EL TALLER DE NARRADORES DE SANTIAGO

EL TALLER DE NARRADORES DE SANTIAGO:


Hace once años, mientras conversábamos acerca de algunos libros y algunos escritores que nos interesaban, a Ubaldo Rosario y a mí se nos ocurrió crear un grupo literario que se dedicara a lo que ha sido nuestra pasión y nuestra vocación exclusiva: la narrativa. Se nos ocurrió convocar a una serie de amigos escritores –entre ellos Puro Tejada y Andrés Acevedo, aunque son poetas, no narradores –para que nos acompañaran en la fundación de lo que luego sería llamado el Taller de Narradores de Santiago. Desde sus inicios, este grupo literario se ha reunido cada sábado en la Sala de Lectura de Casa de Arte, en donde realiza una tertulia a la que han llegado escritores muy reconocidos, desde don Virgilio Díaz Grullón hasta José Acosta. En el mes de septiembre del 1996 fue abierto oficialmente este Taller, coordinado por mí, y aún se mantiene con bastante fuerza hasta el día de hoy, cuando mi coordinación es prácticamente honorífica, conformado por miembros en su mayoría muy jóvenes que encuentran en esta congregación sabatina una motivación importantísima para continuar con su vocación escritural, en esta sociedad que se vuelve cada vez más triste y más económica, material. Aunque, por supuesto, todavía permanecen en el Taller veteranos de los primeros y solitarios días, como Ubaldo Rosario y Andrés Acevedo.
La breve sinopsis del Taller de Narradores de Santiago viene a cuento debido a que, en este mes de noviembre, dos miembros del Taller han sido premiados en importantes concursos literarios nacionales: Johanna Díaz López obtuvo el primer lugar en la categoría de cuento de la Fundación Global y Desarrollo (FUNGLODE), y Ramón Gil una mención en ese mismo concurso. Pero un poco antes de ese acontecimiento, quizás un mes antes, Altagracia Pérez fue galardonada con el Premio Único de Cuento de la Sociedad Cultural Alianza Cibaeña, y unos años antes Luis Córdova recibía el Primer Premio del Concurso de Cuentos de Radio Santa María, y el Premio Nacional de Cuentos de la Sociedad Cultural Renovación, así como Ubaldo Rosario fue reconocido con una mención de honor en el Concurso de Radio Santa María: todos son miembros del Taller. Hace unas semanas apenas, la Dirección Provincial de Cultura de Santiago reconoció a una serie de valores literarios de nuestra ciudad, casi todos ellos jóvenes, porque sucede que la mayoría de los concursos literarios nacionales han sido ganados por santiagueros. Aunque una buena parte de nuestra ciudad se encuentre alejada de estos reconocimientos, de esta realidad, queremos convencernos, en nuestro submundo literario que le interesa a unas cuantas personas, de que el pequeño aporte que empezó hace once años con una conversación azarosa entre Ubaldo Rosario y yo, ha germinado, ha crecido hasta convertirse en lo que hoy ya es: una cantera en la que se ha descubierto toda una nueva generación de narradores que enriquecerá la vida cotidiana –no sólo la vida cultural, sino la vida en general, puesto que nuestro anhelo es que el arte forme parte de la vida, como comer, dormir o ver televisión –de nuestra ciudad y de todo el país.


Máximo Vega.

El Violín de la Adúltera.

Palabras leídas en la puesta en circulación en Santiago del libro "El Violín de la Adúltera", de Andrés L. Mateo.



El Violín de la Adúltera, llamada alguna vez, según escuchamos en algún momento, El Violín de la Infiel, es la novela de un autor de pocos libros de ficción. A pesar de que la trayectoria de Andrés L. Mateo como ensayista e investigador es muy amplia –incluso los pocos datos biográficos que acompañan este volumen publicado por el Grupo Editorial Norma lo definen como un autor de numerosos libros sobre literatura dominicana -, como escritor de ficción, específicamente como novelista, es un autor de una obra escasa. Desde su primera novela, Pisar los Dedos de Dios, publicada en 1979, hasta El Violín de la Adúltera, han transcurrido 28 años, y en todos esos años hemos leído apenas las novelas La Otra Penélope y La Balada de Alfonsina Bairán. Haciendo un pequeño ejercicio mental, quizás inútil, si recordamos el primer momento en que escuchamos al señor Mateo referirse a esta novela, es decir, un poco después de la puesta en circulación de La Balada de Alfonsina Bairán, entonces debemos convenir en que, acaso, esa escasez novelística se deba a que el autor tarda varios años en reescribir y revisar concienzudamente sus novelas, de una forma desmedida e inusual, puesto que la edición de La Balada de Alfonsina Bairán realizada por Alianza Editorial data del año 1999.
El Violín de la Adúltera es el diario de Néstor Luciano Morera, quien transcribe, con un lenguaje impecable, dicho sea de paso, la vida que le ha tocado padecer durante la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo. Es, al mismo tiempo, la historia azarosa de un amor idealizado, el de Néstor Luciano por su esposa, Maribel Cicilio. Maribel es la famosa adúltera que da título al libro. Simultáneamente, es la novela de la memoria de una época, de la evocación de un espacio, que es la ciudad de Santo Domingo, que en la era narrada fue rebautizada como Ciudad Trujillo, y del tiempo que correspondió a la terrible dictadura trujillista. Los amantes se conocen en su adolescencia, ya instalada la dictadura; Néstor Luciano es ya un profesional casado con Maribel, y aún soporta el oprobio del régimen. El autor del diario trabaja en La Voz Dominicana, en los afanes de la celebración de la llamada Semana Aniversario, el gran espectáculo artístico anual que continuaba sus preparativos por todo el resto del año. Quizás esta idealización un tanto ingenua de este amor que se va corrompiendo a medida que transcurre la convivencia matrimonial, del encuentro con la mujer amada y su reconocimiento como tal por parte de Néstor Luciano, quien nos confiesa en algún momento del libro, refiriéndose al momento en que vio por primera vez a Maribel: “La inmovilidad indiferente de su quietud, desde la que me miraba, me hizo levantar del pupitre como impulsado por un resorte”, y dos páginas más adelante: “Ahora no puedo rehilar la certeza de lo que estaba ocurriendo en mis sentimientos, pero creo que desde ese día la amé”, quizás esta idealización, repito, nos oculte el verdadero tema de la novela, que consiste en la recreación de una época de ignominia y oscuridad, pero no en sus detalles más crueles, más atroces, sino en los más cotidianos, aunque igual de infames. Néstor Luciano, aspirante a escritor, un hombre tranquilo, sereno, serio y tolerante en demasía, aunque no sabemos exactamente si tolerante por convicción o pusilanimidad, eso lo decidirá cada lector, describe su vida doméstica y laboral, su trabajo en La Voz Dominicana, gobernada férreamente por el general José Arismendy, el infame Petán, representación atomizada de la propia nación oprimida. Con su gran capacidad de observación nos traza los personajes que aparecen en las oficinas donde se organiza la Semana Aniversario, Elso el homosexual, la exuberante Ligia Monsanto, el ejecutivo Perícles Santamaría, aún los artistas participantes de aquel circo anual, como payasos desdibujados y lejanos, que nunca son realmente como se los imaginan sus admiradores, que idealizan a sus ídolos, incluido el propio Néstor Luciano. En ese mundo de celajes y máscaras, en el que una entrañable amiga universitaria debe esconderse con su familia, y desaparecer para siempre, en ese espacio cerrado, isla al mismo tiempo de la que no se puede escapar, cuyo muro es siempre el mar, como nos recuerda el cantautor cubano Carlos Varela refiriéndose a su propia isla cerrada al mundo, en el que mil ojos desconocidos te observan y te espían y te envían anónimos sobre el comportamiento de tu esposa, un mundo opresivo, burocrático, claustrofóbico, en el cual la dictadura concentra sobre sí misma toda la imaginación y la fantasía, no existe nada más allá que su propia realidad degradada. La novela recurre a la memoria de un tiempo perdido e idealizado, inolvidable, aunque en este caso se utilice esta palabra para lo terrible, no para lo feliz. En alguna página nos dice Néstor, que piensa que escribe para sí mismo, sin percatarse de que nosotros, vouyeristas, estamos leyendo un diario que él se ha propuesto destruir: “Uno mueve la boca y del fondo de la nada las cosas regresan”, escribe Néstor Luciano, aunque en este caso admitiríamos que lo escribe el propio autor a través de un alter ego, una alabanza al lenguaje, a la lengua, como creadora de la memoria y el pensamiento. Más adelante, una referencia a la Penélope de la Odisea, la eterna desesperada que espera a un marido que tarda en llegar, la figura homérica de Penélope que es reiterativa en la obra del autor: “El poncho aquel de la fatalidad de Penélope”, continúa escribiendo el alter ego del autor, “que se hacía y se deshacía todas las mañanas, ¿no era, en realidad, la misma historia que regresaba, avasallada por el sentido de la revelación?” Incluso el protagonista fue bautizado con un nombre homérico: Néstor, aquel rey de Pilos que participó en la guerra de Troya en su honorable vejez, prototipo de la mesura y de la prudencia.

Quizás la cita anterior nos lleve a pensar equivocadamente que la novela es un arduo ejercicio reflexivo, pero no es así. Las existencialidades propias de Pisar los Dedos de Dios y La Otra Penélope, aún las de la Balada de Alfonsina Bairán, que es ya menos reflexiva, no se encuentran en El Violín de la Adúltera, que ha ganado en fluidez y narratividad. La naturalidad con que se encuentra contada la historia, sin ripios ni paráfrasis ni añadidos innecesarios, y al mismo tiempo la claridad de una prosa más transparente, aunque sin abandonar un estilo característico, una prosa que se concentra en los hechos, en lo que sucede, convierte a esta novela en la más fluida de todas las del autor. No existen ya algunos juegos formales propios de una época experimental, como sucedía en Pisar los Dedos de Dios, que añadía el collage y los saltos temporales a la estructura de la novela. El Violín de la Adúltera nos narra una historia lineal que se concentra en lo que percibe o recuerda su personaje principal, como debe suceder, por supuesto, debido a que se trata de un diario, Néstor Luciano es un relator. Ahora bien, debo advertir que yo provengo de un presente desacralizado, que desdeña las mitificaciones y los idealismos. Yo no podría intentar una mitificación de la sexualidad, del placer orgásmico o de la persona amada percibida no como persona sino prácticamente como imagen. Es posible que mi vida sea más chata o que tenga una visión menos esperanzada y más realista del mundo, pero este es mi tiempo y mi visión de la realidad. Incluso el propio estilo que podríamos calificar de un tanto manierista del autor, solamente es posible tratando de describir una época y un espacio y unos personajes que son los que él describe en sus novelas; es decir, hablando en términos estrictamente literarios, su estilo tiene que ver con su propia percepción de la realidad. Y si continuamos por un momento hablando del estilo, El Violín de la Adúltera puede ser considerada como la más dominicana de las novelas del autor, puesto que su lenguaje nos refiere a una media isla tropical y caribeña que nosotros, también dominicanos, identificamos inmediatamente. Su lenguaje casi siempre indirecto y repleto de imágenes mantiene una continuidad estilística que empieza con su primera novela, Pisar los Dedos de Dios, pero que ha ganado en transparencia y narratividad en El Violín de la Adúltera.
En fin, que los amores y los misterios del prudente Néstor Luciano y la opaca Maribel Cicilio en medio de la dictadura trujillista permanecerán largo tiempo en nuestra memoria, negándose a abandonarnos, así como el oprobio casi surreal de una era que por suerte no nos tocó padecer, pero que el autor ha sabido reflejar en esta novela que el Grupo Editorial Norma ha tenido la oportunidad de publicar: El Violín de la Adúltera, de Andrés L. Mateo.

