Amor

Clarice Lispector


Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.

Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.

En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.

El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.

El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.

¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba chicle.

Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.

Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.

La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.

Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.

Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.

Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.

Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.

La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.

De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.

A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós". Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.

Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.

En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.

Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.

Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.

Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo* pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.

Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.

Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola... Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...

-Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.

-Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.

-No dejes que mamá te olvide -le dijo.

El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.

Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?

No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.

Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.

Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.

Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.

Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.

Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.

Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.

Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.

¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.

-¿Qué fue? -gritó vibrando toda.

Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:

-No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.

Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.

-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.

-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.

Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.

-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.

En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.

Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.

4% a Educación.

Es indudable que la sociedad dominicana hace mucho tiempo que necesita no sólo el 4% del PIB destinado a la educación, sino mucho más, tal vez el 5 o el 6, o el 8%, debido a las precariedades con que se desenvuelve el sistema educativo dominicano. Y yo conozco muy bien esas deficiencias, puesto que fui profesor de literatura y español en un colegio de Santiago, y no estoy impartiendo clases en estos momentos porque un profesor gana muy poco dinero, en el sector público y en el privado, a pesar de que es una profesión difícil y estresante, que requiere de todo el día, no sólo de las horas laborables, porque un profesor es un promotor de valores, un gestor cultural, un tutor, a veces hasta un padre o una madre para sus alumnos. Y que ese dinero debería ser destinado a mejorar los salarios de los profesores, mejorar la infraestructura de las escuelas y construir otras, equiparlas adecuadamente, capacitar a los maestros, promover y costear proyectos de investigación, volver a impartir humanidades en las aulas y no concentrarse en las ciencias, puesto que este es un país cuya economía está basada en los servicios y no en los descubrimientos científicos o en la creación o producción de nuevos productos. Pero habría que preguntarse también si no necesitaríamos un pacto social para alcanzar ese 4%. Es decir, qué hace el resto de la sociedad, incluyendo a ese sector que pide ese 4%, incluyéndome, por supuesto, para promover la educación, más extensivamente la cultura; qué se hace para que desde mi humilde o privilegiada posición, la educación llegue a todo el mundo. Habría que preguntarles a algunos medios de comunicación, que son los principales moldeadores de conciencias en este sistema capitalista, qué hacen para promover la educación y la cultura en sus medios; a los periódicos, por ejemplo, algunos de los cuales cubrieron sus primeras planas de amarillo el lunes 6 de diciembre, qué clase de promoción educativa o cultural realizan en sus medios, porque, debido a mi condición de gestor cultural, sé que es ninguna, nada, ni un cero a la izquierda, porque “no es rentable”. Que si hojeamos nuestros periódicos nacionales encontraremos las noticias más vanales del mundo, además de los inevitables políticos, músicos “populares”, peloteros, empresarios, faranduleros y narcotraficantes que sí son rentables (y que tienen todo el derecho de salir en los periódicos, por supuesto), y notaremos que solamente dos de ellos mantienen secciones semanales dedicadas a la cultura, cada vez más exiguas. Y si nos vamos de repente a la radio, o a la televisión, que es el principal medio de comunicación de masas, nos encontraremos con un panorama desolador. Y que el internet, por su condición de medio gratuito y abierto, ha llegado para llenar ese vacío educativo y cultural. Habría que preguntarles a esos presentadores de televisión que sirvieron de imagen a la brigandina para no quedarse atrás y sonar en esto del 4%, qué hacen ellos para promover la educación y la cultura en sus programas de televisión, la mayoría tan malos que ni siquiera llenan su función de entretener e informar, o por lo menos de manejar adecuadamente el idioma español. O a las universidades, antes tan preocupadas por atraer a personalidades intelectuales prominentes del país (debemos recordar que Santiago contó con las presencias de Virgilio Díaz Grullón, Héctor Incháustegui Cabral, Danilo de los Santos, Rafael Emilio Yunén, Carlos Fernández Rocha o Ricardo Miniño, y muchos otras figuras de esa categoría, gracias a la UCMM, que ha descuidado hasta el mínimo esta práctica), qué hacen para mejorar la calidad de la educación pública o privada que ofrecen, porque recuerdo muy bien que una universidad privada solicitó mis servicios hace un tiempo, y al darme cuenta de la cantidad de dinero que pagaban tuve que declinar la invitación.
Así que preguntémonos nosotros qué hacemos para promover los valores educativos, o culturales (debemos recordar que la cultura, y la civilización, se nos provee a través de un proceso educativo), sean o no rentables, porque la educación no solamente se enseña en las aulas, sino que se manifiesta, lo querramos o no, a través de todos los estamentos de la sociedad.
ENTREVISTAR ES PENSAR:

