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El Centenario de Julio Cortázar

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     El primer libro que compré y leí de Julio Cortázar fue Las Armas Secretas. Fue todo un descubrimiento, por supuesto, como le sucede a cualquier joven latinoamericano que lee por primera vez a Cortázar, encontrarse con ese maestro, el más viejo de los escritores del boom latinoamericano, escribiendo de una manera tan fresca, tan original, tan libre. Como un joven, precisamente. Luego empecé a comprar todos sus libros: Bestiario, Final del Juego, Deshoras, antologías en las que aparecían sus mejores cuentos, antologías en las que aparecían sus mejores libros, ediciones que mezclaban dos libros suyos en un solo volumen, hasta llegar a Rayuela. En mi país, la República Dominicana, a la Rayuela le decimos Peregrina, un nombre igual de hermoso que el argentino. Yo llegué a jugar a la peregrina muchas veces durante mi infancia, aunque es sobre todo juego femenino, no sé por qué. En Rayuela, Cortázar le dedica una línea a la ciudad de Santo Domingo: la describe como la ciudad más ruidosa del mundo. Y tiene razón, por supuesto. Yo soy de Santiago, y vivo en Santiago, y Cortázar no habló de Santiago aunque sí del país en Rayuela, de la ciudad capital.
      El escritor Eugenio Camacho me confesó un día que él no leía a Cortázar cuando estaba escribiendo algo, porque su estilo se contagia. Se pega, como decimos nosotros. En el libro Papeles Inesperados, que contiene páginas inéditas facilitadas por su viuda, que me hizo el gran favor de regalarme el escritor Luis Córdova, hay un cuento extraordinario que es posible que Cortázar no haya publicado porque no se corresponde con su estilo; hasta el final, parece el cuento de otra persona. Al final ya regresa por un momento esa forma de contar cortazariana, pero es injusto que haya dejado a los lectores sin descubrir ese cuento, que aunque no tiene su estilo me parece de los mejores suyos. Es un poco borgiano el cuento, aunque mantiene siempre la frescura de Cortázar, el hecho de que no sabemos nunca lo que va a suceder a medida que transcurre la historia, con una serie de vueltas de tuerca, porque cualquier cosa puede suceder en sus cuentos.
       Julio Cortázar no ganó el Premio Nobel de Literatura. Ni el Premio Cervantes, ni el Premio Juan Rulfo, no ganó muchos premios literarios. Quizás por indiferencia de su parte, o por negligencia de los encargados de otorgar los premios, la cuestión fue que no ganó muchos premios, aunque sospechamos que, por lo menos al principio, participó en algunos concursos. Uno de esos premios lo ganó Rayuela, compartido con Bomarzo de Manuel Mujica Lainez. Sabemos que envió sus cuentos a revistas y periódicos para que se los publicaran, como hace todo escritor principiante, porque Jorge Luis Borges fue el primero en publicar un cuento suyo en el periódico en el que trabajaba. A pesar de la distancia ideológica que los separaba, Cortázar nunca ocultó su admiración por Borges, así como Borges siempre se sintió orgulloso de haber sido el primer editor que le publicara algo a Cortázar.
       En el centenario del nacimiento de Julio Cortázar, siempre es bueno reconocer, recordar a un maestro. A un maestro indiscutible de las letras en idioma español, quizás en cualquier idioma. En un artículo que escribió Mario Vargas Llosa con motivo de su muerte, contaba cómo, la última vez que lo fue a visitar a París, Cortázar se lo quería llevar por las calles para comprar marihuana y revistas pornográficas: como si fuese eternamente joven, el eterno rebelde. Ese monumento que es Rayuela, en la que aparecen personajes divididos, fragmentados, duplicados, una novela que es muchas novelas, no sólo dos como al principio aparente y confiese el propio autor, es eso mismo: apariencia, imagen, percepción; la realidad no es lo que creemos que es, el mundo puede ser diferente a como se ha construido de forma imperfecta. Tenemos esa certeza leyendo esa novela. Rayuela, o Peregrina, un juego femenino (a pesar de la vejación que él hace de las mujeres en la novela, de la que luego se arrepintió en innumerables entrevistas) que yo jugaba cuando niño con mi hermana Ana María, pintada sobre la acera con una tiza blanca. En este centenario, vamos a comprar los libros de Cortázar, a leerlo y a mantenerlo vivo.

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