"Jugar al Sol", antología de cuentos de René Rodríguez Soriano

I


René Rodríguez Soriano publicó un libro titulado Su nombre, Julia en el año 1991. Ese libro contiene un cuento del mismo nombre, que se ha convertido en un clásico de la literatura dominicana. René es autor de poemas, cuentos y novelas que no lo parecen; sus novelas dan la impresión más bien de ser poemas largos o recopilaciones de cuentos. Conocía su obra, llegué a verlo más de una vez leyendo sus cuentos o impartiendo una conferencia sobre la cuentística dominicana, pero lo conocí realmente durante la Feria del Libro de Santiago, en el año 2005, en la cual se le hizo un homenaje. Tuve la oportunidad de introducir su obra a un público de mi ciudad natal que ya lo conocía y que, sin embargo, no me conocía a mí para nada.
René es un caso único en nuestras letras, me parece. En este momento debemos contextualizar al lector sobre una etapa crucial de la literatura dominicana. René comenzó a publicar en revistas y periódicos un poco antes, muy joven, en la década del setenta del siglo pasado, pero fue en la década del ochenta cuando su obra empezó a tener difusión y notoriedad. Luego de una época represiva en la República Dominicana, conocida como la era de los Doce Años de Balaguer, terminada en 1978, empezó la transición hacia la democracia en el país, una época de apertura inédita luego de años de censura, de libros e ideas prohibidos, polarización ideológica y escritura panfletaria (y necesaria, no nos engañemos). La obra de René se concentra en la forma, en el lenguaje, lo cual lo acerca a la llamada Generación del 80 que surgió con los jóvenes de esta apertura democrática, con los cuales él mantiene intereses comunes. A pesar de tener una obra anterior, a René, como a esta generación, no le preocupan los contenidos políticos o colectivos. La esencia es el individuo, la existencia, la insatisfacción vital, la sexualidad, el amor. La obra debe tener un sentido en la forma, más allá del contenido en sí mismo, lo cual era insólito en la literatura dominicana, preocupada por intereses sociales arrastrados desde la Era de Trujillo, la revolución de abril del 65 y la posterior invasión norteamericana del mismo año (tenemos, claro está, una generación literaria nacional llamada Generación de Posguerra), los doce años de la dictadura ilustrada de Joaquín Balaguer.
 El escritor, entonces, se enfrenta a un dilema que comparte con autores de su propia generación, o anteriores, como Andrés L. Mateo, o poetas como Franklin Mieses Burgos: decidirse por una literatura de contenido social, debido a un humanismo intrínseco a estos autores («éramos, sobre todo, contestatarios», escribe René en algún lado), y al mismo tiempo enfrentarse al desencanto y al pesimismo de la época, que lleva al existencialismo y a lo ontológico. Por supuesto, en este caso gana lo existencial, lo individual, independientemente de que, como telón de fondo, como atmósfera, aparezca la realidad de un país en constante ebullición social. René, con sus cuentos de factura impecable, con personajes preocupados más bien por su efímera satisfacción sexual, la insatisfacción ideológica, su seguridad económica, la contemplación de la realidad sin decidirse a actuar, la insatisfacción normal por la democracia que tanto se anheló y que descubrimos de pronto su imperfección, se convirtió en profeta en esa década. Escrita con una pulcritud luminosa, el ambiente de su obra es urbano, clase media. Su lenguaje es ambiguo, no da nada por sentado, se encuentra cómodo en una relatividad que hoy día nos parece tan auténtica como en ese momento se nos mostraba tan nueva y extraña. No sabemos nada, lo que creíamos establecido y puro quizás no lo es tanto. En “Su nombre, Julia”, la única preocupación real del narrador es esa mujer que es posible que ni siquiera exista.
El mal del tiempo, una novela que realmente no lo es, es un diario en el cual los capítulos representan los días del protagonista, pero los títulos no se corresponden con los nombres de las fechas, los meses o los años: uno se llama “Cola de pez”, otro “Desmedida mesura”, otro “Madrugada remota”. Es como si el autor quisiese reducir (o ampliar) toda su vida a lo poético, al lenguaje. Aún en las entrevistas que ofrece, René trata de ser ambiguo, de que no sepamos quién es, de que cada respuesta sea prácticamente literatura llevada hasta su estado más puro, hasta el nivel del poema, que no necesita ni siquiera de la realidad para ser algo. Ya pasaron los días en los cuales sus títulos intentaban acercarse a la obra de Julio Cortázar (Todos los juegos el juego, por ejemplo); es decir, homenajear a un clásico admirado por el autor. Todos los juegos el juego es un acercamiento lúdico a los libros de Cortázar, en especial a Historias de Cronopios y de Famas, y no especialmente a aquél al que refiere su título (es decir, Todos los fuegos el fuego); no es sólo homenaje, creo yo, ni reescritura, sino juego formal que lanza continuos guiños al lector de ambos escritores. Ya pasaron los días de la juventud que se despreocupa y al mismo tiempo es rebelde sin objetivos: su obra, fiel a sí misma, mantiene una coherencia que se encuentra más bien en el lenguaje, pero al mismo tiempo ha alcanzado una madurez que no deja de recordarnos que toda literatura es poesía. Aún en los títulos de sus libros puede apreciarse este afán: Betún melancolía, Canciones rosa para una niña gris metal, Probablemente es virgen, todavía, Tizne de nubes. El placer de la lectura es total porque todo es lenguaje. La obra de René es divertimento y seriedad, compromiso y rebeldía. Sus poemas, sus cuentos, sus novelas, sus artículos, sus prólogos, sus reseñas de libros en la revista Arquitexto, sus respuestas a las entrevistas (que innegablemente forman parte de su obra literaria, creo yo), profesan un humor que transmite, al mismo tiempo, algo de tristeza, de melancolía y de desencanto. El principio de El mal del tiempo lo aclara con creces: «Comienzo el día oyendo música. A eso de las ocho de la mañana, sintonizo mi absurda existencia con Cristal Europa». Ese libro es característico en cuanto a lo que quiero explicar: la historia transcurre durante los duros doce años de Balaguer, pero aunque el autor intenta que nos interese lo que sucede fuera de sí mismo, es decir, el convulsionado ambiente social, con invasiones guerrilleras, asesinatos políticos y represión policial incluidos, lo importante es la propia existencia, el interior melancólico del personaje, que todo lo contempla pero no actúa. El escritor puro. El cronista puro.