Hemos leído varios libros de entrevistas que han formado parte importante de nuestro conocimiento literario, o, en sentido general, cultural. Por ejemplo, tenemos el libro “El Oficio de Escritor“, que yo leí estando muy joven, con entrevistas a varios escritores universales, e incluso un libro extraño, llamado “Viaje al Centro de la Fábula”, firmado por Augusto Monterroso, con algunas de las entrevistas que le hicieron, extraño porque él decía que sus respuestas eran más importantes que las preguntas que le hacían, y por eso lo firmaba como si fuese suyo. Recuerdo también aquellos libros de entrevistas de la periodista italiana Oriana Fallacci, una entrevistadora excelente, porque sabía sacar respuestas de sus entrevistados que los mostraban como los seres humanos que eran, es decir, no solamente políticos o militares que tenían en sus manos las vidas de miles de personas. Hemos podido ver entrevistas extraordinarias a escritores como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti a través de la televisión, pero las entrevistas son tan importantes que muy bien merecerían componer todo un libro. En el ámbito nacional, quizás la obra más importante de entrevistas a escritores la realizó hace muchos años Guillermo Piña Contreras, titulado “Doce en la Literatura Dominicana”, con entrevistas estrictamente sobre literatura a doce escritores dominicanos imprescindibles para entender el acontecer literario nacional en los últimos 50 años, desde Juan Bosch hasta Enriquillo Sánchez, ambos ya desaparecidos. José Rafael Lantigua también publicó un libro de entrevistas, “El Oficio de la Palabra”, que contiene encuentros con once escritores dominicanos, incluyendo una entrevista que se le hiciera al autor. En Santiago, Arelis Albino publicó hace unos años un libro con entrevistas a diez escritores de Santiago, en el que aparece la última entrevista que se le hizo a Dionisio López Cabral.
Este libro de Enegildo Peña, “Entrevistar es Pensar”, está compuesto por 10 entrevistas a reconocidos escritores e intelectuales dominicanos, y una entrevista final que le hace Arelis Albino al autor del libro. Los protagonistas absolutos son los entrevistados, y esto se encuentra claramente planteado por el entrevistador, cuyas preguntas son breves, concisas y no redundantes. En el volumen no solamente se habla de literatura, como podría creer alguien que se acerque por primera vez a estas entrevistas, sino también de cultura, de arte en sentido general, de la sociedad dominicana, de regímenes tan dispares como el dictatorial, representado por Rafael Leonidas Trujillo, y el democrático que vivimos actualmente. De la Revolución de Abril, de los 12 Años de Balaguer. De figuras insignes de nuestra literatura, como Domingo Moreno Jiménez, Franklin Mieses Burgos, Héctor Incháustegui Cabral, Manuel Rueda, e internacionales como Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Italo Calvino, Humberto Eco o Milán Kundera.
Las entrevistas son desiguales, pero eso no significa que alguna de ellas decaiga en cuanto a su importancia o a la profundidad de las respuestas. El más esquivo de todos los entrevistados es Diógenes Céspedes, quizás haciendo alarde de su categoría de polemista profesional, y es obvio también que es el más incómodo, el menos directo, aunque también es el más académico en cuanto a sus respuestas sobre crítica literaria. Las entrevistas más literarias son las de José Alcántara Almánzar, José Mármol y Plinio Chahín, las más inclinadas hacia la sociología las de Andrés L. Mateo y Silvio Torres Saillant, y las más preocupadas por asuntos culturales, con la cultura vista como un sistema, con unos códigos que pueden ser descifrados y enseñados, son las de Marcio Veloz Maggiolo y Mateo Morrison. Escritores como José Mármol y Plinio Chahín hablan sobre su quehacer más importante, que es el poético, así como León David habla sobre su labor escritural, pero también, y sobre todo, sobre sí mismo como escritor, puesto que el entrevistador quiere recordarnos que él es hijo de Juan Isidro Jiménez Grullón. José Rafael Lantigua conversa sobre cultura, sobre gestión cultural, sobre literatura, sobre el libro como depositario del pensamiento. Era necesario que en este volumen estuviese un intelectual de la diáspora, representado por Silvio Torres Saillant, es decir, un observador de la realidad dominicana desde el exterior, y ese papel lo cumple a cabalidad un santiaguero que desde la ciudad de Nueva York comenta sus opiniones, muchas veces sacadas a su vez de otros textos que lo han influenciado, acerca de la realidad cultural de los dominicanos en los Estados Unidos, o acerca de la realidad que él percibe lejanamente, por lo que tiene una opinión particular de cada hecho literario, cultural o social sucedido en nuestro país. En la entrevista al propio autor, éste nos hace un recorrido por su vida, por las limitaciones materiales que ha sufrido, por su labor destacada de gestor cultural, hasta llegar a ser el poeta que es y el Subsecretario de Estado de Cultura, con la mayor sinceridad y sin ninguna pose.
Ahora bien, independientemente del peso específico de cada entrevistado en medio de la realidad cultural dominicana, que es mucho, es saludable, incluso necesario, que aparezcan libros de este tipo. Puesto que, en esta sociedad de lo ligero que estamos viviendo, de lo efímero, de lo intrascendente, de la reiteración, del amarillismo, deben aparecer voces que respondan con profundidad a preguntas hechas con la finalidad de entender el quehacer cultural dominicano. Si no nos entendemos como nación, nunca nos entenderemos individualmente como dominicanos. Si no entendemos nuestra identidad sincrética a través del reconocimiento de nuestro propio mestizaje, de nuestro lugar destacado en las letras y las artes caribeñas y universales, de que no tenemos la necesidad de ser justificados por el exterior, sobre todo por los Estados Unidos y por Europa, nunca reconoceremos nuestra propia mentalidad colonial, y las circunstancias históricas que nos han llevado hasta nuestra realidad actual.
Todo el libro se mueve alrededor de una sola preocupación, y esa preocupación es el hecho cultural. Para entendernos a nosotros mismos, debemos primero entender nuestra cultura, sus fortalezas y debilidades, qué manifestaciones culturales debemos cambiar, cuáles nos fortalecen como nación, cuáles nos unen y cuáles nos separan de nosotros mismos o de las demás naciones culturalmente diferentes. Cada respuesta de cada entrevistado a esa problemática que es la cultura, es diferente. Incluso, hay preguntas parecidas para varios escritores en el libro, y las respuestas son diferentes, no necesariamente contradictorias, pero sí únicas, que tienen que ver con la visión de la realidad que tiene cada uno de los entrevistados, es decir que cada uno de ellos intenta expresarse, decir su opinión sincera sobre la problemática que le plantea Enegildo. Andrés L. Mateo, por ejemplo, tiene una opinión diferente sobre el quehacer intelectual a la que tiene Diógenes Céspedes, lo cual no significa que estas opiniones sean contradictorias, así como Mateo Morrison tiene una opinión diferente sobre la gestión cultural a la que tiene Marcio Veloz Maggiolo, lo cual no quiere decir que sean opuestas. Andrés L. Mateo, un reconocido balaguerólogo dominicano, tiene una opinión oscura, pesimista, sobre los 12 años de Joaquín Balaguer, mientras que dos de los escritores de la Generación del Ochenta entrevistados aquí, Plinio Chahín y José Mármol, apenas se ocupan de alguna problemática social, y sólo conversan sobre literatura y poesía, lo cual está muy bien, porque como nos recuerda Diógenes Céspedes en este libro: El escritor no tiene función, la obra que produce tiene un funcionamiento idéntico al funcionamiento del lenguaje. Si un escritor se ocupa sólo del hecho literario, ya cumplió con creces con su papel existencial. Muy acertadamente responde Diógenes Céspedes en la primera pregunta del libro, que me parece es la pregunta que marca toda la intención del autor con respecto a sus entrevistados, y a lo que él como entrevistador le interesa que llegue a los lectores: Cuál es la diferencia entre un escritor y un intelectual?, le pregunta Enegildo; Todo escritor es un intelectual, pero no todo intelectual es un escritor, le responde Céspedes.
Al final, queremos llamar la atención del público acerca del título del libro, algo de lo que ya había hablado Andrés L. Mateo en la puesta en circulación en Santo Domingo: “Entrevistar es Pensar”, es decir, la entrevista como una forma de pensamiento, como una manera de comprender, a través de la razón, una realidad cultural, social, artística y política.
Saludamos la presencia de este libro en el ámbito cultural de nuestro país. Es un libro necesario, desde ya, para entender el quehacer literario actual en la República Dominicana, a través de la visión de un grupo de escritores que enriquecen el acervo dominicano. El volumen, aunque con un grupo limitado de intelectuales, lo cual es necesario puesto que si no lo fuera tendríamos un libro poco menos que infinito, es representativo de una forma de pensar y de hacer cultura en nuestra nación, que me parece es el objetivo principal del volumen: enriquecer el debate intelectual dominicano, a través de algunas de sus voces más destacadas; reconocer la realidad cultural dominicana, a través de preguntas y respuestas que nos ayuden a comprender la compleja definición de la dominicanidad.

JEAN GENTIL

Quiero llamar la atención de mis amigos sobre la película dominicana "Jean Gentil", de Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas. La película, filmada casi como un documental, es una pequeña joya que debería ser vista por la gente que quiere hacer cine en este país, sobre todo los jóvenes, contaminados por todas esas películas norteamericanas. La acabo de ver en el Festival de Cine Funglode. Una joya con sus debilidades, claro, de las que no voy a hablar aquí. Nunca será una película masiva, pero todo aquel que le guste el cine, debería verla.
Instituto Cultural Latinoamericano
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Tel. 02362-423734- de 8 a 14 hs.
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VIII CONCURSO INTERNACIONAL DE POESIA Y NARRATIVA 2011

El Instituto Cultural Latinoamericano desde su nacimiento se propuso brindar un espacio de oportunidades, es por eso que invita a autores mayores de 18 años, a participar del VIII Concurso Internacional de Poesía y Narrativa 2011. Las obras deberán ser inéditas, no premiadas con anterioridad, tema libre, en idioma español.

PUEDEN PARTICIPAR CON:
POESIA: de 3 a 7 poemas, con un máximo de 30 líneas cada uno.
NARRATIVA: mínimo 90 líneas, máximo 210 líneas, ya sea en uno o varios trabajos.
Podrán participar en ambos géneros si lo desean.

PRESENTACIÓN DE LAS OBRAS: Las obras se presentarán en hojas tamaño A4, por triplicado, mecanografiadas o PC, escritas por una sola de sus caras, firmadas con seudónimo.

DATOS DEL AUTOR: En un sobre pequeño, que irá junto con las obras, tendrá que incluir los siguientes datos: Nombre y Apellido, DNI, Dirección, E-mail y Teléfono.

ENVIOS: VIII CONCURSO INTERNACIONAL DE POESIA y NARRATIVA 2011
INSTITUTO CULTURAL LATINOAMERICANO
Lebensohn 239, C.P. B 6000 BHE, Junín, Pcia. de BUENOS AIRES, ARGENTINA.

PRESELECCIÓN CON “MENCIÓN DE HONOR”: Las obras que resulten finalistas con “Mención de Honor”, tendrán la oportunidad de formar parte de la Antología cooperativa “Destacados 2011” y pasarán automáticamente a integrar la final por los Primeros Premios que son los siguientes:

PREMIOS: 1º PREMIO: Edición de libro individual de 64 páginas, 200 ejemplares, Diploma y Trofeo,
en poesía como en narrativa.
2º y 3º PREMIO: Trofeo y Diploma.
4º y 5º PREMIO: Medalla y Diploma.
Se entregarán las Menciones Especiales que el jurado estime conveniente, que recibirán Medalla y Diploma, el resto de los integrantes de la Antología recibirán Diploma y Medalla de “Mención de Honor”.

DISEÑO DE ANTOLOGÍA: “Destacados 2011” se presentará con atractivo diseño de tapa papel ilustración a todo color, interior papel obra y se registrará en la Cámara del Libro con N° de I.S.B.N y Código de Barras.

Beneficios al integrar “DESTACADOS 2011”: Su obra llegará a distintos países (España, Perú, Chile, México, Francia, Uruguay, etc.) por medio de las distintas donaciones a: bibliotecas, centros culturales y talleres. Además será promocionada en nuestra página Web, Blog, diarios, televisión y radios. La campaña publicitaria se realizará por vías adecuadas a nuestro alcance.

CEREMONIA DE PREMIACIÓN Y ENTREGA DE ANTOLOGÍAS: Se realizará en el mes de Mayo de 2011, (salvo que surgieran imprevistos de fuerza mayor), donde se entregarán los Premios a todos los ganadores y recibirán los ejemplares de la Antología, la ceremonia contará con pantalla gigante, exposiciones, etc. Luego, podrán compartir una cena, más detalles le serán informados cuando reciban la invitación especial para asistir a la Ceremonia. Los autores que no puedan asistir a la ceremonia, podrán solicitar el envío de Antologías y demás por correo en forma Contrareembolso.

