De nuevo traemos a colación la función de los intelectuales
en la sociedad, una función cada vez más limitada e indirecta en nuestro
ambiente, pero al mismo tiempo reflexionamos, como debe hacerse, acerca de una
relación que creíamos zanjada y saldada en una sociedad que se precia de democrática:
el vínculo dificultoso entre los intelectuales y la política, a propósito de un
excelente artículo publicado en principio en el periódico “La Información” por
el escritor Andrés Acevedo, y luego reproducido en su blog y compartido a
través de las redes sociales.
A través de
Marguerite Yourcenar y Álvaro Mutis rememoramos a dos de los gobernantes
romanos que se dedicaron exclusivamente a “producir la felicidad de su pueblo”,
los emperadores-filósofos Adriano y Marco Aurelio, este último autor de las famosas
“Meditaciones” que deberían leer todos los políticos de todo el mundo, libro precursor
de lo que hoy conocemos como “ensayos”, a pesar de que reconocemos que el
inventor absoluto del género lo fue Montaigne (otro funcionario, en este caso magistrado), con el libro de reflexiones que
precisamente lleva ese nombre. ¿Acaso no fueron Séneca y Petronio los principales aduladores de dos asesinos, Ligia y Nerón, y no dedicó Maquiavelo su famosa obra "El Príncipe" a Lorenzo el Magnífico, con el fin de congraciarse con él? Además, toda la Ilustración europea estuvo
marcada por la reflexión social, la antropología y la llegada definitiva de la
ciencia apartada de la religión y de la milagrosidad, ¿y quiénes apoyaban precisamente estos pensamientos tan revolucionarios, inadmisibles aún hoy día, en pleno
siglo XXI, por buena parte de una sociedad como la nuestra?, pues los
gobernantes, que garantizaron un ambiente medianamente democrático en el cual
esos intelectuales y científicos no fuesen perseguidos ni condenados al
ostracismo, y que en muchos casos formaron parte de esos gobiernos, o se
aprovecharon de su apertura a través de sus mecenazgos. Pero también, al
terminar la revolución francesa, ya durante el siglo XIX, Chautebriand y Víctor
Hugo fueron miembros del parlamento francés, sobresaliendo sobre todo Víctor
Hugo, el gran Hugo, que se opuso firmemente a la pena de muerte, que padeció el
exilio y se solidarizó con la revolución mexicana, tan exitoso pero apegado a
sus principios y a sus valores que al final, a la hora de su muerte, su propio
pueblo no era capaz de separar al gran escritor de la gran figura parlamentaria.
Creer que
los intelectuales no deben participar de la política, de los gobiernos o que
deben estar alejados del poder no tiene nada que ver con la verdadera función
de la intelectualidad, que es la crítica y la posible mejora de la
sociedad en la que se desarrolla. Un escritor como Rómulo Gallegos fue
presidente de su país, Venezuela, así como lo fue nuestro Juan Bosch,
presidente y al mismo tiempo creador de los dos principales partidos políticos
de la República Dominicana. Checoslovaquia tuvo como presidente a un
intelectual que quizás fue el más importante gobernante de la transición checa:
Vaclac Havel, así como Gunter Gräss fue uno de los principales asesores del
gobierno del socialdemócrata Billy Brandt, gobierno con el que se comprometió
de forma directa, canciller (así se llaman los presidentes en Alemania) al que
admiraba al parecer de forma sincera. Octavio Paz, Sergio Pitol, Jorge Edwards,
Roberto Ampuero, fueron embajadores de sus respectivos países, y Pablo Neruda
no solamente fue embajador sino senador del gobierno efímero de Salvador
Allende y, por supuesto, la leyenda supone que su golpe de estado le produjo una
muerte prematura. Jorge Semprún, marxista, sobreviviente de un campo de
concentración, secretario de Cultura del gobierno de Felipe González en España; André Malraux, ministro de Cultura de Charles de Gaulle en Francia. Pero
también admiramos las declaraciones de la canciller alemana Angela Merkel, en
el sentido de que los ensayos y las novelas de su asesora, la Premio Nobel de