II


Pero, al mismo tiempo, René es un adorador. Las relaciones entre parejas, su tema preferido y por lo tanto reiterativo, se nos muestra como una forma de redención. En su caso es un adorador de la figura femenina, de las mujeres cuyos nombres se repiten en diferentes libros y cuentos (Laura, Julia, Claudia, muchas más), y cuya necesidad suponemos que se encuentra más allá de una finalidad literaria. El amor como una forma de redención, pero al mismo tiempo (y quizás debido a esto) la idealización de la figura femenina, lo que podría significar que no es sólo La Mujer, sino una meta, un símbolo. Pocas veces las relaciones amorosas han tenido un perseguidor tan vehemente, hasta el punto de que ha dedicado un libro completo (El nombre olvidado, publicado por Ediciones Callejón, San Juan, Puerto Rico, 2015) a la figura femenina, del cual se han extraído tres cuentos para esta antología: “Juana”, “Nathalie” y “Keiko”, aunque estas relaciones se repiten en otros libros, como en “Con Julia en LA”, de su libro Solo de flauta (2013), “Perseguir a Rita”, de El diablo sabe por diablo (1998), “Desesperadamente buscando a Claudia”, de La radio y otros boleros (1996), “Su nombre Julia”, del libro del mismo nombre (1991), etc., de modo que podríamos hacer otra antología con los cuentos dedicados sólo a estas relaciones en las que el amor o el desamor juegan un papel central, dominadas por la figura idealizada de unas mujeres que quizás son la misma mujer con nombres diferentes en circunstancias diferentes, perseguidas por hombres solitarios que enmascaran sus vidas en las vidas de estas mujeres que, quizás (seamos osados), son inexistentes. Puesto que en realidad son, si lo pensamos bien, simplemente lenguaje.
Ya sabemos que el género principal de René es el cuento, al cual se ha dedicado con más vehemencia que la novela o la poesía, aunque sus novelas parecen unir algunos géneros como el diario, las memorias o el mismo cuento, pero René Rodríguez Soriano es, por encima de cualquier otra cosa, un cuentista. Por este motivo he querido recopilar estos cuentos que son representativos de una obra más amplia, de una forma de contar impoluta. La dificultad al escoger cuáles textos llenarían “Jugar al Sol”, residió precisamente en esto: no se escogieron los cuentos atendiendo sólo a su calidad formal, puesto que debimos entonces escogerlos casi todos, sino a su representatividad, a que transmiten una idea precisa al lector de una forma de narrar, la del autor, placentera antes que nada en la forma, independientemente de la historia que se cuenta, lo cual parece en desuso hoy día. Esperamos con sinceridad habernos acercado apenas un poco a este objetivo.
Los textos escogidos están colocados en orden cronológico, lo que al mismo tiempo sirve para mostrar al lector la evolución del escritor a través de cada uno de sus libros. Debajo, en una pequeña nota, se encuentra consignado el libro al que pertenecen y el año en que fue publicado. Empezamos con su primer libro, Todos los Juegos el Juego (1986) y concluimos con el más reciente, El Nombre olvidado (2015). En medio, cinco libros más que componen el total de una obra cuentística influida notablemente por la poesía y por lo tanto por la transmisión de emociones más que de historias. Espero que también se tome en cuenta, al leer los cuentos escogidos, esta última especulación de lector agradecido.


III


A veces se nos olvida que estamos ante un autor completamente maduro, un individuo de 66 años de edad que tampoco lo parece, debido a su personalidad y a su literatura, siempre fresca; un escritor que estructura sus libros de manera tal que cada uno parece un primer libro. Uno de los más recientes, Solo de flauta, está compuesto por poemas, cuentos muy breves, ejercicios de la memoria (toda buena literatura es un ejercicio de la memoria) y de la forma. Su obra refleja una dominicanidad que no tiene nada que ver con nacionalismos o intereses sociales, sino con las palabras: palabras nuevas (por lo menos nuevas para la literatura), caribeñas y dominicanas, que el autor incorpora a sus narraciones y poemas porque expresan novedad y belleza. Explica René: «Vivíamos al borde, jugábamos vistilla en las aceras, siempre cuidándonos para no ser arrollados por el tránsito. Crecimos a contrapelo de la hora y el azar. Éramos, sobre todo, contestatarios. Nadábamos contra la corriente y leíamos más que nada, leíamos en los márgenes, entre la realidad y el sueño, siempre a la espera del asueto». René no es un escritor de 66 años cuántas veces se nos olvida su verdadera edad, sino un treintañero que siempre está leyendo a recientes narradores, jóvenes o no; que siempre busca algo nuevo qué comentar o qué contar. Esta frescura es intrínseca a su propia forma de escribir.
Ahora entiendo el mensaje subliminal de una obra que, como le he confesado al propio René, es única en la literatura dominicana; única en el sentido de singular, y que al mismo tiempo es difícil de imitar debido a la calidad de su escritura. Estas palabras (ambiguas también, intentando interpretar lo inaprensible) que intentan prologar “Jugar al Sol: más de 13 cuentos de René Rodríguez Soriano”, sólo pretenden que el lector se acerque a una obra que quizás ya conoce, pero que debe ser leída como toda obra importante lo merece: sin respeto, con placer, con una sonrisa, sin piedad, con humildad y con pasión.


Máximo Vega
Santiago de los Caballeros, 2016.

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ENTREVISTA A MÁXIMO VEGA:

Por Kianny Antigua.


1.   ¿Dónde te ves como escritor en cinco años y/o dónde ves tu literatura?

Me veo en el mismo lugar, pero me gustaría que me leyera el mundo entero. Muchísima gente. Pero estoy consciente del país en que vivo, un país pequeño en el Caribe, y lo que trato mientras eso sucede es de escribir, decir las cosas que quiero decir y hacerlo lo mejor posible. Aunque, claro, sé que eso nunca va a suceder. A mí me gusta escribir, soy feliz cuando escribo, no entiendo eso del “dolor del escritor” o que “escribir es como un parto”. Si yo sintiera que escribir es como un parto, no escribiría, dejaría eso.

2. Un sueño recurrente:  

Como escritor, mi sueño es tener las posibilidades económicas de dedicarme a escribir sin tener que hacer nada más. O sea, un sueño imposible. Como persona, siempre sueño que estoy desnudo en medio de la calle. Voy a comprar algo en la esquina y pienso: "Es cerca, me puedo ir sin ropa", pero cuando estoy en la calle me doy cuenta de que estoy desnudo y quiero regresar sin que nadie me vea. Los psiquiatras creen que eso tiene un significado existencial, no sé cuál sea.

3. Si pudieras ser un animal serías…

Mi animal preferido es el puerco. No sé por qué. Me gustaría ser un cerdo. Pero limpio, claro.

4. ¿Te consideras una persona alegre o con afinación a la tristeza? Desarrolla.

No creo que sea muy alegre, pero tampoco creo que sea triste. Soy, eso sí, una persona feliz. Ya tengo cierta edad, y he aprendido a aceptarme a mí mismo. Me han pasado cantidad de cosas malas, como a todo el mundo, he tenido que lidiar con las demás personas, con la naturaleza humana, cada vez más individualista. Pero creo que he tenido una buena vida, y que he sido feliz. Ahora conozco mejor el mecanismo del mundo. Yo he hecho de todo, he trabajado en cantidad de cosas, como sucede con los demás artistas del país y ha sucedido a lo largo de la historia con los escritores de todos los sitios. Es decir, creo que he tenido una vida intensa. Me han sucedido y he visto cosas terribles, pero también fantásticas. No soy un pesimista ni un reaccionario, veo mi porvenir con cierto optimismo.

 5. ¿Eres responsable o el/la (estéreo)típic@ poeta bohemi@? & Tus amig@s, ¿te ven de la misma manera?

No, yo soy una persona muy seria. Muy responsable. Disciplinado. Por eso puedo trabajar y luego del trabajo sentarme a escribir, sobre todo cuentos y novelas, que quitan mucho tiempo. Y leer, leer mucho. Ese es el sacrificio del escritor, aunque realmente para mí no es ningún sacrificio porque disfruto todo eso. Aunque claro, también hay que disfrutar la vida, pero supongo que me ven como muy serio, muy circunspecto, aunque me río muchísimo, me paso el día riéndome.

6. ¿Sales detrás de/Te comunicas con las editoriales o esperas que ellas te contraten a ti, te «descubran»?

Trato de publicar mis libros, no espero que me llamen. Publicar es difícil, pero hace mucho tiempo que no publico mis libros por mí mismo, he publicado con editoriales locales o extranjeras, cuando ganas un concurso te publican la obra, etc. Las editoriales internacionales te pagan derechos de autor cuando te publican, y un escritor tiene que vivir de algo. Los dominicanos tenemos un problema, y es de mercado. Las editoriales, sobre todo las españolas, se afilian con los escritores de mercados más grandes porque les resulta más fácil recuperar la inversión o ganar dinero, vender muchos libros. Hay cinco países en Hispanoamérica en los cuales se venden más libros: Argentina, México, Colombia, Perú y Chile. Por eso los escritores de esos países son los más conocidos, y por eso cuatro de esos países ya tienen premios Nobel de Literatura, aunque a la Argentina hace tiempo que debió otorgársele un premio Nobel, empezando por Borges. La gente piensa que las cosas suceden de manera fortuita, pero no es así. En este país se instalaron dos editoriales grandes y tuvieron que marcharse porque no les era rentable. Pero el dominicano tiene que dejar esa mentalidad insular que tiene, pensando que si envía a una editorial y lo rechazan se está acabando el mundo. Hay que enviar a concursos internacionales y a editoriales internacionales, porque no creo tampoco que los escritores de otros países sean muy diferentes (en el aspecto formal) a los escritores dominicanos.