Confiamos en que Usted se unirá a este proyecto que le ofrece la oportunidad de trascender las fronteras de su propio país.

RECEPCIÓN DE OBRAS: Las obras se recibirán hasta el 15 de DICIEMBRE de 2010 inclusive.

JURADO: Estará integrado por personalidades del quehacer literario y su fallo será inapelable. El concurso no será declarado desierto. Los trabajos no seleccionados serán destruídos. Los participantes toman conocimiento y aceptación de las bases del mismo.


Nuestra misión es “construir un espacio de excelencia
para difundir nuevos escritores”.

TU RUTA TU REVELACION

El libro de Joanna Díaz López consta de catorce cuentos. Uno de ellos le da título al volumen: Tu Ruta tu Revelación. Todos los cuentos están narrados en la segunda persona del singular, excepto el primero, La Carrera del Cinqueño, que está contado en tercera persona. La segunda persona del singular (es decir, el pronombre “tú”) le da un cierto aire de intimidad a los cuentos, como si la autora conociera muy bien a los personajes, y los tratara con cierta familiaridad. Su fuerte es el monólogo interior, la introspección. Todos los cuentos son urbanos, e intentan darnos una visión de una ciudad desordenada, caótica, absurda, que es la sociedad que nos ha tocado padecer, en medio de la cual navegan los personajes. La visión que tiene Joanna de la ciudad es, de alguna manera, negativa y pesimista. No hay otro apelativo que nos venga a la mente más que el de ciudad “sin límites”. Pero no sin límites geográficos, más bien un lugar sin límites como aquel de la novela de José Donoso. Primando el tono desordenado de la ciudad, y de su propio lenguaje urbano, repleto de palabras de la calle, o de formas coloquiales dominicanas y urbanas, nos da una sensación de actualidad y al mismo tiempo de desesperanza. La mayoría de sus personajes son clase media, algunos clase media alta, o pequeño burgueses, con todo el desarraigo, la ausencia de una idea de trascendencia, la lucha por la vida y el abandono a una existencia lúdica, de esa clase social. La vida hay que vivirla aquí y ahora, la vida es una sola, la vida es dura, difícil. Hay un cuento, por ejemplo, que está narrado por una casa abandonada, titulado “Refugio”, que nos confiesa todo lo que sucede entre sus paredes, y sabemos de antemano que nada romántico ocurrirá allí dentro, nada feliz, ningún milagro existencial o religioso, nada agradable. Ya no están estos tiempos para la resurrección, sino para el apocalipsis. El que considero el mejor cuento del libro, “Silverio de Tal”, ganador de un prestigioso premio literario y antologado ya internacionalmente, es el mejor ejemplo de esta visión posmodernista del caos: un individuo, un jebito cualquiera, empieza su carrera vertiginosa hacia su propia destrucción drogándose y encaramándose en una motocicleta Ninja, en un viaje que terminará de forma trágica. El no es más que un robot de carne y hueso, que sueña con ser un superhéroe plateado cuando la realidad es que está experimentando la más baja de las degradaciones físicas. En estos cuentos también aparecen mujeres “sobornadas por la materia”, en palabras de la propia autora, en esta realidad que no permite ningún tipo de acercamiento metafísico, tampoco algún acercamiento a una belleza objetiva. “Amame o Muere”, repite como un conjuro uno de los personajes, que intenta cumplir al pie de la letra estas palabras, como sucede con cualquier hombre de esos que asesinan a una mujer y luego se quitan la vida, sólo que aquí el conjuro lo lanza el género contrario: Amame o Muere, repite una mujer a la cual le es imposible sentirse rechazada. Pero qué puede pasar en el carnaval número 24, o en una playa en donde un joven adoptado y rico, desarraigado, trata de hallar su propio pasado, descubierto de repente en una mujer gorda que sale del mar como una sirena obesa?

A Joanna la conocí en los salones de Casa de Arte, en una de las reuniones del Taller de Narradores de Santiago. El primer cuento que escuché de ella fue La Carrera del Cinqueño. Luego vinieron otros más, y la comprobación de que habíamos descubierto a alguien que tenía un gran talento. Joanna ha demostrado que su paso por la literatura no sera efímero, así como no demorará mucho en hacerse notar. De la misma manera que se hace notar de forma física, debido a su personalidad extrovertida y auténtica, también se hará notar a través de lo que podría perdurar de ella: su obra, su literatura. Joanna tiene una característica que no es muy común en los escritores, menos aun en los escritores dominicanos, y ese rasgo es su individualidad. Yo siempre he dicho que los escritores dominicanos deben descontextualizarse, buscar cada uno su propio camino, porque en esa individualidad se encuentra la verdadera literatura. Es un camino difícil, pero es el único camino. Además, un escritor debe ser un gran lector, debe aprender una técnica. Los cuentos de Joanna son sólo suyos. Incluso, se nos hace difícil encasillarlos, o tratar de descifrar cuáles han sido sus influencias, a cuáles maestros del género se parecen. Y Joanna es aun una mujer muy joven. Esa individualidad, incluso en el manejo tan peculiar del lenguaje, se irá perfeccionando mientras va demostrando que posee un innegable talento, y que tiene un lenguaje peculiar que se parece a ella misma, que, como nos advierte la crítica argentina Carolina Sborovsky en la contraportada del libro, a veces es seco y ácido, por momentos es poético. Hay una poesía de la decadencia en estos cuentos, una belleza de la deformidad. El caos regulado que transmite el libro no es casual. A veces nos reímos de las situaciones absurdas, de la desfachatez de los personajes, a veces nos hace recordar que la naturaleza humana es así, y que hay que aceptar esta verdad. Según la autora, uno de los cuentos está narrado por Dios, otro por Satanás. A veces el lector no recibe lo que desea, lo que significa una sorpresa y también un golpe en la cara, un hachazo en la cabeza. En “Traidora”, la que podríamos considerar la "mala" de la película sale triunfante de una situación desagradable que ella misma ha creado; el personaje que consideramos “inocente” debe morir: en la vida, la perversión puede triunfar, y esa perversión puede creerse benigna, bondadosa. Los papeles se han invertido. La vida no es siempre justa. O quizás la justicia está equivocada. En medio de ese caos aparece un hombre lobo violador de mujeres, o una mujer puede abandonar a su hija recién nacida en el aeropuerto de Madrid, o una roba la gallina puede encontrarle sentido a su existencia abrazando a otra roba la gallina durante un carnaval, y convirtiendo su abrazo en espectáculo. Todo ello con humor, con autenticidad, con una gran piedad hacia las imperfecciones humanas, aún las mayores, y con un lenguaje que irá mejorando su técnica con el tiempo. Sin juzgar a los personajes, sin estigmatizarlos.

Todo este preámbulo ha tratado simplemente de explicar que saludamos la llegada de este libro de Joanna Díaz López. Yo sinceramente pienso que estamos ante una gran promesa de las letras nacionales, que pone al alcance de los lectores, en este caso de los lectores de Santiago, sus primeros cuentos, que, por supuesto, la transmiten a ella misma y a su particular visión del mundo. Del Taller de Narradores ha salido ya una cantidad importante de mujeres escritoras: Rosa Silverio, Altagracia Pérez, Sandra Tavárez, Joanna Díaz, y otras más, que precisamente tienen una visión muy particular de la literatura, que han ganado premios significativos y que han empezado a darse a conocer no como mujeres, es decir con una escritura que podriamos llamar femenina, sino como escritoras, de manera que no nos importa si la obra ha sido escrita por un hombre o una mujer. Saludo con toda la efusividad y el deslumbramiento que esta obra merece, un primer libro que augura muchos más, mucho mejores y mucho más depurados, más únicos y más íntimos.

UN CUENTO DE JOHANNA DIAZ, DE SU LIBRO "TU RUTA TU REVELACION"


Johanna Díaz López
Nació en Santiago de los Caballeros. Es abogada. Ganó mención en el concurso de cuento, ensayo y poesía Eugenio Deschamps, de la Alianza Cibaeña, con el cuento “Tu ruta tu liberación”, 2006. Primer lugar en el Concurso de Cuentos Profesor Juan Bosch de la Fundación Global y Desarrollo (FUNGLODE) 2007 con “Silverio de tal”. En el concurso de cuentos de Radio Santa María ha ganado el cuarto lugar en 2007 con su cuento “El gotero rojo”, y mención de honor en la versión del año 2008 con el cuento “La Guarida”.



