El 24 de abril del año 1915 empezó uno de los
procesos más oscuros de toda la historia de la humanidad: el gobierno de los
Jóvenes Turcos, durante el Imperio Otomano, intentó por ocho años, hasta el
1923, erradicar por completo la cultura y el pueblo armenios de su territorio.
A marchas y trabajos forzados, obligados luego a permanecer en terribles campos
de concentración, entre un millón quinientos mil y un millón setecientos mil
armenios (como siempre, la estadística no es capaz de dar una cifra exacta) murieron
en circunstancias espantosas, de cansancio, de sed, de hambre.
El
24 de abril del año 1965, la República
Dominicana inició una guerra civil para devolver al poder al
presidente elegido democráticamente en 1963, y derrocado siete meses después
por las fuerzas armadas del país. Esa guerra civil finalizó, en el mismo año,
con la segunda invasión de los Estados Unidos a la República Dominicana.
No quiero de ningún modo comparar la tragedia que se inició en 1915 para los
armenios con la revolución dominicana, sólo intento hacer notar cómo
compartimos con ese pueblo fronterizo entre Europa y Asia el aniversario de la
violencia y el dolor.
Cien
años después de la masacre y la barbarie, nadie se decide a pedir perdón. El
gran pueblo turco, que debería alejarse de cualquier pasado oprobioso que
manche su rica historia cultural, debería aprender a aceptar y a pedir perdón.
Postrarse de rodillas tocando el suelo con la frente, erguirse, abrir los
brazos hacia el cielo y dirigirse a los espíritus de los millones de muertos. O
quizás dirigirse a los millones de armenios vivos, con humildad y valentía. Los
alemanes actuales no son los nazis del pasado, que crucificaron judíos en
Ucrania. Los turcos de hoy no tienen por qué ser los turcos del pasado.
Mientras no se acepte la realidad del genocidio y el holocausto, no podremos,
ninguno de nosotros, dormir en paz como seres humanos.
Pero
esto también nos lleva a un planteamiento menos práctico y, quizás, mucho más
espiritual: todos somos armenios. Los dominicanos, que hemos sido invadidos
innumerables veces por potencias extranjeras (España, Francia, Inglaterra,
Estados Unidos…), y otras veces por naciones que no son potencias -pequeños
países autodeclarados imperios, como Haití-, pero que nunca hemos invadido a
nadie, país pequeño y pobre que apenas puede contener a sus diez millones de
habitantes, somos también armenios, así como somos palestinos, judíos o
haitianos. Los turcos, los rusos, los estadounidenses, todos los miembros de la Organización de las
Naciones Unidas: admitamos el año entrante, aprovechando el Centenario del
Holocausto, que todos somos armenios. Que un millón y medio de muertos son
suficientes; es más, un solo asesinado es suficiente para pedir perdón. El
holocausto armenio, el holocausto judío, las muertes de palestinos en Gaza, los
muertos del ébola (los muertos de la miseria y la desigualdad), un niño muerto
por un misil de Hamás, los muertos en Irak. Las diferencias en las cifras sólo
hacen más terrible el recuerdo histórico de las tragedias: un solo muerto es
suficiente. Cuando un imperio intenta erradicar toda una cultura, una religión,
un idioma, una forma de vida, tratando de desaparecer al pueblo entero, me
parece que es causa suficiente para pedir perdón.
Yo,
a nombre de los turcos, de los norteamericanos, que nunca pedirán perdón, de
los israelíes, de Hamás, pido perdón. Le pido perdón como ser humano al pueblo
armenio. Perdón.
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