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Heroísmo es femenino

Por Aníbal de Castro
China tiene finalmente un nobel de literatura. No es casual que un país de tantas glorias pasadas y presentes estuviese ausente de esa galería de honor que, a pesar de las controversias, reproduce el estado de las letras no solo en un país sino en una lengua. Mo Yan no es el único chino en acceder al premio que otorga cada otoño la Academia Sueca en recuerdo del inventor de la dinamita: le precedió Gao Xingjian, hace 12 años.
Lo que hace esta premiación diferente es que este escritor de "realismo alucinante" y que con fortaleza narrativa "combina los cuentos populares, la historia y la contemporaneidad" con la magia creativa de un Gabriel García Márquez o un William Faulkner vive en China, contrario al otro chino, exiliado en París antes de alcanzar fama universal gracias al galardón. Cultor del teatro del absurdo y novelista exitoso, Xingjian, hoy ciudadano francés, es nombre principal en el índice de libros prohibidos en China.
No que Mo Yan sea un intelectual conformista o un defensor a ultranza de la esclerosis creativa que suele acompañar la mordaza política. Su única novela que he leído, Sorgo rojo, es una oda contra la violencia y un retrato acabado de la turbulencia en China durante la ocupación japonesa. Escrita con sensibilidad social profunda y una compenetración evidente con los sufrimientos del campesinado, víctima también de la revolución maoísta, la obra se corresponde con un autor comprometido. De una manera u otra, Mo Yan se las ha ingeniado para vivir y seguir produciendo en China, pese a que su última entrega literaria, The Garlic Ballads (Las baladas del ajo) ha sido proscrita.
Las distancias se han achicado, elementos de culturas marcadamente diferentes se han fusionado, la tecnología ha ensanchado las fronteras del conocimiento y, minutos después de anunciado el premio, miles de personas han podido adquirir las obras de Mo Yan gracias al internet y las ventas en línea. Y sin embargo, la intolerancia continúa como una afrenta que restringe la creatividad, constriñe el pensamiento y desencadena agresiones insospechadas. Tiene sello gubernamental y privado, y en ambos casos actúa con eficacia para detener la carrera hacia estadios de mayor satisfacción humana.
Política, cultural, religiosa o étnica, la intolerancia se ha atrincherado en poderosos reductos en el mundo y encontrado portaestandartes fanáticos, pero también mentes inteligentes que han ideado medios eficaces para censurar el pensamiento. Y cuando los métodos tradicionales de control no han funcionado, han acudido a la represión y a la violencia sin que les importe un comino la condena generalizada o su inclusión en los registros globales de violadores sistemáticos de los derechos humanos. En China y en Cuba, para no ir más lejos, el acceso a internet, algo para nosotros tan cotidiano como cepillarnos los dientes, está rigurosamente regimentado.
Faulkner, con cuya obra la Academia Sueca comparó la prosa vigorosa de Mo Yan, sentenció una vez que la conciencia moral es la maldición que debe aceptar un humano a cambio del derecho a soñar. La intolerancia frena bruscamente la continuidad de ese derecho, o sea, la puesta en práctica de los sueños. Y sí, los derechos acarrean responsabilidades; entre las del escritor figura condenar sin desmayo la censura y la intolerancia, los venenos más letales en contra de la creatividad.
Malala Housafzai era un nombre conocido pero no en la magnitud alcanzada a partir de la tarde del martes, cuando un fanático talibán le descerrajó un tiro en la cabeza y así, de un plomazo, evitar que soñara con una vida digna a través de la educación. La historia de esta adolescente pakistaní de 14 años es dolorosa e inspiradora a la vez: una estampa de heroísmo, de convicciones profundas y de inteligencia temprana. Y una invitación a corroborar con Óscar Wilde: "Sí, yo soy un soñador. Porque un soñador es aquel que solo encuentra el camino a la luz de la luna, y su castigo consiste en ver el alba antes que el resto del mundo".
A Malala la han bautizado como "la niña que solamente quería ir a la escuela". Ese deseo la tiene al borde de la muerte después del atentado artero en su contra en Mingora, un pueblito en el Valle del Swat en la provincia de la Frontera Noroeste en el Pakistán de la intolerancia y el fanatismo. El talibán penetró al autobús donde viajaba la niña de regreso a la casa tras la jornada escolar. Preguntó quién se llamaba Malala, y esta, inocente, respondió de inmediato. Sin mediar palabras, el pistolero le disparó en la cabeza. Gravemente herida fue llevada a un hospital militar en Peshawar y luego trasladada fuera del país para una intervención quirúrgica sumamente delicada.
Hace muchos años que visité esa ciudad, la más importante de Pakistán en la zona fronteriza con Afganistán. Recuerdo sus callejuelas intrincadas, llenas de tenderetes y un bullicio tan insoportable como la humedad reinante. Ya para ese entonces era famosa porque podía comprarse allí cualquier tipo de armamento. Con la intervención soviética en Afganistán, Peshawar se transformó plenamente en un bazar de armas y refugio de los muyahidines. Tras la llegada de las tropas de la OTAN y la derrota de los talibanes, estos pasaron a operar libremente en toda la provincia paquistaní de la Frontera Noroeste.
El extremismo de los talibanes es tal que han prohibido la música, la televisión y la educación femenina, lo mismo que hicieron cuando señores de horca y cuchilla en el vecino Afganistán. Dueña de sus sueños, Malala se convirtió en una activista en contra de la discriminación de género en un área de tanta importancia como la educación. Abogar por el derecho de que niñas como ella vayan a la escuela le valió una sentencia de muerte bajo la acusación de ser "pro occidental". El vocero de los talibanes ha dicho que si sobrevive, la atacarán nuevamente.