Gloria a Dios

Las mañanas te son dulces desde que emprendiste el camino de lo correcto, experimentas una paz indescriptible con tu milagrosa conversión, sorbes chocolate caliente y en él mojas el pan, suspiras pensando lo maravillosa que es la vida. Tu casa, aún no terminada, se sustenta sobre firmes cimientos, es un verdadero hogar. El señor es tu pastor, por eso nada te falta, abunda tu trabajo, gozas de excelente salud y tu incipiente familia es un gran regalo. “Gloria a Dios”, alabas mientras terminas de desayunar, contemplas a tu esposa con tu hijo adherido al pecho glotón y feliz, ella lo amamanta buscándose en tus ojos, sonríes agradecido mientras te vuelves declinando la mirada, ella es la mujer virtuosa descrita por los proverbios, bendita sea, aunque desabrida, te has convencido de que los alimentos más sabrosos son los más dañinos, así, la comparas con la comida saludable, jamás la harías sufrir, a veces te preguntas si tu hijo se concibió a control remoto, ellos juntos son y deben ser tu universo.
Es viernes, hoy tu jornada es más corta, al final de la tarde irás al estudio bíblico donde hace unos meses ibas con tu esposa que te presentó ese grupo, te gusta ir allá, las amistades son excelentes, mentes sanas que despejan tus dudas y temores porque eres el más nuevo, ahora tu mujer no puede ir, siempre en casa afanando con el bebé y los quehaceres domésticos, hasta ha perdido el deseo de salir. El tema favorito del estudio es el de predicar, tocar puertas, anunciar la segunda venida del Señor, ustedes han de ser pescadores de hombres, compartir la dicha de su bendición, de su iluminación, allí se alaba tu retórica y don de persuasión, te creces engreyéndote, consciente de tu liderazgo, por eso sales a predicar en tu tiempo libre de casa en casa, tus amigotes de antes te han vuelto la espalda hastiados de tu monótona conversación, para ellos perdiste la vida, el sentido, lamentan la dormidera que te embargó, te dicen que respetan tu decisión pero que no insistas, ya te advirtieron en el grupo que tu voz se perdería en el desierto siendo tu deber insistir para ser escuchado, tú sí experimentas deleite con tu cambio de vida y suerte “¡Aleluya! Gloria a Dios”, repites nuevamente.
El estudio termina y sales con bríos, esa noche insistirás con los paganos de tu pasado, hace tiempo que no los visitas, continuarás firme en tu conquista, que todos alaben y bendigan. Mientras haya vida existirá el arrepentimiento, con ello el perdón y la vida eterna, promesa que te sostiene. Conduces en la autopista por rumbos desandados pero conocidos, en el otro asiento delantero está la Biblia marcada con el capítulo que les leerás a tus amigos ¡Que feliz estás! Sabes donde encontrarlos a todos juntos.
Llegas, te estacionas, la música de ese club nocturno, una resonada bachata, domina el parqueo, las luces de neón sugieren el acercamiento, te desmontas aferrado a las Sagradas Escrituras, como si pudieran sostenerte, entras al lugar bien vestido, tan correcto como para ir a la oficina esperando que tu tiempo de ausencia lo compensen escuchándote a pesar de la música, miras a tu alrededor, sabes que ellos están ahí por ser ese lugar un punto de encuentro fijo, además, has visto algunos de sus carros afuera, ya a través de la oscuridad los divisas, ubicas la mesa, ellos atónitos te reciben poniéndose de pie, entre guiños y relajos te denominan el hijo pródigo pidiendo vino para ti y hasta te permiten leerles mientras bebes con agrado y lentamente la primera copa para que te escuchen, luego la segunda, tercera e incoherente prosigues tu discurso con la lengua anestesiada, tu humor inusitado los alegra, se eleva una risa tonta, han bastado dos botellas de vino rápidamente consumidas para que la Biblia caiga a tus pies.
Dejaste de preguntar la hora, la noche transcurre y comienza el esperado espectáculo donde la música incrementa su tono y sentido, atacan los senos descubiertos, las tangas y vulgares contorsiones, te incomodas levemente haciendo ademán de marcharte, no quieres ver pero te quedas mirando a una rubia que semidesnuda se te acerca incitada por los muchachos y baila sobre ti que eres de carne, cedes y tu cuerpo reacciona abultando tu bragueta, tu evidente excitación te ridiculiza ante todos, te les alejas revisando tus bolsillos, vas a un apartado conducido por esa mujer, allí involucionas tirando al suelo tus nuevos principios y pantalones, ella se te aproxima y actúa con avidez sacudiéndose sobre ti, ves esa cabeza rubia como una luz de movimiento rítmico y constante, cierras los ojos dedicado al goce y gimes: “Ay Dios mío esto si es bueno”, se te oye decir, suspiras, jadeas, nadas en la lujuria “Aaahh ” exclamas deteniéndote en su mirada astuta, embriaguez y succiones, te sostienes de su cabellera dirigiéndola y entonces “¡Gloria a Dios!” exclamas y ella se ha retirado permitiendo que te vuelvas un desastre, vuelves en ti de inmediato y la escupes “ramera inmunda, por lo que me has hecho, repréndela Señor” dices con la vista trastornada apuntando el cielo raso mientras te vistes con movimientos incoherentes y vuelves a la mesa donde se mofan de ti, los miras de reojo hasta que decides marcharte.
Conduces borracho y sin fuerzas, llorando buscas tu Biblia ausente, estás fuera de la gracia de Dios, no te lo han dicho pero lo presientes, el reloj de tu carro marca las cinco y quieres creer que está dañado, la oscuridad que se cierne indica que el amanecer se aproxima, no quieres volver a casa y sientes el impulso de estrellar el carro contra un poste para ver si terminas con tu mísera existencia, desechas esa idea de inmediato, María, la pobre, debe estar angustiada, mortificada. Tomas tu celular, marcas a casa y cierras antes de que te contesten. ¿Qué vas a hacer? Te preguntas mientras diriges el rumbo hacia tu firme hogar, tal vez no debas preocuparte, quizás sí. Humano, hombre sobre todas las cosas, hombre, la mentira que inventes debe ser muy verosímil, no la elabores demasiado, porque da lo mismo, la santa de tu mujer no es ninguna tonta, también tiene su pasadito inmerso bajo toneladas de opio, ella de todos modos sabrá reconocer muy bien de qué son las manchas blancas que salpican tu pantalón.

UN CUENTO DE SANDRA TAVAREZ, DE SU LIBRO: "MATEMOS A LAURA"


Sandra Tavárez
Licenciada en Contabilidad por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA). Habla inglés, italiano y francés. Sus cuentos han sido publicados en la revista Cuadernos de Ataecina de España, en el periódico La Información de Santiago y en el blog de escritores: escritoresdesantiago.blogspot.com. Fue ganadora de mención de honor en el Primer Concurso de Cuentos sobre Béisbol (2008) organizado por la Secretaría de Estado de Cultura.



El nieto de Doña Chea

Andrés se despertó súbitamente cuando sintió la claridad del día filtrándose por una rendija de su habitación. Encendió la radio con la esperanza de que dijeran que el paro era total. Esperó cinco minutos hasta escuchar que, aunque con temor, algunas personas se estaban aventurando a salir. Por eso no lo pensó más y se preparó tan rápido como pudo. Ya iba a salir cuando recordó a Doña Chea, su abuela, que esa mañana no le había preparado el desayuno, aquejada de una fuerte gripe. Conversó con ella y su abuela le aseguró que estaría bien. Sólo entonces encontró el valor para marcharse.
Al salir no le extrañó en lo absoluto el espectáculo: calles inundadas de desperdicios, troncos y ramas de árboles impidiendo el tránsito, y por último un carro viejo que hacía años alguien había abandonado, estaba atravesado justo en el centro de la vía. En ese momento deseó no haber salido, pero recordando la circular que habían pasado en la empresa el día anterior no le quedó más que continuar. Alcanzó a ver a uno de los muchachos del barrio vecino que se dirigía a su trabajo en una motocicleta y se fue con él hasta la fábrica. Al llegar, se encontró con el encargado de personal que se limitó a pasear la vista entre él y el reloj de la empresa que ya marcaba las 8:49 a.m. Andrés trató de ignorarlo, pero la impresión de su superior le causó un malestar que no se apartó en ningún momento de él. A la 1:00 ya lo habían despachado porque la huelga se había recrudecido y sólo algunos empleados se habían presentado a laborar. De haberlo imaginado se habría quedado en casa.
Pero volver no se presentaba tan fácil. Esto le tomó dos horas moviéndose por calles apartadas, saltando paredes y escondiéndose, cada vez que se armaba un corre-corre. Por fin llegó al barrio y alcanzó a ver la casa de madera de la abuela. Se sintió feliz porque el día ya se le hacía interminable. Cuando estaba a unos cincuenta metros de la casa, un grupo de revoltosos que era perseguido por la policía lo sorprendió corriendo en dirección contraria a la suya. No le quedó más remedio que unirse al grupo y darse a la fuga.
Cuando pudo detenerse, asfixiándose por la carrera, por el humo de las bombas lacrimógenas lanzadas por los policías y los neumáticos encendidos, pensó por un segundo en lo cerca que había estado de su casa. No se atrevía a regresar por temor a que lo confundieran. Así estuvo unos 30 minutos hasta que de repente vio aparecer una patrulla mixta de guardias y policías y detrás de ésta, otra y otra más. Una súbita lluvia de piedras empezó a caer desde los callejones hasta las patrullas. Los militares empezaron a disparar en toda dirección. Andrés se tiró al suelo, pero se puso de pie al ver que unos guardias se dispersaban detrás de los responsables. Era seguro que no le creerían si lo encontraban en aquel callejón. Por eso se arrastró, y cuando se consideró fuera de peligro empezó a correr. Mientras corría se encontró con otros muchachos, que también escapaban de la policía.
- Esto se va a poner feo, vale– le dijo un tipo al que Andrés nunca le había dirigido la palabra.
- Vámonos por este lado– dijo otro del grupo.
Andrés los seguía porque no tenía opción. No sabía qué hacer hasta que reconoció los patios por donde transitaban. Ahora sí llegaría a su casa. Ya se había apartado de los otros y saltaba la última pared, cuando el disparo le alcanzó la mano derecha. Cayó al suelo atontado por la novedad y la sorpresa. Cuando se miró la mano, apenas se vio tres dedos. Seguramente esto le habría preocupado si otro problema mayor no hubiese venido hacia él.
- ¡Ah! Conque otro tira piedras- Andrés abrió la boca para intentar explicar. Fue su último gesto conciente.

