I
René
Rodríguez Soriano
publicó un libro titulado Su nombre,
Julia en el año 1991. Ese libro contiene un cuento del mismo nombre, que se ha convertido
en un clásico de la literatura dominicana. René es autor de poemas, cuentos y
novelas que no lo parecen; sus novelas dan la impresión más bien de ser poemas
largos o recopilaciones de cuentos. Conocía su obra, llegué a verlo más de una
vez leyendo sus cuentos o impartiendo una conferencia sobre la cuentística
dominicana, pero lo conocí realmente durante la
Feria del Libro de Santiago, en
el año 2005, en la cual se le hizo un homenaje. Tuve la oportunidad de
introducir su obra a un público de mi ciudad natal que ya lo conocía y que, sin
embargo, no me conocía a mí para nada.
René es un caso único en nuestras letras, me
parece. En este momento debemos contextualizar al lector sobre una etapa
crucial de la literatura dominicana. René comenzó
a publicar en revistas y periódicos un poco antes, muy joven, en la década del
setenta del siglo pasado, pero fue en la década del
ochenta cuando su obra empezó a tener difusión y notoriedad. Luego de una época
represiva en la República Dominicana, conocida como la era de
los Doce Años de Balaguer, terminada en 1978, empezó la transición hacia la
democracia en el país, una época de apertura inédita luego de años de censura,
de libros e ideas prohibidos, polarización ideológica y escritura panfletaria (y
necesaria, no nos engañemos). La obra de René se concentra en la forma, en el
lenguaje, lo cual lo acerca a la llamada Generación del 80 que
surgió con los jóvenes de esta apertura democrática, con los cuales él mantiene
intereses comunes. A pesar de tener una obra anterior, a René, como a esta
generación, no le preocupan los contenidos políticos o colectivos. La esencia
es el individuo, la existencia, la insatisfacción vital, la sexualidad, el
amor. La obra debe tener un sentido en la forma, más allá del contenido en sí
mismo, lo cual era insólito en la literatura dominicana, preocupada por
intereses sociales arrastrados desde la
Era de Trujillo, la revolución de
abril del 65 y la posterior invasión norteamericana del mismo año (tenemos,
claro está, una generación literaria nacional llamada Generación de Posguerra),
los doce años de la dictadura ilustrada de Joaquín Balaguer.
El escritor, entonces, se
enfrenta a un dilema que comparte con autores de su propia generación, o anteriores,
como Andrés L. Mateo, o poetas como Franklin Mieses Burgos: decidirse por una
literatura de contenido social, debido a un humanismo intrínseco a estos
autores («éramos, sobre todo, contestatarios», escribe René en algún lado), y
al mismo tiempo enfrentarse al desencanto y al pesimismo de la época, que lleva
al existencialismo y a lo ontológico. Por supuesto, en este caso gana lo
existencial, lo individual, independientemente de que, como telón de fondo,
como atmósfera, aparezca la realidad de un país en constante ebullición social.
René, con sus cuentos de factura impecable, con personajes preocupados más bien
por su efímera satisfacción sexual, la insatisfacción ideológica, su seguridad
económica, la contemplación de la realidad sin decidirse a actuar, la insatisfacción normal
por la democracia que tanto se anheló y que descubrimos de pronto su imperfección,
se convirtió en profeta en esa década. Escrita con una pulcritud luminosa, el
ambiente de su obra es urbano, clase media. Su lenguaje es ambiguo, no da nada
por sentado, se encuentra cómodo en una relatividad que hoy día nos parece tan
auténtica como en ese momento se nos mostraba tan nueva y extraña. No sabemos
nada, lo que creíamos establecido y puro quizás no lo es tanto. En “Su nombre,
Julia”, la única preocupación real del narrador es esa mujer que
es posible que ni siquiera exista.
