EL EVANGELIO DE SARAMAGO:

Me asomé un instante a esos ojos verdes y vi reflejada en ellos, allá en su fondo vacío, la inmensa, la inconmensurable, la sobrecogedora maldad de Dios.
LA VIRGEN DE LOS SICARIOS.



-I-

En el año 1998 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura al escritor portugués José Saramago. Hasta entonces un desconocido en mi país, la República Dominicana, donde no todos los libros desembarcan –a medias lamentablemente, también a medias por fortuna-, me pregunté de inmediato si ese extraño tenía la categoría de otros escritores famosos de su lengua, como Jorge Amado o Lobo Antunes. Por supuesto, la pregunta era injusta, puesto que la Literatura no es una suerte de competencia, y los escritores de cierta categoría son incomparables, por lo que todo depende de una aquiescencia, del “gusto” más puro y simple que nos acerca a tal o cual estilo, a tal o cual visión de la realidad. Dejando atrás esta injusticia, debo confesar que el primer libro de Saramago que leí, luego de ser descubierto para el gran público por el Nobel, fue “El Evangelio Según Jesucristo”. Recuerdo que lo hice a solas en mi casa, en unas vacaciones de Semana Santa del año siguiente a su premio, no porque creyera que esta fecha cristiana era el momento más propicio para hacerlo, sino por pura coincidencia, porque en las vacaciones de esa Semana en un país católico se tiene mucho tiempo libre para leer. El agradecimiento hacia lo que ha dado, recibido por alguien que tiene la necesidad de expresarse, como él, es simplemente lo que se leerá a continuación.

-II-

En el 1985, José Saramago publicó en español su novela “El Año de la Muerte de Ricardo Reis”, que trata como a un personaje real, histórico, a uno de los famosos heterónimos de Fernando Pessoa, su compatriota y uno de los poetas más importantes de todo el convulsionado siglo XX. El libro es deslumbrante, pero pasó un poco desapercibido en ese momento, aunque se convirtió luego en el más popular de su autor. Saramago, marxista, ateo, escritor de un tipo de literatura que puede ser calificada de “comprometida” sin menoscabo de sus atributos estéticos –realmente, el compromiso debería ser una virtud (el compromiso con el ser humano, con la Literatura, con el Arte, que se entienda: el compromiso con la humanidad), pero esta época nos ha llevado al límite de las paradojas-, decidió publicar, acompañado de otros libros (“Memorial del Convento”, anterior a El Año de la Muerte de Ricardo Reis; “Manual de Pintura y Caligrafía”...), una obra monumental acerca del personaje histórico y religioso más importante de occidente, a pesar de su origen oriental: Jesucristo, El Mesías, del que evidentemente se han escrito cantidad de obras de ficción o pretendidamente biográficas, desde los Evangelios de los Apóstoles hasta La Ultima Tentación.

-III-

En su libro “La Vida de Jesús en la Ficción Literaria”, el académico Theodor Ziolkowiski nos propone varias novelas en las cuales los evangelios conforman el germen de su ficción (aunque no pretendemos citarlo textualmente, es interesante anotar algunas obras características mencionadas en su libro: un trozo importante de “La Montaña Mágica” y de “Doctor Fausto”; “Una Fábula”, de Faulkner; “Las Uvas de la Ira”; “Messiah”, de Gore Vidal; “Gato y Ratón”, de Günter Gräss; “Demian”, etc. En la República Dominicana, a pesar de que Ziolkowiski no los menciona, por lo menos se encuentran “Judas” y “El Buen Ladrón”, de Marcio Veloz Maggiolo). Aunque su libro peca de un error inocente, que consiste en citar cada una de las novelas y luego comentarlas y analizarlas en la medida en que concuerdan con la vida de Jesús –ingenuidad evidente, puesto que su lista debería ser poco menos que inabarcable, lo que significa que se le escaparon inevitablemente cantidad de títulos, por omisión, discriminación, o por ignorancia-, lo interesante de su obra es que plantea una división de las novelas en varias categorías, pero esencialmente en dos: las que él denomina “transfiguraciones ficcionales”, y aquéllas en las cuales el personaje principal es el mismísimo Jesús, con su propio nombre y ubicado en su propia época.
Las transfiguraciones ficcionales son aquéllas en las cuales se pretende introducir a un personaje cuya vida narrativa coincide con la del Salvador. Más o menos la transfiguración que realizó Joyce en su famoso “Ulises”: el protagonista es un moderno Odiseo que actualiza las aventuras homéricas en el Dublín de 1904. Así, este grupo de novelas coloca a personajes casi siempre –aunque no exclusivamente- contemporáneos de los autores, cuyas vidas tienen semejanzas con la de Jesús. A veces forzadas, a veces más sutiles. Los ejemplos sobran: desde el “Nazarín” de Benito Pérez Galdós, hasta la “Pasión Griega” de Nikos Kazantzakis. En el segundo grupo, que el académico llama “biografías ficcionalizantes”, se encuentran las novelas en las cuales Jesús es el personaje principal, independientemente de que este Jesús sea fiel en el aspecto histórico al personaje mesiánico, o no. En este grupo tendríamos a “La Ultima Tentación de Cristo”, también de Kazantzakis, o “El Rey Jesús”, de Robert Graves. Y, por supuesto, “El Evangelio Según Jesucristo”, de José Saramago.