* * *

Tanto los sindicalistas como las autoridades se congratulaban al día siguiente. A pesar de la magnitud de la huelga, sólo hubo un muerto.

MONEDAS AL AIRE

Así se llama el libro de poesía infantil del escritor dominicano Julio Adames. Estuvimos con Julio en la puesta en circulación, y recordamos, por supuesto, tiempos más felices y mucho más jóvenes.

Algunos poemas del libro:

Sol

El Sol se come
una hoja de papel
en la calle.

Su luz se torna omnívora,
vital bajo los párpados.

-El Sol tiene hambre,
dice un viejo zapato.


Gato Sobre el Tejado

El gato maúlla;
se sube en el tejado,
y espera.

Maúlla y espera.

Sabe que el camino
es hondo.

Sabe que el alba llegará
en cualquier
momento.


Trabalenguas

Tres tristes tigres
transpirando transparencia en los trigales
tragan trenzas tristemente trituradas
por tractores.

MANUEL SALVADOR GAUTIER, VISTO POR ABERSIO

Manuel Salvador Gautier: Arquitecto de la palabra

Cuando un hombre sabe a dónde va, el mundo entero se aparta para darle paso.
Thomas Jefferson

Por Abersio Núñez


Cuando al holístico Salvador Dalí se lo abordaba sobre su destacada labor pictórica, éste en seguida se autodefinía como mejor escritor que pintor. Tal vez con esa afirmación pretendía no se le desvinculara de aquel joven grupo de universitarios encabezados, entre otros, por el legendario Federico García Lorca y el cineasta Luis Buñuel.

Este preámbulo lo hago para referirme a una de las figuras más destacadas de las últimas décadas del escenario literario dominicano: Manuel Salvador Gautier, reconocidísimo arquitecto, quien debuta tardíamente en otro campo no menos exigente y, que requiere, además del diseño, de la estructura; elementos que Gautier conoce y maneja a la perfección, pero que decide demorarlos y, en su momento, volcar con toda la pasión que lo caracteriza a otro plano de su vida: la literatura.
Desde su primera entrega editorial, la tetralogía Tiempo para héroes, no ha cesado de escribir. Al umbral de cumplir ochenta años (el primero de agosto como el periódico Listín Diario), Doi nos sorprende ya sea con una novela, un drama, un ensayo, una colección de cuentos, una conferencia, un artículo…Su producción e ímpetu creativo, parecen no agotarse.

Conocí a este moderno Cid Campeador dominicano en su paso como director del Centro de la Cultura de Santiago. Su voz profunda y firme me hizo, cual la mirilla de una cámara, buscarlo entre el escenario en penumbras y encontrarme con aquel hombre descomunal que hacía su presentación formal ante la comunidad de artistas y gestores culturales de la Ciudad Corazón. No di seguimiento a su gestión en ese entonces, dada mi breve estada en la Ciudad de los treinta Caballeros, pero estoy seguro, conociendo la capacidad y sentido de responsabilidad de Doi, ésta llegó a buen término.

La incursión de Gautier en el universo literario se produce tardíamente. Hecho éste que me recuerda a otro destacado narrador dominicano: don Virgilio Díaz Grullón, quien en cada conversación o entrevista que solía ofrecer, aprovechaba para hablar de la razón por la que postergó su aparición temprana en el MUNDO de las letras. Un cuento suyo fue calificado por la crítica dominicana como plagio de El cuchillo, del profesor Juan Bosch. Este plagio inconsciente crearía un trauma en el autor de Un día cualquiera, quien no publicaría hasta alcanzar los treinta y cinco años.

Aunque ambos escritores dominicanos debutan tarde en las lides literarias, me arriesgo a decir que en el caso de Gautier se debió a sus múltiples compromisos en la bien ganada y aprovechada carrera de arquitectura, la que como escuché una vez dijera, le sirvió de simiente en la otra carrera, igualmente exitosa, con la que toda Quisqueya y el extranjero le conoce y celebra ahora, en el arribo de sus ochenta fértiles años.
No quería, bajo ninguna circunstancia, acallar mi voz este primero de agosto en el que, Manuel Salvador Gautier (80) y el periódico Listín Diario (121); dos íconos incuestionables de la cultura dominicana, CELEBRAN DOSCIENTOS UN AÑOS DE HISTORIA, INFORMACIÓN, EDUCACIÓN; DE BUEN Y ENRIQUECEDOR DECIR.

LA TERCERA ORILLA DEL RÍO:


