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ENTREVISTA A MÁXIMO VEGA:

Por Kianny Antigua.


1.   ¿Dónde te ves como escritor en cinco años y/o dónde ves tu literatura?

Me veo en el mismo lugar, pero me gustaría que me leyera el mundo entero. Muchísima gente. Pero estoy consciente del país en que vivo, un país pequeño en el Caribe, y lo que trato mientras eso sucede es de escribir, decir las cosas que quiero decir y hacerlo lo mejor posible. Aunque, claro, sé que eso nunca va a suceder. A mí me gusta escribir, soy feliz cuando escribo, no entiendo eso del “dolor del escritor” o que “escribir es como un parto”. Si yo sintiera que escribir es como un parto, no escribiría, dejaría eso.

2. Un sueño recurrente:  

Como escritor, mi sueño es tener las posibilidades económicas de dedicarme a escribir sin tener que hacer nada más. O sea, un sueño imposible. Como persona, siempre sueño que estoy desnudo en medio de la calle. Voy a comprar algo en la esquina y pienso: "Es cerca, me puedo ir sin ropa", pero cuando estoy en la calle me doy cuenta de que estoy desnudo y quiero regresar sin que nadie me vea. Los psiquiatras creen que eso tiene un significado existencial, no sé cuál sea.

3. Si pudieras ser un animal serías…

Mi animal preferido es el puerco. No sé por qué. Me gustaría ser un cerdo. Pero limpio, claro.

4. ¿Te consideras una persona alegre o con afinación a la tristeza? Desarrolla.

No creo que sea muy alegre, pero tampoco creo que sea triste. Soy, eso sí, una persona feliz. Ya tengo cierta edad, y he aprendido a aceptarme a mí mismo. Me han pasado cantidad de cosas malas, como a todo el mundo, he tenido que lidiar con las demás personas, con la naturaleza humana, cada vez más individualista. Pero creo que he tenido una buena vida, y que he sido feliz. Ahora conozco mejor el mecanismo del mundo. Yo he hecho de todo, he trabajado en cantidad de cosas, como sucede con los demás artistas del país y ha sucedido a lo largo de la historia con los escritores de todos los sitios. Es decir, creo que he tenido una vida intensa. Me han sucedido y he visto cosas terribles, pero también fantásticas. No soy un pesimista ni un reaccionario, veo mi porvenir con cierto optimismo.

 5. ¿Eres responsable o el/la (estéreo)típic@ poeta bohemi@? & Tus amig@s, ¿te ven de la misma manera?

No, yo soy una persona muy seria. Muy responsable. Disciplinado. Por eso puedo trabajar y luego del trabajo sentarme a escribir, sobre todo cuentos y novelas, que quitan mucho tiempo. Y leer, leer mucho. Ese es el sacrificio del escritor, aunque realmente para mí no es ningún sacrificio porque disfruto todo eso. Aunque claro, también hay que disfrutar la vida, pero supongo que me ven como muy serio, muy circunspecto, aunque me río muchísimo, me paso el día riéndome.

6. ¿Sales detrás de/Te comunicas con las editoriales o esperas que ellas te contraten a ti, te «descubran»?

Trato de publicar mis libros, no espero que me llamen. Publicar es difícil, pero hace mucho tiempo que no publico mis libros por mí mismo, he publicado con editoriales locales o extranjeras, cuando ganas un concurso te publican la obra, etc. Las editoriales internacionales te pagan derechos de autor cuando te publican, y un escritor tiene que vivir de algo. Los dominicanos tenemos un problema, y es de mercado. Las editoriales, sobre todo las españolas, se afilian con los escritores de mercados más grandes porque les resulta más fácil recuperar la inversión o ganar dinero, vender muchos libros. Hay cinco países en Hispanoamérica en los cuales se venden más libros: Argentina, México, Colombia, Perú y Chile. Por eso los escritores de esos países son los más conocidos, y por eso cuatro de esos países ya tienen premios Nobel de Literatura, aunque a la Argentina hace tiempo que debió otorgársele un premio Nobel, empezando por Borges. La gente piensa que las cosas suceden de manera fortuita, pero no es así. En este país se instalaron dos editoriales grandes y tuvieron que marcharse porque no les era rentable. Pero el dominicano tiene que dejar esa mentalidad insular que tiene, pensando que si envía a una editorial y lo rechazan se está acabando el mundo. Hay que enviar a concursos internacionales y a editoriales internacionales, porque no creo tampoco que los escritores de otros países sean muy diferentes (en el aspecto formal) a los escritores dominicanos.


¿Qué te gustaría que la gente supiera de tí? 

Yo soy muy discreto y muy tranquilo. Me gustaría que la gente me viera como un escritor, como nada más, y que pensara en el futuro que yo fui un buen escritor. Si es que alguien me va a recordar, porque el mayor privilegio para un escritor es el olvido. Lo que debe quedar es la obra. Como dijo alguien mucho más importante que yo.

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El Mercado Editorial en Hispanoamérica:

En Hispanoamérica hay cinco países en los cuales se venden todos los libros, es decir, en los cuales existe el mercado editorial más importante de esta parte del continente: México, Chile, Argentina, Perú y Colombia. Al mismo tiempo, esos países cuentan con las Ferias del Libro más importantes de Latinoamérica. Esto sucede no sólo debido a que en esos países se leen más libros, sino por la cantidad de habitantes, lo que eleva considerablemente el volumen de mercado. Hay dos países en los que se leen muchos libros, pero, o bien sea por la cantidad pequeña de habitantes, o por las dificultades de su economía, no se venden tantos libros: Cuba y Uruguay, dos países que históricamente han tenido grandes escritores. Por arte de algo que no es para nada magia, precisamente todos estos países que he mencionado, quizás con algunas excepciones, son los que cuentan con los escritores más conocidos, los más premiados y los más promocionados.
          De los cinco países a los que me referí al principio, cuatro tienen ya premios Nobel de literatura: México (Octavio Paz), Chile (que tiene dos poetas: Gabriela Mistral y Pablo Neruda), Perú (Mario Vargas Llosa) yColombia (Gabriel García Márquez), aunque todos sabemos que Argentina hace mucho tiempo debió obtener por lo menos un premio Nobel de literatura. La excepción es Guatemala, que tiene un premio Nobel en Miguel Angel Asturias, que vivía en Europa cuando lo ganó, al igual que el nicaragüense Rubén Darío, que no fue premio Nobel, por supuesto, pero que le debe su fama (independientemente de la calidad de su poesía) a su estancia española. Casi todos estos países cuentan con ganadores del Premio Cervantes, o ganadores de los diferentes concursos literarios del continente, o de España, que es la meta soñada de todo escritor debido a su potente industria editorial.



