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LOS INTELECTUALES Y EL PODER:

De nuevo traemos a colación la función de los intelectuales en la sociedad, una función cada vez más limitada e indirecta en nuestro ambiente, pero al mismo tiempo reflexionamos, como debe hacerse, acerca de una relación que creíamos zanjada y saldada en una sociedad que se precia de democrática: el vínculo dificultoso entre los intelectuales y la política, a propósito de un excelente artículo publicado en principio en el periódico “La Información” por el escritor Andrés Acevedo, y luego reproducido en su blog y compartido a través de las redes sociales.
       
     Debemos empezar haciendo un pequeño muestrario de aquellos intelectuales que han estado ligados al poder desde el inicio mismo del feliz descubrimiento de esta palabra, uno muy breve puesto que la política y la intelectualidad, incluso a veces disfrazada de religiosidad, han estado siempre mezcladas, unidas desde el inicio mismo del proceso de la construcción y el funcionamiento del estado. Al mismo tiempo, debemos advertir que esta definición de una persona dedicada a la crítica y al pensamiento a través del lenguaje empezó a usarse de forma retroactiva, es decir, utilizándose para describir a pensadores que existieron desde el principio mismo de la utilización del lenguaje no solamente con un propósito comunicativo, sino también crítico y artístico. Si recordamos que Aristóteles, una de las mentes más brillantes que ha producido la humanidad, fue preceptor del futuro emperador Alejandro, y que Platón trató de adoctrinar a uno de sus discípulos en el conocimiento de cómo él creía que debía ser la sociedad ideal, para que fuese puesta en práctica al llegar al poder, nos damos cuenta de inmediato que el pensamiento y el poder tienen un vínculo inexorable, como puede notarse incluso en algunos de los relatos bíblicos. ¿No fue el mismo Aristóteles el creador de las definiciones de monarquía, autarquía, oligarquía y anarquía, así como Clístenes de Atenas pionero de lo que hoy se conoce como "democracia"? 
            A través de Marguerite Yourcenar y Álvaro Mutis rememoramos a dos de los gobernantes romanos que se dedicaron exclusivamente a “producir la felicidad de su pueblo”, los emperadores-filósofos Adriano y Marco Aurelio, este último autor de las famosas “Meditaciones” que deberían leer todos los políticos de todo el mundo, libro precursor de lo que hoy conocemos como “ensayos”, a pesar de que reconocemos que el inventor absoluto del género lo fue Montaigne (otro funcionario, en este caso magistrado), con el libro de reflexiones que precisamente lleva ese nombre. ¿Acaso no fueron Séneca y Petronio los principales aduladores de dos asesinos, Ligia y Nerón, y no dedicó Maquiavelo su famosa obra "El Príncipe" a Lorenzo el Magnífico, con el fin de congraciarse con él? Además, toda la Ilustración europea estuvo marcada por la reflexión social, la antropología y la llegada definitiva de la ciencia apartada de la religión y de la milagrosidad, ¿y quiénes apoyaban precisamente estos pensamientos tan revolucionarios, inadmisibles aún hoy día, en pleno siglo XXI, por buena parte de una sociedad como la nuestra?, pues los gobernantes, que garantizaron un ambiente medianamente democrático en el cual esos intelectuales y científicos no fuesen perseguidos ni condenados al ostracismo, y que en muchos casos formaron parte de esos gobiernos, o se aprovecharon de su apertura a través de sus mecenazgos. Pero también, al terminar la revolución francesa, ya durante el siglo XIX, Chautebriand y Víctor Hugo fueron miembros del parlamento francés, sobresaliendo sobre todo Víctor Hugo, el gran Hugo, que se opuso firmemente a la pena de muerte, que padeció el exilio y se solidarizó con la revolución mexicana, tan exitoso pero apegado a sus principios y a sus valores que al final, a la hora de su muerte, su propio pueblo no era capaz de separar al gran escritor de la gran figura parlamentaria.
            Creer que los intelectuales no deben participar de la política, de los gobiernos o que deben estar alejados del poder no tiene nada que ver con la verdadera función de la intelectualidad, que es la crítica y la posible mejora de la sociedad en la que se desarrolla. Un escritor como Rómulo Gallegos fue presidente de su país, Venezuela, así como lo fue nuestro Juan Bosch, presidente y al mismo tiempo creador de los dos principales partidos políticos de la República Dominicana. Checoslovaquia tuvo como presidente a un intelectual que quizás fue el más importante gobernante de la transición checa: Vaclac Havel, así como Gunter Gräss fue uno de los principales asesores del gobierno del socialdemócrata Billy Brandt, gobierno con el que se comprometió de forma directa, canciller (así se llaman los presidentes en Alemania) al