Hay un cuento que no puede ser descrito. Jean Paul Sartre decía, tratando de explicar desacertadamente la narrativa, que un cuento, o una novela, podía ser “contado” por el lector, aunque éste utilizara sus propias palabras. Un amigo puede acercarse a mí y preguntarme: ¿De qué trata esa novela, qué cuenta?, y yo puedo narrarle toda la historia con mis propias palabras, no necesariamente utilizando las del autor. Para él, esa cualidad significaba que la narrativa no podía ser considerada como una forma de arte.
Pero hay una historia que no puede ser descrita de esa manera, a no ser que se lea la propia obra literaria. Debe haber algunas más, por supuesto, pero por ahora solamente puedo reconocer esta: “La Tercera Orilla del Río”, de Joao Guimaraes Rosa. ¿Qué decir de Guimaraes Rosa? El célebre, casi mítico autor de “Gran Sertón: Veredas”, escribió un cuento mágico, inexplicable en su ambigüedad, pero nada difícil en su lectura; no es un cuento hermético en su lenguaje, inescrutable a la primera ojeada. Las márgenes de ese río imaginario que es el lenguaje (“que no cesa”, nos dice Guimaraes refiriéndose al río del cuento) se desbordan hasta la infinitud en este cuento incalificable.
“La Tercera Orilla del Río” ocurre en una comunidad rural de Brasil llamada Minas Gerais. No sé lo que significa ser brasileño, mucho menos el significado de ser de Minas Gerais, que es la provincia natal del autor. Soy oriundo de una isla pequeñita dividida en dos países, la República Dominicana debe caber varias veces en el vasto territorio de Minas Gerais. Allí vive una familia común, ni mejor ni peor que las demás, a la orilla de un río sin orillas (un “río sin orillas” como el de Faulkner, el autor de esta frase feliz que en su caso se refiere al Misisipi), inmenso e ingobernable, “ancho de no poder verse la otra orilla”, nos comenta Guimaraes Rosa. No obstante, sabemos que la segunda orilla se encuentra del otro lado, aunque invisible. Para esas gentes, esos ríos deben ser comunes, mediocres, para nosotros son maravillosos. Un día, cualquier día, el padre decide construir una canoa. La arma, y luego se muda al centro del río, para siempre, abandonando su vida anterior y al resto de la familia. Podríamos comparar al padre con algún Noé tropical, el propio autor nos habla un poco acerca de esta comparación injusta, pero en este caso no hay intervención divina en todo el proceso. Sólo sabemos que la decisión del padre es inexplicable, así como es definitiva.
Algo extraordinario ha ocurrido en un pueblo ordinario. Algo incomprensible. El padre se quedó allí, medio a medio del río, y decidió no volver nunca más. “Lo extraño de esta verdad espantó a la gente”, nos revela el autor. La familia trata de continuar con su vida ordinaria, los hijos crecen, se hacen mayores y forman sus propias familias, la madre envejece, algunos hijos se marchan del pueblo. Se le suministra comida al hombre solitario en la canoa dejándole viandas en una cueva cerca de la orilla. La imagen de este hombre, el acto que ha cometido, no es simbólico, puesto que no significa nada ulterior o diferente; no es alegórico; sólo es ilógico e indescifrable.
Guimaraes cambia frecuentemente la sintaxis de sus construcciones verbales, como yo hago muchas veces en mis obras. Aunque él lo hace con más frecuencia, convirtiendo estos cambios en parte de su estilo, sus cuentos tienen un aire campesino, rural; ocurren en el campo, en medio de la naturaleza, a veces salvaje. Su diálogo enrevesado, producto de su personal sintaxis, en ocasiones puede parecernos inculto, aunque, por supuesto, no lo es. Guimaraes Rosa fue un hombre muy culto, un erudito. El esfuerzo que impone escribir de esta manera –si lo sabré yo –demuestra una maestría incuestionable. Guimaraes dice, por ejemplo: “Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó (...)”, o también: “Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte”, etc., etc. Su estilo parece un diálogo surgido repentinamente en medio de un camino, irreflexivo y espontáneo.
Al mismo tiempo, Guimaraes Rosa trata de hacer sus construcciones con palabras que parezcan nuevas dentro de una oración de sintaxis diferente. Nos dice, por ejemplo: “Nuestra madre no se manifestaba mucho”, o también: “sin tener en cuenta su irse del vivir”, etc. Inventa frases difíciles y nuevas: “en lo encontrable”, escribe, o: “los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo” (debemos advertir esta maestría: aunque esta frase aparenta redundante, la definición de “los tiempos” –como sinónimo de “la época” –no es la misma del “tiempo” final), o: “esta vida es sólo demorarse”, etc.
El padre decide marcharse al centro del río: ¿por qué? Para siempre, pero, ¿por qué? Su familia se afana en su regreso, lo acusan de maldad e irresponsabilidad. Su partida, espantosa, no afecta sólo a la familia, sino a toda la comunidad. Los notables del pueblo se reúnen tratando de buscarle una explicación al traslado, y a la vez una solución: está enfermo, cavilan, y no quiere contagiar al resto del pueblo con su mal; cuando tenga hambre y frío se cansará; está loco. El cuento está escrito en primera persona: lo narra uno de los hijos del padre en la canoa.
Hace muchos años, en la Roma imperialista que empezaba a ser cristiana, un fanático religioso llamado san Simeón (o más bien llamado originalmente Simeón el Estilita), un pastor venido del norte de Siria que se hizo monje como resultado de un sueño, se subió un día encima de una columna para estar más cerca del cielo, y duró allí 36 años. La diferencia entre la invención de Guimaraes Rosa, y este personaje real, radica en que la decisión de Simeón fue religiosa, ideológica, mientras que la del padre, ilógica y absurda, nos causa terror por su irracionalidad. Si este personaje imaginario hubiese tenido una motivación religiosa, la historia que se nos narra sería mucho más tolerable. El padre traspasó, de repente, un límite; compartimos con el hijo el estupor ante esa trascendencia que sólo entiende su protagonista.
Pero, ¿en qué género podríamos colocar este cuento, dónde puede caber? ¿Es realista, fantástico, pertenece al realismo mágico? Un hombre toma la decisión súbita de marcharse a vivir al centro de un río, encima de una canoa: es un cuento realista, puesto que este hecho es perfectamente posible, y está narrado a un nivel completamente real. Ninguna intervención científica o sobrenatural acontece, pero al mismo tiempo el hecho es tan extraordinario que parece fantástico, o realista maravilloso, a pesar de su gran simpleza. La ambigüedad de la historia, unida a la ambigüedad del lenguaje, provocan que el cuento sea indefinible.
La familia se ha ido alejando del hogar paterno. La propia madre se ha mudado ya del poblado natal; los hijos se han casado, han procreado otros hijos, nietos del hombre absurdo encima de la canoa; pero el narrador no ha podido apartarse de la orilla de ese río que lo llama; quizás por esta misma razón escribe la historia. Al final, ya adulto, “hombre de tristes palabras”, como se define a sí mismo, le hace al padre una petición desesperada: le suplica que le deje tomar su lugar en la canoa. La propuesta tiene un alto contenido dramático: “Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo...”, le grita, emocionado. “Ahora usted viene, no precisa más... Usted viene, y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!” Pero este deseo no llega a concretarse. Cuando el hijo observa que el padre ha aceptado la petición, y viene hacia él, huye despavorido al no decidirse a tomar ese lugar, esa herencia. Se ha acobardado, claro, pero no podemos culparlo. No entiende las razones del padre, y el tremendo amor filial, repetido a lo largo de toda la historia, escrita por él mismo, no es capaz de salvar la irracionalidad del hecho espantoso. El hijo no comparte las razones del padre; para él, lo que comete su progenitor envejecido es un sacrificio atroz, que él no es capaz de compartir.
Dudo mucho que el propio autor entendiera el alcance que la ambigüedad de su historia ocasionaría en los lectores. Se ha escrito acerca de la semejanza de ese padre irracional con Dios (bueno, es cierto que no entendemos las cosas de Dios), no con cualquier Dios, sino con el Dios de los judíos, así como se ha tratado de dársele a la obra de Kafka un significado religioso. Pero si esta fue la intención inicial del autor, el resultado ha trascendido este interés primigenio. Así como la obra de Kafka ya es entendida como la exploración intuitiva de la existencia del hombre contemporáneo, más específicamente del hombre del siglo XX, así mismo este cuento no puede ser limitado a un significado puramente religioso, sobre todo porque Guimaraes Rosa, en ningún momento, lo manifiesta, ni siquiera lo deja entrever, no proporciona ninguna clave que nos resuelva esta adivinanza. La interpretación religiosa es una de tantas, aunque válida, claro está.
Esa Tercera Orilla que se nos refiere desde el principio, o más bien sólo al principio, es el misterio, lo inexplicable, lo intolerable. Un escritor como Bioy Casares se complacía en urdir tramas insoportables, incómodas para el lector, a través de lo inexplicable y lo absurdo, de los sacrificios extremos e inmanejables, aunque en sus cuentos participa de alguna manera lo científico o lo sobrenatural; Guimaraes Rosa, en un pueblito a orillas de un gran río (el Amazonas o el Orinoco), en Minas Gerais, ha construido una historia que sólo puede ser narrada una vez, por él mismo, cuya trama nos espanta tanto como nos deja boquiabiertos por su originalidad.
La influencia de ese cuento en mi propia obra es notable. Escribí una vez un cuentecito de menos de una cuartilla, basado en esta Tercer Orilla imaginaria y horrible; pero su influencia en mí es mucho mayor. Debido a que Bioy Casares es uno de mis escritores preferidos, es posible entonces que tenga alguna atracción inconsciente hacia lo intolerable. La irracionalidad característica no del cuento en sí, es decir, no de su forma, sino del hecho que acontece en la narración (irracionalidad que es compartida por el narrador, el hijo que no entiende, y no entenderá, aunque se le dio la oportunidad de compartir el secreto, los motivos de su padre), es posible que haya surgido producto del azar, como sucede innumerables veces en el arte. Es decir: Guimaraes Rosa no sabía exactamente lo que estaba escribiendo.
Vamos, por un momento, a tratar de tomar el lugar de Guimaraes Rosa. Quiere escribir un cuento sobre un hombre que, como Noé, decide construir un aparato para navegar. Lo hace, esta vez ayudado por otro hombre. Como Noé, su familia no entiende qué es lo que hace, o por qué lo hace. Su convicción es ciega e inapelable. Construida la canoa, o el arca, decide partir hacia el centro del río. Si hubiese sido Noé, o por lo menos el Utnapishtim del “Poema de Gilgamesh”, hubiese construido su aparato esperando un diluvio, o quizás el desbordamiento del río. Noé había sido instruido por Dios para salvar a su familia de este diluvio, y a una pareja de todos los animales terrestres del mundo, para que, en el momento en que bajasen las aguas, el planeta se repoblara de seres vivos. Pero supongamos que Noé haya tomado su decisión sin ninguna intervención divina. Supongamos que el diluvio no acontezca, que el propio Noé sepa que el diluvio no llegará. Que Dios no le haya hablado, que no haya tenido un sueño como el de Simeón; o si tuvo el sueño o la pesadilla, o si Dios le habló, no lo sabemos ni lo sabremos nunca. Que Noé construya su arca gigantesca, busque los animales que pueda, obligue a su familia a vivir en ella, pero no ocurra la inundación, y la historia de ese Noé mediocre sea exiliada de la Biblia o de cualquier otro libro sagrado. Vamos a quitarle a Noé todo significado religioso, vamos a apartarlo de Dios. Ése es el mecanismo del cuento de Guimaraes Rosa.
La huida del hijo espantado, su sorpresa al comprobar que su padre venía hacia él para cederle su lugar, lo convierten en una nadería, en un vástago inútil, en el ser vacío que siempre ha sido, que sólo contempla sin hacer. Puesto que su vida se encuentra unida inexorablemente a la de su padre, que ha afectado profundamente al resto de su familia, su acto ha trastornado a su descendencia de forma irreversible; su acto, aunque furiosamente individual, afecta para siempre a los demás; entonces, luego de la petición final del narrador, y de su rechazo a algo que él mismo había pedido, sólo le queda la muerte. Luego de cometida la cobardía, el hijo se reconoce poca cosa: “Soy el que no fue, el que va a callar”, nos dice; una declaración tremenda –la de dirigirse conscientemente hacia el silencio –debido a que debemos recordar que ese hijo es el que habla, es el relator de la historia. Reconoce: “Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo”. Su cobardía lo ha borrado, su destino es el olvido. Lo ha llevado a aceptar, al final, lo que realmente es: solamente un simple y sencillo ser humano.