GANADORES TALLER DE NARRADORES DE SANTIAGO

El Taller de Narradores de Santiago, grupo literario que se reúne cada sábado a las seis de la tarde en los salones de Casa de Arte, desea felicitar a los ganadores de los más recientes concursos literarios nacionales, miembros destacados del Taller que ponen en alto a nuestra ciudad, y a la literatura nacional. Altagracia Pérez, miembra del Taller de Narradores, nativa de Santiago Rodríguez aunque prácticamente toda su vida ha transcurrido en Santiago, resultó ganadora del premio único de cuento del Concurso Literario de la Alianza Cibaeña. Johanna Díaz López, santiaguera, se alzó con el primer lugar del Concurso de Cuentos de la Fundación Global y Desarrollo (FUNGLODE), y Ramón Gil, puertoplateño con grandes vínculos con nuestra ciudad, y miembro también del Taller de Narradores, recibió una Mención de Honor en este mismo concurso nacional. Ellos se han unido al grupo de integrantes de nuestro Taller que han sido reconocidos anteriormente por su labor literaria. Hacemos de público conocimiento que el Taller de Narradores de Santiago, con once años funcionando ininterrumpidamente en la ciudad, se siente altamente orgulloso de que sus miembros reciban estos merecidos galardonas, que nos demuestran que nuestro empeño no ha sido en vano, y que demuestran además la fuerza de la región del Cibao, y más específicamente de la ciudad de Santiago, en la literatura dominicana.

El Taller de Narradores de Santiago es un grupo literario abierto a todo el público interesado, que se reúne cada sábado a las seis de la tarde en los salones de Casa de Arte. Se encuentra dirigido a la prosa y a la narrativa (cuento, ensayo, novela), y al arte en general. Su intención es desarrollar un ambiente tallerístico de discusión, lectura y escritura, en el cual sus miembros puedan fomentar sus inquietudes literarias, con personas que comparten sus mismos intereses, en una sociedad que tanto necesita del Arte y la Cultura.


Máximo Vega.
Coordinador.
Taller de Narradores de Santiago.

ENTREVISTA

ROSA SILVERIO PUBLICO ESTA ENTREVISTA EN SU BLOG. DESPUES DE UN TIEMPO, HE DECIDIDO PUBLICARLA TAMBIEN EN EL MIO. TAMBIEN PUEDEN ENCONTRARLA ALLA, EN www.rosasilverio.blogspot.com



Máximo Vega es uno de los autores más talentosos y dedicados de su generación. Un hombre sencillo, cercano y trabajador, que se ha esforzado por desarrollar una carrera literaria consistente, alejada de los ruidos y de todas esas luces que muchas veces ciegan a los artistas. Su obra, traducida a varios idiomas y bien ponderada por la crítica, es el reflejo de un escritor urbano que respeta y conoce muy bien su oficio.Máximo nació en Santiago de los Caballeros en 1966. Es narrador y ensayista. Fundador y coordinador del Taller de Narradores de Santiago. Ha publicado los libros: Juguete de Madera (novela corta), Ana y los Demás (novela), La Ciudad Perdida (cuentos) y Final del Sueño (cuentos).En el año 2003 ganó el concurso de ensayo con motivo del bicentenario del nacimiento de Víctor Hugo, con el trabajo “Víctor Hugo en la historia”, traducido al francés. En 2005 obtuvo el Premio Único de Cuento del concurso Nacional de Literatura de la Universidad del Este (UCE), con su libro “Final del Sueño”. En ese mismo año, su cuento “Hansel y Gretel” fue incluido en un libro de textos para estudiantes universitarios en México y Puerto Rico y Ediciones Ferilibro le publicó la antología “El Cuento contemporáneo en Santiago”, compilada por él.

ROSA SILVERIO: Sólo escribes narrativa y ensayo, ¿nunca te ha mordido el gusanillo de la poesía?

MÁXIMO VEGA: Realmente no. No soy poeta, soy narrador y ensayista. Lo mío es la prosa. Es una cuestión de intereses; a mí me interesa, como escritor, reflexionar sobre la realidad.

RS: Tu novela Juguete de Madera fue un verdadero éxito en Santiago, tanto que fue asignada a estudiantes universitarios y reeditada en varias ocasiones, ¿a qué atribuyes que esta obra no haya recibido el mismo reconocimiento en Santo Domingo? ¿A la falta de promoción y distribución en la capital, o a la marginación capitalina?

MV: A la falta de promoción. Yo no edito mis obras, yo tengo dos editores santiagueros que las editan. Y ellos las promueven esencialmente en Santiago y en el Cibao. Entonces los libros no han tenido la misma difusión en Santo Domingo. Ahora bien, aquí en el Cibao han tenido un éxito extraordinario, ya Juguete de Madera lleva cinco ediciones, la cuarta, ya agotada, de tres mil ejemplares. Y no solamente Juguete de Madera, se va a promover ahora una reimpresión de un libro de cuentos mío, La Ciudad Perdida. He tenido mucha suerte en el ambiente editorial, hasta el punto de que ya no edito mis propios libros, como hace la mayoría de escritores dominicanos, sino que tengo dos editores que lo hacen. En cuanto a la marginación, no es propia solamente de la capital, en este país se da un extraño fenómeno competitivo que es malsano, corrosivo, entre los escritores. Una cosa lamentable y extrañísima, aunque uno conoce las razones sociológicas de por qué esto se da, pero no creo que éste sea el espacio para analizar eso.

RS: Perdóname que caiga en comparaciones que pueden ser ligeras e incómodas, pero yo leí Juguete de Madera, de tu autoría, y también La Estrategia de Chochueca de Rita Indiana, una escritora capitalina que ha tenido mucho éxito gracias a ese relato que ha sido considerado por muchos un gran descubrimiento. Sin embargo, para mi gusto, tu novela corta no sólo tiene más fuerza sino que sobrepasa a la otra en calidad y permanencia. Siendo honestos, ¿no crees que si tú fueras capitaleño y un escritor “cool”, tendrías igual o mayor éxito?

MV: Te agradezco que te haya gustado tanto Juguete de Madera, pero es que yo no busco ese éxito. Tal vez sí, tal vez si yo hiciera vida literaria en Santo Domingo fuera reconocido más rápidamente, pero a mí no me interesa ser reconocido rápidamente. A mí me interesa permanecer, y ni siquiera eso depende totalmente de uno. Quien tiene la última palabra es el lector. Pero yo no creo que sea solamente esto. Yo estoy consciente de que soy un escritor absolutamente descontextualizado de la forma en que se escribe actualmente en el país. Vamos a poner el ejemplo de Juguete de Madera, ya que la mencionaste. Esa novela corta transcurre en un paisaje imaginario absolutamente inventado, un paisaje imposible, aunque parezca real. Y eso se debe a que lo que a mí me interesa es expresarme, ser totalmente sincero, independientemente de que eso sea aceptado o no. Por suerte ha sido aceptado ampliamente por los lectores, que le han dado al libro (un librito, realmente, pequeñito) un éxito editorial tremendo. Ahora bien, uno no debe engañarse y debe reconocer que existe una marginación evidente con respecto a alguien que no vive en Santo Domingo, y ese no es solamente mi caso, sino el de cantidad de escritores que sufren este mismo problema desde las provincias.

RS: Has publicado varios libros y en todos se siente una onda urbana. ¿No te han inspirado los campitos de nuestro querido Santiago?

MV: Bueno, es que yo soy una persona eminentemente urbana. Santiago de los Caballeros es una ciudad pequeña que está creciendo tremendamente, pero que todavía quiere seguir teniendo esa mentalidad rural, bucólica, de hace veinte o treinta años, y a mí eso me atrae. Y, por supuesto, me atrae mucho la ciudad, la ciudad de Santiago quiero decir. Me parece que Santiago es una ciudad como La Habana o como París, o como Buenos Aires, una ciudad literaria, es decir, con un ambiente, con una atmósfera y con una geografía perfectas para que transcurran aquí historias literarias. Yo estoy enamorado de Santiago, como todos los santiagueros.

RS: En un ensayo sobre la literatura del Cibao, afirmas que ésta no es diferente a la que se escribe en Santo Domingo, ¿en qué te basas para hacer esa afirmación?

MV: En que el Cibao, como escribo en ese mismo ensayo, no es un país independiente, es una región de un país que se llama República Dominicana, un país muy pequeño del Caribe que es sólo una parte de una isla. Las diferencias literarias no pueden ser muy notables, porque las cosas que afectan a los habitantes de la capital, también afectan al resto de la república. Tenemos más o menos las mismas influencias literarias, el mismo idioma (quiero decir el mismo lenguaje: una lengua dominicana), somos lo mismo. Lo que puede cambiar un poco es la geografía, el paisaje, y el hecho de que hay una corriente en Santo Domingo sumamente influenciada por la literatura norteamericana, un tipo de literatura que se hacía en los Estados Unidos en los años setenta y ochenta, que se le llamó, un poco despectivamente, “literatura sucia”, bueno, y ese tipo de literatura está influenciando mucho a una serie de jóvenes de Santo Domingo. Lo cual está muy bien, siempre y cuando lo que ellos hagan sea buena literatura, pero la buena literatura no lo es porque sea urbana o rural, o porque transcurra en ciudades grandes o pequeñas, o porque tú pongas obscenidades o dominicanismos en ella, o no. Todo es literatura dominicana, sea de la región que sea.

RS: ¿Crees que un escritor de provincia tiene las mismas oportunidades que uno de la capital?

MV: No. Te voy a decir por qué, ya que insistes con el tema. Porque la literatura, en la República Dominicana, no tiene importancia social. Entonces el espacio para el reconocimiento literario es muy pequeño, es mínimo, y los escritores que ya tienen ese espacio no lo quieren ceder. Entonces un escritor joven, o un escritor de una provincia, por ejemplo, que quiera su propio espacio para el reconocimiento público, tiene prácticamente que destruir al que ya tiene el espacio tomado. Tiene que destrozarlo. Entonces los concursos literarios se corrompen, escritores malísimos obtienen un reconocimiento que no merecen, porque no se consiguen las cosas con la calidad, a través de la calidad literaria, o con la crítica, porque aquí no existe la crítica literaria, sino a través de la competencia, una competencia desleal que no debería darse de esa manera en la literatura. Hay que ponerle zancadillas al que viene subiendo a tu lado, para que no llegue al lugar que crees destinado para ti. Te voy a poner un ejemplo, ya que reiteras la pregunta: mis obras aparecen en más antologías internacionales que nacionales. Es increíble. Recientemente colocaron un cuento mío en una antología para estudiantes universitarios de México y Puerto Rico, al lado de grandes escritores latinoamericanos, vivos y muertos. Solamente hay tres dominicanos en esa antología, y yo soy uno de ellos; estoy al lado de Juan Bosch, de García Márquez, de José Martí, de Monterroso, de un trozo del Popol Vuh..., ¿quién me iba a decir a mí, que leía esa antología en mi adolescencia, que algún día yo iba a estar en ella, al lado de toda esa gente? Por supuesto, yo no me merezco eso, me ayudó el azar, pero es para que veas el problema que existe en este país. Ahora bien, ese es un terreno extraliterario, eso no tiene que ver con la literatura, sino con la forma en que está concebida la sociedad en la que vivimos. Entonces, cuando hay gente que no está dispuesta a luchar de esa manera por el reconocimiento, ganar el espacio se le hace más difícil, pero eso no quiere decir que al final no lo consiga. Sólo le resultará más difícil.

RS: Has ganado varios premios importantes, ¿qué significan esos reconocimientos para ti?

MV: Uno envía a los concursos, a veces, para publicar el libro, o por el dinero, o por el prestigio, es decir, para demostrar algo. Yo soy enemigo de los concursos. No creo que sirvan para nada. Una de las causas que ha estancado la literatura francesa, por ejemplo, una literatura tan querida por mí, es la competencia para ganar concursos. Eso está sucediendo también en nuestro idioma: si un escritor latinoamericano no gana un concurso, no es conocido internacionalmente. Ese es un claro ejemplo de cómo el capitalismo ha tratado de corromper el arte y la literatura.

RS: ¿Cómo ha sido tu experiencia como coordinador de un taller literario? ¿Se aprende literatura en un taller?

MV: Como sucede con la religión y las ideologías, en literatura siempre es bueno congregarse, es decir, buscar gente que tenga tus mismos intereses para que te acompañe. En el caso del Taller de Narradores de Santiago, que es el grupo que coordino, ya prácticamente de manera honorífica, a pesar de su nombre es realmente una tertulia semanal en la que conversamos sobre literatura, sobre arte, en la que leemos lo que escribimos y nos apoyamos mutuamente. Yo no creo que nadie enseñe a escribir; tú puedes aprender a redactar, a redactar correctamente, pero no a ser escritor. A escribir se aprende leyendo, leyendo mucho, mientras más desorganizadamente mejor, queriendo mucho la literatura, y escribiendo. El tiempo y los lectores decidirán si lo que uno escribe merece permanecer, o no.

RS: ¿Cuáles autores y corrientes estéticas han influido en tu formación literaria?

