Durante
estos tiempos complicados, cuando la nación hegemónica pretende continuar
manteniendo un poder que evidentemente
ya no posee, a no ser en el
aspecto militar, y que pone en riesgo a sus propios aliados tradicionales, la
literatura puede plantearse preguntas para los lectores acerca de estos años
complejos. La literatura, mostrando la realidad, la vida, el alma humana y el
propio lenguaje, puede provocar una reflexión más profunda acerca de
las dificultades de esta época extraña.
En una
entrevista televisiva, Umberto Eco mencionaba que, quizás, el tiempo que
cambia pudiese traer otro tiempo
positivo, un avance en la vida de los
ciudadanos. Sucedió precisamente en la época de la cual él era experto, la Edad Media europea, cuando los cambios sociales provocaron primero una
transformación del pensamiento y luego una transformación social, la llegada de la
Edad Moderna, el final del feudalismo y del trabajo servil, que en
realidad es un eufemismo para otra clase de esclavitud. Aunque en la
propia época en la cual se vivía, por
supuesto, es decir en el presente de los siglos XV hasta el XVIII, no se
supiera que se estaba produciendo un cambio epocal, estos cambios sociales demostraban
un indiscutible progreso. Luego, en uno de sus últimos artículos periodísticos
italianos, el propio Eco nos recomendaba que esperáramos a que esta época
terminara, que habría que soportarla hasta que llegara el cambio.
Apenas
empezando nuestro siglo XXI, se nos presentaron los retos que podrían aparecer
para los países democráticos a partir del año 2000: los nacionalismos, los
fanatismos religiosos, la llegada y el reconocimiento de lo light, lo ligero, la
evasión de una realidad difícil hacia lo ficticio, lo fantástico. Carlos
Fuentes se preguntaba, en un artículo que tenía que ver con la invasión de los
Estados Unidos a Irak luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre,
hasta cuándo una sociedad democrática mantendría sus valores y sus libertades
si sentía que perdía su poder y hegemonía. Ahora nos damos cuenta a qué se
refería un visionario como Fuentes.
Escribió
además Umberto Eco: “Quien entiende
algo del tema reconoce pronto el pasaje del Fedro platónico,
citado innumerables veces, en el cual el faraón pregunta con preocupación al
dios Toth, inventor de la escritura, si este diabólico dispositivo no hará al
hombre incapaz de recordar y, por lo tanto, de pensar. (…) Hoy los libros son nuestros
viejos. No nos damos cuenta, pero nuestra riqueza respecto del analfabeto (o del
que, alfabeto, no lee), consiste en que
él está viviendo y vivirá solo su vida,
y nosotros hemos vivido muchísimas”. Podría pensarse que Eco se refiere a otras
vidas en las cuales somos mejores, física o emocionalmente, de lo que
somos en nuestra mediocre realidad de
seres humanos atascados en nuestra cotidianidad tan plana. Que los libros,
como los videojuegos o el cine, nos
sacan por unos instantes de esa mediocridad para transportarnos a un mundo
irreal en el cual somos otros, o
compartimos las vidas interesantes de otros, personajes ficticios
que tienen vidas mejores que la
nuestra. Pero ése no es el único planteamiento, aunque algo de ello se puede
colegir de las palabras de Eco. La
primera parte nos lleva a una verdad fundamental: el lenguaje nos permite
pensar, y pensamos mejor, y recordamos mejor, en la medida en que manejamos mejor el lenguaje.
Es la magia de las palabras, que estos
años ha vilipendiado. La inmortalidad del conocimiento se nos transmite a través
de los libros, donde somos tutelados por seres eternos que quizás
vivieron tiempos más recios que estos que hoy vivimos. Ulises anduvo en el
infierno, Jean Valjean vivió varias vidas de persecución y angustia, no
podríamos asegurar que Raskólnikov vivió una existencia y una época mejores que
la nuestra, mientras Eladio Linacero creaba una vida paralela basada en sus
sueños, y Juan María Brausen se movía
entre Buenos Aires y un pueblo ficticio en el cual sucedían hechos reales: la
ciudad de Santa María. Todos ellos –además de las palabras en las páginas de Shakespeare,
Kafka,
Cervantes, Juan Bosch, Pedro Peix, Franklin Mieses Burgos,
Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Saramago, Coetzee, Lispector,
Güimaraes Rosa, tantos otros, muy conocidos o muy desconocidos- nos hablan de tiempos diferentes y siempre difíciles, como
lo ha sido toda
la historia de la humanidad.
Esos libros reflexionaban acerca de su propio
tiempo. Las Almas Muertas, que son los siervos del tiempo ruso de Gógol; Ana Karenina,
que no era un personaje decoroso, admirable, para Tólstoi, sino una mujer
inmoral que le era infiel a su esposo bueno y tranquilo, y que los años han
transformado en una ícono de la libertad y
la femineidad, como lo es la triste madame Bovary: aunque no lo parezca,
estos tiempos difíciles, como aquellos, esperan ser recogidos por la
literatura, y estamos seguros de que ya esto sucede, aunque parezca que los
lectores desean otros libros y otras evasiones. La literatura reflexiona sobre
esta realidad que nos ha tocado vivir, que quizás por compleja es muy interesante,
aunque este tipo de literatura sea
recogida y apreciada en el futuro, cuando esta “edad media” que observamos con
asombro gracias a la decadencia de un imperio haya terminado, y empiece una
Edad Moderna mejor para los ciudadanos que lo exigen, que quieren que esta época
de desigualdades termine o cambie. Esa
literatura, entonces, continuará el camino de inmortalidad que empezaron
Homero, o Virgilio, o Platón, Aristóteles, Pitágoras, Demócrito, o Lesbos o
Catulo, y podremos entender con más
claridad –nuestros hijos, nuestros nietos, puesto que ya no nos encontraremos
aquí- una época en la cual decae una forma de
pensar, de hacer, de gobernar y
de comportarse. Quizás estamos viviendo la época del fin de los imperios
planetarios, hegemónicos, y llegamos al tiempo de las naciones y las potencias
que deben comunicarse, relacionarse a través del comercio, negociar para
alcanzar sus objetivos. Esto fue lo que debió haber hecho la potencia
hegemónica cuando se supo sola luego de la caída de la Unión Soviética, apoyada
sin condiciones por Europa, en lugar de tratar de cambiar el mundo
artificialmente en base a sus intereses nacionales. Una nación asustada,
temerosa de perder sus privilegios, que pone en peligro al resto de naciones, y
que busca en su pasado hegemónico su
permanencia. Tratando, como antes
lo hacía sin oposición, de obligar a través de su poderío incuestionable a los
demás países, sobre todo a los pequeños como el mío, a hacer lo que quiere de
acuerdo con sus intereses espurios. Pero si algo nos han enseñado los libros y
la historia, es que este regreso al pasado también es artificial, y ya no es
posible.
Ahí está
siempre la literatura, y siempre estarán los escritores, perseguidos,
condenados, denigrados por lo que pueden decir y escribir.
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