¿Qué te gustaría que la gente supiera de tí? 

Yo soy muy discreto y muy tranquilo. Me gustaría que la gente me viera como un escritor, como nada más, y que pensara en el futuro que yo fui un buen escritor. Si es que alguien me va a recordar, porque el mayor privilegio para un escritor es el olvido. Lo que debe quedar es la obra. Como dijo alguien mucho más importante que yo.

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IDENTIDAD Y CULTURA:

Los valores culturales se adquieren a través de un proceso educativo.


         Cuando nos referimos a la identidad de una nación, o de una cultura determinada, debemos hacerlo teniendo en cuenta que esa identidad es, sobre todo, un proceso educativo. Es decir, tenemos una identidad porque se nos ha enseñado que debemos arraigarnos a unos valores que son educados alevosamente, o surgidos a través de la tradición y de la espontaneidad. Todo lo que somos, lo que creemos ser, los valores y las ideologías sobre las que nos sostenemos, precaria o firmemente, es adquirido a través de un proceso educativo.
         Más de una vez se confunde la raza con la cultura. No solamente la racialidad, sino simplemente el color de la piel con la cultura. Se piensa, por ejemplo, que un negro debe sentirse unido culturalmente a todos los demás negros. Esa forma de pensar, que es propia incluso de muchas personas de piel negra, se encuentra basada en el racismo. Una cosa es la raza, que es una condición biológica, genética, y otra la cultura. En ese sentido, existen variaciones culturales importantes que explican más o menos lo que queremos decir: no todos los musulmanes son árabes, por ejemplo. Los iraníes no son árabes, sino persas, y son musulmanes. Muchos iraquíes son árabes, otros no, y son musulmanes. Somalia es un país africano racialmente negro, pero es de mayoría musulmana. Los libios son africanos, y son árabes y musulmanes, y no son negros. Turquía es un país de mayoría musulmana, con una minoría étnica árabe y kurda, pero Turquía es un país europeo. Hay negros judíos, hay negros asiáticos, africanos, latinoamericanos, norteamericanos y europeos. Es posible que los negros asiáticos, o algunas tribus de algunas islas del océano Pacífico, no tengan un origen común africano (obviando, claro está, que toda la humanidad tiene un origen africano), como los latinoamericanos y los norteamericanos; entonces, ¿por qué deben sentirse, culturalmente hablando, unidos o cercanos? Este embrollo ha querido ser resuelto separando la “raza” (el color de la piel, las características genéticas), de la “etnia” (las características culturales de esa raza o de una mezcla de razas).
         La importancia que tiene la raza, el color de la piel, en la civilización occidental, tiene su origen en los imperialismos europeos. A medida que un individuo era racialmente más oscuro, se pensaba que al mismo tiempo era inferior. Esto, por supuesto, excusaba la esclavitud y la discriminación racial. De acuerdo a las Leyes de Indias, en América había diferentes clasificaciones para los mestizos: segundones, tercerones, cuarterones. Eso significaba que un segundón era inferior en la escala social a un tercerón, porque estaba más cercano a un antepasado negro; un cuarterón, tenía más derechos ciudadanos que un tercerón, simplemente porque se alejaba generacionalmente de la negritud. En nuestra civilización, el color de la piel tiene una importancia exagerada, como ha sucedido pocas veces con anterioridad con otras civilizaciones multiétnicas y multiculturales. Ha habido imperios cuyos reyes son de raza negra, como sucedió con los faraones egipcios, que esclavizaron a los judíos, que eran racialmente más blancos que ellos; para los romanos, los sajones eran bárbaros, ignorantes e inferiores, a pesar de que los sajones eran altos, rubios, con los ojos verdes y azules.
         Los dominicanos no somos africanos. Debido al rechazo que existe en algunos estamentos del poder de nuestro país hacia la africanidad negra, esta afirmación tan rotunda podría aparentar una toma de posición desde la acera de enfrente, desde el punto de vista de los que nos consideran un país de gente blanca y de cultura española. No es así. Auspiciados por el dictador Rafael Leonidas Trujillo, Joaquín Balaguer y Manuel Arturo Peña Batlle trataron de convencernos de que éste era, o debía ser, un país de blancos. Evidentemente, salir a la calle nos demuestra lo contrario. Sin embargo, éste es un país sincrético, una mezcla de varias culturas, a pesar de que un sector de la vida nacional desprecia su propia negritud, nuestro pasado esclavo africano. Se ha llegado a decir que este es un país de negros que se cree blanco.
         En primer lugar, este no es un país de negros. Es una nación de mestizos y de mulatos. El mito de la negritud es tan falso como el mito de la blancura. Algunos intelectuales extranjeros, sobre todo haitianos, nunca entendieron lo que significaba ser “blanco de la tierra”, es decir, que un hijo de un terrateniente español y una negra africana se considerara español, como su padre, y, siendo mulato, al heredar y poseer las propiedades paternas se considerase culturalmente español. Como nos dice Federico Henríquez Gratereaux, “la sociedad dominicana fue integrada por blancos españolizados, mulatos españolizados y negros españolizados”. La brutalidad con que se trataba a los esclavos africanos en la parte francesa de la isla, nunca sucedió de este lado, lo que propició el acercamiento racial y cultural entre negros y blancos. La República Dominicana debe ser el país con más mestizaje del mundo entero (utilizando la palabra "mestizo" no en su sentido antropológico, es decir la unión de un blanco con un indígena, sino como la unión de dos razas diferentes).
         Los europeos, que dicho sea de paso tratan de criminalizar la emigración ilegal, lo cual es una forma de xenofobia, aún mantienen esta mentalidad reaccionaria: cuando vienen a este país se asombran de que la gente tenga el color de la piel oscura, pero no se considere culturalmente africana. Para ellos, un negro francés no es francés en realidad, sino que es, también, africano. Un negro con los estereotipados modales ingleses es una especie de blasfemia: está negando sus raíces. Aunque no es conveniente generalizar como lo estamos haciendo, debemos recordar que esta mentalidad está equivocada, puesto que la mueve un principio xenófobo, es decir, la idea de la contaminación racial: para ellos, una persona que tenga una gota de sangre negra, ya es negro. Podríamos preguntarnos lo contrario: ¿por qué, entonces, una persona que tenga una gota de sangre blanca, no es blanco? Un negro inglés cuyo tatarabuelo emigró desde Sudáfrica a principios del siglo XX nunca será inglés realmente: seguirá siendo africano por los siglos de los siglos. Curiosamente, los norteamericanos han oficializado a través de las leyes y el lenguaje este pensamiento: un negro estadounidense ya no es un negro, ni siquiera un estadounidense, sino un “afroamericano”. Barack Obama, el reciente presidente norteamericano, tuvo un padre negro y una madre blanca, sin embargo es considerado el primer presidente “negro” de los Estados Unidos.
         La confusión con nuestra identidad acompaña a los dominicanos como un fardo. En la cédula de identificación personal somos de color “indio”. Existe el “indio claro” y el “indio oscuro”. En nuestra cotidianidad nos encontramos continuamente con estas peculiaridades: la museografía del Centro León de Santiago, por ejemplo, un centro cultural que también es galería y museo, está concebida de manera que los objetos africanos del Centro se encuentran semiescondidos. Intentan decirnos, con toda razón, que queremos ocultar nuestro pasado africano y nuestra identidad mezclada. En una universidad de Santiago se prohíbe a los estudiantes que entren con trenzas y afros, lo que significaría dejarse el cabello al natural, como debe ser, porque en este país la mayoría tenemos el cabello crespo, pero al mismo tiempo se permite a las jovencitas que tomen sus clases con desrizado, porque “ese es un estilo mucho más serio”, a pesar de que no se corresponde con su propia racialidad. Es decir, existe una confusión generalizada con respecto a nuestra identidad, que solamente puede explicarse a través de nuestras peculiaridades históricas, y a través del mestizaje.
         Por suerte, el tiempo, en un período democrático, empieza a encargarse por sí mismo de resolver estos desórdenes. En la calle vemos cantidad de jóvenes con trenzas, con el cabello al natural, con peinados más acordes con su racialidad. Pero debemos agradecer también a la intelectualidad y a la academia, a los medios de comunicación, a las redes sociales que nos traen formas de vida, visiones de la realidad que nos indican que la negritud no significa inferioridad, y que somos lo que somos, como decía el premio Nobel africano Wole Soyinka: un negro no debe pregonar su negritud, así como un tigre no pregona su tigritud. Somos lo que somos, y debemos estar orgullosos de ello. Notamos un acercamiento casi espontáneo a manifestaciones culturales de nuestro pasado esclavo, y sincrético, lo cual es saludable puesto que nos refiere a lo que somos realmente: un país de mestizos y de mulatos. Ni blanco ni negro. Una mezcla, un híbrido. Y el poder, que siempre se sale con la suya, en un período democrático debería educarnos en ese sentido.