          Se puede notar, entonces, que todo no ocurre por puro azar, es decir, que no es sólo la calidad literaria la que mueve esta clase de premios, de galardones, de concursos. Debe ser así, admitimos, debido a que un escritor desconocido nunca será candidato a esta clase de premiaciones en las cuales un jurado debe evaluar las obras, es decir que debe conocerlas. Las obras deben ser traducidas, y llegar a “los mercados grandes de la palabra”, como canta Silvio Rodríguez. Pero esto también ha llevado a la mediocridad continua de nuestra literatura. Las editoriales no publican poesía, con honrosas excepciones como la editorial española Visor, por ejemplo, lo que significa que la mayoría de los poetas hispanoamericanos son desconocidos; además de que estas instituciones comerciales cuentan con un pelotón de lectores, correctores, reescritores, que evalúan, proponen, rechazan, aceptan y reescriben las obras, teniendo en cuenta además lo que indica el mercado: obras pulcramente lineales, en estos momentos históricas o detectivescas hasta que el marketing indique otra cosa, asépticas formalmente y, claro, dejando a un lado la personalidad del autor, que al aparecer y expresarse puede confundir al mediano lector. La actividad literaria, sobre todo la narrativa, es una tarea económica, hace mucho tiempo que ha dejado de ser una actividad artística.

          Debido a esta perspectiva mercadológica de una labor que debería ser inútil, el panorama no se ve muy halagüeño. Esperemos que la edición independiente, los “indies”, como le dicen ahora, palabra sacada de la industria cinematográfica norteamericana, que se vio enfrentada a los mismos problemas, nos saque de la mediocridad, la exactitud y las matemáticas, y que el azar vuelva a decidir la calidad literaria, en lugar de la estadística. 



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La Noche Boca Arriba-Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
 le llamaban la guerra florida.

     A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
     Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
     Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
     La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.



     Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
     Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
     Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
     -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
     Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
     Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
     Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
     Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
     -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
     Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
     Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
     Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
     Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

http://mediaisla.net/revista/2015/04/maximo-vega-por-lo-menos-me-gane-una-jirafa/