MV: Yo soy un lector voraz, pero muy desorganizado. Yo quiero a mucha gente, tal vez a demasiada. A Cortázar, por ejemplo, a Borges, a Bioy Casares. A Juan Carlos Onetti. A los rusos: Tolstoi, Dostoyevski, Chejov. A Kafka, a García Márquez, a Juan Bosch. A Coetzee, a Camus, a Homero, a César Vallejo, a Rulfo, a Carpentier. A Pedro Mir, a Faulkner (cómo olvidar a Faulkner), a Carson MacCullers, a Giannina Braschi, a Ramón Peralta, a José Acosta, a Manuel Llibre, a Virginia Woolf y a Clarice Lispector. A Octavio Paz, Saramago, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes..., ¿para qué seguir?, son muchos más. Como verás, la mayoría son latinoamericanos. Más que corrientes, a mí me han influenciado obras y escritores. Tengo cierta afinidad con el surrealismo, más que en mi obra (aunque un poco en mi obra), en mi vida personal.

RS: ¿Qué piensas de los escritores de tu generación? ¿Crees que realmente están haciendo algún aporte a la literatura dominicana?

MV: Claro que sí. Esta va a ser una de las generaciones literarias más importantes de toda la historia nacional, no por lo cantidad de nombres, porque ninguna generación literaria dominicana ha dado una cantidad muy grande de nombres, sino por la calidad, y en segundo lugar por la proyección. Esta va a ser una generación internacional, pero, por supuesto, eso no tiene que ver con la literatura en sí misma. Lo interesante de mi generación, lo que realmente me parece curioso, es que somos una generación cronológica, pero no estilística, y eso es importante puesto que cada quien está buscando su propio modo de expresión, su propio camino, lo que significa que hemos traspasado en nuestro país una etapa de eterna transición, y hemos llegado a lo que debería pretenderse en literatura, en el arte en general: a una etapa de individualidades.

RS: ¿En cuáles proyectos literarios estás trabajando actualmente?

MV: Voy a publicar un libro de cuentos próximamente, en octubre de este año, y estoy escribiendo una novela larga un poco más ambiciosa que mis anteriores trabajos.

RS: ¿Qué le hace falta a las letras dominicanas para posicionarse en el mercado internacional?

MV: Ese problema no es de los escritores, sino de los editores. La República Dominicana es un país muy pequeño, en el cual la gente lee muy poco, y lo que se debe hacer es impulsar la educación, una reforma educativa integral, y una industria editorial nacional. Los editores promocionarán a los escritores fuera del país. Mientras eso no suceda, veremos que quizás un escritor pueda publicar un libro en el exterior, o estar en alguna antología internacional, pero como grupo los dominicanos no saldrán mientras no exista una fuerte industria editorial nacional. Pero ese es un problema que se da en toda Latinoamérica: los escritores no son conocidos de un país a otro, eso solamente sucede con los españoles, por la misma razón: ellos tienen la cuarta industria editorial de todo el mundo, precisamente debido al mercado latinoamericano. Es como si Latinoamérica no aprendiera nunca.

Pero, claro está, también el escritor dominicano tiene que aprender a ser más escritor y menos malabarista, menos truchimán y serrucha palos, y tener una visión más ecuménica de la literatura, concentrarse más en el viaje y no en el final del camino.

LAS TRIBUS: HEAVENS GATE

LOS HEAVENS GATE:


Padre y Madre se dedicaban a buscar discípulos en las calles adornadas por largas palmeras y coloridos botes de basura de Beverly Hills, a través de un programa radial con poco rating que mantenían con sus fortunas cada vez más exiguas, a través de afiches apocalípticos que les dejaban colocar en sus vitrinas los dueños de las joyerías y de las boutiques, porque estos avisos extravagantes atraen misteriosamente a la gente chic. Padre y Madre no estaban casados, a pesar de lo que advertían sus sobrenombres, los unía exclusivamente su creencia. Al principio, se pensó que eran solamente una pareja de concubinos que fundaba una secta religiosa más para ganar dinero y atraer vacías estrellas de Hollywood o millonarios confundidos acerca del más allá, como cientos de sacerdotes, rabinos, imanes, swamis y pastores que vegetan o pululan en las avenidas de Los Ángeles, buscando algún incauto que crea sólo un poco en sus auspicios o sus augurios. A pesar de su estrambótico nombre de película fracasada (aunque, al principio, se hacían llamar Los Testigos del Apocalipsis), Estados Unidos se percató de que el contenido de su mensaje era mucho más terrible, mucho más profundo.
El 27 de marzo del 1997, a las 12:01 de la noche, una nave espacial bajaría hasta la mansión de la pareja, y se llevaría en su seno las esencias de todos los integrantes de la secta dispuestos a aceptar La Palabra. Sólo las “esencias”, puesto que los extraterrestres, los dioses, los arcángeles, o lo que fuera que saliese por la puerta de la nave rescatadora, se llevarían las almas, y los cuerpos, inútiles, nuestras cárceles materiales y terrestres, serían abandonados en las habitaciones, y serían encontrados luego por las autoridades, que por supuesto nunca entenderían. La felicidad eterna empezaría a partir de esta abducción.
Como los Cátaros, eran dualistas, renegaron de la natalidad y de la materia. Comían poco y se negaban a tener relaciones sexuales; Padre insistió en recomendar que los hombres se castraran, para evitar los contactos hetero u homosexuales, aunque deseaba que accedieran a ello voluntariamente. Él mismo dio el ejemplo, si bien no fue seguido por todos los varones, que le temían al dolor, a los efectos secundarios. No renegaban del placer, sino de la materialidad del cuerpo humano. Según ellos, la llegada del nuevo milenio no significaba un fin, sino el principio de una vida en otra parte; es decir, la vida que todos anhelamos en otro lugar, un empezar nuevamente, un renacer alejado de las miasmas de esta existencia terrenal, un paraíso. Buscaban lo que Moisés, lo que Colón, lo que buscan los suicidas terroristas musulmanes. Intentaron ser magnánimos: a medida que se acercaba el 2000, en entrevistas televisivas, en programas radiales y en su página de internet, trataron de convencer a la gente de que los acompañara en su viaje espacial, o dimensional, pero fueron escasamente escuchados. Los incultos locutores se burlaban de ellos, la secta apenas creció, a pesar de la enorme publicidad, casi siempre amarillista y negativa. Al final, exhaustos, pensaron entonces que, como todo tiene un sentido en el universo, como todo está dispuesto, quien no escuchó el mensaje merecía quedarse en este infierno terrestre (en un sentido planetario, por supuesto).
Una semana antes de la partida, los que tenían familiares fuera del recinto sectario dejaron grabados mensajes en video para sus parientes o sus amistades. Esposas que se despedían de sus esposos y sus hijos, novios que abandonaban a sus novias y a sus amigos, hijas que les pedían a sus padres que las olvidaran por completo. Hablaban siempre de un “viaje”, pero nadie entendió de qué se trataba, obviaron lo evidente y, por supuesto, nadie trató de detenerlos. En los videos, aparecían muy delgados, vestían uniformemente, tenían grandes ojeras, pero parecían muy felices.
El 27 de marzo cenaron como todas las noches, aunque los asaltaba una impaciencia nerviosa que provocó que la cena se abreviara. Al final, sentados en los sofás de la sala de los cánticos, Padre pronunció algunas palabras, Madre les sonrió como sólo podría sonreírles una virgen, se pasaron de mano en mano un compuesto venenoso mezclado con vodka; todos, excepto uno, bebieron del mismo vaso. Se abrazaron, se besaron entre abundantes lágrimas, se acostaron en unas camas especialmente diseñadas para ese momento crucial. Usaban ropa deportiva, como si fuesen uniformes. Los castrados fueron acostados primero: se les permitió este privilegio debido a su anterior sacrificio. Un discípulo entrenado para este fin asistió a los que no morían con la paz necesaria, arropó los cuerpos con una sábana negra, salvo los pies que calzaban unos tenis del mismo color. Luego él tomó el compuesto, diluido en una mayor cantidad de alcohol para que tuviese el tiempo suficiente de arroparse a sí mismo, se acostó en la cama que le correspondía, fue el último en partir. Yacentes, confiados, esperaban ser rescatados de la muerte.
La policía descubrió 39 cadáveres al día siguiente. La servant girl los encontró cuando iba a limpiar los cuartos, como hacía rutinariamente dos veces al mes, y telefoneó horrorizada a las autoridades. El inspector encargado de la investigación declaró que la placidez de la escena contrastaba con su caótica irracionalidad. No durmió tranquilamente por todo un año.

Para leer más sobre Los Heavens Gate, adquiere este libro en amazon.com:


Tres soluciones pueden ser dadas para explicar este peculiar fenómeno finisecular, este desapego tan total de la vida. La primera, y estoy seguro de que también es lo primero que ha pasado por la mente del lector, es la locura. Padre estaba loco, y arrastró en su demencia a los demás miembros de su secta, que creyeron, sin oponer ninguna resistencia ideológica, lo que les decía su elegido. Padre, por supuesto, no proporcionó ninguna prueba, no les mostró naves esporádicas que surcaban el firmamento, fotos o videos de extraterrestres angelicales, trozos indescifrables de alguna maquinaria desconocida. Ellos creyeron, por fe, en La Palabra. No podemos descartar, entonces, que Buda o Jesús, Mahoma o Abraham, Mani o Zoroastro, padeciesen de un síndrome similar. Aunque esto, desde luego, es improbable.
La segunda es que Padre no estuviese loco, sino simplemente equivocado. Él pensaba que el mundo acabaría con el nuevo milenio, y que sus discípulos, al seguirlo, se salvarían del Apocalipsis. Arrastró a su secta a la muerte por un error, en los cálculos o en sus creencias, pero no se le puede acusar de monstruosidad puesto que sus seguidores murieron en la felicidad, por algo en lo que creían ciegamente. Los marxistas revolucionarios, los nacionalistas radicales, los cristianos de la primera centuria, los judíos polacos, los palestinos, los Cátaros y los Maniqueos, podrían entenderlos perfectamente. ¿Cuántos de nuestros muertos han tenido la oportunidad de hallar la felicidad a través de su propia muerte? Su acción, aunque equivocada, se encuentra justificada por la dicha, la ceguera y la convicción con que fue concebida y ejecutada.
La tercera explicación, con la cual me siento más atraído, supondría que ellos estaban en lo cierto, que tuvieron razón. Que los extraterrestres, visibles o invisibles, más probablemente etéreos, imperceptibles por el ojo y los aparatos humanos, se llevaron sus almas a algún planeta repleto de otras almas de otros mundos, para salvarlos de la destrucción de La Tierra. Que Padre era realmente un mesías. Que el planeta, agotado, o quizás el sistema solar, ha sido destruido por fuerzas metafísicas e inexplicables, y que no vivimos ya en la realidad, sino en una ilusión, dentro de nuestros cuerpos vacíos, cáscaras de lo que una vez fuimos o pudimos ser si hubiésemos escuchado el mensaje radial o virtual de Padre. Ya es demasiado tarde. El curso de la historia y del capitalismo sugiere la posibilidad de que estemos muertos, de que el mundo haya desaparecido y lo que percibimos sea sólo un reflejo, la cola del cometa, los remanentes que deja la supernova. Sólo ellos, los milenaristas que partieron, otros más que también lo hicieron aprovechando el signo inequívoco del cambio de milenio, se encuentran vivos, son, sienten lástima por nosotros y ésa es su única incomodidad en medio de su felicidad infinita. Re-nacieron.
Un hecho posterior a la partida confirma esta especulación. A uno de los integrantes de la secta, el más cercano a Padre, se le encomendó una función muy peculiar: se le retiró de la mansión y se le ordenó que, cuando ellos murieran y sus cuerpos vacíos fuesen trasladados a los crematorios o a los cementerios, luego de salir en las noticias un poco antes de la destrucción del mundo, intentara explicar lo que había sucedido. Estaban conscientes de que los demás no entenderían, percibirían este acto como bochornoso, demencial, desmedido, y ellos, magnánimos de nuevo, debían explicar para que la humanidad, inmersa en sus brumas religiosas, entendiera. El escogido se negó rotundamente, no podía comprender por qué se le impedía marcharse con ellos, precisamente a él, que se había castrado junto a Padre y estaba seguro de lo imprescindible de la muerte colectiva, pero al final accedió porque se dio cuenta de lo importante que debía ser su persona para que se le encomendara esta misión tan tremenda. Un año después de las muertes, luego de visitar los canales de televisión y las emisoras de radio, de dejarse fotografiar para los periódicos y soportar las burlas de los sordos y los ciegos, el cuerpo de este hombre fue encontrado en la habitación #33 del Motel New Heaven, en Iowa, vestido con sus ropas rituales y con una carta en la que confesaba que Padre se le había aparecido en su nueva forma espiritual y lo había llamado para que ocupara su lugar junto a los demás. Le recordó cierta relación numerológica con su cuerpo faltante, le ordenó que partiera para cumplir con alguna cábala, para completar una cifra que debía desencadenar el Apocalipsis. Su cuerpo debía morir para que se llegara al ansiado final del mundo, a la tan anhelada destrucción del planeta.