Tomado de “El Libro de los Últimos Días”, año 2011.
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VALS CON BASHIR (WALTZ WITH BASHIR)

La película empieza con un experimento psicológico: se les muestra una serie de fotos a una cantidad de individuos. Se les dice que esas fotografías corresponden a lugares a los que asistieron durante su niñez, así que deberían reconocerlas. Pero entre las fotos reales, se les muestran otras que los doctores saben que son falsas, que corresponden a lugares a los que los pacientes nunca fueron; sin embargo, al final, los individuos admiten que recuerdan lo que hicieron allí, las fechas, los lugares, a pesar de que sabemos que esto no es cierto.


     Es decir, la cinta empieza con un ejercicio de la memoria. La ficción y la imaginación forman parte intrínseca de nuestra existencia, y nuestro pasado no sucedió exactamente como lo recordamos. Un grupo de soldados israelíes ha olvidado por completo un hecho ocurrido durante la matanza de Sabra y Chatila, en 1982. El trauma de la guerra ha provocado que olviden lo que ha sucedido; cada uno de los soldados participantes recuerda los hechos a su manera. Las tropas israelíes comandadas por Ariel Sharon permitieron que se cometiera una masacre de más de 3,000 personas, la mayoría niños, adolescentes y mujeres. La historia que nos cuenta Ari Folman, el director, es precisamente esa: el protagonista, un joven soldado israelí durante la masacre de palestinos en el Líbano, ya es un hombre maduro que recorre de nuevo la guerra infinita entre isralíes y palestinos, hasta que al final debe enfrentar el trauma y recordar lo que de forma inconsciente había decidido olvidar para siempre. Es decir, la película recorre la memoria de la guerra, pero al mismo tiempo el presente del protagonista, que deambula de un compañero a otro tratando de averiguar lo que en realidad sucedió, sabiendo que ha perdido una parte importante de su vida, aunque ésta sea terrible. Y a pesar de su espíritu crítico con los acontecimientos, la película es israelí, hablada en hebreo y patrocinada por el gobierno de Israel.


     Hecha con la técnica de los dibujos animados, el director habla de ella como "un documental animado", es decir, que dibuja acontecimientos de la guerra, unidos a escenas surrealistas, fantásticas, extraídas precisamente de los sueños y las pesadillas (de la creatividad del director, por supuesto), y crea una cinta de dibujos animados para adultos basada en hechos estrictamente reales. Escenas con una mujer gigante que nada en el mar con el protagonista sobre ella, o la de unos soldados casi adolescentes que salen del mar hacia una ciudad en llamas: sueños que simbolizan un nacimiento, la pérdida de la inocencia o la llegada abrupta de la adultez. Pero esta es una cinta con un final poderoso, ya en filmación real, que no nos habla solamente acerca de la guerra, sino también sobre la memoria, el pasado, la necesidad del arte, que es intrínseco al ser humano (de forma indirecta, el filme nos revela cómo la ficción, la imaginación, forman parte de nuestro pasado, es decir de nuestra vida, puesto que todo lo que nos queda de la vida que vivimos en un eterno presente es el recuerdo, y el arte, que detiene la realidad. La vida no sería posible sin la imaginación). ¿De qué cosa no es capaz el ser humano? Al mismo tiempo que Vals con Bashir nos da un golpe en la cara con la brutalidad de su final, nos recuerda también que hay una esperanza en nuestra naturaleza, porque consideramos esas escenas tan terribles, que somos capaces de borrarlas para siempre de nuestra memoria, como si nunca hubiesen sucedido. 
     Vals Con Bashir, una gran película israelí del director Ari Folman.

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LOS INTELECTUALES Y EL PODER:

De nuevo traemos a colación la función de los intelectuales en la sociedad, una función cada vez más limitada e indirecta en nuestro ambiente, pero al mismo tiempo reflexionamos, como debe hacerse, acerca de una relación que creíamos zanjada y saldada en una sociedad que se precia de democrática: el vínculo dificultoso entre los intelectuales y la política, a propósito de un excelente artículo publicado en principio en el periódico “La Información” por el escritor Andrés Acevedo, y luego reproducido en su blog y compartido a través de las redes sociales.
       
