Alicia, cuento de Máximo Vega:



         Cuando lo vio desmontarse de la motocicleta Honda 70 con la camisa pegada al pecho por el sudor, el cromo aquel con el diente de oro y los pantalones acampanados,  y el afro que  regresaba y los dedos  llenos  de anillos de plata, se dio cuenta enseguida de que ese era el hombre para ella. No hubo ninguna clase de idealización, ningún ensueño. Se apeó del motor como de un caballo y se miró como al descuido las uñas pintadas con barniz natural, le hizo saber de inmediato a todas las mujeres del barrio  que él era el matatán nuevo de la cuadra y que, si quería, podía romper las palmeras bordadas de su guayabera con la inflexión de sus pectorales, y que el  ron que traía metido a las malas en el bolsillo trasero del pantalón y que le abultaba  la  nalga no era sólo un  beeper ocasional, no, que si se ajumaba era capaz de comerse a los buzos del vertedero municipal, que detuvieron su trabajo con sus caras sucias para verlo caminar hacia Alicia, la petiseca que  nadie nunca pretendió, el fleje que había llegado rápidamente a jamona  mientras veía a sus hermanas menores salir una a una de Rafey del brazo de hombres feos y bajitos que las pusieron a valer con casas en el Ejido y en Pueblo Nuevo. La indigesta Alicia, la que coleccionaba muñecas lanzadas al zafacón por niñas ricas que crecían o que las cambiaban por otros juegos virtuales o blackberrys infantiles, las barbies rubias y blancas que llegaban despedazadas al basurero. Cada palomo, cada buzo, cada vez que hallaba alguna en tan mal estado que no podría revenderse, se la llevaba como una ofrenda a la adolescente que se hizo vieja esperando al principesco tíguere azul que la sacaría del mal olor y la montaña de papeles de colores. Su madre sentía lástima por ella, por la flaca obsesionada con la carretera que sale de Rafey, mientras les comentaba a los vecinos: “Ah, mi niña que se hizo vieja, mi niña que nunca creció, que nunca  se matrimonió”, hasta que llegó el superhombre que la cargó hasta su motocicleta con el sillín adornado con el dibujo morado de una mujer en bikini. Se casó tres meses después con el piloto del motor de los flecos de colores, que  necesitaba una mujer que le cuidara la casa y que nunca saliera de ella, una mujer que le aguantara las infidelidades con cueros obscenos que usaban desodorante de cajita y soñaban con sus propios príncipes, mientras Alicia lo veía partir en la motocicleta, aunque antes  de  irse la besaba en la boca y le preguntaba, con ternura: ¿Y quién es tu hombre que  te quiere y que  te ama y que  no te va a dejar nunca por ninguna de esas putas que son namás que  para pasar el rato, para que recuerdes que tú eres la primera y que siempre te trato y te trataré como  una dama?

         Y Alicia, feliz. Su  cromo era la  envidia de sus  hermanas,  el moreno felino y vulgar era el deseo insatisfecho  de todas las muchachas  del barrio,  aun de aquellas  jovencitas  a  las que ella les llevaba casi 20 años. Lo que pasa  es que  no puedo irme con él, se excusaba con sus hermanas, lo que sucede es que él no puede montarme  en  la motocicleta y llevarme lejos,  mientras peinaba  las  muñecas medio  calvas,  pero  rubias,  que la  miraban sonreír con uno solo  de sus  ojos azules, con sus  piernas  o  sus  brazos mutilados. Nada nos  va a separar,  nada, ni  siquiera  los chismes que pululan  sobre las  constantes peleas  domésticas, o  los rumores de que  la policía lo busca por  venderle marihuana a los  buzos  menores de edad del vertedero; nada podrá corromper este amor  puro que ha llegado  tan a destiempo.  Ni  siquiera  la  trompada tremenda en la mejilla tersa, o aquellas palabras que le causaron un terror ambiguo, indefinido, cuando producto de un reclamo mal entendido le sugirió que lo dejara tranquilo, que  no se metiera en sus asuntos, que se limitara a lavarle y a plancharle y a mantenerle  la casa limpia para los socios que lo visitaban  los  fines de semana, o para los demás tígueres  sonámbulos  con los que  bebía hasta las tres de la mañana,  que  esperaban de ella, a esa  hora  extrema de  la  madrugada, algún sancocho caliente y espeso  para  matar  la  borrachera,  alguna sábana limpia para  dormir  en su  sofá de palitos  o en  el  suelo  pulcro.  Pero  nadie se  atrevía a  tocarla, pero  ninguno  se arriesgaba a profanarla mientras  su  marido estuviese allí  acariciándole  el cabello,  revisándole  los  moretones  de  los  ojos,  besándoselos  y lamiéndoselos  con una lengua larga  y babosa de reptil. Repitiéndole:  Pero  es que tú  eres  la culpable,  mi vida,  la culpable de que yo me  ponga  así  porque  me  llevas  la contraria  y me  aceleras,  y  yo entonces  me  encojono contigo como un niño  pero eso  es  porque te quiero demasiado.

         ¿Quién podría  dudar que tenía  un  matrimonio  estable, duradero? Ya sus hermanas no  la visitan, pero, ¿qué importa? Mientras  se revisa  en el  espejo la boca hinchada, sangrante,  mientras peina con fruición las muñecas viejas e imperfectas que se amontonan por cientos en los rincones de los dormitorios, se enfrenta a su madre que le pregunta por qué diablos continúa viviendo con ese hombre que la maltrata, por qué le aguanta esa vida, si eso que ella vive puede ser llamado vida.

Pobre mamá. No es capaz de imaginarse lo feliz que es. Le muestra una foto de su príncipe rabioso con el miembro que se le dibuja a través del pantalón ajustadísimo, lúbrico y enorme, aunque ni siquiera está erecto. Le acaricia el pecho, le besa la cara pequeñita de la fotografía. “Estás loca, mi hija”, le dice su madre, pero al mismo tiempo sabe que no puede dejar de visitarla, que no puede abandonarla como lo han hecho hace tiempo todas sus hermanas. Si le exige decidir entre ambos, está consciente de que su hija lo escogerá a él. Así que continúa yendo todos los días a la casa, a empujarle la silla de ruedas más allá de la calle de tierra y de la barranca al otro lado del basurero, para que Alicia por lo menos pueda ver, a lo  lejos, los techos de la ciudad perdida y los edificios altos, para esperar que algún día despierte y descubra que su cafre le muestra su diente de oro a mujeres que caminan y no son putas, que la soledad y el destierro del alma son preferibles al complejo, al castigo y a todas aquellas formas tan astutas del dolor.


 (Del libro "La Reacción Phillips")





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