Si quieres ver videos sobre arte y literatura, click a este enlace:

http://goo.gl/grPuON

FRANKLIN MIESES BURGOS

LA ANTOLOGÍA DE FRANKLIN MIESES BURGOS:


Franklin Mieses Burgos tenía un espíritu renacentista. Escribía desde una profunda religiosidad, unida a una sensibilidad afín a las formas y los mitos griegos y latinos; no era, pues, “renacentista” en el sentido de que estaba dedicado a múltiples ocupaciones y variados intereses artísticos. Recientemente, en la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, se publicó una antología de poemas de Mieses Burgos, realizada y prologada por Federico Henríquez Gratereaux. Extrañamos en esa antología la presencia de Trópico Íntimo, ausencia advertida por el propio antólogo. Me parece, además, que debieron ahorrarse un poco los desperdicios de espacio en la diagramación, debidos al lujo del libro, para colocar en este estupendo volumen algunos de los poemas extensos que faltaron.

Mieses Burgos es un poeta prácticamente desconocido, que comparte con Kavafis, con Jorge Luis Borges, con uno de los heterónimos de Pessoa, una sensibilidad cercana a la clasicidad griega y latina. Otro escritor dominicano, el trágicamente fallecido Nelson Julio Minaya, precisamente, redactó un ensayo en el que intenta demostrar que la obra de Burgos influenció a la de Borges, puesto que la obra del poeta dominicano es anterior a los poemas más lúcidos del argentino. Uno de los mayores aciertos de ese libro extraño que intenta convencernos de algo absolutamente improbable, es una pequeña antología de Mieses Burgos, que obvia sus poemas largos y su “teatro estático”, debido a las limitaciones de espacio.

Me parece que se exagera cuando se intenta asumir a Franklin Mieses Burgos como el mejor poeta dominicano del siglo XX. La crítica dominicana se enfrenta a una imposibilidad, a una guerra perdida de antemano, como todas sus guerras. Yo, personalmente, desprecio los cánones y los hits parades, y tratar de convencernos de que Mieses Burgos es mejor poeta que Manuel del Cabral, que Pedro Mir, Manuel Rueda o Domingo Moreno Jimenes, me parece una banalidad. Intentar menospreciar a Pedro Mir (ciertamente, un poeta de un solo poema), disminuyéndolo al nivel de “poeta menor”, solamente para ensalzar a Mieses Burgos, es del todo injusto e inútil. La perseverancia de la crítica en esta empresa solamente indica cómo se obvia, en nuestros círculos literarios, a quien debería tener la última palabra: el lector. Esta tozudez es un invento, por supuesto, de críticos e intelectuales; ningún creador, ningún lector puro se prestaría para pactar esta lucha creativa entre varios de nuestros más grandes poetas. Pero esta lucha es inútil porque, como siempre, a los críticos nadie les hace caso.

Al mismo tiempo, la imposición arbitraria de este canon, por demás falso, solamente pone en evidencia la tendencia de los escritores dominicanos hacia cierto lirismo del cual no nos hemos podido desprender, por lo que se nos hace muy difícil aceptar aún obras de formal coloquialidad, cuando de esta manera se está escribiendo poesía en el resto de Latinoamérica. Un poeta como José Acosta, que vive fuera del país, ha podido abstraerse de este inconveniente; la aceptación desmedida de un poeta como José Mármol (un escritor que es, por supuesto, un poeta importante) demuestra esa predilección por esa clase de sensibilidad. Tampoco pretendo hacer lo que estoy criticando: al mencionar a Mármol y a Acosta, solamente pongo de manifiesto dos formas diferentes de poetizar.

Pero en fin, saludamos esta antología, necesaria para que apreciemos en su justa medida, con mucho más ahínco, la obra de uno de los más grandes poetas dominicanos.

Si quieres ver videos sobre arte y literatura, click a este enlace:


LAS TRIBUS: LOS BENJAMINITAS


LOS BENJAMINITAS:


Aquí se cuenta la historia de la guerra contra una de las tribus de Israel (ese pueblo viejo con una voluntad inexplicable de persistir), y de sus posteriores arrepentimientos y tribulaciones: doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que formaron las doce tribus del pueblo de Israel. De los doce hijos de Jacob, el más famoso fue José, el que descifró los sueños confusos del Faraón, el más pequeño fue Benjamín. De la tribu de Benjamín fue Saúl, primer rey de Israel, aunque luego, debido a que desobedeció el mandato de Yahvé  y no cumplió cabalmente con un anatema contra Amalec, tuvo que  cederle el poder a David, hijo de Isaí de Belén de Judá.
Pero antes de Saúl, aún antes de Samuel, el juez que ungió ambos reyes, equivocado con el primero, certero en demasía con el segundo, la tribu de Benjamín fue casi completamente diezmada, por una infracción tremenda que había cometido contra el pueblo de Israel, los pecados contra Israel son blasfemias también contra su Dios, intolerante y solitario. Puesto que aconteció que un levita pernoctó con su concubina y sus criados en Gabaa de Benjamín, y unos hombres perversos, según refiere la Biblia (antigua versión de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602), revisión de 1960) puesto que estas no son mis palabras, tampoco mi historia, trataron de abusar de él. El levita había partido con su concubina, que le había sido infiel y lo había repudiado, volviéndose a la casa de su padre, allá la fue a buscar su marido que la convenció, y regresaba con ella a su ciudad natal. Un hombre bueno, un anciano de Gabaa, había dado cobijo a los peregrinos en su hogar, y en la noche estos hombres malvados rodearon la casa y pidieron a su dueño que sacara al levita, según la Biblia, “para que lo conozcamos”.
El anciano les ofreció a su hija virgen, a su propia esposa para que las violaran, pero los hombres no le quisieron oír. Así que el levita, desesperado quizás, ansioso, sacó a su concubina a la calle para que abusaran de ella, de tal forma y tan brutalmente que a la mañana siguiente la mujer yacía muerta en el umbral, con las manos juntas pegadas a la puerta, como si pidiera perdón o piedad, aunque no sabemos si al anciano, a los violadores o a su propio marido, que intentó salvarse sacrificando a su mujer, ofrenda valiosa que nadie le había pedido pero que le salvó la vida; quizás la mujer reconoció por última vez antes de fallecer: Para qué le habré yo hecho caso a este hombre y volví con él, mira Señor lo que me ha hecho después de que me prometió tantas cosas.
Ahora bien: el levita no imploró públicamente al cielo en Gabaa, no lloró delante de los asesinos su pérdida excesiva, no tuvo consciencia inmediata de la maldad Benjaminita, ni de la suya propia. Pensaba que su mujer estaba viva, puesto que le ordenó: Levántate, y vámonos. Como su concubina no se levantó (porque estaba muerta, o por lo menos tan destrozada que el cuerpo no le respondía), la echó sobre su asno y se llegó a su lugar, en donde se dedicó a reflexionar sobre lo que le había acontecido.


Te puede interesar: NOVELA "CADA DEMONIO"



Dos manifestaciones culturales se propone poner al descubierto la Biblia con esta historia singular y, supuestamente, cierta: la corrupción homosexual (la sodomía, aunque aún no existiese esa palabra), y el hecho de que la mujer es propiedad del hombre, y él puede disponer de ella como mejor le parezca. Por cuanto el levita no salió a la calle no solamente porque le harían un gran daño, uno irreparable seguramente, sino porque lo que le iban a hacer era un gran pecado. Era preferible, pensó el anciano dueño de la casa, desvirginizar a una adolescente, abusar de una esposa anciana como su marido –es decir, es preferible el gran daño-, al gran pecado.
El levita se dedicó a reflexionar. La conclusión de su gran cavilación fue la siguiente: tomó un cuchillo, descuartizó el cuerpo de la mujer en doce pedazos (“la partió por sus huesos en doce partes”, se nos confirma en Jueces), y los envió por todo el territorio de Israel. Aunque su gesto fue simbólico, es preciso hacer notar que el acto presenta una pequeña imperfección, puesto que once tribus quedaban si apartamos la de Benjamín, culpable del oprobio. En fin, que en doce pedazos cortó el marido a su concubina, y envió el macabro contenido a las tribus de Israel (habría que preguntarse qué parte del cuerpo le correspondió a cada cual; a quién los brazos, a quién el tronco, las piernas, los senos; podríamos practicar un ejercicio matemático basado en la cantidad de partes en que puede ser dividido un cuerpo humano y especular: el brazo izquierdo uno, el derecho dos; la pierna izquierda tres, la derecha cuatro; el tronco cinco; el pie derecho seis, el izquierdo siete; la mano derecha ocho, la izquierda nueve; las orejas diez y once –o quizás los senos diez y once-; la cabeza doce, a la tribu que le llegó el cráneo pudo considerarlo como un privilegio; quizás, como advertimos anteriormente que quedaban once tribus, el levita se quedó con la cabeza, para enterrarla en uno de sus patios y no sentir remordimiento alguno, los hombres en general son así). El pueblo de Israel, alarmado, asqueado, confundido, deseoso de guerrear también contra la tribu más grande y poderosa, la de Benjamín, cuyo número sobrepasaba doblemente a la siguiente más numerosa, se unió todo para arrasar a los Benjaminitas, que resistieron por tres días en Gabaa, hasta que Yahvé el Magnánimo les ofreció al enemigo: 25 mil Benjaminitas murieron en un solo día, aunque los dos días anteriores cuarenta mil atacantes fueron derribados por tierra, así lo quiso el Señor. Luego el pueblo de Israel, siguiendo las órdenes de Yahvé su Dios, volvió sobre las demás ciudades Benjaminitas e hirió a espada a los hombres, a las mujeres, a las bestias y a todo lo vivo que fue hallado, y pusieron fuego a todas las ciudades, y a las aldeas y a los árboles y a los rebaños, porque las llamas son divinas y el fuego lo purifica todo: la infidelidad, el ateísmo, el islamismo, los cuerpos corruptos de los brujos quemados por la Santa Inquisición, con la putrefacción demoníaca dentro de cada cavidad física, visible o invisible.
Luego la tribu renació, los sobrevivientes del Anatema robaron mujeres para fornicar con ellas y procrear Benjaminitas... Pero la historia del levita y su concubina ha terminado varios párrafos atrás, estas apostillas inútiles no hacen más que perpetuar el absurdo: más de setenta mil israelitas murieron por el estupro y el homicidio de una sola persona. Se dirá: lo importante es el castigo contra la ignominia; estamos de acuerdo y nos regocijamos encima de los muertos. Una tribu fue arrasada casi por completo; el pueblo hebreo, rodeado de enemigos, había luchado internamente y se había debilitado. Pero los Benjaminitas fueron inteligentes y brutales: robaron vírgenes doncellas extranjeras, abusaron de ellas para que les diesen hijos pero esta vez no hubo guerra, las demás tribus entendieron; cuando los padres o los hermanos iban a demandárselas, les pedían que se las concedieran, porque eran hombres que ya no tenían mujeres en sus desmoronadas ciudades, no podían hallarlas entre sus ruinas, tal vez se arrastraba alguna sobreviviente con las cicatrices del fuego recorriendo su cuerpo, demasiado deforme y asquerosa para la sexualidad, en la guerra los vencedores no se apropiaron de mujeres para todos. Entre la cal y el barro amontonado imaginamos también los cuerpos de los niños, muertos, o vivos aún aunque desahuciados por las heridas infectadas y la posterior gangrena: gimen en los rincones, imploran nuestra ayuda, ignoran que nadie les dará socorro puesto que son niños malditos (nos regocijamos entonces encima de los cuerpos de los niños, Bendito sea el Señor), sus propios padres o hermanos se preocupan sólo de buscar mujeres entre las bailarinas vírgenes, así lo recomendaron los ancianos y los hombres sabios. Y los hijos de Benjamín lo hicieron así, y tomaron mujeres de entre las que danzaban, y se fueron, y reedificaron las ciudades, y habitaron en ellas.
Esto sucedió, según el Libro Sagrado, porque “en estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía”.