     Debemos empezar haciendo un pequeño muestrario de aquellos intelectuales que han estado ligados al poder desde el inicio mismo del feliz descubrimiento de esta palabra, uno muy breve puesto que la política y la intelectualidad, incluso a veces disfrazada de religiosidad, han estado siempre mezcladas, unidas desde el inicio mismo del proceso de la construcción y el funcionamiento del estado. Al mismo tiempo, debemos advertir que esta definición de una persona dedicada a la crítica y al pensamiento a través del lenguaje empezó a usarse de forma retroactiva, es decir, utilizándose para describir a pensadores que existieron desde el principio mismo de la utilización del lenguaje no solamente con un propósito comunicativo, sino también crítico y artístico. Si recordamos que Aristóteles, una de las mentes más brillantes que ha producido la humanidad, fue preceptor del futuro emperador Alejandro, y que Platón trató de adoctrinar a uno de sus discípulos en el conocimiento de cómo él creía que debía ser la sociedad ideal, para que fuese puesta en práctica al llegar al poder, nos damos cuenta de inmediato que el pensamiento y el poder tienen un vínculo inexorable, como puede notarse incluso en algunos de los relatos bíblicos. ¿No fue el mismo Aristóteles el creador de las definiciones de monarquía, autarquía, oligarquía y anarquía, así como Clístenes de Atenas pionero de lo que hoy se conoce como "democracia"? 
            A través de Marguerite Yourcenar y Álvaro Mutis rememoramos a dos de los gobernantes romanos que se dedicaron exclusivamente a “producir la felicidad de su pueblo”, los emperadores-filósofos Adriano y Marco Aurelio, este último autor de las famosas “Meditaciones” que deberían leer todos los políticos de todo el mundo, libro precursor de lo que hoy conocemos como “ensayos”, a pesar de que reconocemos que el inventor absoluto del género lo fue Montaigne (otro funcionario, en este caso magistrado), con el libro de reflexiones que precisamente lleva ese nombre. ¿Acaso no fueron Séneca y Petronio los principales aduladores de dos asesinos, Ligia y Nerón, y no dedicó Maquiavelo su famosa obra "El Príncipe" a Lorenzo el Magnífico, con el fin de congraciarse con él? Además, toda la Ilustración europea estuvo marcada por la reflexión social, la antropología y la llegada definitiva de la ciencia apartada de la religión y de la milagrosidad, ¿y quiénes apoyaban precisamente estos pensamientos tan revolucionarios, inadmisibles aún hoy día, en pleno siglo XXI, por buena parte de una sociedad como la nuestra?, pues los gobernantes, que garantizaron un ambiente medianamente democrático en el cual esos intelectuales y científicos no fuesen perseguidos ni condenados al ostracismo, y que en muchos casos formaron parte de esos gobiernos, o se aprovecharon de su apertura a través de sus mecenazgos. Pero también, al terminar la revolución francesa, ya durante el siglo XIX, Chautebriand y Víctor Hugo fueron miembros del parlamento francés, sobresaliendo sobre todo Víctor Hugo, el gran Hugo, que se opuso firmemente a la pena de muerte, que padeció el exilio y se solidarizó con la revolución mexicana, tan exitoso pero apegado a sus principios y a sus valores que al final, a la hora de su muerte, su propio pueblo no era capaz de separar al gran escritor de la gran figura parlamentaria.
            Creer que los intelectuales no deben participar de la política, de los gobiernos o que deben estar alejados del poder no tiene nada que ver con la verdadera función de la intelectualidad, que es la crítica y la posible mejora de la sociedad en la que se desarrolla. Un escritor como Rómulo Gallegos fue presidente de su país, Venezuela, así como lo fue nuestro Juan Bosch, presidente y al mismo tiempo creador de los dos principales partidos políticos de la República Dominicana. Checoslovaquia tuvo como presidente a un intelectual que quizás fue el más importante gobernante de la transición checa: Vaclac Havel, así como Gunter Gräss fue uno de los principales asesores del gobierno del socialdemócrata Billy Brandt, gobierno con el que se comprometió de forma directa, canciller (así se llaman los presidentes en Alemania) al que admiraba al parecer de forma sincera. Octavio Paz, Sergio Pitol, Jorge Edwards, Roberto Ampuero, fueron embajadores de sus respectivos países, y Pablo Neruda no solamente fue embajador sino senador del gobierno efímero de Salvador Allende y, por supuesto, la leyenda supone que su golpe de estado le produjo una muerte prematura. Jorge Semprún, marxista, sobreviviente de un campo de concentración, secretario de Cultura del gobierno de Felipe González en España; André Malraux, ministro de Cultura de Charles de Gaulle en Francia. Pero también admiramos las declaraciones de la canciller alemana Angela Merkel, en el sentido de que los ensayos y las novelas de su asesora, la Premio Nobel de Literatura Herta Müller, habían influenciado profundamente sus decisiones de estado; Mario Vargas Llosa, candidato presidencial del Perú, por lo menos ganador de una primera vuelta electoral; Gabriel García Márquez, amigo personal de Fildel Castro o del presidente francés Francois Miterrand; Juan Carlos Onetti, a quien su amigo, un presidente uruguayo, le propuso el argumento de su cuento “El Infierno tan Temido”. O en nuestro precario entorno intelectual y cultural, el tantas veces presidente Joaquín Balaguer, intelectual de carácter conservador, personalidad extraordinariamente culta y un poco snob por este mismo motivo; Tomás Hernández Franco y Ramón Marrero Aristy, funcionarios del régimen de Rafael Leonidas Trujillo, así como lo fue el principal pensador de la dictadura, Manuel Arturo Peña Batlle. El mismo Federico Henríquez Gratereaux, a quien tan puntual y acertadamente menciona Andrés Acevedo en su artículo, fue funcionario importante durante los gobiernos del Partido Revolucionario Dominicano, y hoy día es viceministro de Cultura, así como lo fue Marcio Veloz Maggiolo durante el gobierno del doctor Leonel Fernández, o el primer secretario de Cultura durante el gobierno de Hipólito Mejía, el escritor Tony Raful, y ministro de Cultura el también escritor José Rafael Lantigua. Andrés L. Mateo, a quien notamos tan afanosamente criticando la función del intelectual en el país, fue funcionario, así como Diógenes Céspedes, director de la Biblioteca Nacional en el mismo gobierno que Mateo, o Carlos Esteban Deive, funcionario de Cultura, director de la Feria Internacional del Libro. En fin, que toda nuestra civilización ha propiciado esta promiscuidad positiva entre la intelectualidad y el poder, circunscribiéndonos exclusivamente a la occidentalidad, sin mencionar a filósofos orientales como Confucio, constructor de un pensamiento y una forma de vida que marcaron toda la sociedad china por cientos de años.
            Las relaciones entre los intelectuales y el poder siempre han sido difíciles, pero en una sociedad democrática todo debería ser más normal y menos complicado. Un gobernante debe entender que, cuando un intelectual se convierte en funcionario de su gobierno, tendrá de su lado a un individuo que continuará criticando las acciones que considere fallidas de ese gobierno, aunque forme parte de él. Lo que queremos precisamente es que los puestos públicos y los asientos del Congreso sean ocupados por gente que piense, que haga “progresar” esa sociedad, en el sentido antropológico, y que sea capaz de construir un verdadero proyecto de República, que sea en parte desalojado el tigueraje económico y político aposentado allí, que la intelectualidad sea capaz de moldear un mejor país, más afín con una civilización a la que pertenecemos para bien o para mal y con la cual nos estamos quedando atrás, metidos aquí inevitablemente en esta burbuja insular en la que todo está como detenido y se camina con extrema lentitud. Ya quisiéramos que nuestro ministro de Cultura fuera un intelectual, como ha sucedido con anterioridad, o que nuestros ministros sean capaces de citar a Aristóteles, admirar a Herta Müller o a Gunter Gräss, y puedan crear un marco teórico de lo que haremos como nación antes de llegar a la práctica, a la prueba y al error, como no se hace en los demás países exitosos del mundo.


            Así pues que apoyamos a todos los intelectuales que decidan formar parte del poder, que es desde donde se hacen los verdaderos cambios que necesitan las naciones, incluidos aquellos cambios en el ámbito cultural. No solamente apoyamos esto, sino que lo solicitamos y exigimos, para tratar de limpiar un poco un país adulterado y corrompido, de lúmpenes empresariales y políticos. Y precisamente eso le exigimos a aquellos intelectuales que decidan dedicarse directamente a la política: que no se corrompan, que no sucumban a la estulticia y al error. Pero que traten de cambiar las cosas a través del pensamiento y la puesta en práctica de ese pensamiento, como sí sucede en todos los países exitosos del mundo. 