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LOS VALORES TRADICIONALES

Es indudable la composición conservadora de la mayoría de las instituciones de la República Dominicana, públicas y privadas. Una de las respuestas que más escuchamos para explicar el problema actual de la violencia en nuestro país, por aquellos que se han apropiado de las más importantes instituciones dominicanas, es que se han perdido los que, según estos entes conservadores, serían los “valores tradicionales”. Una explicación reaccionaria, por supuesto, que nos envía de inmediato al paraíso del pasado. ¿Qué son los “valores tradicionales”? ¿Ir a la iglesia todos los domingos, tal vez, acostarse a las diez de la noche (recordemos aquel infame mensaje balaguerista por la televisión: Son las Diez de la Noche, ¿Sabes Dónde Están tus Hijos?)? O quizás: discriminar a la mujer y a los homosexuales, a los negros y a los pobres, a los haitianos, que deben reconocer cuál es su lugar (vamos a recordar también que en el Teatro Colón, o en el Estadio Cibao, los negros debían sentarse detrás, separados de los blancos y de los mestizos). Cada quien debe saber cuál es su lugar: los hijos, que deben ser educados con la vara y la correa; los gays, que no deberían tener derechos; los budistas, los islamistas, los ateos, los hinduistas, que no son cristianos. También es un “valor tradicional” la idea de que se necesita un gobierno fuerte para evitar los desafueros: no besarse ni acariciarse públicamente, creer en Dios por sobre todas las cosas (lo que significa discriminar a los que no creen en Dios por sobre todas las cosas), desrizarse el pelo para que parezca “cabello bueno” (el otro, el pelo crespo, es “cabello malo”), tener la cortesía falsa de ofender a los demás privadamente, vestirse recatadamente, mandar a matar a los enemigos por cuestiones políticas o económicas sin hacer todo un espectáculo por ello, asesinar a todos los delincuentes en las calles.
¿A qué nos han llevado todos esos “valores tradicionales”? ¿Al progreso, al desarrollo social? ¿Estábamos mejor, o éramos mejores, antes, que ahora? Si necesitamos un cambio de mentalidad para sacar al país de la desazón y la desigualdad social, entonces necesitamos cambiar también todos esos “valores tradicionales” que nunca han servido para nada, a no ser para que algunos reaccionarios prolonguen nuestro atraso reclamando que se vuelva a esos “valores” de nuestra “tradición”. ¿Debemos volver a la época de Trujillo, o a los 12 años de Balaguer, en los cuales se defendían a rajatabla esos “valores tradicionales”? ¿No deberíamos crear otra clase de valores, más humanos, menos discriminantes, más civilizados? Si no dejamos atrás todos esos “valores tradicionales”, la sociedad dominicana continuará fracasando constantemente en algo que ya no creemos que sea su objetivo final: el progreso de la gente, sobre todo de tanta gente pobre que no tiene ninguna oportunidad de ascenso social, por culpa de una burguesía que se aferra a esos “valores tradicionales” (uno de esos valores: el pobre merece ser pobre, el rico merece ser rico). O quizás el objetivo de la República Dominicana sea el de regresar a esos “valores tradicionales” con los cuales habrá muchísima gente pobre también pero... serían pobres privados, íntimos, que tendrán la cortesía de no mostrarse públicamente.

LA MUERTE DE SARAMAGO

JOSÉ SARAMAGO FALLECE EN LANZAROTE A LOS 87 AÑOS







El escritor José Saramago, Premio Nobel de Literatura, ha fallecido este mediodía en la localidad de Tías (Lanzarote, España) a los 87 años de edad. Sin duda, fue unos de los escritores más conocidos y apreciados en el mundo entero. Su literatura y el compromiso moral con la sociedad de su tiempo le convirtieron en una voz crítica frente a las injusticias y desigualdades del mundo. “Escribo para comprender”, confesaba el autor portugués.



La directora de Alfaguara España, Pilar Reyes, ha lamentado la pérdida de José Saramago en nombre de toda la editorial y del Grupo Santillana: “Este es un momento difícil de asumir. Con él se va no sólo un gran escritor sino un intelectual comprometido, un ciudadano honesto. Publicamos su primera obra en 1994 con la aparición del libro de relatos Casi un objeto. Desde entonces, con más de una veintena de libros, su obra se convirtió en una columna fundamental de nuestra editorial”.



La celebridad y el reconocimiento a escala interna­cional le llegaron con la aparición, en 1982, de su ya legendaria no­vela Memorial del convento, a la que siguió El año de la muerte de Ricardo Reis. En esta última, su precisa y sentimen­tal indagación del universo de Fernando Pessoa —a través de uno de sus heterónimos— se convirtió casi de inmediato en una obra «de culto» que cruzó todas las fronteras. El trabajo narrativo de José Saramago gozó desde entonces de una admiración sin límites. Otros títulos importantes publicados en Alfaguara son Manual de pintura y caligrafía, Casi un objeto, Historia del cerco de Lisboa, La balsa de piedra, El Evangelio según Jesucristo, Todos los nombres, Levantado del suelo, Ensayo sobre la ceguera, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, Poesía completa y Cuadernos de Lanzarote I y II. Alfaguara ha publicado también el libro de viajes Viaje a Portugal y el relato breve El cuento de la isla desconocida. En el año 1998 recibió el premio Nobel de Literatura.



En su libro Las pequeñas memorias (Alfaguara, 2007) Saramago decía: “De alguna forma sigo siendo un campesino. Parece disparatado decirlo pero sólo yo puedo saber lo que llevo de campesino dentro de mí. El pasado está lejos pero nunca me he podido separar de él, del niño que fui”. Su fina ironía fue una de sus herramientas literarias más poderosas. En su hermoso libro, El viaje del elefante (Alfaguara 2008), Saramago reflexionaba sobre la condición humana y nos hacía sonreír a lomos de Salomón, un elefante indio que parte de Lisboa para emprender un asombroso viaje a Viena. Su última novela publicada fue Caín (Alfaguara 2009) en la que, con la distancia que le permite la ironía y la cercanía que le otorga un compromiso apasionado con los hechos que narra, Saramago nos regalaba una cruda a la par que humorística parodia del gobierno del cielo.

Alfaguara estaba trabajando en estos momentos en dos nuevas obras de José Saramago. Por un lado, el segundo volumen de El Cuaderno, que recoge sus comentarios de su blog, y el libro Saramago en sus palabras, preparado por Fernando Gómez Aguilera y que conforma un corpus de reflexiones personales, literarias, ideológicas y políticas elaborado a partir de declaraciones del autor en la prensa escrita.



La capilla ardiente de José Saramago se instalará a partir de las 17 horas local (las 18 horas en la Península) en la Biblioteca José Saramago (C/Los Topes, 3), en la localidad de Tías (Lanzarote).



FRASES DEL AUTOR:

«Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía. Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexión, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte.» (Última entrada en el blog de José Saramago, bajo el título “Pensar, pensar”).

«Escribo para comprender, y desearía que el lector hiciera lo mismo, es decir, que leyera para comprender. ¿Comprender qué? No para comprender en la línea que yo estoy tratando de hacerlo; él tiene sus propios motivos y razones para comprender algo, pero ese algo lo determina él.»

«En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que soy hoy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.»

«La importancia que puede tener usar una palabra en vez de otra, aquí, más allá, un verbo más certero, un adjetivo menos visible, parece nada y finalmente lo es todo.»