El mal del tiempo, una novela que realmente no lo es, es un diario en el cual los
capítulos representan los días del protagonista, pero los títulos no se
corresponden con los nombres de las fechas, los meses o los años: uno se llama
“Cola de pez”, otro “Desmedida mesura”, otro “Madrugada remota”. Es como si el
autor quisiese reducir (o ampliar) toda su vida a lo poético, al lenguaje. Aún
en las entrevistas que ofrece, René trata de ser ambiguo, de que no sepamos
quién es, de que cada respuesta sea prácticamente literatura llevada hasta su
estado más puro, hasta el nivel del poema, que no necesita ni siquiera de la
realidad para ser algo. Ya pasaron los días en los cuales sus títulos intentaban
acercarse a la obra de Julio Cortázar (Todos
los juegos el juego, por ejemplo); es decir, homenajear a un clásico
admirado por el autor. Todos los juegos
el juego es un acercamiento lúdico a los libros de Cortázar, en especial a Historias de Cronopios y de Famas, y no
especialmente a aquél al que refiere su título (es decir, Todos los fuegos el fuego); no es sólo homenaje, creo yo, ni
reescritura, sino juego formal que lanza continuos guiños al lector de ambos
escritores. Ya pasaron los días de la juventud que se despreocupa y al mismo
tiempo es rebelde sin objetivos: su obra, fiel a sí misma, mantiene una coherencia
que se encuentra más bien en el lenguaje, pero al mismo tiempo ha alcanzado una
madurez que no deja de recordarnos que toda literatura es poesía. Aún en los títulos de sus
libros puede apreciarse este afán: Betún
melancolía, Canciones rosa para una
niña gris metal, Probablemente es virgen,
todavía, Tizne de nubes. El placer de la lectura
es total porque todo es lenguaje. La obra de René es divertimento y seriedad,
compromiso y rebeldía. Sus poemas, sus cuentos, sus novelas, sus artículos, sus
prólogos, sus reseñas de libros en la revista Arquitexto, sus
respuestas a las entrevistas (que innegablemente
forman parte de su obra literaria, creo yo), profesan
un humor que transmite, al mismo tiempo, algo de tristeza, de melancolía y de
desencanto. El principio de El mal del
tiempo lo aclara con creces: «Comienzo el día oyendo música. A eso de las
ocho de la mañana, sintonizo mi absurda existencia con Cristal Europa».
Ese libro es característico en cuanto a lo que quiero explicar: la historia
transcurre durante los duros doce años de
Balaguer, pero aunque el autor intenta que nos interese lo que sucede fuera de
sí mismo, es decir, el convulsionado ambiente social, con invasiones
guerrilleras, asesinatos políticos y represión policial incluidos, lo
importante es la propia existencia, el interior melancólico del personaje, que
todo lo contempla pero no actúa. El escritor puro. El cronista puro.
II
Pero, al mismo tiempo, René es un adorador.
Las relaciones entre parejas, su tema preferido y por lo tanto reiterativo, se nos
muestra como una forma de redención. En su caso es un adorador de la figura
femenina, de las mujeres cuyos nombres se repiten en diferentes libros y
cuentos (Laura, Julia, Claudia, muchas más), y cuya necesidad suponemos que se
encuentra más allá de una finalidad literaria. El amor como una forma de
redención, pero al mismo tiempo (y quizás debido a esto) la idealización de la
figura femenina, lo que podría significar que no es sólo La Mujer, sino una
meta, un símbolo. Pocas veces las relaciones amorosas han tenido un perseguidor
tan vehemente, hasta el punto de que ha dedicado un libro completo (El nombre olvidado, publicado por Ediciones
Callejón, San Juan, Puerto Rico, 2015) a la figura femenina, del cual se han
extraído tres cuentos para esta antología: “Juana”, “Nathalie” y “Keiko”,
aunque estas relaciones se repiten en otros libros, como en “Con Julia en LA”,
de su libro Solo de flauta (2013),
“Perseguir a Rita”, de El diablo sabe por
diablo (1998), “Desesperadamente buscando a Claudia”, de La radio y otros boleros (1996), “Su
nombre Julia”, del libro del mismo nombre (1991), etc., de modo que podríamos
hacer otra antología con los cuentos dedicados sólo a estas relaciones en las
que el amor o el desamor juegan un papel central, dominadas por la figura
idealizada de unas mujeres que quizás son la misma mujer con nombres diferentes
en circunstancias diferentes, perseguidas por hombres solitarios que enmascaran
sus vidas en las vidas de estas mujeres que, quizás (seamos osados), son
inexistentes. Puesto que en realidad son, si lo pensamos bien, simplemente
lenguaje.