-IV-

Pero concentrémonos en la obra que nos ocupa, en El Evangelio Según Jesucristo; su título presagia la escritura de uno de los Libros Sagrados de occidente desde el punto vista del crucificado, no de los apóstoles. Debemos empezar reconociendo que es inevitable escribir una obra ficticia sobre la vida del Cristo sin que la religión no descubra en ella algún tipo de blasfemia. Debido a sus características divinas, toda intención de humanizar y ficcionar el personaje constituye una blasfemia, porque debemos colocarlo en el humano lugar de los que tienen deseos carnales, envidias, mezquindades normales en todos los hombres. Saramago trata de justificar lo que sabe levantará inconformidades con una estratagema sumamente ingeniosa: al principio del libro coloca un grabado anónimo sobre la crucifixión, al cual le hace un análisis a continuación: pretende decirnos que, así como el grabado falsifica, por ser una obra de arte, el tema de la crucifixión, añadiendo figuras fantásticas, alegóricas o simbólicas, presentando una idea visual del acontecimiento, así también una novela irremediablemente falsificará esa vida, puesto que es una obra de ficción; es decir, es posible que lo que se lea no sea ni pretenda ser la vida del Cristo, sino simplemente lo que es: una novela, una invención de un artista, un producto de la imaginación. Esa vida que conocemos a través del Evangelio de Saramago no es la bíblica, existen algunos puntos coincidentes pero de manera general es una creación más o menos verosímil sobre un personaje real pero escurridizo y lejano como todos los mitos, lo que invalida la obra como novela histórica. En esto continúa lo empezado con “El Año de la Muerte de Ricardo Reis”: el Jesucristo de su Evangelio es tan irreal como el Ricardo Reis heterónimo de Pessoa. Aunque el autor se ciñe a una época histórica, con sus detalles que dan a la vez una impresión de verosimilitud, sabemos que los personajes que actúan son los de una obra de ficción. Resulta interesante ir descubriendo cómo Saramago coloca algunas verdades acerca de la época que no aparecen en los evangelios de los apóstoles, puesto que para éstos eran fenómenos culturales tácitos que no les impresionaban: en una sinagoga la ceremonia no podía empezar hasta que no estuviesen en la casa de oración por lo menos diez hombres, aunque el lugar estuviese lleno de mujeres; una mujer no podía hablarle directamente al marido, si éste no le dirigía antes la palabra; en una época y en un pueblo que mezclaban la religión con la vida diaria, una mujer era considerada la traidora, la culpable de que a la raza humana la hubiesen echado del paraíso; todos conocemos además el lugar, siempre detrás del hombre, que ocupa la mujer en los pueblos orientales.
La novela empieza con una oración al parecer trivial: “La noche tiene aún mucho que durar”. Quien lea esta frase se dará cuenta de que algo en ella la convierte en nueva, pues debería estar construida normalmente de la siguiente manera: “La noche aún durará mucho”, o “La noche todavía durará mucho”, etc., etc. El estilo de Saramago es difícil y construido por arcaísmos y palabras eliminables, repleto de incisos separados por una gran cantidad de comas. Separa por comas sujetos y predicados que podrían prescindir de ellas, separa por comas incluso los diálogos. Independientemente de que este estilo sea válido en cuanto a su capacidad estética o comunicativa, en el caso de este Evangelio funciona en el hecho de que parece imitación de un estilo más bien bíblico, solemne; este uso no funciona de la misma manera en otras de sus novelas. Las novelas de Saramago tienen un aire de letanía bíblica, nos recuerda Luis Landero. Cuando el autor escribe: José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme, podemos reescribir toda la oración de la siguiente manera: José despertó sobresaltado, como si alguien bruscamente lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, puesto en esta casa sólo viven él y la mujer, que no se ha movido y duerme, lo que correspondería a un estilo comunicativo más efectivo. Debido a nuestro desconocimiento del idioma portugués, hemos investigado y hemos descubierto que la traducción no es la culpable de esta dificultad.
Debemos empezar enfocando las imperfecciones de la novela, antes de concentrarnos en sus grandes virtudes. Su primera debilidad es su título. Es evidente, a medida que leemos, que ese Evangelio no fue escrito por Jesús, ni Saramago pretende, estilísticamente, que creamos eso. No se encuentra escrito en primera persona, y aparecen hechos anteriores al nacimiento de Cristo, otros en los que Jesús no estuvo presente, etc. Existe un desapego, un extrañamiento del narrador omnisciente con respecto a lo narrado: ése que narra no es Jesús, nos damos cuenta de inmediato. Entonces, ¿por qué el título? Todavía nos hacemos esa pregunta, sin encontrar respuesta alguna.
Su segunda debilidad es la precipitación del final. Esta imperfección es reiterativa en Saramago, cuyos finales se precipitan sin ninguna necesidad: lo notamos en “Memorial del Convento” y en “Todos los Nombres”. Sus finales son demasiado bruscos, intempestivos, “poco elegantes”, si cabe el término, si se entiende el término más bien. Lo cual no invalida la maestría de la ejecución anterior, sino que contribuye a nuestro asombro ante esta brusquedad, corregible fácilmente. En el caso específico de este Evangelio, el final es consabido: la muerte de Jesús crucificado. Pero esta crucifixión llega como de la nada. La Biblia es mucho más literaria en este aspecto: hay una Santa Cena; una traición; la posibilidad, a través de Pilatos, de que Cristo sea perdonado; una tortura; un Vía Crucis; una negación y luego una aceptación de esa muerte; personajes buenos, personajes malos; los que ayudan a Jesús o se condenan al repudiarlo. Todo tiene una atmósfera de tragedia griega, de cálculo literario. Pero el final de Saramago es repentino. Al obviar adrede todos los elementos de esta tragedia, que aún hoy día impresionan al lector por motivos culturales, le quita a la crucifixión todo interés no solamente anecdótico, sino dramático, estético.