«Un libro es casi un objeto. Porque si es verdad que es algo voluminoso, que se puede tocar, abrir, cerrar, colocar en un estante, mirar e incluso oler (¿quién no ha aspirado alguna vez el aroma de la tinta y el papel ya fundidos en una página?) también es verdad que un libro es más que eso, porque dentro lleva, nada más y nada menos, la persona que es el autor. De ahí que sea necesario tener mucho cuidado con los libros, enfrentarse a ellos dispuestos a dialogar, a entender y a tratar de contarles lo que nosotros mismos somos. Los buenos libros, que es de lo que aquí se trata, están hechos con la honestidad y el trabajo de autor, luego hay que tratarlos también con honestidad y sin regatear esfuerzos.»

«Llevamos siglos preguntándonos los unos a los otros para qué sirve la literatura y el hecho de que no exista respuesta no desanimará a los futuros preguntadores. No hay respuesta posible. O las hay infinitas: la literatura sirve para entrar en una librería y sentarse en casa, por ejemplo. O para ayudar a pensar. O para nada. ¿Por qué ese sentido utilitario de las cosas? Si hay que buscar el sentido de la música, de la filosofía, de una rosa, es que no estamos entendiendo nada. Un tenedor tiene una función. La literatura no tiene una función. Aunque pueda consolar a una persona. Aunque te pueda hacer reír. Para empeorar la literatura basta con que se deje de respetar el idioma. Por ahí se empieza y por ahí se acaba.»

LA POESÍA DE RAMÓN PERALTA:

El poeta no se reconoce en el tumulto, aunque sí en la más acogedora soledad. Parecería que el escritor escribe para sí mismo y no para los demás, y una sociedad que llegue a ese estado de confusión espiritual se encuentra camino a su inexorable esterilidad. Se le exige a un escritor que sacie hambres materiales, porque el fin de toda nuestra sociedad es la materia; que se manifieste contra la injusticia y la necesidad económica; que ejerza la filantropía; que sea políticamente correcto; pero esas no son las funciones de un poeta. Si lo hace por sensibilidad personal, porque esos fines son muy loables, esa es su libertad, pero no su obligación. El hambre que debe saciar es de otra índole, su función es metafísica. “Si estas líneas no dicen un después, si no saben abrir”, nos revela Ramón Peralta, “han sido sólo un juego, una vieja mentira”.


Hace más de quince años (en otro siglo, incluso: ya podemos decir esto refiriéndonos a individuos aún vivos, y jóvenes), Ramón publicó un pequeño libro de poemas titulado “Eternidades” (aunque ni remotamente parecidas a aquellas “Eternidades” líricas de Juan Ramón Jiménez). Ese libro –su primer y único libro- que al principio fue un pequeño volumen, editado modestamente, se ha ido convirtiendo poco a poco en un gran libro. A partir del título el poeta empieza a criticar la realidad: “Eternidades”, en la época de lo efímero y lo superficial.

Ramón Peralta coincide con otros poetas jóvenes de su lengua en el descubrimiento de cosas nuevas que deben ser nombradas en un mundo nuevo. Casualidades que pueden ser localizadas y que marcan de alguna forma las preocupaciones de nuestra época. Giannina Braschi, poeta puertorriqueña radicada en Estados Unidos, escribe en su libro “El Imperio de los Sueños” este verso: “Detrás de la palabra está el silencio”; Ramón Peralta, más radical, empieza “Eternidades” con éste: “Detrás de la palabra está la nada”. Peralta no llega a la desnudez imaginativa de la Braschi, pero su poesía, muy rítmica, le gana en profundidad, así como la puertorriqueña lo hace en riesgo formal. Pero en ambos poetas se pueden notar preocupaciones comunes: la aceptación de la ciudad como lo inevitable y lo deshumanizante, un característico pesimismo, cierta melancolía en la indiferencia, la falta de compromiso social, la escasez de imágenes, el escribir con formas coloquiales.


El poeta se reconoce sólo en el individuo porque escribe prácticamente sobre sí mismo. No puede escribir historias épicas, puesto que la multitud le pertenece al poder y a la materia. Al cuerpo y al deseo: al mercado. Escribe, entonces, sobre sí mismo. Peralta escribe sobre sí mismo, pero si es sincero, y escribe verdadera poesía, toda la humanidad debería reconocerse en él. “Detrás de la palabra está la nada”, detrás de la poesía sólo la esterilidad y el vacío. Hasta Dios se definió a sí mismo como El Verbo. Una degeneración del lenguaje sugiere una degeneración mayor, una corrupción de El Verbo, del mundo, del universo, de una de las definiciones de Dios. Por eso este poeta se ocupa de elevar el nivel de un lenguaje cuya pureza se nos presenta ya como un acto de rebeldía.


Existen dos poemas de Ramón que quiero compartir. El primero de ellos se titula “Horizonte”:

Cada vez que salgo dejo en el sillón mi foto

(lo que en ese instante soy)

entonces, ya en la calle mi carne se abre hacia el fin

y una voz que es sólo ruido en mi voz comienza a hablar

hasta que lo incierto abarca de pronto mi nombre

pero a pesar de todo, mi carne puede volver

y abro, entonces, la puerta y veo sobre el sillón

la foto de un hombre extraño

que me pregunta siempre: pero, ¿quién eres tú?

El poeta se desdobla: no se reconoce en aquello que sólo es carne que sale y luego regresa sin ningún sentido, ni en el ruido de su voz que habla como fingiendo, como si no hablara Él Mismo. “Mi carne se abre hacia el fin”, dice, como si se abriera hacia lo desconocido, a la posible muerte en la calle que puede traer un final (¿deseado?); se reconoce todo él en su nombre, como si estuviese construido de lenguaje. “¿Quién eres tú?”, le pregunta la fotografía, como si al volver ya fuese otro hombre, como realmente lo es: ya cambió, ya envejeció, aunque imperceptiblemente.


El segundo se titula “Cierto Día”, y tiene la misma melancolía urbana y reflexiva del anterior:

De repente este día ha perdido su nombre

era lunes ayer, pero sé que hoy no es martes,

mis manos son ahora un espanto en mi carne

y ese siempre sin fin ahora deja de ser

cada cosa ya es solamente misterio

esta palabra agua nunca ayer la bebí

este día es la puerta, por fin, sin dibujar

este día termina si es que encuentra su nombre.

Perdido en la rutina, el poeta ansía un cambio del orden, un poco de caos, la vuelta al misterio. De nuevo, la esencia de las cosas es su nombre, todo está hecho de lenguaje (bueno, debemos reconocer que, en el poema, todo está hecho de lenguaje). Si hoy me despierto y descubro que ayer era lunes pero hoy es miércoles (como un Gregorio Samsa invertido), ¿qué pasaría? Sin duda sería más feliz, puesto que algo ha cambiado en mi vida rutinaria, chata y sin sentido, no se sabe por qué, pero algo lo ha hecho. No ha cambiado el tiempo, lo cual es imposible, pero sí el nombre de los días. El concepto. El Nombre, que puede ser trastocado por los seres humanos. De nuevo, una referencia al lenguaje. El misterio despierta cuando abrimos una ventana y distinguimos un nombre nuevo para algo que no existe.


El reconocimiento del poema es un proceso físico, la íntima y profunda emoción que puede causar, generada por las palabras en sí mismas, la certeza de que tal o cual texto es bueno porque algo dentro de mí me lo indica de forma inexplicable. Tomo el papel escrito, leo, y acontece el deslumbramiento. Entonces, ¿cómo reconocer que algo es poesía, o que algo que leo no lo es? ¿Llevando el cálculo de las imágenes, los ritmos, las metáforas, con ese oficio de entomología? No, si todo ocurriese de esa manera, el poema no tendría ningún sentido. Es más: si todo ocurriese de esa forma, habría alguien escribiendo un poema diametralmente opuesto a ese oficio académico. La poesía surge como un proceso físico, hormonal, erótico, que me grita que estoy ante un poema, que alguien quiere decirme algo que no sé o que quizás sé pero aún no he reconocido, que hay cosas sin nombre, cosas que andan por el mundo buscando un nombre, saltan sin descanso del papel o brotan porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Algo está dormido dentro de mí y si el poeta escribe, por ejemplo:

para qué empezamos esta ternura prohibida

si no hay adiós ni hay olvido que destruyan

si condenado a lo eterno está lo que empieza

fue la locura quizás quien dirigió el destino

y la soledad de vernos siempre sin nosotros

(unos versos que parecen recordarnos un problema amoroso, pero que no hablan necesariamente de ello), entonces eso que está dormido se despierta y se revuelve dentro de uno.


¿He definido de alguna forma a Ramón Peralta? Me parece que sí. Aunque, claro está, mínimamente.


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