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HANSEL Y GRETEL


Se despertaba diariamente a las seis en punto porque tenía que estar a las ocho en el trabajo, podía llegar tarde pero la jefa de la capital estaba muy autoritaria últimamente luego de que surgieran los rumores acerca de su destitución, así que no quería contrariarla ni darle ningún motivo. Se levantaba de la cama, corría a bañarse en la tina en la que se zambullía y bogaba en esas sales que prometían la energía necesaria para soportar con valor otro día rutinario exactamente igual al anterior con los mismos problemas y las mismas firmas sin sentido. Al salir de la tina, frotarse el cuerpo con la toalla concienzudamente para quitarse de encima por completo las sales que si se dejan le pican sobre todo en las axilas y en las ingles, tomar la colgate y el cepillo –hay que cambiarlo, advirtió, las cerdas empiezan a doblarse- y cepillar fuertemente cada diente y cada muela en círculos, por detrás para combatir el sarro y porque, debido a un problema infantil de exceso de hierro, el calcio todavía se le seguía poniendo negro. Escogió en el armario el traje sastre gris, el verde no porque se lo puso ayer, el azul no porque se lo puso antier y al sentarse en el carro público un fierro suelto de la carcacha le hizo un huequito a la falda como de bala, tendría que mandarse hacer otra falda y son tan caras. La camisa amarilla de algodón con los cuadritos, parece de hombre pero proporciona cierta formalidad para el trabajo; las medias pantis blancas y los zapatos sin tacones; el carterón gris. Es mejor peinarse con una cola, esa apariencia sobria proporciona también cierta formalidad para el trabajo. Luego el café escuchando las noticias, radio popular con tanta gente quejándose de la electricidad y del agua y de los baches de la calle y de la basura en las aceras y de la delincuencia y de los dentistas (¿qué clase de demente llama a un programa de radio para quejarse de lo que se sufre en un dentista?), es mejor cambiar de emisora y avanzar hacia cosas definitivamente más agradables al empezar el día como la última canción de Luis Miguel que no escucha completa porque luego del yogurt y de las tostadas con mantequilla tiene que partir rauda a tomar el concho, eso de los carros públicos se acabará pronto porque está ahorrando para comprarse su propio auto, tiene un toyota visto que está chulísimo, hermoso con sus líneas redondeadas como de ejecutivo, lástima que esté un poco caro y quizás tenga que conformarse con el honda del 95.
En el carro le pidió por favor please al chofer que le bajara el volumen porque le dolía un poco la cabeza, recordó de repente que tenía que llamar a mamá para felicitarla por las cuatro quinielas que se sacó en la lotería, esos vicios de su pasado de sirvienta, fulminó con los ojos avellana al chofer a través del retrovisor cuando producto de un bache enorme casi se come el asiento de adelante. No ha pasado nada, mi amorsote, estos choferes tan propasados, tan simplones, seguía pensando en el quejoso de los dentistas cuando llegó a pasaportes y todo el mundo la saludó con mucho respeto, se instaló cómoda y salvada en su oficina con aire acondicionado y escritorio para ella sola. A través del cristal veía todo el local y todo el personal, por supuesto: esos perezosos y perdedores que no podía cancelar porque eran miembros del partido, la muchacha de los audífonos con el chicle en la boca, el viejo barrial que atendía los visitantes y que apenas sabía leer y escribir, el guardián propasado que la piropeaba cada vez que la veía entrar o salir, en un ataque tan frontal que por primera vez desde que era encargada de la oficina se le presentó la disyuntiva entre intentar cancelarlo o hacerse la fuerte, la jefa como un hombre, y pararlo en seco con un tenga cuidado que lo puedo mandar a vender periódicos en la esquina para mantener a los cuatro hijos, y una bofetada seca que le recordaría que era una mujer y por eso la piropeaba, pero que no siguiera haciéndose el fresco con quien le daba la comida y podía quitársela.Salvada ya, instalada por completo con las piernas medio abiertas protegidas por el escritorio cubierto por delante con el cartón piedra y la cortina corrediza que cerraba con un botón y que ocultaba todo el cristal, recordó de nuevo la canción del buenmozón de Luis Miguel y se precipitó, en el estricto sentido de la palabra, hasta el radio con la pirámide de cidís a su lado, en donde colocó 20 Años de aquel rubio bello en ese tiempo peludo y musculoso que le arrugaba sin querer todas las medias pantis. Encima del escritorio descansaba el trabajo del día: algunos papeles por firmar, memos que llegaban de la capital y que debía o cumplir ella o hacer cumplir al personal, su trabajo se basaba más bien en vigilar a los empleados, en controlar la corrupción y tratar de que no se marcharan más temprano y los pasaportes fluyeran con cierta adecuada rapidez, no demasiada desde luego, porque todo lo demás se hacía solo. Lo más difícil consistía en mantener el puesto, en soportar, en aras de continuar en esa oficina y metida en ese aire acondicionado y seguir ahorrando para tal vez el toyota, a la vieja fea esa, su jefa capitalina que se aparecía sin avisar y que todo lo encontraba mal hecho o mal colocado y siempre estaba hablando de lo amiga que era del presidente de la república. Lo malo era que había que soportarla, precisamente, que había que alabarle los colores escoceses que escogía para la ropa, el mal teñido de un dorado casi rojo, el excesivo maquillaje y el marido metiche y medio idiota que le servía de chofer, chiquito y fresco, que le hacía indecorosas proposiciones a espaldas de la vieja, prometiéndole que, si se lo daba, convencería a su señora esposa para que la nombrara asesora en la capital, con el doble del sueldo y la mitad del trabajo.Pero a ella no le gustaba la capital, demasiado ruido y calor. A las doce y media llegó su mejor amiga Rosita que la iba a buscar en su carro para salir a comer, no almorzaba en la cafetería del huacalito porque eso de que los jefes coman en las mismas oficinas gubernamentales al lado de los empleados como que no era para ella que ya había aprendido a no codearse con todo el mundo. En el mazda de Rosita su mejor amiga encendió el radio y le preguntó si no había escuchado por una feliz casualidad el último de Luis Miguel, se notaba de inmediato la telepatía, la conexión profunda y chulísima entre las dos amigas que ese día comieron arroz con habichuelas, yogurt y carne de pollo.
-¡Hacía tanto tiempo que no comía habichuelas! –exclamó Rosita, como nostálgica.
-A mí me gustan mucho –respondió ella –Alimentan mucho, tienen muchas vitaminas. Si uno quisiera no tendría que comerse el arroz, manita, con las habichuelas basta y sobra.