Ya sabemos que el género principal de René es
el cuento, al cual se ha dedicado con más vehemencia que la novela o la poesía,
aunque sus novelas parecen unir algunos géneros como el diario, las memorias o
el mismo cuento, pero René Rodríguez Soriano es, por encima de cualquier otra
cosa, un cuentista. Por este motivo he querido recopilar estos cuentos que son
representativos de una obra más amplia, de una forma de contar impoluta. La
dificultad al escoger cuáles textos llenarían “Jugar al Sol”, residió precisamente
en esto: no se escogieron los cuentos atendiendo sólo a su calidad formal,
puesto que debimos entonces escogerlos casi todos, sino a su representatividad,
a que transmiten una idea precisa al lector de una forma de narrar, la del
autor, placentera antes que nada en la forma, independientemente de la historia
que se cuenta, lo cual parece en desuso hoy día. Esperamos con sinceridad habernos acercado apenas un poco a
este objetivo.
Los textos escogidos están colocados en orden
cronológico, lo que al mismo tiempo sirve para mostrar al lector la evolución del escritor a través de cada uno de sus
libros. Debajo, en una pequeña nota, se encuentra consignado el libro al que
pertenecen y el año en que fue publicado. Empezamos con su primer libro, Todos los Juegos el Juego (1986) y
concluimos con el más reciente, El Nombre
olvidado (2015). En medio, cinco libros más que componen el total de una
obra cuentística influida notablemente por la poesía y por lo tanto por la
transmisión de emociones más que de historias. Espero que también se tome en
cuenta, al leer los cuentos escogidos, esta última especulación de lector agradecido.
III
A veces se nos olvida que
estamos ante un autor completamente maduro, un individuo de 66 años de edad que
tampoco lo parece, debido a su personalidad y a su literatura, siempre fresca; un escritor que estructura sus libros de manera tal que cada uno parece un
primer libro. Uno de los más recientes, Solo
de flauta, está compuesto por poemas, cuentos muy breves, ejercicios de la
memoria (toda buena literatura es un ejercicio de la memoria) y de la forma. Su
obra refleja una dominicanidad que no tiene nada que ver con nacionalismos o
intereses sociales, sino con las palabras: palabras nuevas (por lo menos nuevas para la literatura), caribeñas y
dominicanas, que el autor incorpora a sus narraciones y poemas porque expresan
novedad y belleza. Explica René: «Vivíamos al borde, jugábamos vistilla en
las aceras, siempre cuidándonos para no ser arrollados por el tránsito. Crecimos a
contrapelo de la hora y el azar. Éramos, sobre todo, contestatarios. Nadábamos
contra la corriente y leíamos más que nada, leíamos en los márgenes, entre la
realidad y el sueño, siempre a la espera del asueto». René no es un
escritor de 66 años —cuántas veces se nos olvida su
verdadera edad—, sino un treintañero
que siempre está leyendo a recientes narradores, jóvenes o no; que siempre
busca algo nuevo qué comentar o qué contar. Esta frescura es intrínseca a su
propia forma de escribir.
Ahora entiendo el mensaje
subliminal de una obra que, como le he confesado al propio René, es única en la literatura dominicana; única en el sentido
de singular, y que al mismo tiempo es difícil de imitar debido a la calidad de
su escritura. Estas palabras (ambiguas también, intentando interpretar lo
inaprensible) que intentan prologar “Jugar al Sol: más de 13 cuentos de René
Rodríguez Soriano”, sólo
pretenden que el lector se acerque a una obra que quizás ya conoce, pero que
debe ser leída como
toda obra importante lo merece: sin respeto, con placer, con una sonrisa, sin
piedad, con humildad y con pasión.
Máximo Vega