad bajo palabra, el libro capital de Octavio Paz.



José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).

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