-V-

El libro se encuentra construido por pequeñas historias de muchos personajes que tienen como punto en común, como hilo conductor, la vida del Cristo. Empieza con el día en que comienzan las revelaciones de la inmaculada concepción de María, esposa de José, y acaba con la aceptación de Jesús de su muerte inevitable en la cruz, por disposición de Dios: desde el momento en que Jehová creó a Adán y luego a Eva, supo también que debía mandar a Su hijo a morir en la cruz, puesto que el Todopoderoso conoce el futuro y el pasado. En ningún momento Saramago niega la aparición de los milagros bíblicos, aunque cambia o falsea o no se ocupa de algunos de ellos, incluso de los más memorables. Dios es tratado como un ser dictatorial, que envía a Su hijo a morir en la cruz no para salvar a la humanidad, sino para que la humanidad glorifique Su Nombre. El Cristo es tratado con extraordinario candor por Saramago: Jesús es, seguramente, como el autor piensa que deberían ser todos los hombres (recordemos en este punto la aseveración nietzscheana: “básicamente sólo hubo un cristiano y murió en la cruz”, escribió Nietzsche en “El Anticristo”). Al principio Jesús se niega a aceptar lo que quiere su Padre, al final accede porque se rebela ante El. Ya habíamos notado este tipo de rebeldía ante la Totalidad divina en otros escritores, y podríamos citar a Baudelaire y André Bretón, el primero con sus oraciones a Satanás, el segundo con su famosa frase: “Yo soy Lucifer, el Angel de la rebelión”, rebeldía a través del enemigo de lo establecido, a través de lo contrario a lo que la sociedad considera como “bueno” o “normal”; como Saramago, ni Bretón ni Baudelaire eran creyentes. En Saramago, Satanás, que aparece en el libro en la figura de un pastor de ovejas (broma evidente, puesto que el que siempre es identificado como pastor es Dios, y sus ovejas, el rebaño, nosotros), es tratado como el rebelde que se atreve a luchar contra una omnipotencia que nunca podrá vencer. En esto coincide con Milton y su Paraíso Perdido. Milton, atraído como tantos otros poetas por la rebeldía de Lucifer, el Angel Caído, demuestra más simpatía en su gran poema por Satanás que por Dios (lo cual es paradójico, puesto que Milton era calvinista, y su poema es, supuestamente, un canto a la omnipotencia de Dios). En el Paraíso Perdido, Satanás y sus demonios saben que perderán, que nunca podrán derrotar a Dios, sin embargo luchan hasta que son vencidos, como si su destino fuese sólo luchar. Recordemos la revelación de Krishna a Arjuna, el guerrero de la Bagavad-Gita: su destino es luchar, cumplir con su deber, la derrota o la victoria no importan; esta es la idea oriental de la realización del hecho como un fin en sí mismo, e inevitable, independientemente de los resultados.