El Corazón Oscuro

“El Lado Oscuro del Corazón” (Eliseo Subiela, 1992) es una película que contiene una trampa. Puesto que no sabemos si la consideramos una cinta de culto exclusivamente por sus virtudes cinematográficas, o porque cuenta la historia de un poeta maldito –pobre, anónimo, bohemio, melancólico- cuya vida es muy parecida a la de otros escritores anónimos (desde Juan  Carlos Onetti, desconocido en la primera mitad de su vida, hasta Oliverio Girondo, un poeta que no ha encontrado aún, a pesar  de su tremenda popularidad entre los jóvenes, el reconocimiento de cierta “crítica”). Si Oliverio, el nombre del personaje poeta, Oliverio a secas, puesto que nunca conocemos su  apellido, no se pareciera tanto a cualquier poeta latinoamericano, ¿nos seduciría tanto la película? Si el poeta no caminara por la calle como un ángel desastrado cuya gabardina agita constantemente el viento de Buenos Aires o de Montevideo, como las alas negras de alguien que busca una mujer que  sea capaz de acompañarlo a volar, y luego persigue a La Muerte hiriéndola con unos versos de Girondo, ¿nos sentiríamos tan identificados con la historia? Sin los poemas de Gelman, de Benedetti, de Girondo –dos argentinos y un uruguayo-, que el protagonista repite como si fuesen suyos, es posible  que  la película  no tuviese  una atracción tan hipnótica en nosotros. No podemos evitarlo: no podemos salirnos de nosotros mismos y percibir las cosas desde fuera, como si no fuésemos escritores. En este caso somos completamente parciales. Vemos en el personaje principal a Dionisio López Cabral, a Ramón Peralta, a Pastor de Moya o a Jim Ferdinand. A Puro Tejada, a Andrés Acevedo. Oliverio, que tiene el nombre del Girondo poeta de la vida real, trabaja en publicidad como Juan Carlos Onetti, y, como Onetti, viaja de Uruguay a la Argentina, y de Argentina a Uruguay. Se detiene a escuchar una canción de Fito Páez, le reclama a La Muerte enamorada. Del Lado Oscuro de Nuestro Corazón hacia la luz de la poesía, desde  Subiela Mirando al Sudeste  (¿qué lugar misterioso queda hacia el Sudeste, de todas maneras?) hasta  el descubrimiento de unos versos ya inolvidables de un poeta de culto como Girondo: basta que alguien me piense/para ser un recuerdo.
Pero, al mismo tiempo, la película transmite una presencia melancólica  puramente visual: Oliverio se saca el corazón y se lo entrega,  ensangrentado, a su amada; ambos vuelan, haciendo  el amor, sobre las calles encendidas de Buenos Aires; la fotografía en colores oscuros; los personajes que siempre se visten de negro o de gris; la ciudad nocturna, ventosa o lluviosa. “Hombre Mirando al  Sudeste”, su película de culto anterior, era sólo un  aviso de lo que vendría. El Lado Oscuro del Corazón –que es una película de culto, no una obra maestra- demuestra la solidez, la originalidad, la fortaleza de un tipo de cine latinoamericano que no debe parecerse, y que tampoco le debe nada, al cine norteamericano, al coreano, al inglés o al chino. Un cine propio que no tiene nada que ver con paisajes exóticos, territorios llenos de pobreza o religiones violentas y extrañas.




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El Mercado Editorial en Hispanoamérica:

En Hispanoamérica hay cinco países en los cuales se venden todos los libros, es decir, en los cuales existe el mercado editorial más importante de esta parte del continente: México, Chile, Argentina, Perú y Colombia. Al mismo tiempo, esos países cuentan con las Ferias del Libro más importantes de Latinoamérica. Esto sucede no sólo debido a que en esos países se leen más libros, sino por la cantidad de habitantes, lo que eleva considerablemente el volumen de mercado. Hay dos países en los que se leen muchos libros, pero, o bien sea por la cantidad pequeña de habitantes, o por las dificultades de su economía, no se venden tantos libros: Cuba y Uruguay, dos países que históricamente han tenido grandes escritores. Por arte de algo que no es para nada magia, precisamente todos estos países que he mencionado, quizás con algunas excepciones, son los que cuentan con los escritores más conocidos, los más premiados y los más promocionados.
          De los cinco países a los que me referí al principio, cuatro tienen ya premios Nobel de literatura: México (Octavio Paz), Chile (que tiene dos poetas: Gabriela Mistral y Pablo Neruda), Perú (Mario Vargas Llosa) yColombia (Gabriel García Márquez), aunque todos sabemos que Argentina hace mucho tiempo debió obtener por lo menos un premio Nobel de literatura. La excepción es Guatemala, que tiene un premio Nobel en Miguel Angel Asturias, que vivía en Europa cuando lo ganó, al igual que el nicaragüense Rubén Darío, que no fue premio Nobel, por supuesto, pero que le debe su fama (independientemente de la calidad de su poesía) a su estancia española. Casi todos estos países cuentan con ganadores del Premio Cervantes, o ganadores de los diferentes concursos literarios del continente, o de España, que es la meta soñada de todo escritor debido a su potente industria editorial.



          Se puede notar, entonces, que todo no ocurre por puro azar, es decir, que no es sólo la calidad literaria la que mueve esta clase de premios, de galardones, de concursos. Debe ser así, admitimos, debido a que un escritor desconocido nunca será candidato a esta clase de premiaciones en las cuales un jurado debe evaluar las obras, es decir que debe conocerlas. Las obras deben ser traducidas, y llegar a “los mercados grandes de la palabra”, como canta Silvio Rodríguez. Pero esto también ha llevado a la mediocridad continua de nuestra literatura. Las editoriales no publican poesía, con honrosas excepciones como la editorial española Visor, por ejemplo, lo que significa que la mayoría de los poetas hispanoamericanos son desconocidos; además de que estas instituciones comerciales cuentan con un pelotón de lectores, correctores, reescritores, que evalúan, proponen, rechazan, aceptan y reescriben las obras, teniendo en cuenta además lo que indica el mercado: obras pulcramente lineales, en estos momentos históricas o detectivescas hasta que el marketing indique otra cosa, asépticas formalmente y, claro, dejando a un lado la personalidad del autor, que al aparecer y expresarse puede confundir al mediano lector. La actividad literaria, sobre todo la narrativa, es una tarea económica, hace mucho tiempo que ha dejado de ser una actividad artística.

          Debido a esta perspectiva mercadológica de una labor que debería ser inútil, el panorama no se ve muy halagüeño. Esperemos que la edición independiente, los “indies”, como le dicen ahora, palabra sacada de la industria cinematográfica norteamericana, que se vio enfrentada a los mismos problemas, nos saque de la mediocridad, la exactitud y las matemáticas, y que el azar vuelva a decidir la calidad literaria, en lugar de la estadística. 



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LAS LOCURAS DEL NOBEL:


Estaba bebiéndome una cerveza en el balcón de mi casa cuando me informaron por teléfono quién había sido la ganadora del año 2015 del Premio Nobel de Literatura. Una periodista bielorrusa absolutamente desconocida. Supongo que el asombro por el premio fue mutuo, para ella y el público. A la propia Academia Sueca le ha resultado difícil explicar los motivos por los cuales se le ha entregado a Svetlana Alexiévich, escritora cuya lengua es la rusa, el Nobel de Literatura de este año. Siendo honestos, debe merecérselo, puesto que la Academia nos ha descubierto una serie de escritores desconocidos que cobran notoriedad con el premio, y que forman parte ya de nuestras lecturas preferidas. Ese no es el problema aquí.

     Hay una gran cantidad de escritores conocidos que probablemente se merecen mucho más ese premio que los desconocidos, y que pertenecen en vida a la literatura universal. Entre ellos Milan Kundera, Amos Oz, Philip Roth. Con una terquedad que sólo puede tener cabida en un círculo cerrado e inapelable, se obvian nombres que merecen mucho, mucho más el Nobel que los premiados. Quizás el secreto está, precisamente, en ser desconocido, en dar ese golpe sorpresivo todos los años. Si ese es el objetivo, debemos admitir que lo están logrando con creces.
     Pero también hay un elemento que se echa a un lado cuando se analizan esta clase de sorpresas anuales: el mercado, principal institución del capitalismo, hunde cada vez más en el olvido a los grandes, excelentes o simplemente buenos escritores, mientras los escritores ligeros, los vende libros gracias a frases pegajosas, repetidas, a veces incongruentes pero muy bonitas (yo mismo encuentro esas frases bonitas, inspiradoras, pero eso no significa que sea literatura, ni buena ni mala), los engaña bobos son los preferidos por el público. ¿Por qué?, culpa de la época, Sancho, que condena a los locos al ostracismo.
     Esperemos que algún día se les entregue el Premio Nobel a Milan Kundera, a Amos Oz o a Philip Roth. Deberían entregárselo a Bob Dylan, porque se lo merece también. A Svetlana no la vamos a leer, tenemos demasiados buenos libros de escritores conocidos o desconocidos que debemos leer antes. Yo pienso, con la sinceridad con la que siempre me comunico en este blog, que las editoriales, el mercado literario y la Academia Sueca deberían hacerse una revisión urgente. Las unas por continuar publicando esas obras cada vez más perfectas, asépticas, lineales, limpias y saneadas como los hospitales de los países del primer mundo, es decir sin ningún interés para el lector que busca literatura y no plástico; la otra porque debe abrirse también a opiniones más allá de su ámbito académico.
     Ya veremos.