Literatura Herta Müller, habían influenciado profundamente sus decisiones de
estado; Mario Vargas Llosa, candidato presidencial del Perú, por lo menos ganador
de una primera vuelta electoral; Gabriel García Márquez, amigo personal de
Fildel Castro o del presidente francés Francois Miterrand; Juan Carlos Onetti,
a quien su amigo, un presidente uruguayo, le propuso el argumento de su cuento “El
Infierno tan Temido”. O en nuestro precario entorno intelectual y cultural, el
tantas veces presidente Joaquín Balaguer, intelectual de carácter conservador,
personalidad extraordinariamente culta y un poco snob por este mismo motivo;
Tomás Hernández Franco y Ramón Marrero Aristy, funcionarios del régimen de Rafael Leonidas Trujillo, así como lo fue el principal pensador de la dictadura, Manuel Arturo
Peña Batlle. El mismo Federico Henríquez Gratereaux, a quien tan puntual y
acertadamente menciona Andrés Acevedo en su artículo, fue funcionario
importante durante los gobiernos del Partido Revolucionario Dominicano, y hoy
día es viceministro de Cultura, así como lo fue Marcio Veloz Maggiolo durante
el gobierno del doctor Leonel Fernández, o el primer secretario de
Cultura durante el gobierno de Hipólito Mejía, el escritor Tony Raful, y
ministro de Cultura el también escritor José Rafael Lantigua. Andrés L. Mateo, a quien notamos tan afanosamente criticando la función del intelectual en el país, fue funcionario, así como Diógenes Céspedes, director de la Biblioteca Nacional en el mismo gobierno que Mateo, o Carlos Esteban Deive, funcionario de Cultura, director de la Feria Internacional del Libro. En fin, que toda
nuestra civilización ha propiciado esta promiscuidad positiva entre la
intelectualidad y el poder, circunscribiéndonos exclusivamente a la
occidentalidad, sin mencionar a filósofos orientales como Confucio, constructor
de un pensamiento y una forma de vida que marcaron toda la sociedad china por
cientos de años.
Las
relaciones entre los intelectuales y el poder siempre han sido difíciles, pero
en una sociedad democrática todo debería ser más normal y menos complicado. Un
gobernante debe entender que, cuando un intelectual se convierte en funcionario
de su gobierno, tendrá de su lado a un individuo que continuará criticando las
acciones que considere fallidas de ese gobierno, aunque forme parte de él.
Lo que queremos precisamente es que los puestos públicos y los asientos del
Congreso sean ocupados por gente que piense, que haga “progresar” esa sociedad,
en el sentido antropológico, y que sea capaz de construir un verdadero proyecto
de República, que sea en parte desalojado el tigueraje económico y político aposentado
allí, que la intelectualidad sea capaz de moldear un mejor país, más afín con
una civilización a la que pertenecemos para bien o para mal y con la cual nos
estamos quedando atrás, metidos aquí inevitablemente en esta burbuja insular en
la que todo está como detenido y se camina con extrema lentitud. Ya quisiéramos
que nuestro ministro de Cultura fuera un intelectual, como ha sucedido con anterioridad, o que nuestros ministros sean capaces de citar a Aristóteles,
admirar a Herta Müller o a Gunter Gräss, y puedan crear un marco teórico de lo
que haremos como nación antes de llegar a la práctica, a la prueba y al error,
como no se hace en los demás países exitosos del mundo.
Así pues que
apoyamos a todos los intelectuales que decidan formar parte del poder, que es
desde donde se hacen los verdaderos cambios que necesitan las naciones,
incluidos aquellos cambios en el ámbito cultural. No solamente apoyamos esto,
sino que lo solicitamos y exigimos, para tratar de limpiar un poco un país
adulterado y corrompido, de lúmpenes empresariales y políticos. Y precisamente
eso le exigimos a aquellos intelectuales que decidan dedicarse directamente a
la política: que no se corrompan, que no sucumban a la estulticia y al error.
Pero que traten de cambiar las cosas a través del pensamiento y la puesta en
práctica de ese pensamiento, como sí sucede en todos los países exitosos
del mundo.