que admiraba al parecer de forma sincera. Octavio Paz, Sergio Pitol, Jorge Edwards, Roberto Ampuero, fueron embajadores de sus respectivos países, y Pablo Neruda no solamente fue embajador sino senador del gobierno efímero de Salvador Allende y, por supuesto, la leyenda supone que su golpe de estado le produjo una muerte prematura. Jorge Semprún, marxista, sobreviviente de un campo de concentración, secretario de Cultura del gobierno de Felipe González en España; André Malraux, ministro de Cultura de Charles de Gaulle en Francia. Pero también admiramos las declaraciones de la canciller alemana Angela Merkel, en el sentido de que los ensayos y las novelas de su asesora, la Premio Nobel de Literatura Herta Müller, habían influenciado profundamente sus decisiones de estado; Mario Vargas Llosa, candidato presidencial del Perú, por lo menos ganador de una primera vuelta electoral; Gabriel García Márquez, amigo personal de Fildel Castro o del presidente francés Francois Miterrand; Juan Carlos Onetti, a quien su amigo, un presidente uruguayo, le propuso el argumento de su cuento “El Infierno tan Temido”. O en nuestro precario entorno intelectual y cultural, el tantas veces presidente Joaquín Balaguer, intelectual de carácter conservador, personalidad extraordinariamente culta y un poco snob por este mismo motivo; Tomás Hernández Franco y Ramón Marrero Aristy, funcionarios del régimen de Rafael Leonidas Trujillo, así como lo fue el principal pensador de la dictadura, Manuel Arturo Peña Batlle. El mismo Federico Henríquez Gratereaux, a quien tan puntual y acertadamente menciona Andrés Acevedo en su artículo, fue funcionario importante durante los gobiernos del Partido Revolucionario Dominicano, y hoy día es viceministro de Cultura, así como lo fue Marcio Veloz Maggiolo durante el gobierno del doctor Leonel Fernández, o el primer secretario de Cultura durante el gobierno de Hipólito Mejía, el escritor Tony Raful, y ministro de Cultura el también escritor José Rafael Lantigua. Andrés L. Mateo, a quien notamos tan afanosamente criticando la función del intelectual en el país, fue funcionario, así como Diógenes Céspedes, director de la Biblioteca Nacional en el mismo gobierno que Mateo, o Carlos Esteban Deive, funcionario de Cultura, director de la Feria Internacional del Libro. En fin, que toda nuestra civilización ha propiciado esta promiscuidad positiva entre la intelectualidad y el poder, circunscribiéndonos exclusivamente a la occidentalidad, sin mencionar a filósofos orientales como Confucio, constructor de un pensamiento y una forma de vida que marcaron toda la sociedad china por cientos de años.
            Las relaciones entre los intelectuales y el poder siempre han sido difíciles, pero en una sociedad democrática todo debería ser más normal y menos complicado. Un gobernante debe entender que, cuando un intelectual se convierte en funcionario de su gobierno, tendrá de su lado a un individuo que continuará criticando las acciones que considere fallidas de ese gobierno, aunque forme parte de él. Lo que queremos precisamente es que los puestos públicos y los asientos del Congreso sean ocupados por gente que piense, que haga “progresar” esa sociedad, en el sentido antropológico, y que sea capaz de construir un verdadero proyecto de República, que sea en parte desalojado el tigueraje económico y político aposentado allí, que la intelectualidad sea capaz de moldear un mejor país, más afín con una civilización a la que pertenecemos para bien o para mal y con la cual nos estamos quedando atrás, metidos aquí inevitablemente en esta burbuja insular en la que todo está como detenido y se camina con extrema lentitud. Ya quisiéramos que nuestro ministro de Cultura fuera un intelectual, como ha sucedido con anterioridad, o que nuestros ministros sean capaces de citar a Aristóteles, admirar a Herta Müller o a Gunter Gräss, y puedan crear un marco teórico de lo que haremos como nación antes de llegar a la práctica, a la prueba y al error, como no se hace en los demás países exitosos del mundo.


            Así pues que apoyamos a todos los intelectuales que decidan formar parte del poder, que es desde donde se hacen los verdaderos cambios que necesitan las naciones, incluidos aquellos cambios en el ámbito cultural. No solamente apoyamos esto, sino que lo solicitamos y exigimos, para tratar de limpiar un poco un país adulterado y corrompido, de lúmpenes empresariales y políticos. Y precisamente eso le exigimos a aquellos intelectuales que decidan dedicarse directamente a la política: que no se corrompan, que no sucumban a la estulticia y al error. Pero que traten de cambiar las cosas a través del pensamiento y la puesta en práctica de ese pensamiento, como sí sucede en todos los países exitosos del mundo. 

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