Para leer más sobre Los Benjaminitas, adquiere este libro en amazon.com:



https://mega.nz/business/aff=UTvsZmdIWI4

Si quieres ver videos sobre arte y literatura, click a este enlace:




LAS TRIBUS: LOS CARIBES

LOS CARIBES:
Los indios Caribes –aunque, por supuesto, ellos mismos no estaban conscientes de su condición de “indios” –habitaban las islas que hoy conocemos como las Antillas Menores. Su nombre infame bautizó el mar que los rodeaba, y la tibia región que navegaban y asolaban es sinónimo hoy día de voluptuosidad, sincretismo, subdesarrollo, mestizaje, y un poco de sexo fácil. Considerados por la historia como individuos feos y terribles, buenos marineros que sin embargo nunca llegaron más allá de las Grandes Antillas por temor a la tecnología militar de los Inkas y los Aztecas, de los tenochtlis y huamanes, fueron caníbales inconscientes que comían la carne de los pacíficos taínos, a quienes atacaban precisamente por pusilánimes y tranquilos, para robarles su belleza física y su sabiduría, que los convertía en seres apacibles y felices, cualidades que los Caribes deseaban, pero que no formaban partes naturales de sus personalidades complejas y violentas. Como los Inkas, a quienes consideraban sus Padres, ellos por lo tanto bastardos o hijos desdeñados por su fealdad, pensaban que la Tierra es un puma en el instante en que salta desde una sombra hasta una niebla, sólo que el puma era trastocado en su imaginería humilde por uno de aquellos perros de los enemigos taínos, desprovistos de pelo e incapaces de ladrar, aliados silenciosos de los propios Caribes puesto que no podían avisar a sus dueños de la cercanía de aquellos guerreros desdichados.
Eran belicosos y homicidas, incluso entre ellos mismos, entre los habitantes de una isla y otra. Tenían permitido comerse a los taínos, y quizás a los Aztecas, o en el futuro a los españoles que llegarían en sus gigantescas canoas a través del Gran Río que no es más que un mediocre mar cada vez más pequeño y más esférico, porque consideraban que ellos mismos no pertenecían a la raza humana, por lo que podían comerse a los hombres sin ser castigados por los dioses. Ellos eran más bien animales, iguanas o ratas enormes, a quienes se parecían por su color, por su olor, por sus facciones, porque tenían la costumbre ancestral de afilarse los dientes de la mudada en la infancia, de manera que tenían las bocas colmilludas como los caimanes de los lagos de Quisqueya. Les fascinaba la sangre, no podían responderse el porqué. Cuando desembarcaban en sus diminutos cayucos guerreros en tierras taínas, no les atraían los cuerpos fenomenales de las mujeres desnudas; no se detenían para copiar la arquitectura de los bohíos, extremadamente mejor construidos que los suyos, casuchas de yagua que a veces arrasaban los ciclones o cualquier lluvia fuerte; no pretendían tomar sus territorios, en islas más amplias, bellas y seguras que las suyas, con mejores tierras para la agricultura o para criar animales o para fundar comunidades más pobladas, no; toda su preocupación consistía en desplomar al enemigo para sacarle el corazón, sacárselo en vida porque mientras el perseguido brama de dolor toda su humanidad que mana por la sangre de las arterias destrozadas cubre al asesino que se acerca cada vez más a la forma humana; beber su sangre caliente y no coagulada ahuecando las enormes manos, demasiado grandes con relación al cuerpo pequeño y robusto; comer la carne cruda antes de ser corrompida por el viento o antes de que otro Caribe robe el cuerpo para adueñarse ilícitamente de la forma humana tan ávidamente buscada; desollar la cara para confeccionarse la máscara que confundirá al espejo en la laguna o el río que huye interminablemente, es decir a los mismos dioses reflectores de lo que Es, creyendo que el portador de la cara, cosida desde la coronilla hasta la nuca para que el ánima no pueda observar los hilos delatores, es un hombre como los taínos, no un animal salvaje y olvidado, un desdeñado y maldito como el Caribe.

Para leer más sobre Los Caribes, adquiere este libro en amazon.com:


Hubo una vez en la que el gran Huamán desembarcó en una isla Caribe con sus gigantescos guerreros que lo cuidaban y lo servían hasta el sacrificio de sus propias vidas. El Huamán silencioso iba viajando como un filósofo, conociendo territorios inexplorados por los aventureros y rozando otras culturas aún no diluidas por el tiempo que se agota, cuando encontró esa isla tan pequeña que podía abarcarse entera ahuecando la mano en la distancia. Fue recibido como un dios por los Caribes, que no podían creerse que uno de los Padres Bienamados se dignara a visitar a sus hijos malditos. Le ofrendaron costillares y cabezas destrozadas de taínos al gran Huamán, que sintió náuseas y sin embargo un creciente interés por lo que consideró una religión demasiado irracional, demasiado sangrienta, incluso más aún que la de los Aztecas, que realizaban grandes holocaustos humanos para que no se apagara el Sol, que insiste en marchitarse. No sabía que esas manifestaciones no correspondían a su filosofía, prácticamente inexistente, copiada en el terreno estrictamente divino de las creencias más débiles y antiguas de los propios Inkas, sino que contemplaba íntegramente su vida diaria, su cotidianidad. Observó, sentado en un trono amarillo construido con cráneos y fémures, sus ritos bestiales y su amor patológico por la sangre, en la imagen que nunca olvidaría de una taína que era desmembrada viva a la vista de toda la tribu, de los niños y los enfermos que pedían ser trasladados hasta el espectáculo cargados en sus hamacas. Las mujeres reían, las niñas pedían los órganos internos para restregárselos en sus sexos. El Huamán resolvió huir de la isla con sus guerreros bien armados, previendo que, cuando la provisión de cuerpos taínos terminara, decidieran rebelarse contra sus dioses, contra el dios hecho hombre que se había dignado bajar hasta ellos, es decir contra él mismo, o les pidiera que los liberara de cierta maldición inexplicable, que él no había podido entender claramente por algunas dificultades en la comprensión cabal del idioma, simple excusa para desmembrarlo junto a sus guerreros ante toda la tribu.
El Huamán partió esa misma noche, escapando sigilosamente hacia el Imperio. Nunca pretendió recomendar que se asolaran las islas para terminar con lo que consideraba un territorio de oprobio infernal: el Imperio estaba decidido a no perturbar las culturas de los territorios que consideraba suyos, aunque ni siquiera estuviesen ocupados, como las islitas habitadas por esa raza de seres decadentes e irracionales. El pragmático Huamán prefirió borrar las islas de los mapas y recomendar a los marineros, a través de fábulas terroríficas y monstruos marinos, tomar otras corrientes y otros vientos. Sin embargo, escribió en uno de sus quipus, a modo de conclusión ante un problema que consideraba terminado, que no podía comprender por qué aquellas mujeres tan bellas a los ojos de sus propios guerreros pretendían ocultarse detrás de aquellas máscaras grotescas con las facciones que delataban el dolor y el miedo ante la muerte de sus verdaderos propietarios. También dibujó, como una sentencia, una consideración de puro cientista social: “Son demasiado agresivos, demasiado violentos. Si no cambian, si no se pacifican, es seguro que no durarán”.


Si quieres ver videos sobre arte y literatura, click a este enlace:

OPINIÓN

JUAN PABLO DUARTE:

Juan Pablo Duarte nació el 26 de enero de 1813. Lo que significa que en la fecha de la independencia de la República Dominicana, el 27 de febrero de 1844, tenía sólo 31 años. Y que era más joven al fundar, en el 1838, la sociedad secreta La Trinitaria, y mucho más joven al planear la liberación de la patria. En las pinturas, en las litografías, en las reproducciones de su figura, vemos a un hombre maduro, casi anciano. Como debería ser un Padre, pero no se corresponde de ninguna manera con el joven enérgico que liberó nuestra nación.
Duarte era, en esencia, un santo, en el sentido cristiano de la palabra. Su figura idealista solamente puede ser comparada con la de José Martí. Pero Martí fue un gran escritor y amaba a toda la humanidad, mientras que Duarte fue un hombre de una sola idea, su pensamiento es monótono. Sólo le interesaba una cosa: la patria. Cuando manos oscuras se apoderaron de la independencia, y el patricio fue exiliado, empezó a morir lentamente. La muerte de Martí fue rápida e ilógica, heroica e inútil; como a Moisés, que es una figura histórica y un símbolo, no le fue dado el presenciar la tierra prometida. Desde Venezuela, nuestro arquitecto agonizaba al saber en lo que se convertía poco a poco su legado.
Duarte fue vencido por la guerra y los generales, por los pragmáticos y los traidores. Se apoderaron de inmediato de la República, ni siquiera intentaron construir un remedo del ideal del arquitecto. La abstracción duartiana de una patria libre, justa, protectora y ordenada es sólo un ideal, por supuesto, que se dice fácil, que se ha convertido incluso en un cliché político. Pero todo intento redentor, revolucionario o democrático, de alcanzar esa perfección, ha fracasado. La derrota de Luperón por Lilís, Bosch y el golpe de estado, Trujillo y sus 30 años de dictadura, la revolución del 65, la invasión norteamericana y el posterior ascenso al poder de Joaquín Balaguer, Salvador Jorge Blanco que nunca entendió que le correspondía realizar el tránsito definitivo del país al orden y la modernidad. La patria posible prefigurada por el patricio ha fracasado. Juan Pablo Duarte, discreto y humilde, alejado, debido a su personalidad, de los egos desmedidos del poder, no pudo convencer a su pueblo de que lo necesitaba a él. Pero es que el pueblo no quiere a alguien así. Bosch no convenció a nadie de su necesidad luego del golpe de estado, ni siquiera José Francisco Peña Gómez, quien no dejó un pensamiento, aunque sí, por lo menos, una vida decorosa y una praxis limpia. Vencieron los corruptos y los pragmáticos, los mesías y los tígueres, los vivos y los risueños millonarios. ¿Qué hubiese pasado si Bosch completa sus cuatro años, si no hubiese habido revolución del 65, 12 años de Joaquín Balaguer, gobiernos corruptos y presidentes suicidados? Para la historia, por supuesto, pensar de esa manera es un sacrilegio. Pero a mí qué me importa. El tollo que aún existe en la República Dominicana solamente significa que Duarte fracasó, en el sentido de que su ideal de orden y de humanismo (de armonía, de legalidad, de principios opuestos al caos, a la corrupción y al clientelismo) es, quizás, impracticable. No somos herederos de Duarte, ni de Bosch, ni siquiera de Peña Gómez. Somos herederos de la otra cara del poder, de Santana, de Báez y de Lilís. Todas nuestras autopistas, todos nuestros aeropuertos, todas nuestras calles y nuestras monedas tendrán un solo nombre: Joaquín Balaguer. Quizás algún día, por parecidos motivos políticos, algunas avenidas sean nombradas como Salvador Jorge Blanco o Hipólito Mejía. Parecen decirnos: ningún pensamiento que signifique guiar a la nación por un camino esperanzador es posible ya, porque ningún rumbo es posible ni practicable, salvo el económico. El país es una gran empresa, en la cual todas nuestras intenciones son económicas, o políticas, lo cual es más o menos lo mismo. No hay nada más triste que el no saber hacia dónde se va. Pero aún la esperanza es posible: cuando lo que quiere el pueblo se corresponda con lo que quieren los gobernantes, habremos alcanzado un proyecto de nación. ¿Qué hubiese pasado si Duarte hubiese sido presidente de la República? Tal vez hubiera hecho el peor gobierno de toda la historia del país, pero yo, un pobre escritor, un pobre dominicano (o un dominicano pobre), hubiese aceptado su presidencia con una gran alegría. La hubiese defendido con uñas y dientes, 163 años después. Pero claro, vivo siempre como en medio de un sueño. Soy un idealista, no un pragmático, y los ideales insensatos han muerto. Juan Pablo Duarte, la independencia nacional de 1844, no son más que la representación de aquello que pudimos ser, pero que jamás seremos.

