EL ASESINO

máximo vega


         La víctima estaba saliendo de la catedral cuando Asdrúbal le pidió la limosna. Con la mano ahuecada y extendida como si tuviese experiencia en ello, vestido de harapos, descalzo a pesar de que se hacía daño en las plantas con las piedritas diminutas sobre la acera, sabía que aquel señor, casi anciano, encorvado a destiempo, que acompañaba el cortejo de la pareja formada por su hija que contraía matrimonio y el jovencito de gelatina en el cabello lacio y zapatos de charol, lo apartaría de su camino con una mueca de asco.

         El cuchillo lo traía escondido en un bolsillo, agarrado fuertemente con la mano izquierda metida en el pantalón roto. Saltaría sobre su cuello mal afeitado, un cuello poroso que ensuciaba la camisa de sudor, abotagado por la corbata pasada de moda, demasiado ancha y apretada. Sacaría el cuchillo ya en el aire –no un revólver, un puñal, el arma perfecta para todas las venganzas-, se lanzaría sobre la yugular palpitando apenas debido al colesterol y al ocio, saldría huyendo luego hacia cualquier lado. Detrás, el llanto de sus hijas, el hipido nervioso de su esposa que quizás más adelante se alegraría, los gritos agudos de toda la familia. La sangre sobre los escalones rústicos de la catedral.

         Cinco años antes, lo había descubierto de nuevo montándose en el Mercedes Benz, rodeado por tres guardaespaldas, mirando para todos lados con su desconfianza habitual, saliendo de una tienda en una plaza comercial con el nombre en inglés. Había creído que no iba a volver a encontrarlo jamás, sobre todo porque había perdido su rastro luego de que averiguó que debido a una investigación de la DEA tuvo que marcharse a España. Asdrúbal trabajaba en un supermercado, había sido ascendido a gerente general. Abandonó el empleo y se dedicó a perseguirlo, había ahorrado suficiente dinero para vivir algunos años sin trabajar. Llevaba una vida frugal, barata. La adicción al espionaje le había impedido, con el tiempo, regresar a una disciplina, a cumplir horarios de oficina y hacer al pie de la letra lo que ordenan los jefes y los manuales.

         Veinte años antes lo había visto por segunda vez en toda su vida, mucho más vulgar de lo que llegaría a ser en el futuro, vestido con una chacabana blanca que le quedaba pequeña y los dedos de las manos llenos de anillos de plata. Tenía bozo en esa época, una pequeña raya debajo de la nariz enorme, que resoplaba como la de un toro obeso. No le gustó haberlo encontrado de nuevo. Pensaba que todo aquello había quedado atrás, en un pasado remoto que pretendía olvidar como si su vida hubiese empezado al cumplir los diez años –un poco gordo para su edad, algo bajo, se imaginaba sin humor cómo pudo haber salido con ese tamaño por la vagina estrecha de su madre. No tenía guardaespaldas en ese tiempo, lo protegía una 9MM que guardaba en una funda escondida detrás de la pretina de un pantalón excéntrico. Al reencontrarlo, de inmediato algo empezó a herirlo y a corromperlo.

         Treinta años antes, cuando Asdrúbal tenía nueve años de edad y vendía periódicos vespertinos con los demás canillitas del parque Duarte, halló a su padre escondido en un rincón, inyectándose la heroína que le suministraba todas las semanas el individuo vulgar, de nariz enorme, que mostraba orgulloso una 9MM metida en una canana detrás de su pretina. Asdrúbal le entregaba a su padre diariamente el dinero recaudado con los periódicos, pero ese día exacto, ese día, notó que el hombre vulgar se alejaba del rincón metiéndose unos billetes en los bolsillos. A pesar de que conocía al dealer por su nombre, Asdrúbal lo veía por primera vez. Al acercarse, su padre le sonrió como un idiota, le dio un beso en la mejilla, se echó hacia atrás como si hubiese querido recostarse para descansar. Es natural que Asdrúbal aún tenga en la cabeza, rondándole los sueños cuando sueña, metido en los recuerdos y en el trauma, la imagen de su padre destruido, desgonzado sobre la pared trasera de la catedral, con la jeringa colgándole del antebrazo que le sangraba. Su padre estaba muerto. Es natural que lo recuerde no como era en vida, sano, flaco, alto, caminando con él y sus hermanos hasta Helados Capri o comprando pizzas baratas en el restaurante de los chinos, sino que siempre se recuerde lanzándose sobre el cuerpo y sus espasmos repentinos, sobre su padre con la baba en la boca como si fuese un perro rabioso, tratando de recobrar lo que ya se había perdido desde la primera vez que su padre sintió el placer y la paz del líquido que se le metía en las venas y lo salvaba de algo que él mismo no podía comprender completamente.

         Lo hacía para borrar el recuerdo, la crueldad del beso en la mejilla, para descansar en paz. Para no seguir soñando con sus nueve años y el cadáver que se llevaron los policías metido en un saco de henequén. Saltó sobre el viejo como si se elevara un pájaro, sacó el cuchillo como un samurai. Como un ángel exterminador, como un arcángel que luego cae, como lucifer. Al principio, el hombre casi anciano se echó hacia atrás, algunos años antes lo habría enfrentado pero hoy, ahora, estaba viejo y cansado y todo lo que pretendía era cuidar a su familia, ver casadas a sus hijas –el destino no había querido darle hijos-, morir antes que su mujer, que lo enterraría con algún pequeño homenaje que no se merecía, provisto por su dinero. Poco le faltó para echarse a correr. La novia y las damas lanzaron unos grititos histéricos. Para no tener que matarlo en un día tan especial para su jefe, los guardaespaldas se adelantaron y le dispararon a las piernas. Cuando Asdrúbal cayó como un bulto sobre las losetas rústicas, lo abandonaron allí mismo hasta que llegó la policía, que tenía la encomienda de recogerlo y hospitalizarlo lo más rápidamente posible, antes de que empezaran los comentarios desagradables de los invitados, y acabara por estropearles también la recepción y la partida hacia la luna de miel.

         Alguna vez en el futuro, sentado en su silla de ruedas, mientras ahueca la mano para recibir las monedas de los transeúntes, Asdrúbal podrá verlo caminando hacia su Mercedes, casi anciano, enviando a uno de sus guardaespaldas para que le entregue un billete, de los de a mil, quizás porque le dará lástima y se sentirá un poco culpable de su invalidez y su indigencia.




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