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Milan Kundera y el Premio Nobel de Literatura

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Novena Sinfonía de Beethoven (Oda a la Alegría)

La Novena Sinfonía, conocida también como "Coral", es la última sinfonía completa del compositor alemán Ludwig van Beethoven. Su último movimiento es el más importante, puesto que tiene un componente cantado, con un coro, y de ahí le viene el nombre de Coral. Su nombre correcto es Sinfonía n.º.9 en re menor, op. 125La letra está sacada de algunos pasajes de la Oda a la Alegría, del poeta romántico Friedrich Schiller. Se sabe que Beethoven empezó a componer una Décima Sinfonía, que dejó inconclusa.

En 1817 la sociedad filarmónica de Londres encargó la composición de la sinfonía. Beethoven comenzó a componerla en 1818 y finalizó su composición a principios de 1824, aunque también se sabe que dentro de ella colocó trozos de piezas escritas a lo largo de toda su vida como compositor, incluyendo el poema de Schiller, el cual tenía pensado musicalizarlo desde los 22 años.






El estreno de la Novena Sinfonía se realizó diez años después de la Octava, el 7 de mayo de 1824 en el Kärntnertortheater de Viena, que en ese momento era la capital de la música en Europa, junto con la obertura de Die Weihe des Hauses y las tres primeras partes de la Missa Solemnis. Esta fue la primera aparición en escena de Beethoven después de doce años. La sala estuvo llena, pero las siguientes presentaciones de la Sinfonía no tuvieron mucho éxito. Beethoven ya estaba enfermo, y los siguientes tres años no salió de su casa, agobiado por las enfermedades.

Beethoven fue un compositor que creó poco, si los comparamos con compositores como Bach o Mozart. Como buen romántico, era un perfeccionista, y prefería componer poco corrigiendo hasta la perfección la música, que componer mucho. Mozart y Bach creían más en la inspiración.

En el año 1827 murió Ludwig van Beethoven, tres años después de estrenada la Novena Sinfonía. Tenía sólo 57 años, y estaba completamente sordo.

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Era Lunes Ayer, Pero Hoy es Sábado


POR EL DOCTOR ROBERTO LELIEBRE...

       
    Me corresponde hoy, sábado 18 de julio, presentar en este comité provincial de la UNEAC de Santiago de Cuba, el libro de cuentos ´´ERA LUNES AYER´´ {Colección del Banco Central de la República Dominicana, 2014) del escritor Máximo Vega, a quien los cubanos conocíamos desde el año dos mil por su insólita novela “Juguete de Madera” {Editorial El Bolsillo, Santiago de los Caballeros, 1996}. He dicho ´´insólita´´ porque ya desde entonces Vega puso al descubierto su vocación para abordar asuntos escabrosos, pero increíblemente cotidianos del peculiar tejido social caribeño. Esa vocación se ha vuelto obsesión en este cuaderno que integran veintidós relatos en los que el autor penetra con absoluto desenfadado, pero eludiendo el facilismo degradante de la vulgaridad. en circunstancias que van desde cotidianas y publicas adicciones hasta las las más ocultas perversiones personales de sus personajes, drogadictos, torturadores, pedófilos... También se defiende con limpieza de la morbosidad que habitualmente genera estos temas y asuntos tan espinosos, mediante la hábil construccáon de la atmósfera que envuelve al lector y convierten absurdos y rarezas del comportamiento humano en conductas casi ordinarias.
          Así, la construcción de ajustadas atmósferas tiene dos columnas: una esta dada por el conocimiento exhaustivo de las circunstancias que aborda y la aguda penetración sicológica de los personajes que en ella participan, ello permite que estas criaturas vean a otros y se vean a si mismas con mirar critico y a veces hasta censurador, pero sin poder {ni querer} cambiar de curso de los acontecimientos, como si la vida se deslizara irremediablemente cuesta abajo. La otra columna es la utilizacion del lenguaje, y en ella quiero detenerme porque es a mi juicio, el elemento de mayor calificacóon y logro en estos cuentos, pues es el que consigue, como el lubricante de las maquinarias, que los otros componentes se realicen, rompan la inercia y fluyan hacia el lector. La utilización, evidentemente adrede de un lenguaje coloquial y descomedido vuelve amigable cada pieza y hace amena la narración de historias que de que otra forma resultarian densas y acaso de una perversidad poco digeribles. Más {o mejor} que narrar en el sentido académico del termino, el autor conversa confesionalmente con el lector, lo hace participe de hechos extraordinarios y al mismo tiempo, lo bombardea sutilmente con juicios atinados y observaciones detallistas que le permiten llegar a la brutal conclusión de que esos hechos pasmosos eatán ocurriendo cada día- inadvertidamente- ante sus propios ojos. Y del lenguaje se desprende el mérito mayor de este libro de cuentos y es que se deja leer, que sabe atrapar al lector y consigue sin esfuerzo algo tan difícil de lograr de entretenimiento que han creado los adelantos electrónicos.
           Por lo tanto, no es necesario hablar de las virtudes de MAXIMO VEGA, como narrador, su oficio y madurez en el género quedan expuestos en esta obra, tanto como sus habilidades personales para quebrar a voluntad los entes de espacio y tiempo narrativo, no de manera preciosista ni caprichosa, sino según lo piden el cuerpo y el enigma de cada historia. Así que, no estoy elogiando al autor de ´´ERA LUNES AYER´´, me he limitado a exponer brevemente los méritos reales de esta obra y conseguir el interés de ustedes, que tendrán a su disposición algunos ejemplares de la misma en la biblioteca provincial ´´Elvira Cape´´. Si quisiera emitir algún elogio personal al autor, diría que en lo más intimo me hubiera gustado haber escrito yo algunos de estos cuentos como ´´ HISTORIA DE DIEGO Y CLASICA, ´´ ´´EL FULGOR OSCURO´´ ´´ HISTORIA DEL FUTURO´´ ´´EL HEROE´´ ´´EL BOXEADOR Y LA ARTISTA´´, y quizás algún otro ....... Muchas gracias…

(el autor es narrador, historiador y doctor en filología).