-VI-

En los evangelios bíblicos, Jesús nace en un pesebre. En la extrema pobreza, en un pueblo perdido pero importantísimo desde el punto de vista teológico, puesto que los profetas predijeron que allí nacería el Mesías. Giovanni Papini explica el nacimiento con mucha claridad en su “Historia de Cristo”: “Nació en un establo, en un verdadero establo, no en el pórtico que los pintores cristianos han edificado para ocultar la vergüenza de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Tampoco es el pesebre de yeso que la fantasía ha ideado en los tiempos modernos: limpio y amable, gracioso de color, con la pesebrera linda y bien dispuesta, el borriquillo estático, los ángeles sobre el techo con el festón volando, los muñecos de los reyes con sus mantos y los pastores con sus capuchas de rodillas a los dos lados del portón. Este puede ser un sueño de los novicios, un lujo de párrocos, un juguete de niños, el “vaticinado albergue” de Alessandro Manzoni; pero no es el establo donde nació Jesús”. Dispuesto en todo momento a desmitificar, Saramago es radical: su Jesús nace en una cueva, aunque sí en medio de pastores y de animales del campo. Escribe así Saramago: “El hijo de José y María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese sólo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto”, etc., etc. Esto es sintomático, porque por debajo de cualquier interés estético subyace en toda la novela un substrato ideológico: Saramago se propone rebatir a Dios, a través de Jesús (a quien considera humano, como usted o como yo), y se pregunta a cada momento, directa o indirectamente, cómo Dios permite esto o aquello.
La historia más interesante, y acaso la más triste, es la de José, el esposo de María. El José bíblico es descrito con desdén por los apóstoles (y por los no-apóstoles: no todos los evangelios fueron escritos por los doce que acompañaron a Jesús), puesto que es apenas un padrastro sin brillo del salvador; los dos personajes principales del nacimiento son él mismo, por supuesto, y María, la madre inmaculada. Era previsible además, dadas estas circunstancias, que Saramago se identificara con el desconocido José. En la Biblia, José desaparece luego de los nueve años de Jesús; en la novela, Saramago crea una vida posterior y una muerte para este misterioso personaje inútil. Para ello, se vale del hecho más cruel que aparece en todo el Nuevo Testamento: el asesinato de los niños primogénitos por parte del rey Herodes. El único apóstol que se refiere a esta matanza es Mateo, en ningún otro evangelio se menciona la masacre (debemos advertir también que esa leyenda la menciona Suetonio, el historiador romano, endilgándosela al emperador Augusto. Según Suetonio, los padres de los niños detuvieron la matanza, destinada a impedir que Augusto, según los augurios, accediese al hacerse adulto al poder). En la Biblia la masacre de niños se reitera: sucedió al nacer Moisés, por ejemplo. Lo que hace Saramago es quitarle a la matanza su característica divina: José, luego de nacido el niño, escucha casualmente que serán asesinados los primogénitos, entre ellos el suyo. Esa misma noche José despierta a María y se marcha con la familia, salvando a su hijo de Herodes; la salvación del niño supone la muerte de los demás, puesto que José salva al suyo, pero no advierte a los padres de los otros, que son asesinados por los soldados. Precisamente por su hijastro (aunque él no sabe que no es el padre) los demás son asesinados, debido a que Herodes mata a los primogénitos buscando a Jesús, por lo que José es doblemente culpable. ¿No se aprecia de inmediato la extraordinaria herejía, la incontenible ira ante este hecho bochornoso que la Biblia reseña como un milagro? Puesto que en la Biblia el que salvó a Jesús fue Dios, su verdadero Padre, Saramago sugiere al lector que Dios mismo dejó que los demás niños murieran, que fueran asesinados sin avisarlo a los otros padres, como avisó a José a través de un Angel en un sueño para salvar al mesías. Es decir: Dios dejó que asesinaran a esos niños, sólo que Saramago derrama toda la culpabilidad en la novela en alguien que para nosotros es más pasible de ser condenado puesto que es un ser humano: José. Condenado por lo que hizo, despreciado por María que percibe de inmediato la magnitud de su crimen, su destino será la muerte en la cruz por los romanos, al igual que su hijastro en el futuro, al cual le transfiere su maldición. Maldito por guardar silencio, por no comprometerse para salvar, por sólo pensar en sí mismo, José morirá al ser acusado falsamente de pertenecer a una rebelión en la que alguien como él nunca se habría involucrado. José se convierte en el perfecto indiferente, en el perfecto individualista, hasta que intenta ayudar a un amigo y entonces lo vienen a buscar a él, como en la famosa parábola que se le atribuye a Bretch.