La he visto responder preguntas con soltura y suficiencia en vídeos grabados antes del atentado. El pelo negro que se escapa del velo acomoda una cara de rasgos suaves, manifiestamente pastunes, con ojos intensos y cejas pronunciadas, todos color de noche muy oscura. Sorprenden su fluidez en inglés perfecto con acento urdu y la resolución en sus propósitos para que las menores pakistaníes puedan educarse. Su lucha le ha consumido sus años infantiles y Desmond Tutu, el obispo anglicano de Sudáfrica socio infatigable de Nelson Mandela en la lucha contra el apartheid, la nominó el año pasado para un premio internacional a la niñez. El gobierno pakistaní la enalteció con el Premio Nacional de la Paz, en diciembre del 2011.
En la entrevista posterior a la premiación, refiere como un deber "esencial" oponerse al cierre forzoso de la escuela para la niñez femenina. Con una voz que solo imagino capaz de gentilezas, señala ante las amenazas proferidas en su contra: "Incluso si vienen a matarme, les diré que lo que tratan de hacer es un error, que la educación es nuestro derecho básico". Poco después se supo que era la autora del Diary of a Pakistani School Girl publicado por la BBC británica, una traducción del original y más detallado, escrito en urdu.
En su prosa sin afeites, lozana en la narración de la cotidianidad, se aprecia en toda su tragedia la vida bajo el mandato de los talibanes. Malala, aunque bajo el seudónimo de Gul Makki escogido por la BBC para protegerla, se convirtió en una voz vibrante contra la barbarie, contra el fanatismo, contra la violencia, contra la intolerancia. Heroísmo femenino, infantil, convertido en lección para un mundo demasiado adulto como para mirar hacia el otro lado cuando en un rincón se cometen atrocidades infames.
En estos días de luto para quienes suscribimos la libertad como la esencia de la vida, la BBC ha reproducido algunos de los textos del diario que sirvió en urdu a sus oyentes en Pakistán, los cuales me recuerdan otro testimonio escrito de un valor humano indiscutible, y que estremeció mis emociones cuando lo leí de niño: El diario de Ana Frank. Las entradas correspondientes al 3 y 4 de enero de este año describen a una niña llena de miedo y, sin embargo, firme en su convencimiento de que la educación es un derecho:
"Tuve un sueño terrible anoche en el que había helicópteros del Ejército y talibanes. Tengo esos sueños desde que se lanzó la operación militar en el Swat. Mamá me hizo el desayuno y partí. Fui a la escuela con miedo porque el Talibán había emitido un edicto en el que prohíbe que las niñas vayamos a la escuela. Solo once estudiantes fuimos a la clase de un total de 27. Mis tres amigas se fueron con sus familias a Peshawar, Lahore y Rawalpindi después del edicto (…) Mientras iba a la escuela escuché a un hombre decir "Te voy a matar". Apuré el paso y cuando miré hacia atrás el hombre venía detrás de mí. Pero, para mi gran alivio, estaba hablando por teléfono así que debía estar amenazando a alguna otra persona (…) Hoy me levanté tarde, a eso de las 10 de la mañana. Antes de la operación militar solíamos ir de picnic los domingos. Pero ahora la situación es tan mala que no hacemos un picnic hace más de un año y medio. (…) Hoy hice tareas del hogar y jugué con mi hermano. Pero el corazón me latía rápido porque mañana tengo que ir a la escuela".
Y el miércoles 14 de enero: "Hoy estaba de mal humor mientras iba a la escuela porque mañana empiezan las vacaciones de invierno. El director anunció las vacaciones, pero no mencionó la fecha en que la escuela volverá a abrir. Es la primera vez que ocurre esto. En el pasado, la fecha de reapertura fue anunciada siempre con claridad (…) Mi conjetura es que el Talibán va a prohibir la educación de las niñas desde el 15 de enero. (…) Como hoy era el último día de nuestra escuela, hemos decidido jugar en el patio un poco más".
Malala es más que una niña y una vida. Es un símbolo vigoroso en un mundo en el que cada vez se sueña menos porque, al parecer, los ideales han desaparecido al calor de la unipolaridad. Que en pleno siglo XXI impere aún la barbarie y se pretenda sepultar en la ignorancia a toda una generación de niñas atenta contra esa conciencia moral de que hablaba Faulkner, el maestro de la narrativa e inspirador no solo de Mo Yan, sino también de otra gloria literaria y premio Nobel de Literatura pero también cruzado de la libertad, Mario Vargas Llosa.
Paradojas de la vida, alguien se acercó al padre de Malala para mostrarle el diario en urdu bajo seudónimo. No podía decir, orgulloso, quién era la persona escondida detrás de Gul Makki, y a los elogios respondió con una sonrisa cómplice. Quizás ahora se entienda que la vida real cabe en la literatura, y que ambas solo tienen sentido pleno en libertad.
Malala es más que una niña y una vida.
Es un símbolo vigoroso en un mundo en el que cada vez se sueña menos porque, al parecer, los ideales han desaparecido al calor de la unipolaridad.
Que en pleno siglo XXI impere aún la barbarie y se pretenda sepultar en la ignorancia a toda una generación de niñas atenta contra esa conciencia moral de que hablaba Faulkner.



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