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Oscar Rodríguez: Arte Óptico

           
Oscar Rodríguez, diseñador gráfico, artista plástico, silviólogo, compositor, ha tratado de unir todas estas facetas en una sola exposición fundamentada en el Arte Óptico, también llamado Op-Art. Esta corriente artística abstracta, surgida en los Estados Unidos a mediados del siglo XX, se basa en efectos ópticos pictóricos que tienen que ver con el terreno audiovisual (la pantalla televisiva y el video, en los años 50 y 60 del s. XX), y con la tecnología (por esto mismo, quizás, surgió en los Estados Unidos), y esta razón hace comprensible que un experto en diseño gráfico a quien le atrae la tecnología, la multimedia, el arte no tradicional, el arte digital, se sienta inclinado a realizar una muestra de artes plásticas de este tipo, sustrayendo los efectos ópticos de la pantalla del computador para llevarlas al papel o a un lienzo; es decir: sacar el diseño de su cárcel de dos dimensiones y llevarlo hasta la tridimensionalidad. Incluso las exposiciones que ha realizado Oscar en homenaje a su admirado cantautor Silvio Rodríguez, se encuentran emparentadas con esta exposición, puesto que los puntos, las líneas, los colores, que constituyen la base del Op-Art, tienen características musicales, con los círculos, las demás figuras geométricas y los colores básicos suspendidos en el tiempo y el espacio. Sus obras regresan a los precursores del movimiento, a Víctor Vasarely, a Jesús-Rafael Soto, etc., como si viajáramos al pasado y a través de la tecnología actual pudiésemos recrear el arte cinético, el arte mínimo y, claro, el “Optical Art”.
            A Oscar Rodríguez lo conocí cuando estudiábamos en la Escuela Hermano Miguel, nuestra alma mater. Lasallista como yo, y como otros artistas de Santiago, como Puro Tejada o Manuel Llibre, por ejemplo, es sumamente satisfactorio que esa escuela haya dado tantas figuras que se han dedicado al arte en nuestra ciudad. Debemos mencionar también que Oscar es compositor de canciones, y que como tal ha obtenido galardones en diferentes concursos. En uno de ellos yo fui el presidente del jurado. La capacidad de Oscar para la versatilidad y al mismo tiempo el desorden es proverbial. El desorden, el caos, el cual es una de las condiciones primordiales de la creatividad: el caos provoca la creación. El compositor Oscar Rodríguez se encuentra también en estos cuadros serializados, puesto que no están pintados, sino impresos en tela, es decir que pueden ser reproducidos interminablemente, lo cual representa muy bien nuestra época mercadológica. El mercado es la principal institución del capitalismo. A Andy Warhol se le ocurrió pintar muchas veces una lata de sopa Campbell´s, pero no pensó que ese cuadro podría ser reproducido hasta el infinito sin que perdiese su objetivo inicial, su objetivo conceptual. La pintura, ya lo sabemos, ha perdido su valor de objeto único, porque todo ha perdido su valor de objeto único. Tener una reproducción impecable de La Monalisa ya no se diferencia de tener la original, que se encuentra en el Museo del Louvre y que sabemos nadie la puede tener. La Monalisa es un cuadro pequeñito, no muy impresionante cuando la contemplamos en el Louvre, luego de que se ha visto tanto a través de los medios de comunicación, y ya no hay mucha diferencia para el espectador entre la original y la copia. Lo mismo puede decirse de las composiciones musicales. Se reproducen interminablemente en la radio, ahora en la computadora o el internet, hasta que nos cansamos de ellas, las dejamos descansar y volvemos a escucharlas más adelante, o no volvemos nunca. Ese es el espíritu de estos cuadros de Oscar. Pronto a graduarse de la carrera de Publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, el diseño gráfico, la composición de canciones ligeras para la radio tradicional, el mercadeo y la publicidad tenían que provocar en él un encuentro con la serialización que al final se ha producido en esta exposición.
            Nosotros los dominicanos nos hemos acostumbrado a que los artistas nacionales sean unos perfectos desconocidos, y que el arte sea una actividad oculta, underground. Que haya Ferias del Libro en el mundo entero pero no inviten a los escritores dominicanos, que haya Festivales de Teatro, Bienales Internaciones de Artes Plásticas, Festivales de Música y los artistas dominicanos no participen. Nos hemos acostumbrado a que el estado no haga su papel en ese sentido, y que los artistas sean personajes anónimos que se valen de la bondad de los medios de comunicación, de la amistad y de los limitados recursos de la autogestión para ser reconocidos, aunque sea un poco. Me parece que eso tiene que cambiar. Los artistas, indigentes del estado, mendigos en una sociedad predominantemente artística, autogestionan sus espacios, debido a la pusilanimidad de nuestros gobiernos. Por eso ha surgido una galería de arte llamada Tríptico, en la ciudad de Santiago, República Dominicana, en la cual Oscar expone sus cuadros. Con una inmensa generosidad y una apertura que sólo puede ser posible en la indigencia (esta exposición se ha montado con nada, sin dinero y con muchas ganas), Tríptico se ha posicionado rápidamente como la principal galería de arte de la ciudad.
            Quiero hacer notar al lector que, si se dirige a la exposición, se detenga delante de una de las obras, específicamente un espejo en el cual la figura humana, es decir, la persona que se refleja (para lo cual está construido un espejo, por supuesto), se rompe en múltiples trozos, y la figura se desdibuja hasta que sólo podemos apreciar una sombra. No sé si este fue el objetivo original del artista, puesto que el espejo en sí mismo es una obra sumamente atractiva, quizás la más llamativa de toda la exposición, pero este desdibujamiento de la figura humana también nos lleva al concepto de la serialidad, de la pérdida de la identidad, de los valores (es decir, la serialidad como un reflejo, o crítica, de la sociedad mercadológica y del capitalismo salvaje, que esperamos que algún día desaparezca) y de la individualidad. Hago notar esto al espectador, puesto que puede acercarse a ese espejo con una visión conceptual que se encuentra más allá de la propia presencia atractiva, “bonita”, del espejo en sí mismo.
            En medio del ambiente rutinario del arte dominicano, es saludable, refrescante y necesario que se empiecen a buscar nuevos senderos que no tengan que ver con las instalaciones, el arte efímero y un arte conceptual que no tiene nada que ver con nosotros y que no es para nada vanguardista, porque siempre estaremos en la periferia, nunca llegaremos a ser vanguardia. “Aquí todo llega tarde, hasta la tarde”, escribió nuestro poeta Manuel del Cabral, así que acogemos, apoyamos y saludamos estas obras de Op-Art de Oscar Rodríguez, artista gráfico, compositor, pintor, escultor, publicista, silviólogo, lasallista y a veces cantante cuando no aparecen por allí otros cantantes (aunque no tenga buena voz, lo cual, aunque él no lo crea, agradecemos por su originalidad). Un inconformista que ha tratado de buscar siempre nuevos motivos, desde su ya legendario “Artefactus” hasta sus soeces y sarcásticas “Heces”, acompañado por el artista Juan Gutiérrez, uno de los propietarios de la galería “Tríptico”. La propuesta de la muestra Heces responde a un marco teórico, y entendemos de inmediato lo que nos insinúa cuando leemos lo que escribió el propio Oscar sobre ella: “La obra de arte, como objeto encantado que provoca en el soñador estudio y realización”, nos dice Oscar, “será siempre cambiante para seguir sembrando el cementerio de hechos. O sea que la obra de arte es eterna en cada tiempo del artista. El artista asume la experiencia de las obras, pero crea su propia obra, estableciendo su visión actual. Y así lo harán todos, por los siglos de los siglos”. Pero al mismo tiempo nos indica que el título de su exposición trataba de desmitificar “la eternidad de la obra de arte”. Se planteaba “la visión plana de la pintura y usaba colores puros como los expresionistas abstractos y los fauvistas.  También eran obras abstractas, pero con formas orgánicas y geométricas”. Notamos de inmediato que esta muestra es una extensión de las ideas ya planteadas en aquélla.
            Apoyamos esta exposición de Oscar Rodríguez como una muestra diferente de un arte contemporáneo dominicano que se ha encasillado pero que siempre, por sí mismo (como ocurre con el verdadero arte), encuentra su propio camino, como si hablásemos de la evolución de las especies, o de algo absoluto que no necesita de nada, ni siquiera del espectador, para ser Arte.


Máximo Vega.

 






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La Noche Boca Arriba-Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
 le llamaban la guerra florida.

     A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
     Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
     Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
     La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.



     Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
     Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
     Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
     -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
     Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
     Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
     Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
     Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
     -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
     Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
     Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
     Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
     Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

http://mediaisla.net/revista/2015/04/maximo-vega-por-lo-menos-me-gane-una-jirafa/


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