-VII-

Aunque “El Evangelio...” no llega al nivel de ser una propuesta filosófica sobre la presencia del Mal (otra de las debilidades de la religión), sí llega a preguntarse indirectamente por qué Dios acepta la presencia de La Maldad (esa “maldad de Dios” del epígrafe). Esta ha sido una pregunta sin respuesta que ha preocupado al judaísmo, al cristianismo y al islamismo desde sus respectivas apariciones: ¿por qué Dios, El Creador que nos ama tanto, que nos hizo a su imagen y semejanza, permite El Mal? En el libro de Job, el más grande siervo del Señor se hace continuamente esta y otras preguntas, y Eliú, su compañero de creencia, le responde que no trate de juzgar a Dios, puesto que “El hace grandes cosas que nosotros no entendemos” (Job 37:15); es decir, no puede responder a esto. Nadie puede, en realidad. ¿Por qué a un hombre bueno le suceden cosas malas, y a un hombre malo le suceden cosas buenas? Esta pregunta fue motivo de las más importantes herejías de la Edad Media, y fue motivo indirecto para la creación de la inquisición católica: Los Cátaros, secta herética que tuvo mucho poder hasta que fue erradicada por la fuerza, por la inquisición y por una cruzada, basó en esta clase de preguntas toda su doctrina. Según ellos, no solamente Dios creó el mundo, sino que éste fue creación también de Satanás. Satanás creó los cuerpos, mientras que Dios creó las almas. Los cuerpos son impuros, imperfectos, sucios, enfermizos, decaen con el tiempo y mueren, pudriéndose; las almas son puras, perfectas, diáfanas, inmortales. Rechazaron todo contacto con la carne; fueron vegetarianos y repudiaron el matrimonio, la natalidad y la sexualidad. Saramago es otro hereje, aunque provisto de una teología más elemental y política: Satanás es el señor del mal porque se rebela ante Dios, pero también es cierto que El Omnipotente no conduce rígidamente nuestras vidas como pregonan las religiones, sobre todo las fundamentalistas ávidas de nuevos fieles; el hombre es, en definitiva, dueño y responsable de sus actos, y es libre, si quiere, de hacer el mal, y Dios no podrá evitar eso aquí en la Tierra. Tal es el planteamiento del autor. Indirectamente, exonera a Dios de nuestros terribles actos.
Lo que se propone Saramago, y lo que me parece valida la novela desde el punto de vista de su originalidad, es el hecho de que intenta desmitificar a Jesús y atacar nuestra idea de Dios desde el interior del propio mito. Los milagros son descritos en este Evangelio, Dios habla constantemente recordándonos Su presencia, como si su autor creyera que El existe, aunque no crea en Su doctrina. En todo el libro se encuentra presente lo sobrenatural, aunque en un tono a veces paródico. Traigamos a colación el ejemplo de Pier Paolo Pasolini, el escritor y director italiano marxista y ateo confeso, quien llevó al cine la vida de Jesús en la película “El Evangelio Según San Mateo”. Pasolini no creía lo que leía en la Biblia, pero en su filme coloca