OPINION:

FRANCISCO NOLASCO CORDERO:

Ha fallecido en Pimentel, República Dominicana, el escritor Francisco Nolasco Cordero. Ha muerto sin producir grandes titulares en los periódicos, sin largas filas en su casa rural; por suerte las autoridades de la Secretaría de Cultura, diligentemente, fueron a dar el último adiós a este poeta (a este escritor, narrador, artista; todos los artistas verdaderos son poetas).
No podemos decir, por supuesto, que a nadie le importa ese poeta, puesto que la sola existencia de estas líneas, escritas con prisa y descuido, me desmentiría. Como sucedió con Dionisio López Cabral, la muerte de este escritor ha pasado desapercibida, puesto que no puede haber grandes protocolos para aquellos a los que sólo les interesa el lenguaje –lo que nos separa, hasta ahora, de los robots y de los animales –, la belleza y el ser humano. Porque esos intereses son vanos, absurdos, inútiles. Aquellos que se quejan amargamente de nuestro país en los periódicos, en la televisión, en la radio llena de reguetones y mercancías, ni siquiera saben quién fue Nolasco Cordero. ¿Qué fue, un escritor, un pintor, un músico? ¿Fue un poeta, un novelista, un cuentista? Entonces, ¿para qué se quejan, de qué es que se quejan? ¿De no saber nada, de que sus vidas vacías de pequeños burgueses de supermercado se han visto contaminadas por la violencia, los negros, los haitianos, los homosexuales, los artistas; de que se ha afeado su prístino paisaje de arribistas? Está demás repetir cómo vamos perdiendo el sentido de la historia, de la identidad, de nuestra propia humanidad, debido al olvido o la indiferencia hacia aquellos encargados de preservar la memoria del lenguaje. No sabemos qué es ser dominicano, qué significa eso, para qué sirve. Por eso nos sentimos siempre desarraigados, ajenos a todo y a todos, desapegados de nuestra propia identidad cultural. Nómadas desperdigados por el mundo. No sabemos ni siquiera lo que somos. No existe por lo menos un rumbo educativo que avizore un cambio integral, una meta hacia la que deberíamos llegar, porque aquí no hay nada. Nuestras calles tienen nombres de políticos famosos, de empresarios de moda; pero en los Pepines vivió Domingo Moreno Jiménez, y hasta allí trasladó su célebre –antiguamente célebre, por supuesto –Colina Sacra; debajo de un árbol, en los terrenos donde hoy día se encuentra el hospital José María Cabral y Báez, escribió su Poema a la Hija Reintegrada, uno de los más bellos regalos a nuestra ciudad y a nuestro país, quizás a toda la humanidad. Pero, ¿a quién le importa eso? ¿El se ganó algún dinero con eso, se hizo rico con eso? Precisamente en los Pepines nació Manuel del Cabral, ¿cuántas calles de los Pepines se llaman Manuel del Cabral? Caminando por Lisboa encontramos estatuas de Camoens, de Eca de Queiroz, de Pessoa; muy pronto habrá otras de Saramago y de Lobo Antunes: se preserva el idioma portugués, una lengua que hablan pocos países; ellos custodian su propia identidad, su propia existencia cultural. En Roma, nos recibe una estatua de ese emperador magnífico que fue Marco Aurelio; el autor de las Meditaciones, sereno y enorme, nos da la bienvenida a su ciudad. En Santiago de Cuba podemos descansar bajo las sombras de José María Heredia y de José Martí, cuántos países pueden tener el privilegio de que un gran escritor sea, además, su apóstol. En Tamboril nació Tomás Hernández Franco, el autor de ese homenaje al mestizaje, al Caribe y a lo que somos que es Yelidá, pero, ¿cuántos niños en las escuelas han leído y analizado Yelidá, para que sepan de dónde vienen? ¿Cuántos profesores –aún los de literatura –saben lo que es Yelidá?
Y esto es sumamente lamentable, puesto que, hasta hace apenas unos años, la poesía formaba parte de la imaginería popular, pertenecía a la gente que participaba de su felicidad (como, por ejemplo, algunos trozos de Hay un País en el Mundo, de Pedro Mir, que la gente común citaba y recitaba, sin saber el nombre del autor, ni siquiera el nombre del poema. O Ahora que Vuelvo, Ton, cuya historia se recordaba sin saber que pertenecía a René del Risco; o los cuentos de Bosch).
Ha muerto Francisco Nolasco Cordero. Era escritor, era novelista.

HANSEL Y GRETEL


Se despertaba diariamente a las seis en punto porque tenía que estar a las ocho en el trabajo, podía llegar tarde pero la jefa de la capital estaba muy autoritaria últimamente luego de que surgieran los rumores acerca de su destitución, así que no quería contrariarla ni darle ningún motivo. Se levantaba de la cama, corría a bañarse en la tina en la que se zambullía y bogaba en esas sales que prometían la energía necesaria para soportar con valor otro día rutinario exactamente igual al anterior con los mismos problemas y las mismas firmas sin sentido. Al salir de la tina, frotarse el cuerpo con la toalla concienzudamente para quitarse de encima por completo las sales que si se dejan le pican sobre todo en las axilas y en las ingles, tomar la colgate y el cepillo –hay que cambiarlo, advirtió, las cerdas empiezan a doblarse- y cepillar fuertemente cada diente y cada muela en círculos, por detrás para combatir el sarro y porque, debido a un problema infantil de exceso de hierro, el calcio todavía se le seguía poniendo negro. Escogió en el armario el traje sastre gris, el verde no porque se lo puso ayer, el azul no porque se lo puso antier y al sentarse en el carro público un fierro suelto de la carcacha le hizo un huequito a la falda como de bala, tendría que mandarse hacer otra falda y son tan caras. La camisa amarilla de algodón con los cuadritos, parece de hombre pero proporciona cierta formalidad para el trabajo; las medias pantis blancas y los zapatos sin tacones; el carterón gris. Es mejor peinarse con una cola, esa apariencia sobria proporciona también cierta formalidad para el trabajo. Luego el café escuchando las noticias, radio popular con tanta gente quejándose de la electricidad y del agua y de los baches de la calle y de la basura en las aceras y de la delincuencia y de los dentistas (¿qué clase de demente llama a un programa de radio para quejarse de lo que se sufre en un dentista?), es mejor cambiar de emisora y avanzar hacia cosas definitivamente más agradables al empezar el día como la última canción de Luis Miguel que no escucha completa porque luego del yogurt y de las tostadas con mantequilla tiene que partir rauda a tomar el concho, eso de los carros públicos se acabará pronto porque está ahorrando para comprarse su propio auto, tiene un toyota visto que está chulísimo, hermoso con sus líneas redondeadas como de ejecutivo, lástima que esté un poco caro y quizás tenga que conformarse con el honda del 95.
En el carro le pidió por favor please al chofer que le bajara el volumen porque le dolía un poco la cabeza, recordó de repente que tenía que llamar a mamá para felicitarla por las cuatro quinielas que se sacó en la lotería, esos vicios de su pasado de sirvienta, fulminó con los ojos avellana al chofer a través del retrovisor cuando producto de un bache enorme casi se come el asiento de adelante. No ha pasado nada, mi amorsote, estos choferes tan propasados, tan simplones, seguía pensando en el quejoso de los dentistas cuando llegó a pasaportes y todo el mundo la saludó con mucho respeto, se instaló cómoda y salvada en su oficina con aire acondicionado y escritorio para ella sola. A través del cristal veía todo el local y todo el personal, por supuesto: esos perezosos y perdedores que no podía cancelar porque eran miembros del partido, la muchacha de los audífonos con el chicle en la boca, el viejo barrial que atendía los visitantes y que apenas sabía leer y escribir, el guardián propasado que la piropeaba cada vez que la veía entrar o salir, en un ataque tan frontal que por primera vez desde que era encargada de la oficina se le presentó la disyuntiva entre intentar cancelarlo o hacerse la fuerte, la jefa como un hombre, y pararlo en seco con un tenga cuidado que lo puedo mandar a vender periódicos en la esquina para mantener a los cuatro hijos, y una bofetada seca que le recordaría que era una mujer y por eso la piropeaba, pero que no siguiera haciéndose el fresco con quien le daba la comida y podía quitársela.Salvada ya, instalada por completo con las piernas medio abiertas protegidas por el escritorio cubierto por delante con el cartón piedra y la cortina corrediza que cerraba con un botón y que ocultaba todo el cristal, recordó de nuevo la canción del buenmozón de Luis Miguel y se precipitó, en el estricto sentido de la palabra, hasta el radio con la pirámide de cidís a su lado, en donde colocó 20 Años de aquel rubio bello en ese tiempo peludo y musculoso que le arrugaba sin querer todas las medias pantis. Encima del escritorio descansaba el trabajo del día: algunos papeles por firmar, memos que llegaban de la capital y que debía o cumplir ella o hacer cumplir al personal, su trabajo se basaba más bien en vigilar a los empleados, en controlar la corrupción y tratar de que no se marcharan más temprano y los pasaportes fluyeran con cierta adecuada rapidez, no demasiada desde luego, porque todo lo demás se hacía solo. Lo más difícil consistía en mantener el puesto, en soportar, en aras de continuar en esa oficina y metida en ese aire acondicionado y seguir ahorrando para tal vez el toyota, a la vieja fea esa, su jefa capitalina que se aparecía sin avisar y que todo lo encontraba mal hecho o mal colocado y siempre estaba hablando de lo amiga que era del presidente de la república. Lo malo era que había que soportarla, precisamente, que había que alabarle los colores escoceses que escogía para la ropa, el mal teñido de un dorado casi rojo, el excesivo maquillaje y el marido metiche y medio idiota que le servía de chofer, chiquito y fresco, que le hacía indecorosas proposiciones a espaldas de la vieja, prometiéndole que, si se lo daba, convencería a su señora esposa para que la nombrara asesora en la capital, con el doble del sueldo y la mitad del trabajo.Pero a ella no le gustaba la capital, demasiado ruido y calor. A las doce y media llegó su mejor amiga Rosita que la iba a buscar en su carro para salir a comer, no almorzaba en la cafetería del huacalito porque eso de que los jefes coman en las mismas oficinas gubernamentales al lado de los empleados como que no era para ella que ya había aprendido a no codearse con todo el mundo. En el mazda de Rosita su mejor amiga encendió el radio y le preguntó si no había escuchado por una feliz casualidad el último de Luis Miguel, se notaba de inmediato la telepatía, la conexión profunda y chulísima entre las dos amigas que ese día comieron arroz con habichuelas, yogurt y carne de pollo.
-¡Hacía tanto tiempo que no comía habichuelas! –exclamó Rosita, como nostálgica.
-A mí me gustan mucho –respondió ella –Alimentan mucho, tienen muchas vitaminas. Si uno quisiera no tendría que comerse el arroz, manita, con las habichuelas basta y sobra.
-¿Ya leíste Caldo de Pollo Para el Alma? –varió el tema la Rosita intelectual- Tremendo libro, manita. Si no lo has leído te lo voy a prestar.
-¿Caldo de Pollo para qué? Estábamos hablando de comida. Tal vez de ahí te acordaste del nombre –conexión profunda de nuevo.
-Bueno, a mí me gustó mucho la carne que hiciste el otro día en tu casa, tienes que invitarme otra vez, ¿eh? Nunca había comido una carne con ese sabor.
Envidiaba un poco a Rosita porque ya había llegado a esa etapa de su existencia en la que se le veía el bienestar, en que ya no tenía que estar sacando el celular o las tarjetas de crédito para aparentar, sino que desde que se le veía en el mazda o aun a pie las pocas veces que se bajaba del auto se notaba que estaba el día entero metida en el aire acondicionado -se veía más blanca, con la piel más tersa y alejada del sol, parecía hasta más rubia- y que no comía todos los días esas comidas pesadas y grasosas.
Al volver a la oficina recibió de nuevo los saludos de todos que ya le fastidiaban un poco, el guardián arriesgó el piropo e incluso hizo ademán de tocarle aunque fuera la tela de la falda, pero ella lo detuvo con una mirada que significaba que haría todos los esfuerzos del mundo para lograr que la semana siguiente estuviese cuidándole el perrito a la hija de algún funcionario de segunda. Reprendió a doña Lola, la pobre que llenaba los formularios en la remington de los 70, porque se durmió sin querer en la silla luego de almorzar, y así la encontró ella, despatarrada y boba detrás del vaso con el jugo de limón. Le molestaba un poco la oficina luego de la comida de lunes a viernes con Rosita, le fastidiaban la haraganería que le provocaba el estómago lleno, la somnolencia del aire acondicionado y la lentitud de la oficina hasta que no llegaban las dos y algo y la gente empezaba a acudir. Era extraña toda la fila que veía, después de las dos, a través de la cortina y el cristal: dominican yorks, gente que quería emigrar pero no sabía cómo y empezaba mientras tanto sacando el pasaporte, emigrantes a Europa que llegaban rarísimos vestidos con muchos colores, poca gente normal, en fin. Se sentía entonces muy feliz de estar metida en la oficina soportando algunas veces por teléfono y una vez al mes personalmente a su jefa la fea, o amonestando sobriamente a la empleomanía, y no estar allí afuera atendiendo a la gente que no sabía ni hacer bien la fila y a quienes el guardián tenía que formarlos con algunas palabras fuertes de vez en cuando. Para eso sí que era eficiente, aunque se le iba la mano a cada rato y maltrataba, la semana pasada tuvo que llamarle la atención porque esos son votantes y si resienten el mal trato quién sabe por quién echarán la boleta en las próximas elecciones.
Pintándose las uñas con un cutex rojo que llevaba siempre en la cartera, le dieron las tres treinta y ese día lo agradeció más que nunca, sobre todo porque la tarde avanzaba calurosa y lenta y parecía no acabarse jamás el horario de trabajo. Como siempre hacía para no darle motivos a los chivatos que aparecen en todas las oficinas públicas, se quedaba la última y cerraba acompañada del guardián, aunque esa tarde dejó que los demás se marcharan –se despidió, cosa rara, de la audífonos con chicle, que se iba corriendo para la universidad y le devolvió el saludo sin ocultar un infinito desprecio- y dejó que el guardián cerrara solo porque ese día quién sabe lo que había comido porque estaba como más propasado que nunca. Pensó esto hay que aguantarlo hasta la semana que viene, y el carro público la ocupó de nuevo en Luis Miguel, en el dedo gordo que se había dejado sin pintar, y en tener cuidado para que no se le fueran al carajo las medias que no podía estar comprando todos los días si quería conseguirse el mes que viene el toyota.
De nuevo su casa. Ah, su casa. El silencio de la urbanización, las calles asfaltadas y limpias, lástima que no haya energía eléctrica porque si no ya estuviese encendida la televisión gracias al control perdido encima del sillón con esa comedia nueva del cable antes de la telenovela de las cinco, en donde aparece una actriz que se viste más bien… como le gustaría vestirse algún día a ella misma, tal vez cuando logre obtener el puesto de la vieja esa. Porque ese era un día especial, aunque tampoco haya radio y ni siquiera agua fría: esa noche iría su novio a cenar, así que le prepararía uno de esos soberbios platos con carne que tanto le habían gustado a Rosita y a dos o tres amigos y amigas más. Era la primera vez que le cocinaba, lo había conocido hacía tres semanas en un restaurante para gente in al que fue con Rosita –inseparables, ¿no?- que se conocía todos esos sitios finos y sentado en la mesa de enfrente: “el diablo, qué hombre”, y no estaba viendo a Rosita como ella siempre pensaba que hacía el sexo masculino cuando salía con su mejor amiga, que siempre veía a la de al lado, sino que se fijaba en ella y sucedió que era norteamericano y que apenas sabía hablar español pero que le gustaban las jóvenes nacionales y serias y ejecutivas de lo que sea.
Corrió a la habitación para quitarse la ropa y el maquillaje y ponerse más cómoda, la camisa crujió cuando todo el niágara que la mantenía estirada sucumbió al sudor fuera del aire acondicionado que en la oficina estaba pero que en su casa no. “Le haré carne molida”, pensó ella, inspirada en el ingrediente del futuro plato, “pero de la especial. Ojalá que todavía quede algo…” Contrariada por la posibilidad un poco remota de que la carne se hubiese terminado, se colocó una bata de casa que parecía más bien un kimono que había conseguido en una barata de boutique, y lanzando los zapatos de tacos bajos al fondo del armario trotó casi hasta una habitación vacía de las tres de su apartamento, que no usaba porque, como toda mujer soltera y profesional que se respete, vivía sola. Sacó una llave del fondo de la palma de su mano, abrió la puerta cerrada extrañamente con esa llave, unas cajas vacías y otras repletas de papel periódico llenaban los rincones. Había un olor fétido allí, extraordinariamente repugnante, pero al parecer ella estaba acostumbrada puesto que continuó sin detenerse, sin notarlo incluso. Las ventanas se encontraban cerradas, se detuvo delante de dos objetos cuadrados, como cajas, encima de una mesa con forma de escritorio. La oscuridad era tan intensa por el hermetismo del cuarto, que se había detenido realmente para que sus pupilas se agrandaran y se fuesen acostumbrando a la oscuridad, para lograr ver mejor en lo que se iba volviendo penumbras. Bajó un poco la cabeza hacia los dos objetos (de los cuales salía el hedor casi insoportable) y se decepcionó: no, ya no quedaba nada, lamentablemente. Los huesos estaban limpios en las jaulas; tendría que sacar los cuerpecitos y, quizás mañana, si no tiene mucho trabajo y Rosita no la llama para salir, pueda conseguirse dos niños más.
(FOTOGRAFIA: MIGUEL CRUZ)

