ABORTO E HIPOCRESIA

Hace más de veinte años, en Argentina, una mujer embarazada estaba en peligro de morir, víctima de una enfermedad coronaria que provocaría su muerte debido al esfuerzo de dar a luz. La mujer trató de ventilar su caso en los tribunales, pero la ley era clara, demasiado precisa: el aborto estaba prohibido, esa persona debía morir inevitablemente, o realizarse un aborto clandestino, con el agravante de que, ya que su caso se había hecho público, el conocimiento de la interrupción del embarazo les acarrearía la cárcel, a ella y a los médicos que la atendieran. Al final, incapaz de ganar su caso, estigmatizada por los medios de comunicación, esa mujer falleció al parir, como habían predicho los doctores, y el niño que intentaba traer al mundo también murió con ella. ¿Quién se considera vencedor en este caso avergonzante y trágico? ¿Ganó Dios, la religión, el estado, la democracia?
El aborto debe ser aprobado para casos específicos, como éste, por ejemplo. Cuando la vida de la madre corre peligro, se debe permitir que esa madre tome la decisión de interrumpir el embarazo sin que su acto le acarree consecuencias legales. No es posible que una mujer se encuentre condenada a morir por el hecho de que la sociedad repruebe un acto que le salvará su propia vida. Esa mujer, condenada a morir por una ley que busca, supuestamente, “salvar vidas”, representa la realidad más dura y extrema de un tema que no ha sabido debatirse debidamente por la intromisión dogmática de la religión.
La mayoría de las voces que se oponen a esta clase de aborto terapéutico, son masculinas. Los hombres no están de acuerdo con la aprobación del aborto, pero los hombres no salen embarazados. La intromisión de la iglesia en las cuestiones de estado –la no separación entre la iglesia y el estado, en fin –provoca esta clase de confusiones y de debates estériles. Una sociedad verdaderamente democrática debe acostumbrarse a legislar para todo el mundo: para los musulmanes, para los ateos, los católicos, los mormones, los judíos. Las minorías deben ser protegidas en un estado verdaderamente democrático, puesto que la mayoría tenderá a avasallarlas. En una sociedad democrática se gobierna para todos, puesto que, al menos teóricamente –debemos puntualizar el aspecto teórico en estas sociedades tercermundistas-, en una democracia todos tenemos los mismos derechos. Una religión determinada –aunque sea mayoritaria –no puede esperar que se gobierne con leyes dirigidas a sus feligreses, pero que deben cumplir todos los demás. Los miembros de otras organizaciones religiosas, los independientes, los que quieren formar su propia secta, tienen el mismo derecho que los miembros de esa religión mayoritaria. Por supuesto, ninguna religión podrá entender esto, en principio, debido a su característico dogmatismo.
Pero una religión no necesita entender algo así. Le concedemos eso. Esa es la ventaja de tener un estado completamente laico: ni siquiera se estuviese debatiendo la presión descomunal de una iglesia determinada sobre la sociedad dominicana. El debate no recaería sobre la iglesia católica, sino sobre lo que verdaderamente interesa: el aborto, el derecho de la mujer a decidir sobre su propia vida. Ese debate sería más sincero, más justo, más abierto, y por lo tanto más democrático. Menos contaminado por ideologías medievales. Los políticos dominicanos han fallado (podríamos más bien decir: no les ha interesado) en estructurar un estado laico y democrático.
Yo no espero que los legisladores aprueben esto. No lo harán. Creer otra cosa es no conocer bien a nuestros legisladores. La reforma de la Constitución Dominicana ha llegado en mal momento. Lo que pretendía ser una constitución progresista, liberal, democrática a carta cabal, como deseaba el poder ejecutivo, se ha ido convirtiendo paulatinamente en un monstruo que legalizará la discriminación –a los homosexuales –la xenofobia –a los inmigrantes, pero sobre todo a los haitianos -, y que permitirá que, en “favor de la vida”, una mujer muera sin defensas ni apelaciones, por obra y gracia de un sacerdote que no se ha casado, que nunca se casará y que nunca tendrá familia –y que, claro está, no es una mujer embarazada.
El supuesto debate ético sobre la legalización del aborto no es tal. Es un chiste, un espectáculo. Se mete en un mismo saco todo tipo de aborto, pero se hace de una manera alevosa, con conocimiento de causa. Es muy sencillo decir en un programa de televisión, o de radio, o en el púlpito de una iglesia: Estamos a favor de la vida, estamos en contra del aborto. Es muy fácil, demasiado quizás, darle la espalda a la realidad, refugiarse en cánones obsoletos o en costumbres estériles, pero sumamente cómodas. Es muy sencillo dejar todo como está, aunque esté mal. Apostar a lo conocido, no tener ningún tipo de responsabilidad. Esa irresponsabilidad consuetudinaria es una característica común a todos nuestros debates y nuestras propuestas de cambio.
Por suerte para nosotros –Dios nos perdone –se seguirán practicando abortos ilegalmente, ahora con más asiduidad, porque todos sabemos que el aborto terapéutico se realiza en nuestros centros de salud, sin mucha alharaca, para no levantar la ira de alguna figura religiosa importante dominicana escapada del siglo XVIII. Aunque con el riesgo de perder sus vidas, debido al ocultamiento, a la clandestinidad, las mujeres se seguirán practicando abortos. La realidad –me parece que es sumamente difícil mostrarle la realidad a cierta gente, que vive en el limbo de los privilegios, o de los intereses –es que, a medida que las leyes contra el aborto son más fuertes, más estrictas, la cantidad de abortos aumenta, así como la muerte de mujeres que se lo practican en circunstancias deplorables. Esas muertes, por supuesto, no recaerán sobre las consciencias de ningún sacerdote, de ningún monseñor.
Los legisladores no aprobarán la legalización del aborto, ni siquiera de la muerte del embrión –porque eso es lo que es, no vamos a caer en eufemismos baratos –en circunstancias especiales, como lo sería el riesgo de muerte de la madre. La mujer no puede decidir si debe seguir viviendo, o no. Esa decisión les corresponde a los hombres, pero ni siquiera a sus maridos, a los padres de las criaturas, sino a los legisladores y, por supuesto, a uno que otro sacerdote católico. Esa es la sociedad que nos ha tocado padecer: una en la que un católico es mejor que yo, tiene más derechos que yo, y, claro está, aunque yo sea un creyente apasionado en un Jesús que me absolverá con más dulzura que a otros que se creen a las puertas de un cielo esquivo para algunas almas muertas, también encuentran el camino al corazón de nuestros legisladores con más propiedad que yo, tan desconocido, tan iconoclasta y tan rebelde.

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