todos los milagros de Jesús, uno por uno, porque para él todo era mitología, un cuento fantástico de los hebreos. Y así lo llevó al cine, como un cuento de hadas. ¿Cómo es posible que los espectadores cristianos, sobre todo los católicos, adoren esta película, y declaren que es una de las mejores que se haya realizado acerca de Cristo? Porque cada quien lee la obra de arte como quiere: para Pasolini los milagros son cuentos de hadas, para los cristianos todo eso que menciona San Mateo es real. En ese sentido utiliza Saramago, también marxista y ateo, los milagros divinos: para él no son más que cuentos de caminos, como decimos los dominicanos, mitología de pueblos primitivos. Y su mayor descubrimiento consiste en que en ningún momento quiere hacernos creer que su Evangelio es la vida “verdadera” de Jesús, puesto que el éxito de su desmitificación se encuentra precisamente en su falta de coincidencia. La novela de Saramago es la primera “biografía ficcionalizante” en la cual no es importante si los hechos que se narran coinciden con la historia de Cristo descrita en los evangelios bíblicos, o no. Cualquier cosa puede suceder en sus páginas, puesto que por primera vez Jesús es simplemente un personaje narrativo, el personaje ficticio de una novela. En “La Ultima Tentación de Cristo”, Kazantzakis se permitió alguna que otra invención en la vida de Jesús, alguna que otra irreverencia, y la Tentación que sufre en la cruz es extraída totalmente de la imaginación del autor, pero todos sabemos que éste es un sueño de Cristo antes de su muerte, algo que “pudo suceder o no”, pero por lo demás la vida de Jesús coincide con el mito bíblico. Pero el Jesús de Saramago parece más bien no querer concordar con la Biblia: luego de los clichés iniciales para que aceptemos que ése que nace es Jesús (es decir, la aparición del ángel que anuncia a María su preñez virginal, la inmaculada concepción, la matanza de los niños, los nombres de los protagonistas...), la obra toma sus propios caminos y se inventa su propia vida mesiánica (es decir, Jesús tiene hermanos, muere José crucificado, no se pierde a los doce años, mantiene una vida marital con María Magdalena, no es bautizado por Juan el Bautista, se hace pastor de Satanás, no tiene un Judas, ni una Santa Cena, ni un Getsemaní, etc.) Es decir, la falta de concordancia es tan radical, a pesar de los pasajes sobrenaturales, que Jesús se convierte simplemente en lo que debería ser cuando lo toca un novelista: un personaje de ficción. Eso se había hecho anteriormente, siempre en tono paródico y analógico, en las transfiguraciones ficcionales, pero nunca antes en una biografía ficcionalizante.
Alfonso Reyes sabe explicar mejor que yo esta diferencia fundamental entre historia y ficción: “El historiador dice que así fue; el novelista que así se inventó”, nos aclara. “El historiador intenta captar un individuo real determinado. El novelista, un molde humano posible o imposible”.