-¿Ya leíste Caldo de Pollo Para el Alma? –varió el tema la Rosita intelectual- Tremendo libro, manita. Si no lo has leído te lo voy a prestar.
-¿Caldo de Pollo para qué? Estábamos hablando de comida. Tal vez de ahí te acordaste del nombre –conexión profunda de nuevo.
-Bueno, a mí me gustó mucho la carne que hiciste el otro día en tu casa, tienes que invitarme otra vez, ¿eh? Nunca había comido una carne con ese sabor.
Envidiaba un poco a Rosita porque ya había llegado a esa etapa de su existencia en la que se le veía el bienestar, en que ya no tenía que estar sacando el celular o las tarjetas de crédito para aparentar, sino que desde que se le veía en el mazda o aun a pie las pocas veces que se bajaba del auto se notaba que estaba el día entero metida en el aire acondicionado -se veía más blanca, con la piel más tersa y alejada del sol, parecía hasta más rubia- y que no comía todos los días esas comidas pesadas y grasosas.
Al volver a la oficina recibió de nuevo los saludos de todos que ya le fastidiaban un poco, el guardián arriesgó el piropo e incluso hizo ademán de tocarle aunque fuera la tela de la falda, pero ella lo detuvo con una mirada que significaba que haría todos los esfuerzos del mundo para lograr que la semana siguiente estuviese cuidándole el perrito a la hija de algún funcionario de segunda. Reprendió a doña Lola, la pobre que llenaba los formularios en la remington de los 70, porque se durmió sin querer en la silla luego de almorzar, y así la encontró ella, despatarrada y boba detrás del vaso con el jugo de limón. Le molestaba un poco la oficina luego de la comida de lunes a viernes con Rosita, le fastidiaban la haraganería que le provocaba el estómago lleno, la somnolencia del aire acondicionado y la lentitud de la oficina hasta que no llegaban las dos y algo y la gente empezaba a acudir. Era extraña toda la fila que veía, después de las dos, a través de la cortina y el cristal: dominican yorks, gente que quería emigrar pero no sabía cómo y empezaba mientras tanto sacando el pasaporte, emigrantes a Europa que llegaban rarísimos vestidos con muchos colores, poca gente normal, en fin. Se sentía entonces muy feliz de estar metida en la oficina soportando algunas veces por teléfono y una vez al mes personalmente a su jefa la fea, o amonestando sobriamente a la empleomanía, y no estar allí afuera atendiendo a la gente que no sabía ni hacer bien la fila y a quienes el guardián tenía que formarlos con algunas palabras fuertes de vez en cuando. Para eso sí que era eficiente, aunque se le iba la mano a cada rato y maltrataba, la semana pasada tuvo que llamarle la atención porque esos son votantes y si resienten el mal trato quién sabe por quién echarán la boleta en las próximas elecciones.
Pintándose las uñas con un cutex rojo que llevaba siempre en la cartera, le dieron las tres treinta y ese día lo agradeció más que nunca, sobre todo porque la tarde avanzaba calurosa y lenta y parecía no acabarse jamás el horario de trabajo. Como siempre hacía para no darle motivos a los chivatos que aparecen en todas las oficinas públicas, se quedaba la última y cerraba acompañada del guardián, aunque esa tarde dejó que los demás se marcharan –se despidió, cosa rara, de la audífonos con chicle, que se iba corriendo para la universidad y le devolvió el saludo sin ocultar un infinito desprecio- y dejó que el guardián cerrara solo porque ese día quién sabe lo que había comido porque estaba como más propasado que nunca. Pensó esto hay que aguantarlo hasta la semana que viene, y el carro público la ocupó de nuevo en Luis Miguel, en el dedo gordo que se había dejado sin pintar, y en tener cuidado para que no se le fueran al carajo las medias que no podía estar comprando todos los días si quería conseguirse el mes que viene el toyota.
De nuevo su casa. Ah, su casa. El silencio de la urbanización, las calles asfaltadas y limpias, lástima que no haya energía eléctrica porque si no ya estuviese encendida la televisión gracias al control perdido encima del sillón con esa comedia nueva del cable antes de la telenovela de las cinco, en donde aparece una actriz que se viste más bien… como le gustaría vestirse algún día a ella misma, tal vez cuando logre obtener el puesto de la vieja esa. Porque ese era un día especial, aunque tampoco haya radio y ni siquiera agua fría: esa noche iría su novio a cenar, así que le prepararía uno de esos soberbios platos con carne que tanto le habían gustado a Rosita y a dos o tres amigos y amigas más. Era la primera vez que le cocinaba, lo había conocido hacía tres semanas en un restaurante para gente in al que fue con Rosita –inseparables, ¿no?- que se conocía todos esos sitios finos y sentado en la mesa de enfrente: “el diablo, qué hombre”, y no estaba viendo a Rosita como ella siempre pensaba que hacía el sexo masculino cuando salía con su mejor amiga, que siempre veía a la de al lado, sino que se fijaba en ella y sucedió que era norteamericano y que apenas sabía hablar español pero que le gustaban las jóvenes nacionales y serias y ejecutivas de lo que sea.
Corrió a la habitación para quitarse la ropa y el maquillaje y ponerse más cómoda, la camisa crujió cuando todo el niágara que la mantenía estirada sucumbió al sudor fuera del aire acondicionado que en la oficina estaba pero que en su casa no. “Le haré carne molida”, pensó ella, inspirada en el ingrediente del futuro plato, “pero de la especial. Ojalá que todavía quede algo…” Contrariada por la posibilidad un poco remota de que la carne se hubiese terminado, se colocó una bata de casa que parecía más bien un kimono que había conseguido en una barata de boutique, y lanzando los zapatos de tacos bajos al fondo del armario trotó casi hasta una habitación vacía de las tres de su apartamento, que no usaba porque, como toda mujer soltera y profesional que se respete, vivía sola. Sacó una llave del fondo de la palma de su mano, abrió la puerta cerrada extrañamente con esa llave, unas cajas vacías y otras repletas de papel periódico llenaban los rincones. Había un olor fétido allí, extraordinariamente repugnante, pero al parecer ella estaba acostumbrada puesto que continuó sin detenerse, sin notarlo incluso. Las ventanas se encontraban cerradas, se detuvo delante de dos objetos cuadrados, como cajas, encima de una mesa con forma de escritorio. La oscuridad era tan intensa por el hermetismo del cuarto, que se había detenido realmente para que sus pupilas se agrandaran y se fuesen acostumbrando a la oscuridad, para lograr ver mejor en lo que se iba volviendo penumbras. Bajó un poco la cabeza hacia los dos objetos (de los cuales salía el hedor casi insoportable) y se decepcionó: no, ya no quedaba nada, lamentablemente. Los huesos estaban limpios en las jaulas; tendría que sacar los cuerpecitos y, quizás mañana, si no tiene mucho trabajo y Rosita no la llama para salir, pueda conseguirse dos niños más.
(FOTOGRAFIA: MIGUEL CRUZ)