HISTORIA DE DIEGO Y CLÁSICA




Diego es un mecánico chapucero y haragán (siempre lo ha sido, no le molesta ni siquiera que sus clientes se quejen con su jefe en su presencia), fumador y admirador inconsciente de las presentadoras adorables de la televisión. Salen con poca ropa en la pantalla, a veces en bikini presentando algo superfluo en una playa o una piscina, Diego suspira, chupa inmisericordemente el cigarrillo apagado -lo tiene en la boca simplemente para calmar la tremenda intensidad del vicio-, a veces se masturba con ellas clavadas en una imaginación nada fértil, más bien árida, mediocre. Vive solo. Cada sábado, a las ocho en punto de la noche, se limpia la grasa de auto de la piel e intenta despejar un poco el olor a gasolina y querosén, y se dirige sin ningún apasionamiento, podríamos decir más bien que lentamente, como si no le importara aunque le importa, hasta la esquina izquierda del Cementerio Municipal, en donde, en el lugar en el que de día se venden geranios y gladiolos a punto de marchitarse destinados a los difuntos que visitan los deudos para cumplir con una formalidad pueril, recoge habitualmente a Clásica, que lo espera a una hora fija en la que trata de apartarse de los demás interesados, invariablemente como quien aguarda que todos los días caiga la noche, o que si se nubla demasiado es posible que esta tarde llueva.
Diego no es un hombre buenmozo, es más bien feo, pequeño y fornido. Usa unas camisetas muy ceñidas que le marcan exageradamente los bíceps. No es muy inteligente, en la escuela apenas llegó al segundo curso de primaria. A pesar de toda su labor de limpieza, siempre lo ronda un olor a gasoil o a líquido de frenos al que se ha acostumbrado. Diego dice que nació con ese olor, del cual está plenamente consciente, se lo dice a Clásica que se ríe con todos los gestos de la cara, aunque él sospecha que ni siquiera entiende bien lo que le está diciendo, las palabras que pronuncia, cuando esto sucede Diego piensa: Quién sabe qué clase de cosas raras estará entendiendo esta mujer.
Clásica es una prostituta de las más baratas. Usa desodorante de cajita y no es muy limpia, por lo que el olor grasoso del desodorante, mezclado con los hedores promiscuos de los clientes, parecen destinados precisamente a desaparecer bajo el otro olor del cuerpo de Diego. Es negra como el carbón, alta y esbelta, es haitiana. Podríamos decir: Es haitiana, como si dijésemos es colombiana o venezolana, pero todos conocemos la peculiaridad de este gentilicio, tal vez deberíamos colocarlo entre signos de admiración, o un solo signo al final, el signo único que utiliza el idioma inglés. Para no exagerar quiero decir, para no darle demasiada importancia al asunto. Con otras haitianas o con algunas dominicanas deshauciadas por la edad o la fealdad que no tienen a quién quejarse de la competencia extranjera, comparte la esquina del cementerio de muros blancos y fríos, asépticos, espera los clientes, no tarda mucho con ellos, excepto con Diego. Pero no creamos que lo hace por un afecto que no puede darse el lujo de sentir, que debe extirpar de sus emociones cotidianas, no: el tiempo que le dedica se debe a su antigüedad, a su obsesión semanal exactamente con ella. Esto le halaga. Hace dos años ya que el mecánico se le aparece todos los sábados, al principio tardó cinco minutos como los demás, ella le repitió las únicas cuatro palabras corridas que sabía decir perfectamente en español: "Rápido. Nada de romance". Lo hacían de pie, aprovechando la oscuridad del bombillo quebrado de un poste de luz que las mismas mujeres se habían encargado de romper a pedradas. Lo hacían pegados al muro, la mujer desnuda ya bajo la falda, cuyo bíes cubría el miembro de los ojos de los curiosos pasajeros. Diego era demasiado rápido, repentino, intempestivo, ella suponía entonces que no estaba casado, que no debía tener ni siquiera novia, que tenía relaciones sexuales muy fortuitas, lo cual, profesionalmente, le convenía. A veces, cuando caminaban hasta quedar debajo del bombillo roto, ella le acariciaba el pene a través del pantalón, para excitarlo de antemano, para que se viniera más rápidamente. Pero uno de esos sábados, a los tres meses de algo que se había convertido en rutinario, él se le paró delante y le pidió que se fueran a la habitación de un hotel: él lo pagaba. "¿Qué decil?", le preguntó ella, aunque había comprendido de inmediato, "¿Qué decil?". La situación era completamente nueva para la mujer (nunca nadie la había requerido más allá del poste de luz, más allá de ocho minutos, el que más tardaba), pero era demasiado despierta para dejar pasar la oportunidad de sacarle provecho. "Si ser así, yo cobrar más", le contestó después de hacerle creer que dudaba.
Qué le importaba a Diego que ella cobrara más o no. Estaba cansado de hacer el amor de pie, a la vista de algunos transeúntes, luego le dolían las rodillas, le daba vergüenza y, aunque en el instante de la eyaculación lo disfrutaba, él pretendía algo más, algún espasmo duradero, un embelesamiento, un éxtasis. Y creía que con esta mujer lo conseguiría, ya se conocían demasiado, no le era desagradable. Siempre le gustaron las haitianas, las negras, las excesivamente oscuras, aunque no se atrevería a pregonar esta atracción entre sus compañeros de trabajo, que quizás deseen lo mismo. A pesar de que él no es blanco, se considera más claro que un haitiano, nunca pensaría en sí mismo como un negro. Pero le atraen estas mujeres de cuerpos duros y suaves, de carnes ásperas y lisas. Le gustan los labios gruesos que se lo comen íntegramente a uno, el cabello ensortijado, peinado con clinejas complicadas. No le gusta que se maquillen ni que se coloquen ropas provocativas, porque esto no le agrada en ninguna mujer. Escogió precisamente a Clásica por este motivo primordial: porque la encontró tan recatada, tan despintada, con tanta ropa, parecía hasta tímida.
Ya en el hotel, ya en la habitación que olía a benjuí mezclado con jabón de cuaba, la primera noche Diego no consiguió la epifanía que buscaba. Algo se lo impedía: la cama que rechinaba, el olor de Clásica, los pantis sudados de la mujer, que esa noche seguramente había mantenido varias relaciones anteriores. Cuando hacían el amor de pie, recostados del muro y en la oscuridad, con los ojos cerrados para concentrarse y que todo acabara rápidamente, estos detalles no tenían importancia; pero allí dentro, en el hotel, todo el encuentro que antes era fugaz se alargaba, y entonces advertía cosas que antes no había notado. La esbeltez real del cuerpo desnudo de la mujer, por ejemplo, el color y el olor de su ropa interior, hasta algunas manchas y cicatrices -sobre todo una pequeñita en la rodilla, vestigios de varios puntos quirúrgicos encima de la rótula- que él sinceramente admiraba. Advirtió que le gustaba tremendamente el cuerpo de la mujer. Para acabar con estos problemas imprevistos, Diego obligaba a Clásica a bañarse antes de la relación, empezó a comprarle ropa interior que ella modelaba para él o que él le colocaba limpia y perfumada cada sábado, vistiéndola meticulosamente, él mismo intentó ser mucho más aseado, para que la mujer no se quejara de sus olores delante de sus compañeras, o para que si se desahogaba no lo hiciera de manera despectiva. Clásica se limitaba a pensar, mientras Diego le colocaba los brasieres impecables con orlas azules: Estos dominicanes tan delicados, hay que estar viva para ver cosas.
Una noche, cualquier noche, a Diego se le ocurrió que le pagaba muy poco dinero, que era demasiado barata para lo que ella le ofrecía, y decidió aumentarle la cuota unilateralmente. Sintió alguna leve felicidad que lo invadía, como un viento frío sobre la cara, cuando la mujer saltó delante de sí como una niña con el dinero en la mano, lo abrazó y le dio un beso sin que él se lo pidiera. Ella no sabía que para él esta generosidad no constituía un sacrificio: vivía solo en el patio trasero de la casa de su hermano mayor, en un anexo en el que no pagaba el alquiler ni el agua ni la luz, y no sabía en qué gastar su dinero, hasta el día en que se cansó de masturbarse y de enamorar a las mujeres del barrio o de barrios adyacentes que nunca le harían caso, y se decidió a pagar por las putas esporádicas y baratas que encontraba en los alrededores del Parque Valerio. La necesidad de variedad, la búsqueda de algo que no entendía claramente, lo llevó hasta la orilla del cementerio, donde encontró, la misma primera noche, a Clásica.
Pero entonces las cosas empezaron a cambiar, como sucede con todo en la vida. Agradecida por su desprendimiento, la mujer comenzó a contarle historias sobre su familia en Haití, sobre su madre y su padre y sus hermanitos que ayudaba enviándoles dinero. Ella tenía veinte años cumplidos, aunque parecía mucho mayor. En un español que empezaba a aprender mezclado con palabras ininteligibles, casi siempre obscenidades, en creole, empezó a contarle cosas que a él no le interesaban. No era que le molestaran, sino que le eran indiferentes. Que su padre era un monsieur muy alto que ahora estaba enfermo de cáncer, que su madre había sido también cuero como ella, pero allá, en un burdel de yaguas y tejamaníes. Diego se había acostumbrado a la presencia de la mujer, es obvio, pero se había acostumbrado a ella en un sentido, diríamos, exterior. A veces, en su anexo parte atrás, escuchando a su hermano discutir hasta los golpes con su cuñada, buscaba sin quererlo el olor de Clásica, extrañaba su cuerpo. Una vez hasta le habló a su ausencia, olvidando por un momento a una presentadora bellísima que se movía absurdamente en la pantalla; Diego se rio luego, cuando advirtió que estaba solo, del disparate romántico que había cometido.