-VIII-

Jesús vive con una prostituta llamada María Magdalena, de la que se enamora y convierte en su mujer; Jesús se niega a dejarse crucificar para satisfacer a su Padre, Jehová, son algunas de las herejías de este libro. Gastón Bachelard sentía la necesidad de que la literatura fuese otra cosa y no sólo literatura: este libro no es sólo literatura, es decir, no es sólo lenguaje, palabras, sistemas estéticos. Carlos Fuentes dijo una vez que el único compromiso del escritor es con el lenguaje y la imaginación. Eso no es cierto. El principal compromiso del escritor es con el ser humano. El fin de la literatura no es el lenguaje, sino el ser, como dijo Sartre. Saramago se propone colocarnos frente a una de las cuestiones capitales de nuestra época: con un Dios así, ¿podemos realmente ser libres? Este Dios que nos proponen los fundamentalismos, por el que han muerto tantos seres humanos, ¿es el verdadero Dios, o es sólo una falsificación? Saramago nos propone que ese dios que conocemos no puede ser el Verdadero Dios. Jesús, que es Su hijo pero que también es hijo de una mujer, merece infinitamente más solidaridad que el mismo Creador. Saramago se desentiende de la idea de la Santísima Trinidad: Jesús no es dios, Jesús es Su hijo. Y ese es uno de los problemas capitales de nuestra época porque hemos visto, en este comienzo de milenio, el resurgir de los fundamentalismos y del cristianismo ortodoxo. Una sombra de conservadurismo político y religioso oscurece nuestra época. En los discursos reaccionarios, se confunde la libertad que hemos conseguido a sangre y fuego con la inmoralidad, la corrupción y la extrema violencia que es propia del sistema capitalista (no es nuestra función explicar esta consideración obvia, que es apenas política). La religión de un hombre bueno que levantó un muerto de su tumba, que predicó el amor y la tolerancia, que salvó a una prostituta de la muerte y luego le ungió humildemente los pies, como si ella lo hubiese salvado a él, se ha convertido en una creencia radioactiva que niega la presencia de todas las demás creencias: según el cristianismo, Jesús es el único salvador, las demás religiones son falsas y peligrosas; Jesús es Dios. Esta religión intolerante y exclusiva es perfecta para la mentalidad occidental, también imperialista y radioactiva; la monarquía y luego la burguesía no hubiesen podido soportar en su seno al budismo o al hinduismo, por ejemplo, religiones contemplativas que no se preocupan demasiado por la incorporación a cualquier precio de nuevos adeptos, o por la lucha frenética por el poder, porque piensan que la salvación es un fenómeno eminentemente individual que debe llegar naturalmente. Nuestra mentalidad cristiana no es así. Pero una mentalidad fanática, que se radicaliza cuanto más el resto del mundo se corrompe y se paganiza, encuentra su justificación y su crecimiento precisamente en su fe ciega, en su alejamiento de un mundo que pierde sus valores y se degenera. La Madre Patria de todo cristiano radical es Israel, el pueblo elegido. Para Borges, el hecho de que los judíos se proclamen “el pueblo elegido” es una forma de racismo. Saramago va más lejos: Dios eligió a una mujer de su pueblo favorito, la embarazó para que le diera un hijo. Dios quería que Su hijo muriera en la cruz para obtener de una vez por todas, sin oposiciones politeístas, la idolatría de los seres humanos. Ahora bien, fue traicionado por la naturaleza humana, naturaleza que El mismo creó: los hombres se identificaron con Jesús, tan humano como ellos, a quienes proclamaron su Dios. Pero como el cristianismo es monoteísta, sólo había una solución para este dilema teológico: Jesús y el Dios anterior a su llegada son una misma cosa. Al final, Jesús se convirtió en Dios, y es más reverenciado que aquel Dios invisible y lejano, rabioso y vengativo del viejo testamento. El hijo terminó venciendo al Padre.
Pero en fin, El Evangelio Según Jesucristo propone una visión de la religión como mecanismo de represión, en una época en la que esos temas han sido sustituidos por los vacíos y ligeros de la literatura por la literatura, las historias extrañas pero aparentemente originales, la moda de lo falsamente interesante porque parece nuevo: la novedad como un fin en sí mismo. Aunque es una novedad ilusoria; es más bien excentricidad, rareza. Es, al final, mercado. El alcance de ese libro puede ser percibido fuera de su propia constitución literaria: la novela fue prohibida en Portugal, condenada por el Vaticano; esas anécdotas sugieren un alcance que el propio autor no había previsto. Podemos dar también una solución extraliteraria a las herejías de Saramago, como lo hace la cita de “La Virgen de los Sicarios” que colocamos al principio de estas palabras, que no es gratuita: es posible que Saramago se haya propuesto simplemente escandalizar (como Fernando Vallejo y “La Virgen...”), causar una polémica inevitable pero que ayudaría a la difusión del libro y de su propio nombre. Es decir, es obvio que Saramago se propone provocar, pero es posible que ése fuese su único y lamentable fin. Sólo leyendo la belleza de su historia nos percataremos de que esta especulación es injusta. Su libro es lo que debería ser toda obra de arte: una estupenda aventura sensorial e intelectual, con cuya ideología el lector puede estar de acuerdo o no.

-IX-

Al final de su Evangelio, que el autor proclama como el de Jesucristo, su personaje atormentado comete una de sus grandes blasfemias contra Su Padre. Una que nos recuerda que no somos ángeles, ni dioses ni demonios, sino sólo pobres seres humanos destinados, según el cristianismo, a pagar hasta el Apocalipsis por un crimen que no hemos cometido: “Jesús muere, muere”, escribe Saramago, “y ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece, vestido como estuvo en la barca, y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi Hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia. Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y, trayéndole la memoria el río de sangre y sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque El no sabe lo que hizo”.

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