HISTORIA DE DIEGO Y CLÁSICA




Diego es un mecánico chapucero y haragán (siempre lo ha sido, no le molesta ni siquiera que sus clientes se quejen con su jefe en su presencia), fumador y admirador inconsciente de las presentadoras adorables de la televisión. Salen con poca ropa en la pantalla, a veces en bikini presentando algo superfluo en una playa o una piscina, Diego suspira, chupa inmisericordemente el cigarrillo apagado -lo tiene en la boca simplemente para calmar la tremenda intensidad del vicio-, a veces se masturba con ellas clavadas en una imaginación nada fértil, más bien árida, mediocre. Vive solo. Cada sábado, a las ocho en punto de la noche, se limpia la grasa de auto de la piel e intenta despejar un poco el olor a gasolina y querosén, y se dirige sin ningún apasionamiento, podríamos decir más bien que lentamente, como si no le importara aunque le importa, hasta la esquina izquierda del Cementerio Municipal, en donde, en el lugar en el que de día se venden geranios y gladiolos a punto de marchitarse destinados a los difuntos que visitan los deudos para cumplir con una formalidad pueril, recoge habitualmente a Clásica, que lo espera a una hora fija en la que trata de apartarse de los demás interesados, invariablemente como quien aguarda que todos los días caiga la noche, o que si se nubla demasiado es posible que esta tarde llueva.
Diego no es un hombre buenmozo, es más bien feo, pequeño y fornido. Usa unas camisetas muy ceñidas que le marcan exageradamente los bíceps. No es muy inteligente, en la escuela apenas llegó al segundo curso de primaria. A pesar de toda su labor de limpieza, siempre lo ronda un olor a gasoil o a líquido de frenos al que se ha acostumbrado. Diego dice que nació con ese olor, del cual está plenamente consciente, se lo dice a Clásica que se ríe con todos los gestos de la cara, aunque él sospecha que ni siquiera entiende bien lo que le está diciendo, las palabras que pronuncia, cuando esto sucede Diego piensa: Quién sabe qué clase de cosas raras estará entendiendo esta mujer.
Clásica es una prostituta de las más baratas. Usa desodorante de cajita y no es muy limpia, por lo que el olor grasoso del desodorante, mezclado con los hedores promiscuos de los clientes, parecen destinados precisamente a desaparecer bajo el otro olor del cuerpo de Diego. Es negra como el carbón, alta y esbelta, es haitiana. Podríamos decir: Es haitiana, como si dijésemos es colombiana o venezolana, pero todos conocemos la peculiaridad de este gentilicio, tal vez deberíamos colocarlo entre signos de admiración, o un solo signo al final, el signo único que utiliza el idioma inglés. Para no exagerar quiero decir, para no darle demasiada importancia al asunto. Con otras haitianas o con algunas dominicanas deshauciadas por la edad o la fealdad que no tienen a quién quejarse de la competencia extranjera, comparte la esquina del cementerio de muros blancos y fríos, asépticos, espera los clientes, no tarda mucho con ellos, excepto con Diego. Pero no creamos que lo hace por un afecto que no puede darse el lujo de sentir, que debe extirpar de sus emociones cotidianas, no: el tiempo que le dedica se debe a su antigüedad, a su obsesión semanal exactamente con ella. Esto le halaga. Hace dos años ya que el mecánico se le aparece todos los sábados, al principio tardó cinco minutos como los demás, ella le repitió las únicas cuatro palabras corridas que sabía decir perfectamente en español: "Rápido. Nada de romance". Lo hacían de pie, aprovechando la oscuridad del bombillo quebrado de un poste de luz que las mismas mujeres se habían encargado de romper a pedradas. Lo hacían pegados al muro, la mujer desnuda ya bajo la falda, cuyo bíes cubría el miembro de los ojos de los curiosos pasajeros. Diego era demasiado rápido, repentino, intempestivo, ella suponía entonces que no estaba casado, que no debía tener ni siquiera novia, que tenía relaciones sexuales muy fortuitas, lo cual, profesionalmente, le convenía. A veces, cuando caminaban hasta quedar debajo del bombillo roto, ella le acariciaba el pene a través del pantalón, para excitarlo de antemano, para que se viniera más rápidamente. Pero uno de esos sábados, a los tres meses de algo que se había convertido en rutinario, él se le paró delante y le pidió que se fueran a la habitación de un hotel: él lo pagaba. "¿Qué decil?", le preguntó ella, aunque había comprendido de inmediato, "¿Qué decil?". La situación era completamente nueva para la mujer (nunca nadie la había requerido más allá del poste de luz, más allá de ocho minutos, el que más tardaba), pero era demasiado despierta para dejar pasar la oportunidad de sacarle provecho. "Si ser así, yo cobrar más", le contestó después de hacerle creer que dudaba.
Qué le importaba a Diego que ella cobrara más o no. Estaba cansado de hacer el amor de pie, a la vista de algunos transeúntes, luego le dolían las rodillas, le daba vergüenza y, aunque en el instante de la eyaculación lo disfrutaba, él pretendía algo más, algún espasmo duradero, un embelesamiento, un éxtasis. Y creía que con esta mujer lo conseguiría, ya se conocían demasiado, no le era desagradable. Siempre le gustaron las haitianas, las negras, las excesivamente oscuras, aunque no se atrevería a pregonar esta atracción entre sus compañeros de trabajo, que quizás deseen lo mismo. A pesar de que él no es blanco, se considera más claro que un haitiano, nunca pensaría en sí mismo como un negro. Pero le atraen estas mujeres de cuerpos duros y suaves, de carnes ásperas y lisas. Le gustan los labios gruesos que se lo comen íntegramente a uno, el cabello ensortijado, peinado con clinejas complicadas. No le gusta que se maquillen ni que se coloquen ropas provocativas, porque esto no le agrada en ninguna mujer. Escogió precisamente a Clásica por este motivo primordial: porque la encontró tan recatada, tan despintada, con tanta ropa, parecía hasta tímida.
Ya en el hotel, ya en la habitación que olía a benjuí mezclado con jabón de cuaba, la primera noche Diego no consiguió la epifanía que buscaba. Algo se lo impedía: la cama que rechinaba, el olor de Clásica, los pantis sudados de la mujer, que esa noche seguramente había mantenido varias relaciones anteriores. Cuando hacían el amor de pie, recostados del muro y en la oscuridad, con los ojos cerrados para concentrarse y que todo acabara rápidamente, estos detalles no tenían importancia; pero allí dentro, en el hotel, todo el encuentro que antes era fugaz se alargaba, y entonces advertía cosas que antes no había notado. La esbeltez real del cuerpo desnudo de la mujer, por ejemplo, el color y el olor de su ropa interior, hasta algunas manchas y cicatrices -sobre todo una pequeñita en la rodilla, vestigios de varios puntos quirúrgicos encima de la rótula- que él sinceramente admiraba. Advirtió que le gustaba tremendamente el cuerpo de la mujer. Para acabar con estos problemas imprevistos, Diego obligaba a Clásica a bañarse antes de la relación, empezó a comprarle ropa interior que ella modelaba para él o que él le colocaba limpia y perfumada cada sábado, vistiéndola meticulosamente, él mismo intentó ser mucho más aseado, para que la mujer no se quejara de sus olores delante de sus compañeras, o para que si se desahogaba no lo hiciera de manera despectiva. Clásica se limitaba a pensar, mientras Diego le colocaba los brasieres impecables con orlas azules: Estos dominicanes tan delicados, hay que estar viva para ver cosas.
Una noche, cualquier noche, a Diego se le ocurrió que le pagaba muy poco dinero, que era demasiado barata para lo que ella le ofrecía, y decidió aumentarle la cuota unilateralmente. Sintió alguna leve felicidad que lo invadía, como un viento frío sobre la cara, cuando la mujer saltó delante de sí como una niña con el dinero en la mano, lo abrazó y le dio un beso sin que él se lo pidiera. Ella no sabía que para él esta generosidad no constituía un sacrificio: vivía solo en el patio trasero de la casa de su hermano mayor, en un anexo en el que no pagaba el alquiler ni el agua ni la luz, y no sabía en qué gastar su dinero, hasta el día en que se cansó de masturbarse y de enamorar a las mujeres del barrio o de barrios adyacentes que nunca le harían caso, y se decidió a pagar por las putas esporádicas y baratas que encontraba en los alrededores del Parque Valerio. La necesidad de variedad, la búsqueda de algo que no entendía claramente, lo llevó hasta la orilla del cementerio, donde encontró, la misma primera noche, a Clásica.
Pero entonces las cosas empezaron a cambiar, como sucede con todo en la vida. Agradecida por su desprendimiento, la mujer comenzó a contarle historias sobre su familia en Haití, sobre su madre y su padre y sus hermanitos que ayudaba enviándoles dinero. Ella tenía veinte años cumplidos, aunque parecía mucho mayor. En un español que empezaba a aprender mezclado con palabras ininteligibles, casi siempre obscenidades, en creole, empezó a contarle cosas que a él no le interesaban. No era que le molestaran, sino que le eran indiferentes. Que su padre era un monsieur muy alto que ahora estaba enfermo de cáncer, que su madre había sido también cuero como ella, pero allá, en un burdel de yaguas y tejamaníes. Diego se había acostumbrado a la presencia de la mujer, es obvio, pero se había acostumbrado a ella en un sentido, diríamos, exterior. A veces, en su anexo parte atrás, escuchando a su hermano discutir hasta los golpes con su cuñada, buscaba sin quererlo el olor de Clásica, extrañaba su cuerpo. Una vez hasta le habló a su ausencia, olvidando por un momento a una presentadora bellísima que se movía absurdamente en la pantalla; Diego se rio luego, cuando advirtió que estaba solo, del disparate romántico que había cometido.
Por supuesto, ella no se llamaba Clásica. Se lo contó también porque se volvía cada vez más habladora, cada vez le tomaba más confianza: cuando llegó al país necesitaba un nombre en español, y alguien había mencionado esta palabra en su presencia. Le gustó el sonido, sin conocer su verdadero significado, y lo tomó como su nombre. Se llamaba, realmente, Sophie. "Tú eres el primer dominicane que sabe cómo me llamo", le confesó, pero a él no le agradó esta revelación, esta exclusividad. Esa noche, le hizo el amor con una fruición molesta, aunque esta vez el embelesamiento llegó sin que lo buscara, sin que lo esperara.
A Clásica la habían asaltado cuando cruzó la frontera con siete mujeres más. Pasaron el río, ya lo habían hecho antes, casi siempre para practicar: lo cruzaban de un lado a otro, luego se devolvían sin caminar mucho más allá. Unos militares las detuvieron y les quitaron todo lo que llevaban, comida, dinero para desenvolverse en el país, excepto la ropa. No pretendían nada más, las dejaron continuar y les desearon suerte. Pero Clásica, que en ese tiempo era muy joven, tuvo miedo y sintió unas palpitaciones serias en el pecho, como si le comprimieran el corazón. No volvió a cruzar la frontera de ese modo nunca más. "¿Si una persona, un dominicane, o un guardie, me atracara, tú me defenderías?", le preguntó a Diego, que fumaba delante de la cama, observando ese cuerpo tan perfecto, tan negro y tan desnudo delante de sí, que él poseía cada sábado pero que no era suyo. “Si fuera blanca”, pensó sin querer, “sería mucho más cara”. Sudaba y respiraba con dificultad, brillando debajo de los insectos que se suicidaban chocando con el bombillo ardiendo del techo. "Sí, claro que sí", le contestó por fin, "yo te defendería de cualquiera", aunque no le agradó el cuento ni la pregunta que él consideraba mal formulada. Además, no entendía qué clase de belleza ella había encontrado en el sonido de su nombre, en la palabra "Clásica". Pensaba que era un nombre más bien deslucido, demasiado extraño; cuando la conoció creyó que se lo dejaba porque era inevitable, porque era su nombre verdadero. Si quería un alias hermoso, debió escoger Inmaculada, o Angelina, Evelin o Graciela -nombres que él consideraba realmente bellos-, y no una palabra que ni nombre es, un mal invento.
Diego sabe que no es un hombre valiente, que no puede hacer alardes de fuerza, ni su cuerpo ni su carácter se lo permiten. Un día que pasaba por el frente del cementerio, puesto que cada mañana para dirigirse a su trabajo debe cruzar por la misma esquina que Clásica ocupa en las noches, aunque todo está muy cambiado de madrugada, el día se encarga de retirar todas esas sombras y lascividades, vio a unos ladrones que le robaban a un anciano que se defendió, persiguió a los delincuentes hasta que no pudo más, se sentó destruido en un contén. Cuando sintió que le sacaron la cartera, el anciano gritó: "¡Ladrones, agárrenlos, ladrones!", pero sólo Diego caminaba por la acera tan temprano, vio a los rateros pasarle por el lado, no movió un solo dedo para tratar de detenerlos. Más bien tuvo miedo de ellos -dos jovencitos de nada, adolescentes díscolos que luego fusilaría la policía en medio de la calle-, miedo de que, creyendo que él se interpondría en su camino, lo atacaran. Pero no sucedió nada: ellos se alejaron corriendo, él se hizo a un lado, el anciano no tuvo tiempo de reprocharle su cobardía. Todo había pasado, por suerte, tranquilo y lento de nuevo para el taller.
Clásica tenía un seno más grande que el otro, sólo un poco más grande que el otro. Se lo había descubierto uno de sus hermanos, el tercero, un petite que tenía el pie derecho deforme, se cayó de un andamio y, como no pudieron llevarlo al hospital, su propio padre le entablilló la pierna y el hueso se soldó torcido. Diego no podía entender estas salvajadas, cómo no le habían enyesado el hueso roto, como a todo el mundo, pero no lo repetía en voz alta para no ofenderla. Ella no tenía los senos grandes, eran pequeños pero redondos, de pezones erectos. Se bajó la sábana hasta el ombligo y le pidió que averiguara cuál de los dos, que recordara que era sólo un poco más pequeño, una diferencia apenas perceptible. Embobado ante los senos que le mostraban como jugando, él los veía ambos iguales, como siempre, así que se decidió a adivinar: “El izquierdo”, respondió. La mujer le dijo que precisamente, sabía que su hermano no estaba equivocado, cuando fuera al hospital a examinarse las venéreas le pediría al doctor que se los midiera exactamente, siempre lo olvidaba. Ese sábado no hicieron el amor, ella tenía la menstruación. Anteriormente, cuando la regla coincidía con uno de sus sábados, ella se lo advertía directamente y él se marchaba, pero últimamente Clásica esperaba hasta llegar al hotel para darle la noticia. Como ya estaba allí, como había saldado la habitación, Diego se fue habituando a solamente hablar con ella, a besarla de vez en cuando, a no llegar hasta la penetración, que en ese período le repugnaba. Se dejó convencer por la mujer de compartir estos sábados asexuados y pagarle como si tuviesen relaciones, pero íntimamente Diego no entendía la necesidad de encontrarse estos días que consideraba inútiles.
El señor que cobraba la habitación del hotelucho en el que hacían el amor era un campesino cuarentón, que siempre estaba fumando unos cigarrillos largos y marrones, seguramente había caído detrás de ese mostrador astillado porque no sabía hacer nada más que labrar la tierra; es decir, no era capaz de realizar ningún otro trabajo urbano. Su obligación era simple: cobrar el dinero, entregar la llave, recogerla al final, después de las dos o tres horas en que la pareja fingía que había pasado todo ese tiempo teniendo relaciones sexuales. Lidiar con los borrachos, rechazar a los homosexuales. Acostumbrado a verlos llegar semanalmente, le reprochaba a Diego que se acostara tan públicamente con una haitiana: no podía entenderlo. Le preguntaba si la mujer hedía, si no se le perdía en la oscuridad. A Diego le desagradaba tremendamente este hombre, pero no le decía nada. Pensaba: métete en tus asuntos. No te metas con nosotros, tú no sabes quién soy yo, pensaba. Lo veía de reojo, muy serio, convencido de que con este gesto despectivo el portero entendería cuánto lo despreciaba. Entonces pagaba, sin hablar, y subía a la habitación con Clásica, que estaba consciente de lo que ocurría, su experiencia era abrumadora.
Así pasaron más de dos años.
Pero todo se tiene que acabar, como se acaba todo en la vida, así son las leyes del mundo, quiénes somos nosotros para luchar contra ellas. Un martes que Diego se dirigía al taller, caminaba cerca de la esquina del cementerio con las manos metidas en los bolsillos, hacía frío y niebla por la humedad aunque luego calentaría, quizás en una hora o dos. Compró café en la mesa de doña Alfonsina, una anciana silenciosa y decente que a veces le fiaba las tazas hasta el viernes, el día de cobro en el trabajo. Si él se lo pedía, hasta le leía las manchas del café de gratis, aunque él desconfiaba constantemente de la veracidad de sus poderes. Era, ya, muy tarde. Diego escuchó algo. Vio a un tropel de policías que se bajaba de un camión, entraba corriendo a unos callejones infinitos que él conocía, vio cómo empezaron a sacar a los ilegales que vivían en las habitaciones del fondo, hacinados en literas compartidas, o en el suelo. Lo hicieron profesionalmente, rápidamente, golpearon a alguno que se resistió, tal vez alguien golpeó sólo por placer. Y entonces él vio cómo de allí salió también ella, ahora llamada solamente Sophie, vio cómo la maltrataron, la vio subir a la cama del camión, la vio enjugarse las lágrimas. Cualquier persona que no conociera esta historia podría pensar: este es un día común, todo sucede como debe ser, cenaremos en la noche, veremos la televisión, fornicaremos sin lujuria, mañana caminaremos debajo de un sol antiguo o de una luna de sangre, como siempre. Tal vez los demás creían, falsamente: todo sucede con normalidad, la monótona vida continúa sin aspavientos, andaremos todos por las aceras o por las calles en nuestros autos y olvidaremos este día en el que nada ha pasado, el día que será como cualquier otro día no sólo de mi vida sino de cualquier otra vida parecida a la mía. Algo ocurrió, de repente. Diego no hubiese deseado que algo así sucediera, pero ella pudo verlo, lo observó fijamente parado en la acera con la taza vacía en la mano, viendo hacia el camión (viéndola a ella) que partiría llevándose hacia el olvido su contenido vital, y en su mirada que lo descubría le rogaba algo que nadie le había pedido antes, un acto de contricción como una epifanía: Habla por mí, sálvame, defiéndeme como me dijiste, haz que me bajen de aquí, y me dejen, y todo seguirá igual, y continuaremos amándonos, y continuaremos juntos.
El camión arrancó inmediatamente, la calle se despejó de curiosos, todo había terminado. Diego se rascó un poco la cabeza, le entregó la taza a la anciana. Estaba francamente confundido. "En todo lo que hablamos, ella que hablaba tanto, nunca me dijo que fuera una ilegal", pensó. Se metió las manos en los bolsillos, apuró el paso: se le había hecho realmente tarde esa mañana para llegar al taller. Ojalá que su jefe no le llame la atención.

(FOTOGRAFIA: MIGUEL CRUZ)

LA VICTORIA


A las ocho de la noche después de salir de trabajo no hay mucho qué hacer, apenas caminar un poco por las calles ya algo vacías y, si el dinero del sueldo aún alcanza, olvidar los bares clase media y entrar a la barra de Amigué a tomarse dos Presidente o medio Brugal para ir matando el aburrimiento mientras tanto, no es que la vida sea tan difícil pero tal vez lo sea y por ahí vamos pasándola, ya a los treinta años a uno no le queda mucho por hacer que no haya hecho, como un anciano prematuro o un hombre de mundo cansado de viajar. Precisamente una de esas noches calurosas y un poco hediondas a sudor y al alcohol derramado sobre el piso de cemento donde orinan los clientes cuando el diminuto baño está lleno de beodos vomitando, se apareció Miguel como casi siempre pero esta vez no andaba solo, venía acompañado de un calvo grandote y obeso, negro como el carbón, que hablaba casi con la ingenuidad –y la ignorancia, por supuesto- de un retrasado mental, y Miguel –que es mi amigo y como buen amigo, aunque no entienda del todo mis aficiones, me soporta el ser escritor- me lo trajo porque, le había dicho el negro y se dignó confesarme luego, yo era un cuentista y quizás podría plasmar su historia en algún cuento vago que tal vez leerían mi familia, los amigos, las personas que creen en lo que uno hace aunque piensen que no sirve para nada. Recuerdo que había un abanico enorme detrás del dependiente joven con la camisa abierta hasta el ombligo que les sonreía a todos los clientes mostrando al parecer orgulloso un diente de oro que le brillaba como una joya; recuerdo que Miguel, a quien todo le asombraba como si fuese un poeta, me contó que la historia de la vida de ese hombre era bastante buena, buenísima y rarísima y no toda su vida, se retractó, repleta de hechos nimios y de intervalos tranquilos y sin interés, en general mediocre, sino lo que le ocurrió a ese hombre la noche del 22 de julio del año 1994 en el Palacio de los Deportes, una historia verdaderamente del carajo, terminó lapidariamente. Sentándonos en una mesa del fondo oscuro y tenebroso de la barra, delante de un afiche japonés con una mujer semidesnuda y esquelética de ojos rasgados que mostraba una Honda de los años setenta, el negro grande tuvo la gentileza de brindarnos las cervezas, y así empecé a vivir la existencia de alguien más, pasando la noche menos aburrida que las otras noches de los demás días, vamos matando el tiempo y apenas nos damos cuenta. “Tú verás, Máximo, que no te vas a arrepentir”, me advirtió entusiasmado Miguel. Supe, en primera instancia, que aquel hombre que hablaba como si la lengua le pesara había sido una vez boxeador, y que ahora era chulo de un lupanar de prostitutas decadentes, demasiado viejas y llenas de herpes. Supe que no le gustaba del todo su trabajo actual, que añoraba antiguos aplausos de un público veleidoso, casi tanto como un artista del espectáculo. Entonces, acompañado del aire que nos lanzaban sin misericordia las aspas del abanico detrás del dependiente, me contó por fin lo que le había sucedido aquella noche de julio del 1994.
Se llamaba Alberto Beltrán, como el cantante de merengue, pero le habían puesto un sobrenombre acorde con la profesión, además de que querían evitar futuras confusiones: le endilgaron, inspiradamente, el mote de Kid Beltrán. Era un mediano natural, y aunque se encontraba en un peso difícil, con cantidad de peleadores estrellas que le podían romper la cara a él y a diez más como él, no se amilanó en lo absoluto, y se embarcó en la tarea que le prometió a la madre antes de verla morir de tifoidea: tomándole la mano que temblaba, tocándole la frente que le ardía, le juró que iba a llegar a ser campeón del mundo de ese deporte rudo que practicaba en el solar de doña Linda, rodeado de cuerdas y de pesas construidas con varillas y cemento. Entre abundantes lágrimas lo reiteró sobre el cadáver de su progenitora: Campeón del Mundo, o Nada, a pesar de lo tremendo y lo difícil de su promesa. Así que, ayudado por los amigos del barrio y protegido por un entrenador acabado que una vez fue selección nacional del Equipo Panamericano, empezó a entrenar y empezó a aguantar los golpes esporádicos de los rivales que apenas lo tocaban, pero se dio cuenta –él primero que el público, que el entrenador, que los oponentes- que no tenía madera para llegar a campeón del mundo. Sin embargo, un juramento hecho a alguien demasiado importante se encontraba en juego, así que ganó las primeras cinco peleas, tres de ellas por nockout, con unos chongos que consiguió el entrenador para irlo puliendo y para que se fuera acostumbrando a los golpes, hasta que por fin, después de esos pleitos en los que se paraba en cada round con un miedo terrible a morir –me confesó, increíblemente-, sobre todo a morir, llegó a la Capital y se enfrentó en un combate desigual a Julio César Green, que lo noqueó en el segundo asalto. Se dio cuenta, al sentir el golpe bestial en la barbilla que lo alejó del mundo, de la realidad, de la lona en la que sin embargo iba cayendo, que era como si hubiese vivido todo aquello desde antes. Sabía lo que podía suceder si no se levantaba: volvería a la pensión y a cargar cajas en el almacén de Milito, volvería a soportar la pandilla barrial que se burlaría de sus deseos y su gran lengua, de su falta de coraje y su color, de su regreso vencido a la vacua vida de siempre. No pudo levantarse.
El entrenador lo consoló con la promesa de peleas venideras, con la verdad de que una perdida y cinco ganadas era un buen récord si se mantenía la perdida en sólo esa, pero cuando volvió al encordado y perdió la siguiente por decisión, empezó a desinflarse, como su ánimo de campeón del mundo. Ganó la octava pero perdió la novena, lo salvó de volver a su cuchitril parte atrás la luminosa idea que tuvo el entrenador para sacarle dinero a sus altibajos y su inconstancia: perdería, de ahora en adelante, por dinero; ayudaría a otros a llegar al pedestal que él creía destinado para sí. A partir de ese momento todo fue muy bien a pesar de que la afición a veces se ponía pesada debido a su bajo rendimiento –llegó a tener foja de 31 peleas, 14 ganadas, 2 empates, 15 perdidas- hasta que un día caluroso y gris, como esta noche del cuento, le llevaron la noticia de que un tal Alfredo Torres, apodado por su supuesta pegada el Martillo –el Martillo Torres, por lo tanto-, lo retaba más que nada porque querían hacerlo subir en el ranking, que fuera ganando experiencia como le dijeron a él mismo uno de sus primeros y remotos días, que fuera cogiendo trompadas y acostumbrándose a las mañas y a los golpes, pero sin tener la menor oportunidad de perder. Alberto, con 28 años ya, envejecido prematuramente, con la cara como hinchada y criando un olvido lento en los burdelitos infelices de la calle España, entre cueros cubiertas de polvo talco y de coloridas obscenidades, conoció al muchacho el mismo día en que fueron a amarrar la pelea: era un jovencito muy alto para el peso, flaco y buenmozo, con un aire campesino y perdido, con una cara de niño que no sabía qué diablos hacía allí, rodeado de aquellos jóvenes que maduraban precozmente, que lo veían de reojo y se reían a sus espaldas de su cara de adolescente, y entonces supo de inmediato –según él porque le fue revelado, porque se lo afirmó el mismo Dios que lo observaba, y guiaba a su madre de seguro en su Santo Seno- que podría ganarle con una sola mano a ese pobre muchacho que ni siquiera tuvo la gentileza de despedirse. Sin embargo, el entrenador lo llamó aparte y le dijo que tenía que perder en el cuarto, que el negocio estaba hecho, que iban a pagarle más que bien porque el tal Martillo ese era un galán y si se daba bueno su imagen lo ayudaría. Pero por primera vez en esa carrera de mierda, obviando que reconocía que vivimos en un mundo de imágenes, Alberto se negó rotundamente: no contra él, carajo, me vas a hacer pasar la vergüenza, no viste cómo le alargué la mano y por poco me la escupe. Pero es que pagan demasiado bien, le replicó el entrenador, después de ésta si te da la gana pones un negocio y te retiras. Alberto asintió con la cabeza, pero tenía, en lo más íntimo, urdido de antemano su plan.
El 22 de julio fue el combate, al parecer el muchacho tenía su fama porque el Palacio tenía público hasta la mitad, y obviamente por él no era. Nunca tanta gente había asistido a una de sus peleas; recordó las cuerdas rojas y azules que le colocaron al ring especialmente para esa noche, recordó cuando salió del camerino con el entrenador detrás con la toalla en el hombro y un cubo con hielo que parecía más bien una lata de salsa de tomate, y el hijo del entrenador que le servía de second, un muchacho de 15 años que odiaba el boxeo y que acompañaba a su padre porque éste lo obligaba, y le pagaba por cada pelea a la que asistía 50 pesos. Recordó que el Martillo entró con una caterva de acompañantes, con su entrenador y dos seconds, uno de ellos el cutman, con amigos del campo que le daban apoyo moral, con una banda de merengue típico que lideraba un hermano suyo, con toda esa gente que se confundía con el público, como en aquellas hermosas peleas extranjeras que pasaban por la televisión, en el Madison, o en las Vegas, Nevada, la meca soñada del estilista con condiciones. Recordó ante mí los reflectores en el techo, los vítores al muchacho, el esplendor de una noche que no era como todas las demás, que consideraba era su noche, la noche de su vida porque, aunque no pensaba seguir al pie de la letra las órdenes del entrenador, esa sería, definitivamente, la noche de su retiro. Recordó a su madre, los espasmos en su pecho escuálido, su mano sin fuerzas, su cara de ojos hundidos, y mientras se persignaba antes de que sonara la campana, se la imaginó mirándolo y protegiéndolo y le pidió perdón por una promesa demasiado grande que no era capaz de cumplir.
El primer asalto transcurrió como se esperaba, mucho estudio por parte de ambos, se veía que al muchacho no le habían advertido nada porque lo respetaba mucho, él sabía que en estos casos es mejor quedarse callado para que el pupilo se esfuerce y vaya aprendiendo porque ese es el objetivo, cuando se dio cuenta de que el muchacho estaba demasiado nervioso y no atacaba él tuvo que sacar las manos para que nadie sospechara, le dio dos golpes en la cara y uno en el costado tratando de amortiguarlos lo más posible, aún así creyó percibir que el Torres se resentía, pensó Es Maricón De Verdad El Pobre Tipo, sonó la campana y tuvo que sufrir las amonestaciones del entrenador que no sabía nada de dramas ni de teatros, cógelo suave que cualquier cosa que pase hay que devolver el dinero y yo ya me bebí la mitad. En el segundo las cosas fueron diferentes, el muchacho le partió para arriba desde que sonó la campana, se notaba que en la esquina le habían aconsejado que se esforzara, que se diera cuenta que el tal Kid Beltrán se encontraba en el ocaso de una carrera que nunca ascendió y ahora estaba acabado. Le aguantó todo lo que le tiraron que de todas maneras no fue mucho porque el muchacho tenía poca técnica todavía, lanzaba desorganizadamente, pegaba a veces con la mano abierta, él le tiraba jabs para que no se dieran cuenta, supuestamente para mantenerlo alejado, lo que menos le gustaba era que el Martillo cada vez que lo acorralaba en las cuerdas le gritaba cosas, que si eres un viejo que ya no puedes conmigo, que si comemierda y te voy a enseñar de dónde son los cantantes, y él solamente se limitaba a sonreír; pensaba que las cosas no eran así, por qué había que estarlo insultando de esa manera cuando todo era un drama y podía salirse de las cuerdas cuando quisiera, aunque luego se contradecía y se convencía de que esas son cosas de la juventud, como si él mismo tuviese cien años. Veía al público levantándose de sus asientos, gritando y arengando a alguien que no era él, a alguien que le hubiese gustado ser él; vitoreando a ese pobre infeliz que se les perdería en el futuro cuando alguien lo noqueara sin problemas como lo noquearon a él que no tenía madera para eso, creía que sí pero no, le faltaba algo que no sabía qué era pero que le faltaba. Y el techo del Palacio como bajando hasta él, de repente, presionándolo de súbito, como desgranándose todo sobre su cabeza y el aire de afuera que empezó a cubrirlo, que empezó a proporcionarle algo de oxígeno que sus pulmones necesitaban, algo de locura, de latidos en sus sienes que le ardían, de felicidad por la muerte, si llegaba. Y en ese preciso instante, cuando el resorte se había soltado y supo que su momento se aproximaba, cuando el muchacho le lanzó de nuevo el insulto empezó a golpearlo, ya no le tiraba sólo jabs sino upercuts y punches, el Martillo como que se asombró de esta milagrosa recuperación y al parecer el público también porque se apagaron las voces, los vítores, el desorden de alabanzas injustificadas, sonó de nuevo la campana con el Martillo casi en el suelo y el entrenador contrario fulminando al suyo con la mirada de gangster, de asesino, él recibiendo el castigo de su propio entrenador que le preguntaba a gritos que si se había vuelto loco, si no se daba cuenta de que había que perder, que el dinero –que era, para lo que le habían pagado antes, más que mucho- estaba ya en el bolsillo. El hijo reía divertido entre las cuerdas, le repetía mátalo, Beltrán, mátalo, hasta que su padre le pegó con los nudillos en la cabeza. El tercer round no varió mucho, de repente un público antes indiferente hacia él se levantaba y coreaba su nombre, el uno dos del costado a la cabeza y de la cabeza a la zona hepática, el muchacho sin aliento sin saber qué hacer, sin experiencia, sin recursos para defenderse; hubo un momento incluso en el que perdió el protector bucal y Beltrán le mandó una derecha que le saltó un diente –Alberto recuerda la sangre que escupió y que le cayó en el pecho, como un escupitajo a un traidor-, y el referí tuvo que parar la pelea para colocarle el protector, ahora Alberto le decía Repíteme Quién es el Viejo, Cabrón, Quién es el Pendejo, Cabrón, y creyó verle casi llorar delante de su cuerpo que lo cubría y no le daba tregua, creyó verle destruido por la elección difícil entre su orgullo y el dolor que lo minaba, creyó verle respirar con un hondo alivio cuando lo salvó la campana mientras Alberto pensaba esto es la victoria, esto, lamentablemente una victoria acarrea siempre una derrota y veía al entrenador contrario que sentó al Martillo en el banquillo y aparentemente le confesó todo hablándole muy alto, regañándole por ser tan cobarde, diciéndole a las claras mira con lo que nos vino a salir este Judas maldito.
En el cuarto round se dejó noquear, como le habían ordenado. Esperó un golpe telegrafiado a la barbilla, cinco segundos después de sonar la campana, y trató de fingir lo mejor posible su aparatosa caída a la lona. Lo hizo –me confió, casi como un benefactor- porque cuando se atrevió a levantar las manos en señal de victoria y el público le dio la espalda al muchacho, se vio a sí mismo en él, lo que una vez fue él, sabiendo en lo que se convertiría luego, confirmándolo después porque, tras esa pelea, su patrocinador prácticamente lo abandonó. Y sintió lástima por él, y sintió lástima por sí mismo. Lo llevó a descubrir que no tenía madera para escalar peldaños más altos.
Con el dinero de esa pelea y de las anteriores, que había ido ahorrando poco a poco comiendo servicios de a dos pesos y poniéndose ropa usada, se asoció con Amigué, y compraron la barra en la que hablábamos. Las prostitutas estaban en el segundo piso, en ropa interior atendiendo a los parroquianos. Yo, que tengo una curiosidad natural de escritor, casi detectivesca, intuí otra historia quizás más interesante entre líneas, y le pregunté cómo podría encontrar al Martillo, para comparar puntos de vista y atar ciertos cabos. Miguel se rio junto a Beltrán, como si yo hubiese preguntado algo muy ridículo, o muy obvio. “¿No lo reconoces por la historia, mano?”, preguntó Miguel, apuntando con la boca hacia un lugar claro y limpio, detrás del mostrador. El dependiente reía como siempre, delante del abanico de enormes aspas, con su misterioso y brillante diente de oro.
(FOTOGRAFIA: MIGUEL CRUZ)

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