Por supuesto, ella no se llamaba Clásica. Se lo contó también porque se volvía cada vez más habladora, cada vez le tomaba más confianza: cuando llegó al país necesitaba un nombre en español, y alguien había mencionado esta palabra en su presencia. Le gustó el sonido, sin conocer su verdadero significado, y lo tomó como su nombre. Se llamaba, realmente, Sophie. "Tú eres el primer dominicane que sabe cómo me llamo", le confesó, pero a él no le agradó esta revelación, esta exclusividad. Esa noche, le hizo el amor con una fruición molesta, aunque esta vez el embelesamiento llegó sin que lo buscara, sin que lo esperara.
A Clásica la habían asaltado cuando cruzó la frontera con siete mujeres más. Pasaron el río, ya lo habían hecho antes, casi siempre para practicar: lo cruzaban de un lado a otro, luego se devolvían sin caminar mucho más allá. Unos militares las detuvieron y les quitaron todo lo que llevaban, comida, dinero para desenvolverse en el país, excepto la ropa. No pretendían nada más, las dejaron continuar y les desearon suerte. Pero Clásica, que en ese tiempo era muy joven, tuvo miedo y sintió unas palpitaciones serias en el pecho, como si le comprimieran el corazón. No volvió a cruzar la frontera de ese modo nunca más. "¿Si una persona, un dominicane, o un guardie, me atracara, tú me defenderías?", le preguntó a Diego, que fumaba delante de la cama, observando ese cuerpo tan perfecto, tan negro y tan desnudo delante de sí, que él poseía cada sábado pero que no era suyo. “Si fuera blanca”, pensó sin querer, “sería mucho más cara”. Sudaba y respiraba con dificultad, brillando debajo de los insectos que se suicidaban chocando con el bombillo ardiendo del techo. "Sí, claro que sí", le contestó por fin, "yo te defendería de cualquiera", aunque no le agradó el cuento ni la pregunta que él consideraba mal formulada. Además, no entendía qué clase de belleza ella había encontrado en el sonido de su nombre, en la palabra "Clásica". Pensaba que era un nombre más bien deslucido, demasiado extraño; cuando la conoció creyó que se lo dejaba porque era inevitable, porque era su nombre verdadero. Si quería un alias hermoso, debió escoger Inmaculada, o Angelina, Evelin o Graciela -nombres que él consideraba realmente bellos-, y no una palabra que ni nombre es, un mal invento.
Diego sabe que no es un hombre valiente, que no puede hacer alardes de fuerza, ni su cuerpo ni su carácter se lo permiten. Un día que pasaba por el frente del cementerio, puesto que cada mañana para dirigirse a su trabajo debe cruzar por la misma esquina que Clásica ocupa en las noches, aunque todo está muy cambiado de madrugada, el día se encarga de retirar todas esas sombras y lascividades, vio a unos ladrones que le robaban a un anciano que se defendió, persiguió a los delincuentes hasta que no pudo más, se sentó destruido en un contén. Cuando sintió que le sacaron la cartera, el anciano gritó: "¡Ladrones, agárrenlos, ladrones!", pero sólo Diego caminaba por la acera tan temprano, vio a los rateros pasarle por el lado, no movió un solo dedo para tratar de detenerlos. Más bien tuvo miedo de ellos -dos jovencitos de nada, adolescentes díscolos que luego fusilaría la policía en medio de la calle-, miedo de que, creyendo que él se interpondría en su camino, lo atacaran. Pero no sucedió nada: ellos se alejaron corriendo, él se hizo a un lado, el anciano no tuvo tiempo de reprocharle su cobardía. Todo había pasado, por suerte, tranquilo y lento de nuevo para el taller.
Clásica tenía un seno más grande que el otro, sólo un poco más grande que el otro. Se lo había descubierto uno de sus hermanos, el tercero, un petite que tenía el pie derecho deforme, se cayó de un andamio y, como no pudieron llevarlo al hospital, su propio padre le entablilló la pierna y el hueso se soldó torcido. Diego no podía entender estas salvajadas, cómo no le habían enyesado el hueso roto, como a todo el mundo, pero no lo repetía en voz alta para no ofenderla. Ella no tenía los senos grandes, eran pequeños pero redondos, de pezones erectos. Se bajó la sábana hasta el ombligo y le pidió que averiguara cuál de los dos, que recordara que era sólo un poco más pequeño, una diferencia apenas perceptible. Embobado ante los senos que le mostraban como jugando, él los veía ambos iguales, como siempre, así que se decidió a adivinar: “El izquierdo”, respondió. La mujer le dijo que precisamente, sabía que su hermano no estaba equivocado, cuando fuera al hospital a examinarse las venéreas le pediría al doctor que se los midiera exactamente, siempre lo olvidaba. Ese sábado no hicieron el amor, ella tenía la menstruación. Anteriormente, cuando la regla coincidía con uno de sus sábados, ella se lo advertía directamente y él se marchaba, pero últimamente Clásica esperaba hasta llegar al hotel para darle la noticia. Como ya estaba allí, como había saldado la habitación, Diego se fue habituando a solamente hablar con ella, a besarla de vez en cuando, a no llegar hasta la penetración, que en ese período le repugnaba. Se dejó convencer por la mujer de compartir estos sábados asexuados y pagarle como si tuviesen relaciones, pero íntimamente Diego no entendía la necesidad de encontrarse estos días que consideraba inútiles.
El señor que cobraba la habitación del hotelucho en el que hacían el amor era un campesino cuarentón, que siempre estaba fumando unos cigarrillos largos y marrones, seguramente había caído detrás de ese mostrador astillado porque no sabía hacer nada más que labrar la tierra; es decir, no era capaz de realizar ningún otro trabajo urbano. Su obligación era simple: cobrar el dinero, entregar la llave, recogerla al final, después de las dos o tres horas en que la pareja fingía que había pasado todo ese tiempo teniendo relaciones sexuales. Lidiar con los borrachos, rechazar a los homosexuales. Acostumbrado a verlos llegar semanalmente, le reprochaba a Diego que se acostara tan públicamente con una haitiana: no podía entenderlo. Le preguntaba si la mujer hedía, si no se le perdía en la oscuridad. A Diego le desagradaba tremendamente este hombre, pero no le decía nada. Pensaba: métete en tus asuntos. No te metas con nosotros, tú no sabes quién soy yo, pensaba. Lo veía de reojo, muy serio, convencido de que con este gesto despectivo el portero entendería cuánto lo despreciaba. Entonces pagaba, sin hablar, y subía a la habitación con Clásica, que estaba consciente de lo que ocurría, su experiencia era abrumadora.
Así pasaron más de dos años.
Pero todo se tiene que acabar, como se acaba todo en la vida, así son las leyes del mundo, quiénes somos nosotros para luchar contra ellas. Un martes que Diego se dirigía al taller, caminaba cerca de la esquina del cementerio con las manos metidas en los bolsillos, hacía frío y niebla por la humedad aunque luego calentaría, quizás en una hora o dos. Compró café en la mesa de doña Alfonsina, una anciana silenciosa y decente que a veces le fiaba las tazas hasta el viernes, el día de cobro en el trabajo. Si él se lo pedía, hasta le leía las manchas del café de gratis, aunque él desconfiaba constantemente de la veracidad de sus poderes. Era, ya, muy tarde. Diego escuchó algo. Vio a un tropel de policías que se bajaba de un camión, entraba corriendo a unos callejones infinitos que él conocía, vio cómo empezaron a sacar a los ilegales que vivían en las habitaciones del fondo, hacinados en literas compartidas, o en el suelo. Lo hicieron profesionalmente, rápidamente, golpearon a alguno que se resistió, tal vez alguien golpeó sólo por placer. Y entonces él vio cómo de allí salió también ella, ahora llamada solamente Sophie, vio cómo la maltrataron, la vio subir a la cama del camión, la vio enjugarse las lágrimas. Cualquier persona que no conociera esta historia podría pensar: este es un día común, todo sucede como debe ser, cenaremos en la noche, veremos la televisión, fornicaremos sin lujuria, mañana caminaremos debajo de un sol antiguo o de una luna de sangre, como siempre. Tal vez los demás creían, falsamente: todo sucede con normalidad, la monótona vida continúa sin aspavientos, andaremos todos por las aceras o por las calles en nuestros autos y olvidaremos este día en el que nada ha pasado, el día que será como cualquier otro día no sólo de mi vida sino de cualquier otra vida parecida a la mía. Algo ocurrió, de repente. Diego no hubiese deseado que algo así sucediera, pero ella pudo verlo, lo observó fijamente parado en la acera con la taza vacía en la mano, viendo hacia el camión (viéndola a ella) que partiría llevándose hacia el olvido su contenido vital, y en su mirada que lo descubría le rogaba algo que nadie le había pedido antes, un acto de contricción como una epifanía: Habla por mí, sálvame, defiéndeme como me dijiste, haz que me bajen de aquí, y me dejen, y todo seguirá igual, y continuaremos amándonos, y continuaremos juntos.
El camión arrancó inmediatamente, la calle se despejó de curiosos, todo había terminado. Diego se rascó un poco la cabeza, le entregó la taza a la anciana. Estaba francamente confundido. "En todo lo que hablamos, ella que hablaba tanto, nunca me dijo que fuera una ilegal", pensó. Se metió las manos en los bolsillos, apuró el paso: se le había hecho realmente tarde esa mañana para llegar al taller. Ojalá que su jefe no le llame la atención.

(FOTOGRAFIA: MIGUEL CRUZ)

Publicaciones destacadas:

INVOCACIÓN PARA PALESTINA

El Jordán no ha llegado a sus lechos del oeste, no ha alcanzado a calmar el fuego de la fuga fantasmal en Cisjordania, ni a correr por los s...

Máximo Vega

Máximo Vega

Publicaciones populares: