OLIVERIO GIRONDO

No se me importa un pito que las mujeres...


No se me importa un pito que las mujeres

tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;

un cutis de durazno o de papel de lija.

Le doy una importancia igual a cero,

al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco

o con un aliento insecticida.

Soy perfectamente capaz de sorportarles

una nariz que sacaría el primer premio

en una exposición de zanahorias;

¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono,

bajo ningún pretexto, que no sepan volar.

Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,

tan locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?

¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo

y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,

volaba del comedor a la despensa.

Volando me preparaba el baño, la camisa.

Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...

¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,

de algún paseo por los alrededores!

Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.

"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,

ya me abrazaba con sus piernas de pluma,

para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia

que nos aproximaba al paraíso;

durante horas enteras nos anidábamos en una nube,

como dos ángeles, y de repente,

en tirabuzón, en hoja muerta,

el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,

aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!

¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...

la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer una mujer etérea,

¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?

¿Verdad que no hay diferencia sustancial

entre vivir con una vaca o con una mujer

que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender

la seducción de una mujer pedestre,

y por más empeño que ponga en concebirlo,

no me es posible ni tan siquiera imaginar

que pueda hacerse el amor más que volando.



¡Todo era amor!


¡Todo era amor... amor!

No había nada más que amor.

En todas partes se encontraba amor.

No se podía hablar más que de amor.

Amor pasado por agua, a la vainilla,

amor al portador, amor a plazos.

Amor analizable, analizado.

Amor ultramarino.

Amor ecuestre.

Amor de cartón piedra, amor con leche...

lleno de prevenciones, de preventivos;

lleno de cortocircuitos, de cortapisas.

Amor con una gran M,

con una M mayúscula,

chorreado de merengue,

cubierto de flores blancas...

Amor espermatozoico, esperantista.

Amor desinfectado, amor untuoso...

Amor con sus accesorios, con sus repuestos;

con sus faltas de puntualidad, de ortografía;

con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.

Amor que incendia el corazón de los orangutanes,

de los bomberos.

Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas,

que arranca los botones de los botines,

que se alimenta de encelo y de ensalada.

Amor impostergable y amor impuesto.

Amor incandescente y amor incauto.

Amor indeformable. Amor desnudo.

Amor-amor que es, simplemente, amor.

Amor y amor... ¡y nada más que amor!


Llorar a lágrima viva...


Llorar a lágrima viva.

Llorar a chorros.

Llorar la digestión.

Llorar el sueño.

Llorar ante las puertas y los puertos.

Llorar de amabilidad y de amarillo.

Abrir las canillas,

las compuertas del llanto.

Empaparnos el alma, la camiseta.

Inundar las veredas y los paseos,

y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.

Asistir a los cursos de antropología, llorando.

Festejar los cumpleaños familiares, llorando.

Atravesar el África, llorando.

Llorar como un cacuy, como un cocodrilo...

si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos

no dejan nunca de llorar.

Llorarlo todo, pero llorarlo bien.

Llorarlo con la nariz, con las rodillas.

Llorarlo por el ombligo, por la boca.

Llorar de amor, de hastío, de alegría.

Llorar de frac, de flato, de flacura.

Llorar improvisando, de memoria.

¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

PEDRO JOSE GRIS.



Estos son los dos últimos libros de poesía de Pedro José Gris. Son dos libros en uno, puesto que la portada de uno es la contraportada del otro. Tienen prólogos de José Enrique García y Bruno Rosario Candelier. Enhorabuena a Pedro José Gris, que es un poeta de libros y poemas escasos.

LIBIA

La primera vez que los norteamericanos invadieron la República Dominicana, los poetas postumistas hicieron una protesta contra los invasores. Andrés Avelino fue apresado, y a Domingo Moreno Jiménez lo metieron en un saco de henequén y lo tiraron frente a una pulpería. La segunda vez, en 1965, el poeta domínico-haitiano Jacques Viau fue asesinado por las tropas invasoras, mientras el poeta no hacía más que defender la soberanía de su propio país. Nosotros hemos sufrido dos veces lo que es una invasión de los Estados Unidos en el siglo XX. La primera vez, las tropas intervencionistas dejaron las bases para el ascenso al poder de Rafael Leonidas Trujillo, un dictador que nos gobernó por 30 años -un dictador que asesinó a Ramón Marrero Aristy, el autor de Over; que fue el responsable de los exilios de Juan Bosch, de Pedro Mir, de Juan Isidro Jiménez Grullón, y de la muerte de tantos intelectuales dominicanos-, y luego las bases para el ascenso -con un fraude electoral- de Joaquín Balaguer, que gobernó este país 12 años, apoyado por los norteamericanos, en los cuales se asesinó sistemáticamente a periodistas -entre ellos Orlando Martínez, Gregorio García Castro, etc.-, y a los principales dirigentes de la izquierda dominicana, en una labor de limpieza claramente planeada por ambos gobiernos. Esas dos intervenciones fueron inútiles, y no hicieron más que retrasar la llegada de nuestro país a la democracia y la modernidad. Y que dejaron cientos de muertos. Entonces uno sabe bien para qué invade Estados Unidos nuestros países, y uno sabe bien que Barack Obama, el flamante Premio Nobel de la Paz, acompañado de una resolución injusta de la ONU, bombardea Libia asociado con varios países europeos, pero no bombardea Arabia Saudita, que tiene una de las dictaduras religiosas más terribles de toda la historia de la humanidad (ni siquiera durante el absolutismo católico europeo de la edad media se vivió algo así), porque es socio de E. U., ni a Jordania, una monarquía religiosa, ni hace cumplir a Israel las resoluciones de la O.N.U. Porque hay dictadores que convienen, y otros que no convienen, hay países buenos y países malos, siempre y cuando apoyen o no a E.U. Muy bien. Un gran aplauso al premio nobel. Vamos a esperar que en este siglo nos invadan dos veces más, y apresen a nuestros poetas y asesinen a nuestros intelectuales. Dos veces más, también.

Libia y los Estados Unidos

Nunca vamos a estar de acuerdo con los Estados Unidos. Para derrocar a un dictador hay que bombardear un país. Esta época nos ha demostrado que la paz no es posible, que el mundo es ancho y ajeno. Estas demostraciones de muerte en Libia, forman parte de nuestra decepción de la humanidad, pero sobre todo de ese país que piensa que la democracia hay que imponerla a sangre y fuego. Europa se suma a ese juego, algunos países latinoamericanos se suman a ese juego... un juego en el que mueren cientos de personas. Bien por ellos.

EL VIEJO Y EL MAL



Yunier Riquenes García.

Era un viejo que pescaba solo en las aguas tranquilas de la presa. No tenía bote ni tampoco el mar azul intenso de sus sueños, pero siempre capturaba peces. Hacía muchos días que había ido por vez primera, pero unos pocos que sintió la necesidad de ir desde el amanecer hasta la puesta de sol o hasta la salida de la luna, para estar solo, para vivir solo. El muchacho era el único que lo acompañaba bien, que le sacaba la risa vieja, que le aguaba los ojos. Pero el muchacho, al finalizar las vacaciones, volvió para la beca.
El viejo sostenía en una mano un cordel mientras observaba otros amarrados en las estacas a la orilla. De vez en cuando, con la mano contraria, se echaba agua en la frente. No era flaco ni desgarbado, era viejo en edad, pero no había arrugas en su cara. El sol le había manchado la espalda por no ponerse camisa, por sólo humedecer la espalda y la frente. El sol le había tostado la piel en el surco, pero la pesca lo había hecho más moreno; le traqueaba el pellejo.
Par de muchachos bordeaban la presa. No cogían peces grandes. El viejo estaba seguro por su buena vista y su experiencia. De todas formas, los echaban al saco. “Ya no hace falta que los peces sean grandes”, se dijo.
Peces grandes y jicoteas cogían los de los botes y las gomas de tractor que se iban medio a medio, los que nadaban a pulmón arrastrando las redes y luego chapaleaban para atrapar las manchas de carpas y criollitas.
Esos habían invitado al viejo muchas veces a ver completo su brazo de mar, porque ya todos decían que él era el guardián.
—Anímese, véala desde dentro. Vea lo que son peces ­grandes.
El viejo les saludaba con la mano y lo dejaban en paz, mientras se perdían lentamente impulsando las gomas y remando.
Los había visto grandes al pasar cerca de las mujeres que cocinaban en fogones (dos o tres piedras juntas y leña acarreada de por allí mismo). Los había visto de cinco a diez libras con los ojos saltones. Las mujeres usaban un garrote para matarlos porque llegaban vivos afuera, y los descamaban con cuchillos casi del mismo tamaño. Llegó a sentir lástima de esas víctimas que no habían podido defenderse, ni siquiera huir, y no se habían metido en la trampa por comer.
Le gustaba la lucha hombre-pez; si no existía esta lucha tampoco existía el placer. Para él la buena pesca era con anzuelo. Sentir en sus manos las picadas y ver la sinuosidad del cordel. Al hundirse el corcho sabía que iba a encontrar la felicidad. Un halón seguro de sí mismo y lo tendría, pero lo sacaría después del juego cansémonos primero. Gozaba las embestidas a los lados aunque el pez fuera pequeño. Gozaba al sacarlo, al desprenderle la lombriz de la boca.
Jamás sintió envidia de aquellos hombres, de los peces de los hombres. Nunca se había marchado sin un pez. Quizás era el recodo donde pescaba, pero no quería abandonarlo. Allí había cogido el mejor junto a su hija. Ella velaba el nailon en las manos, el pez haló y le hizo heridas en los dedos. Ese día se comieron contentos el mejor pez.
Cuando la ensarta estaba llena la colgaba en la bicicleta. Recogía los cordeles, los lavaba y echaba las lombrices sobrantes en el recodo para que le picaran más al día siguiente. Regresaba tranquilo a la casa, sabía que le esperaban los perros, y el muchacho, si había llegado de la escuela.
El viejo amaba los perros; después de llenarlos de pescado y de un baño para quitarse el fango, se sentaba en una silla en el patio. Los perros le lamían la cara y él los besaba; los dormía en los brazos con una canción de cuna y les rascaba las tetas.
Miraba la siembra perdiéndose entre la hierba, pero se sentía cansado para trabajar, decía que se estaba poniendo viejo. Se miraba las manos llenas de callos y las piernas y los brazos llenos de arañazos y cicatrices. Había cortado caña desde los catorce para sobrevivir y ayudar la familia. Permanecía en la misma silla, cabizbajo, con el aire y el rocío de la noche, mirando.
Soñaba con las corrientes marinas y los muelles, con un barco pesquero en el Mar Caribe, con olas gigantes y caracolas. Buceaba con sus hijos: ella recogía caballitos, él golpeaba los tiburones de punchinbag. Los tres eran observados por una mujer llorosa que deseaba volver, pero ya él era feliz.
Siempre soñaba lo mismo y nunca le dio entrada a la mujer. Sólo quería los hijos. Por eso se despertaba, encendía el radio y lo dejaba unos minutos. Caminaba la casa viendo el polvo en los muebles, en la vitrina, en el cuadro de la hija que sonreía en la mesa de la sala, y en otro lado el hijo fajándose en un campeonato donde resultó ganador. No podía soportarlo, apagaba el radio, el bombillo, y se acostaba con la sábana sucia sobre la cabeza.
Y no dormía después de las cinco. Se levantaba a colar café y a echarle comida a los animales. Cuando el sol iba subiendo ya lo tenía todo hecho. Le buscaba lo necesario a su madre y luego cavaba debajo del fregadero o en cualquier lugar húmedo donde había colonias de lombrices. Las mejores eran las largas y gordas de la tierra negra. El viejo decía que eran serpientes. Después de llenar una lata, estaba seguro de que no se le acabarían.
A las ocho iba a la bodega a buscar el pan y a preguntar si habían llegado cartas y telegramas. Y nunca llegaba nada. Entonces lo llamaban para conversar porque era admirado por los vecinos y ellos sabían que estaba solo. Querían oír aquellas historias de cuando estuvo en la guerra y vio cagarse a uno del miedo en la trinchera, o cuando acabaron con los bandidos en la zona. Otros pedían consejos para la siembra.
Cuando Dany llegaba el viejo se ponía contento y nervioso. Contento porque tenía compañía y le daban ganas de vivir. Pero nervioso porque el muchacho le recordaba el pasado sin proponérselo. Dany se bajaba de la guagua y ya lo estaba invitando; si no estaba, sabía dónde encontrarlo con los preparativos, porque el viejo se había apegado tanto que pensaba que el muchacho llegaría todos los días.
“Mientras se pesca hay que mantener silencio, claro que sí. Pero no hay nadie que se quede callado ante el muchacho”.
—Mire pa’allá viejo —dijo señalando un grupo de jóvenes que se bañaban cerca de la compuerta—. ¿Están buenas, eh?
El viejo afirmó con la cabeza y tuvo que meterse hasta que el agua le dio por el ombligo. Recordó a su hija y salió después de mojarse la frente y la espalda.
— ¿No están buenas?
—Eso es pa’ti —dejó los cordeles amarrados a las estacas. —“Hay que dejarlos, si no entienden que se rompan la frente. Y los padres a sufrir (las muchachas retozaban con los varones). Nunca sirvió ninguno y se hizo puta”.
—No mire más el sol que ya se le están saliendo las lágrimas, y nadie ha visto llorar a Santiago. Santiago es un hombre fuerte, todos lo saben. Duro de carácter.
—Sí, vamos a ver si no nos han comido la carnada.
—Dicen que usted no lloró cuando murió su padre.
—Vamos a recoger los cordeles, ya es muy tarde.
Santiago dejaba atrás a su compañero que lo alcanzó un poco antes de desviarse para su casa.
— ¿Es verdad que tiene un hijo boxeador?
El viejo no respondió.
— ¿Y lo mandó a comprar huevos por toda la línea del tren?
El viejo no respondió.
— ¿Le amarró los zapatos para que no anduviera ­descalzo?
Santiago lo miró defraudado, queriéndose morir allí mismo. Pero no dijo nada. “La gente es mala. Dany creerá que soy un villano. No volverá”.
—Pero de todas formas sus hijos vendrán a verlo, aunque los padres sean malos los hijos vuelven, y usted no es malo.
Las bicicletas iban aparejadas, el viejo se apresuraba para no despedirse. A veces el muchacho lo palmeaba o levantaba un brazo, a veces decía hasta mañana, o quizás no decía nada y arremetía con la bicicleta a mayor velocidad, haciendo piruetas por el camino. Ese día el viejo trató de no verlo, de no hablarle (aunque no estaba molesto), pero el muchacho se desvió como siempre. Santiago pedaleó con más fuerza y creyó que Dany lo perdonaba.
Esa noche no durmió.
“Lo sabe y quizás todos lo sepan, y yo el último en saberlo”, pensaba el viejo tendido boca arriba. “No iré más a la bodega por buen tiempo, si hay cartas alguien las traerá, si no... no importa, ya nada importa”.
Oyó ladrar a los perros y no le dio importancia, y siempre que ladraban los perros se levantaba de un golpe y cogía el fusil y le daba la vuelta al patio. Se había propuesto agarrar a los ladrones que no le dejaron gallinas.
“Se despidió como otras veces, a lo mejor lo hizo por lástima, pero él sería el único que nunca llegaría a sentir lástima de este hombre (tenía la imagen del muchacho al despedirse)”. ¿Pero a quién carajo le importa mi vida?
Se volvió a un lado y escuchó los perros escarbando en el portal para echarse.
“Eso es lo que me queda, y la pesca, y el muchacho, aunque dudo que aún quiera atrapar conmigo el grandísimo pez”.
Miró la Virgen de la Caridad que le quedaba enfrente. Le mantenía agua fresca:
— ¿Qué me queda? Todo lo he perdido, Madre, y me queda la vida, solo la vida —y recordó que alguien le había dicho que mientras estuviera vivo no había problemas—. ¿Para qué quiero la vida? Es mejor estar muerto. Quizás cuando muera sea menos inconforme.
El aire fue más frío y se acomodó la sábana, no le cubría los pies. La tiró al piso y retornó la mirada a su santa.
—Al menos tú tienes tus hijos.
Comprobó que la luna no dejaba sombras y salió al cuarto de desahogo. Cogió el pico y la lata de las lombrices. Había decidido que nadie lo viera. Saldría de madrugada y volvería tarde en la noche. Estaba seguro de poder soportarlo como en la caña. Habían pasado algunos años, pero se sentía ­fuerte.
Estaba en la presa a tiempo completo, casi loco. Ya no le importaba la pesca, sólo estar enajenado esperando la señal del muchacho o sus hijos, porque había pensado tanto en lo que le había dicho Dany que se ilusionó con el regreso de los hijos: la Niña y el Negro. Él se comparaba. Después de muchos años se dio cuenta de que quería un poquito a su madre, aunque ella ya no entendiera y se pasara el tiempo llamando a los muertos de la familia y haciendo memoria para demostrar cordura.
“El que más dolor le dio en el parto y el que más la hizo sufrir”.
Hacía mucho que no veía a su madre pero estaba seguro que estaba bien. Una hermana la cuidaba y tenía ganas de estar con ella y pedirle perdón. Pero no, no había necesidad de llegar a tanto.
Incluso pensó enviarle una carta al Negro y la Niña. Pero, no escribía, por lo tanto ¿quién le iba a escribir? Porque el muchacho, que lo hacía siempre, estaba en la escuela y no sabía cómo decirle. Tampoco al bodeguero ni al delegado. No quería vérselas con nadie. Desistió rápidamente de la idea y llegó a pensar en la muerte sin verlos, sin un abrazo, sin dejarles la tierra y la casa y lo que guardaba celosamente, porque le reiteraba al muchacho que a pesar de los pesares lo suyo sería de los hijos, que él (Santiago) no valía nada, sólo quería verlos felices.
En vez de atender los cordeles miraba a su alrededor: la risa diaria de las mujeres matando peces grandes con los garrotes, haciendo caldosa y tomando ron.
—Van a acabar, llegan temprano y se van con los sacos llenos hasta la punta. Pronto prohibirán la pesca y habrá un guardia con una carabina diciendo no se puede pescar ni con anzuelo.
Observaba el par de niños que aparecía cada atardecer con las varas y el saco.
“Es obsesión lo que tienen los muchachos”. Cambió de idea al mirarles las costillas.
Aunque no quiso, tuvo que ver a la mujer del delegado (el que le resolvía los problemas a la gente) varias veces con un hombre.
“Es una descará’, mira como se deja las tetas al aire. ¡Todas son iguales!”
Cambiaba la vista, pero la pareja no estaba distante del recodo y se oían los gemidos, y él no iba a abandonar su sitio por un par de adúlteros. Entonces centraba su atención en el canto de los pájaros y los ojos en la mujer del sueño exigiéndole llegar temprano del trabajo, basta de borracheras. Una mujer controladora que no le gustaba que le hicieran trizas las vasijas ni la golpearan por gusto, una mujer que pedía atención, buena atención.
El viejo había visto sobre el cadáver de un árbol —aguas bien adentro— un grupo de pájaros.
“Parece que tendré suerte. De noche los peces se acercan a la orilla”. El sol iba apagándose. Recogió los cordeles y sacó de la bolsa el más largo y grueso, el de pescar en el mar. Había pensado regalarlo, lo usó varias veces para medir en la construcción. “Ha llegado tu momento, no es en el muelle ni frente al mar pero será...”. Las lombrices estaban espumosas, las revolvió y sacó una. “Parece una serpiente”.
Colocó la carnada y lanzó el cordel a unos cuantos metros. Se sentó a esperar con el nailon en la mano.
“El muchacho quería verme lanzando este cordel”.
Le picaron muchas y tuvo que cambiar la carnada, pero se percató de que mientras transcurría la noche las que capturaba tenían más cuerpo.
“Será como hizo el Negro en la pelea final, marcar, marcar, y luego el izquierdazo”.
El viejo se levantó. Al principio fueron pequeñas picadas y no podía halar porque se le iría. Cuando el pez mordió fuerte lo haló con todas sus fuerzas hacia atrás y luego soltó un poco dejándolo libre. El nailon lo había cortado, no lo sintió al instante, sino cuando se estabilizó en el lugar porque había resbalado.
—Maldición, este gran pez me hizo lo mismo que el otro a la Niña, ya verá coño.
Pasó el nailon a la otra mano. Había estado soltando y recogiendo. Le hubiera gustado una ayuda para llegar rápido a la casa.
“El muchacho tiene razón, es posible que vuelvan”.
Para soportar las embestidas imaginó que al llegar a la casa el fogón iba a estar llameando, los muebles y la vitrina desempolvados y el patio barrido. En el radio el Benny, y la Niña esperándolo con la ropa y las sábanas limpias, y el Negro con un montón de leña para asar el pez.
Le hubiera dado gusto que alguien lo ayudase, pero sabía que tenía que mantenerse, porque los peces grandes se capturaban con redes.
—No pediré ayuda, esta es la lucha hombre-pez, entre tú y yo, y te venceré, te venceré o me arrastrarás hasta el medio, te cortaré en pedazos.
Lo tironeó durante largo rato hasta que no hubo resistencia alguna.
“El muchacho debió estar aquí para ayudarme a sacarlo”, comenzó a halarlo lentamente, “y si el Negro hubiera estado aquí hubiera enseñado al muchacho, en la beca siempre hay abusadores”.
Continuaba sacando el pez que se le hacía más pesado.
“Necesito el garrote de las mujeres cuando esté en la orilla. Ahora que está en mis manos no se me puede escapar”.
Tanteó un poco buscando un palo pero no encontró nada servible. Como la bicicleta estaba cerca (porque el viejo la ponía a su lado cuando oscurecía) cogió la bomba de echar aire y la ubicó a su lado, una bomba de camión.
Nunca había cogido uno de tantas libras. No brillaba como el del mar pero significaba mucho.
—Coletea poco, por tu bien, oíste, por tu bien, no quiero acabarte.
Cerca ya le arremetió con la bomba. El agua se tornó sanguinolenta.
Y creyó verdaderamente que sus hijos le estarían esperando, que su madre lo perdonaría antes de morir. Caminó un poco el recodo, se mojó la frente y la espalda con la reminiscencia de los niños con las varas, y las mujeres, y los hombres del tractor.
Santiago regresaba optimista con su pescado atravesado en la parrilla de la bicicleta. Traía una mano sobre el timón y la otra apretando las escamas. De vez en cuando le echaba un vistazo y pedaleaba con más energía. Saludaba a los que se quedaban observándolo. Santiago reía.
“Mis hijos se llenarán, y los perros se tendrán que echar de tanta hartura. Hasta mamá lo probará. Y la Niña, cuando la Niña lo vea me abrazará y preguntará te acuerdas. Sí, mija, este nos lo comeremos igual que aquel”.
Evocó el momento de la captura y llegó a salírsele una lágrima. ¿Por qué se le habían ido?, no le interesaba, tenía intuiciones del regreso. Aunque fuera difícil los abrazaría a los dos.
“Les prohibí bañarse en los aguaceros, jugar en los charcos... cuando uno se queda solo... uno entiende”.
Y aceleró al tomar el camino para su casa. Los perros lo esperaban en la portería y se lanzaron a su encuentro sin ladrar y a toda carrera moviendo los rabos y con las orejas gachas, asaltándole la bicicleta.
La puerta estaba cerrada, sin embargo, imaginó que estarían escondidos. Buscó en el baño y en el cuarto de desahogo. Volvió enseguida al portal y tosió, una tos crónica. Se paró mirando la siembra y la casa de su madre, ni la vieja se oía.
Retornaba otra vez a la soledad, al mismo polvo y la misma ceniza del fogón. No le hizo caso a los perros que se le tiraban encima. La bicicleta continuó recostada de la cerca con el pez amarrado. Lo contempló muy poco:
—Y es grande.
Los perros le movieron las cabezas y se echaron a sus pies.
—Mis hijos, cará.
Fue directo al cuarto, abrió la ventana y se acostó, estaba muy cansado.
A pesar de estar dormido se le notaban los ojos hinchados, como si hubiera llorado siempre. El viejo comenzó a soñar nuevamente con las corrientes marinas y los muelles.
Mayo y 2002

Yunior Riquenes es un amigo narrador cubano. Compartimos una antología de cuentos. Me escribió hace poco, y me envió este cuento para las personas que visitan este blog, y para que ustedes opinen sobre él.

Foto: Sally Mann.

Si quieres ver videos sobre arte y literatura, click a este enlace:

EL TIGRE:


Hace unos años fui invitado, junto a otros escritores de Santiago de los Caballeros, a participar en un encuentro literario dedicado a un poeta vivo, Cos Cauce, en la ciudad de Santiago de Cuba, durante el festival cultural que los cubanos llaman “La Fiesta del Fuego” (nombre primitivo y hermoso). Esta ciudad nos acogió con una generosidad que nos asombró sobremanera, así como no dejamos de admirar el parecido entre los cubanos y los dominicanos, al punto de que somos fácilmente intercambiables. Allí, una investigadora cultural llamada Eleonor me hizo el favor de guiarme en la compra de unos libros, según mis propias indicaciones que permitieran conocer qué y cómo se estaba escribiendo en Cuba, sobre todo aquellos autores que eran más o menos de mi edad. De la pila de libros que pude adquirir, gracias a la selección atinada de Eleonor, me llamó la atención un volumen delgado y amarillo de la cuentista cubana Aida Bahr, un ensayo sobre un escritor ya fallecido llamado Rafael Soler.

En ese libro aparece uno de los cuentos de Soler, llamado “El Tigre”. Obvio la biografía del autor, que para mí es irrelevante (puesto que no se trata esto de ninguna exégesis, ni nada parecido). Este cuento es muy lineal, incluso muy fácil de leer. Su argumento es el siguiente: un hombre, un bracero cubano, descubre en un cañaveral la figura increíble de un tigre. El hombre, anonadado, echa a correr, aunque se sabe armado de su machete. Soler nos revela que el protagonista siempre soñó con cazar tigres, puesto que le gustaban mucho las novelas de aventuras. El bracero soñaba con “enfrentarse con tigres y matarlos”, por lo que este encuentro ya no nos parece producto del azar, sino que ha ocurrido un hecho fantástico (independientemente del encuentro, posible o no, con un animal como este). El bracero morirá en las garras de este tigre. Sus sueños, de forma repentina y fantástica, se han hecho realidad.

Es posible que el protagonista fuese simplemente uno de los internacionalistas cubanos que trabajaron en Africa o en Asia, en algún lugar donde existen los tigres, de tal manera que su encuentro no fue tan extraordinario. Es posible que fuese sólo un hombre que soñó con morir peleando contra un tigre, y el animal de sus sueños al final lo halló en la realidad. Posiblemente fuese un tigre escapado de un zoológico, que se encontró de súbito con un bracero al que le gustaban las historias de selvas y de animales salvajes.

En el famoso cuento “El Sur”, de Jorge Luis Borges, “que es acaso mi mejor cuento”, confesó él mismo alguna vez (aunque no compartimos este criterio), Juan Dalhmann, descendiente de ingleses, secretario de una biblioteca municipal, sufre un accidente con la orilla de una ventana, debido al júbilo y al descuido producido al haber hallado un ejemplar único de Las Mil y Una Noches. Enfermo luego de una septicemia, a punto de morir, se nos cuenta que Dahlmann sale del hospital recuperado y dado de alta, enviado a restablecerse en una finca argentina. Al detenerse para descansar y luego continuar su largo camino hasta la finca, unos gauchos lo increpan en una barra (en un “garito”, dicen los argentinos), él acepta el reto de uno de los pendencieros, porque lo considera parte de su destino; en esa pelea, Dahlmann sabe que encontrará la muerte.

Ese cuento puede ser leído de diferentes maneras, por supuesto. La primera lectura, la más sencilla, nos muestra su cara más realista: la ciencia (es decir, la civilización), salva la vida de un hombre culto con todos sus recursos, que ya sabemos que son muchos, y luego el hombre es asesinado por la barbarie, la incivilización, la brutalidad. La segunda es más fantástica. Dahlmann admiraba, nos dice el cuento, la forma valerosa en la que había muerto su abuelo, lanceado por indios durante una guerra. Su abuelo fue un héroe; Dahlmann es un hombre culto aferrado a los libros, que anhela una vida más dinámica. Es decir, Dahlmann creía que no merecía morir en la tranquilidad de una cama, sino que debía hacerlo como siempre había deseado: en una pelea a cuchillo, a campo abierto, bajo un cielo negro que lo alejaría, al final, del mundo. A Dahlmann se le había dado la oportunidad de morir como él había querido morir.

La tercera solución nos la facilitó el director de cine español Carlos Saura, en un mediometraje que filmó con motivo del quinto centenario del descubrimiento de América, basado en ese cuento de Borges. Según Saura, Dahlmann realmente murió en el hospital, así que la pelea con el gaucho no fue más que una fantasía producto de su imaginación, una alucinación, sólo un sueño de quien no quería morir como había vivido, con una existencia lenta, ordenada, tranquila, de hombre culto y civilizado. En ese filme se incluye un fragmento del cuento de Borges "El Puñal", y que dice como sigue:


En un cajón del escritorio

Entre borradores y cartas

Interminablemente sueña el puñal

Su sencillo sueño de tigre.

Y la mano se anima cuando lo rige

Porque el metal se anima.

El metal

Que presiente en cada contacto al homicida

Para quien lo crearon los hombres.


Jorge Amado tiene también un cuento en donde se cumplen los deseos de una muerte cuya forma hemos soñado. En “La Muerte y La Muerte de Quincas Berro Dagua”, Amado nos cuenta la vida apasionada de este extraño personaje brasileño, hombre de clase acomodada, buen esposo y buen padre, que de un momento a otro deja su familia y sus bienes y se marcha a vivir en la pobreza, convirtiéndose en un borracho y un sirvenguenza por decisión propia. El cuento empieza con su muerte, solo y ebrio en un cuarto oscuro y paupérrimo, una muerte que no merecía un hombre de vida tan alegre y agitada. Esa es su primera muerte. La segunda, según la desbordante imaginación de Jorge Amado, ocurrió cuando el muerto de repente se levantó de su ataúd, salió de nuevo a la calle ayudado por sus compañeros de parranda, y murió como él habría deseado, como lo pregonaba en cada uno de los bares y los burdeles en los que amanecía diariamente: como un marinero más, en el mar, lanzándose al agua desde la proa de un barco. Esta narración también tiene una lectura más realista, y el autor la advierte al iniciarse el relato: es posible que el cuerpo de Quincas haya sido sustraído por sus amigos durante el entierro, y luego llevado al barco y al mar, para que por lo menos pudiese dejar en la memoria popular que esa fue su verdadera muerte, creándose así la leyenda: Quincas Berro Dagua murió como deseaba morir.

Los tres cuentos nos hablan, al final, de lo mismo, aunque los tres son desiguales. Ricardo Piglia nos dice que la mención de “Las Mil y Una Noches” es imprescindible en el cuento de Borges; yo agregaría que es imprescindible para los tres, aunque los dos restantes ni siquiera hagan alusión al libro.

La muerte nos asalta en el momento más inesperado, en el momento más insospechado. ¿Es así como hemos querido vivir, o morir? Un tigre cubano, un tigre argentino y un tigre brasileño (o un “tíguere” brasileño, como decimos los dominicanos), nos hablan no de cómo hemos querido vivir, sino de cómo queremos morir.

Heaven's Gate

Padre y Madre se dedicaban a buscar discípulos en las calles adornadas por largas palmeras y coloridos botes de basura de Beverly Hills, a través de un programa radial con poco rating que mantenían con sus fortunas cada vez más exiguas, a través de afiches apocalípticos que les dejaban colocar en sus vitrinas los dueños de las joyerías y de las boutiques, porque estos avisos extravagantes atraen misteriosamente a la gente chic. Padre y Madre no estaban casados, a pesar de lo que advertían sus sobrenombres, los unía exclusivamente su creencia. Al principio, se pensó que eran solamente una pareja de concubinos que fundaba una secta religiosa más para ganar dinero y atraer vacías estrellas de Hollywood o millonarios confundidos acerca del más allá, como cientos de sacerdotes, rabinos, imanes, swamis y pastores que vegetan o pululan en las avenidas de Los Ángeles, buscando algún incauto que crea sólo un poco en sus auspicios o sus augurios. A pesar de su estrambótico nombre de película fracasada (aunque, al principio, se hacían llamar Los Testigos del Apocalipsis), Estados Unidos se percató de que el contenido de su mensaje era mucho más terrible, mucho más profundo.

El 27 de marzo del 1997, a las 12:01 de la noche, una nave espacial bajaría hasta la mansión de la pareja, y se llevaría en su seno las esencias de todos los integrantes de la secta dispuestos a aceptar La Palabra. Sólo las “esencias”, puesto que los extraterrestres, los dioses, los arcángeles, o lo que fuera que saliese por la puerta de la nave rescatadora, se llevarían las almas, y los cuerpos, inútiles, nuestras cárceles materiales y terrestres, serían abandonados en las habitaciones, y serían encontrados luego por las autoridades, que por supuesto nunca entenderían. La felicidad eterna empezaría a partir de esta abducción.

Como los Cátaros, eran dualistas, renegaron de la natalidad y de la materia. Comían poco y se negaban a tener relaciones sexuales; Padre insistió en recomendar que los hombres se castraran, para evitar los contactos hetero u homosexuales, aunque deseaba que accedieran a ello voluntariamente. Él mismo dio el ejemplo, si bien no fue seguido por todos los varones, que le temían al dolor, a los efectos secundarios. No renegaban del placer, sino de la materialidad del cuerpo humano. Según ellos, la llegada del nuevo milenio no significaba un fin, sino el principio de una vida en otra parte; es decir, la vida que todos anhelamos en otro lugar, un empezar nuevamente, un renacer alejado de las miasmas de esta existencia terrenal, un Paraíso. Buscaban lo que Moisés, lo que Colón, lo que buscan los suicidas terroristas musulmanes. Intentaron ser magnánimos: a medida que se acercaba el 2000, en entrevistas televisivas, en programas radiales y en su página de internet, trataron de convencer a la gente de que los acompañara en su viaje espacial, o dimensional, pero fueron escasamente escuchados. Los incultos locutores se burlaban de ellos, la secta apenas creció, a pesar de la enorme publicidad, casi siempre amarillista y negativa. Al final, exhaustos, pensaron entonces que, como todo tiene un sentido en el universo, como todo está dispuesto, quien no escuchó el mensaje merecía quedarse en este infierno terrestre (en un sentido planetario, por supuesto).

Una semana antes de la partida, los que tenían familiares fuera del recinto sectario dejaron grabados mensajes en video para sus parientes o sus amistades. Esposas que se despedían de sus esposos y sus hijos, novios que abandonaban a sus novias y a sus amigos, hijas que les pedían a sus padres que las olvidaran por completo. Hablaban siempre de un “viaje”, pero nadie entendió de qué se trataba, obviaron lo evidente y, por supuesto, nadie trató de detenerlos. En los videos, aparecían muy delgados, vestían uniformemente, tenían grandes ojeras, pero parecían muy felices.

El 27 de marzo cenaron como todas las noches, aunque los asaltaba una impaciencia nerviosa que provocó que la cena se abreviara. Al final, sentados en los sofás de la sala de los cánticos, Padre pronunció algunas palabras, Madre les sonrió como sólo podría sonreírles una Virgen, se pasaron de mano en mano un compuesto venenoso mezclado con vodka; todos, excepto uno, bebieron del mismo vaso. Se abrazaron, se besaron entre abundantes lágrimas, se acostaron en unas camas especialmente diseñadas para ese momento crucial. Usaban ropa deportiva, como si fuesen uniformes. Los castrados fueron acostados primero: se les permitió este privilegio debido a su anterior sacrificio. Un discípulo entrenado para este fin asistió a los que no morían con la paz necesaria, arropó los cuerpos con una sábana negra, salvo los pies que calzaban unos tenis negros. Luego, él mismo tomó el compuesto, diluido en una mayor cantidad de alcohol para que tuviese el tiempo suficiente de arroparse a sí mismo, se acostó en la cama que le correspondía, fue el último en partir. Yacentes, confiados, esperaban ser rescatados de la muerte.

La policía descubrió 39 cadáveres al día siguiente. La servant girl los encontró cuando iba a limpiar los cuartos, como hacía rutinariamente dos veces al mes, y telefoneó horrorizada a las autoridades. El inspector encargado de la investigación declaró que la placidez de la escena contrastaba con su caótica irracionalidad. No durmió tranquilamente por todo un año.

Tres soluciones pueden ser dadas para explicar este peculiar fenómeno finisecular, este desapego tan total de la vida. La primera, y estoy seguro de que también es lo primero que ha pasado por la mente del lector, es la locura. Padre estaba loco, y arrastró en su demencia a los demás miembros de su secta, que creyeron, sin oponer ninguna resistencia ideológica, lo que les decía su Elegido. Padre, por supuesto, no proporcionó ninguna prueba, no les mostró naves esporádicas que surcaban el firmamento, fotos o videos de extraterrestres angelicales, trozos indescifrables de alguna maquinaria desconocida. Ellos creyeron, por fe, en La Palabra. No podemos descartar, entonces, que Buda o Jesús, Mahoma o Abraham, Mani o Zoroastro, padeciesen de un síndrome similar. Aunque esto, desde luego, es improbable.

La segunda es que Padre no estuviese loco, sino simplemente equivocado. Él pensaba que el mundo acabaría con el nuevo milenio, y que sus discípulos, al seguirlo, se salvarían del Apocalipsis. Arrastró a su secta a la muerte por un error, en los cálculos o en sus creencias, pero no se le puede acusar de monstruosidad puesto que sus seguidores murieron en la felicidad, por algo en lo que creían ciegamente. Los marxistas revolucionarios, los nacionalistas radicales, los cristianos de la primera centuria, los judíos polacos, los palestinos, los Cátaros y los Maniqueos, podrían entenderlos perfectamente. ¿Cuántos de nuestros muertos han tenido la oportunidad de hallar la felicidad a través de su propia muerte? Su acción, aunque equivocada, se encuentra justificada por la dicha, la ceguera y la convicción con que fue concebida y ejecutada.

La tercera explicación, con la cual me siento más atraído, supondría que ellos estaban en lo cierto, que tuvieron razón. Que los extraterrestres, visibles o invisibles, más probablemente etéreos, imperceptibles por el ojo y los aparatos humanos, se llevaron sus almas a algún planeta repleto de otras almas de otros mundos, para salvarlos de la destrucción de La Tierra. Que Padre era realmente un Mesías. Que el planeta, agotado, o quizás el Sistema Solar, ha sido destruido por fuerzas metafísicas e inexplicables, y que no vivimos ya en la realidad, sino en una ilusión, dentro de nuestros cuerpos vacíos, cáscaras de lo que una vez fuimos o pudimos ser si hubiésemos escuchado el mensaje radial o virtual de Padre. Ya es demasiado tarde. El curso de la Historia y del Capitalismo sugiere la posibilidad de que estemos muertos, de que el mundo haya desaparecido y lo que percibimos sea sólo un reflejo, la cola del cometa, los remanentes que deja la supernova. Sólo ellos, los Milenaristas que partieron, otros más que también lo hicieron aprovechando el signo inequívoco del cambio de milenio, se encuentran vivos, Son, sienten lástima por nosotros y ésa es su única incomodidad en medio de su felicidad infinita. Re-nacieron.

Un hecho posterior a la partida confirma esta especulación. A uno de los integrantes de la secta, el más cercano a Padre, se le encomendó una función muy peculiar: se le retiró de la mansión y se le ordenó que, cuando ellos murieran y sus cuerpos vacíos fuesen trasladados a los crematorios o a los cementerios, luego de salir en las noticias un poco antes de la Destrucción del Mundo, intentara explicar lo que había sucedido. Estaban conscientes de que los demás no entenderían, percibirían este acto como bochornoso, demencial, desmedido, y ellos, magnánimos de nuevo, debían explicar para que la Humanidad, inmersa en sus brumas religiosas, entendiera. El escogido se negó rotundamente, no podía comprender por qué se le impedía marcharse con ellos, precisamente a él, que se había castrado junto a Padre y estaba seguro de lo imprescindible de la muerte colectiva, pero al final accedió porque se dio cuenta de lo importante que debía ser su persona para que se le encomendara esta misión tan tremenda. Un año después de las muertes, luego de visitar los canales de televisión y las emisoras de radio, de dejarse fotografiar para los periódicos y soportar las burlas de los sordos y los ciegos, el cuerpo de este hombre fue encontrado en la habitación #33 del Motel New Heaven, en Iowa, vestido con sus ropas rituales y con una carta en la que confesaba que Padre se le había aparecido en su nueva forma espiritual y lo había llamado para que ocupara su lugar junto a los demás. Le recordó cierta relación numerológica con su cuerpo faltante, le ordenó que partiera para cumplir con alguna cábala, para completar una cifra que debía desencadenar el Apocalipsis. Su cuerpo debía morir para que se llegara al ansiado final del mundo, a la tan anhelada destrucción del planeta.


MILCIADES AREVALO

Opinión Opinión |9 Feb 2011 - 10:32 pm Los combates de Milcíades

Por: Gustavo Páez Escobar 


 Se aproxima Puesto de Combate, la revista de Milcíades Arévalo, a los 40 años de vida. Increíble ejercicio de supervivencia el que ha demostrado este órgano batallador de la cultura, que se ha sostenido en las aguas procelosas de un mar surcado por toda suerte de borrascas. Al hablar del mar, es preciso traer a cuento que la idea de crear la revista le nació a Milcíades Arévalo siendo marinero de un barco mercante, en el año 1965. Allí conoció a Ariel Canzani, el capitán de la embarcación, un lobo de mar que además era poeta y editaba en el cuarto de máquinas la revista Camorán y Delfín, famosa en las letras argentinas, como la propia poesía de Canzani. Dicha publicación, que había nacido en 1964 (es decir, un año antes de que Milcíades Arévalo comenzara a navegar), llegaría hasta diciembre de 1972, con 29 ediciones. Ya separado del oficio de marinero, Milcíades fundó su propia revista en septiembre de 1972, imitando a su maestro. Hoy, Puesto de Combate ha realizado 76 ediciones y se propone llegar hasta la número 80, con la cual coronará la meta de los 40 años y dará por terminado su viaje, según anuncia el valiente editor. Ojalá esta mala noticia no se realice, para bien de la literatura colombiana. De aquí a entonces nacerán otros bríos y surgirán en el horizonte nuevos vientos de esperanza. Mientras tanto, hay que decir que los combates de Milcíades por no naufragar han sido titánicos. No dudo en calificar como acto heroico el hecho de sostener su revista sin ningún apoyo oficial, y tener que luchar la publicidad privada con vocación de mártir. Esto lo ignoran los organismos encargados de la cultura nacional. Y lo sabemos quienes, en defensa de esta tierra de letrados, conocemos los infinitos tropiezos y amarguras que ha tenido que soportar este acorazado quijote de la época moderna, y por lo demás, hacedor de milagros. Consciente de dicha realidad, Milcíades se duele, en el editorial del último número, de la indiferencia hacia su esfuerzo, con estas palabras: “Seguramente jamás conseguiremos un premio, ni tampoco que nos consideren parte de la cultura de la tierra que nos vio nacer. Nada de eso importa, ni la indiferencia ni la sed ni el hambre (...) Cumplimos 39 años. De tanto soñar ni siquiera soñamos que alcanzaríamos a caminar tanto (…) Esta entrega está dedicada a los pocos que han creído en nosotros y a los muchos incrédulos de este país de ciegos”. El último número de Puesto de Combate salió en octubre pasado y su edición fue posible gracias a la ayuda sorpresiva y providencial de la Corporación Biblioteca “Rafael Carrillo Lúquez”, de Valledupar, dirigida por Mónica Morón Cotes, quien contrató la publicación de una muestra de la literatura que se elabora en el departamento de Cesar. Buena parte de la edición está dedicada a divulgar la obra de 26 escritores de la región, quienes a través de diversos matices y enfoques muestran la riqueza literaria de un territorio imbuido de magia y misterio. Por otra parte, sobresalen en este número otras páginas de gran calidad, como la poesía de Miguel Méndez Camacho, el reportaje inédito de Derek Walcott, nobel de literatura 1992, el reportaje de Fernando Cruz Kronfly sobre el Libertador, y el de Eduardo García Aguilar sobre el mundo colombiano de los escritores. Digno de aplauso es el gesto de Mónica Morón Cotes al brindar con tanta decisión un doble apoyo cultural: tanto a los escritores de su propia tierra, como a Puesto de Combate, uno de los medios más dedicados en Colombia al quehacer literario, con esta maravillosa revista llamada a perdurar muchos años más. • 


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PURO TEJADA

PALABRAS PARA EL CONGRESO DE NARRATIVA
SAN FCO. DE MACORIS 2011

Señoras y señores:
me place dirigirme ante uds. para hablarles de algo que forma parte , no solo de mi experiencia en las labores culturales, sino de mi vida: El Taller de Narradores de Santiago.
Asisti, creo, a partir de la segunda reunion en 1998 en Casa de Arte y desde alli se discutio el nombre posible para el grupo. Propuse, y fue aceptado, el nombre actual porque a pesar de ser bastante libre era y es un taller, lugar de compartir formación y proceso creativo; de narradores porque desde un princpio quedó claro que sería un espacio para privilegiar la narrativa, ya que según algunos miembros "se trataba siempre de poesía en los otros sitios", lo que no quitó que alguna vez se tocase de poesía u otras expresiones literarias o artísticas, además de ponerse como norte eso, el ser narradores, no "de pelota" como se comentó alguna vez, sino ecritores de cuento o novela y de Santiago, por el lugar.Lo pensé incluso como propuesta temporal, pero quedó.

Ha pasado de todo en estos años: hemos reído, llorado, andado, discutido, pero sobre todo hemos aprendido. Ha habido dos antologéas, amores, nacimientos y decesos. Entre estos últimos dos queridos amigos serán siempre recordados: el artista visual Leo Núnez que gentilmente cedió la reproducción de su trabajo para la portada de nuestra primer libro: "Para matar la soledad" y el Dr. Nelson Minaya, brillante intelectual que no pudo sobrepasar las turbulencias de su corazón y como Alfonsina se entregó al mar.
Pero bueno, quiero hablarles de los vivos, de los que están o estuvieron y que merecen parte del pastel de la celebración porque cada uno y cada una han aportado su amor y su tiempo al taller. Quiero en este momento recordar además a los que están en otras tierras: Juan Sánchez, José Devárez y Binny Rosario en Estados Unidos,
Altagracia Pérez en Eslovaquia y quien suscribe en Canadá, así como la escritora y periodista Rosa Silverio en España, que participó en la primara antología. Y para La Casa, eterna gratitud.
Hace poco le decía a Ubaldo que me sentia orgulloso del taller porque miembro/a por miembro/a es el grupo más distinguido del país, comparable quizás a los mejores tiempos
del Taller César Vallejo, pero sobre todo ha producido un espacio vital para la narrativa joven que ha encontrado proyección y eco, y amigos, amantes de las letras y las artes.

"Tumbado en mi rincón/ oyendo enamorado mi joven corazón" canta Charles Aznavour. Desde la nieve y el silencio, agradezco la oportunidad de poder dirigirles
estas palabras, a los organizadores de este evento esta sorprendente dedicatoria, y a Ubaldo Rosario, por estar siempre.

Puro Tejada M.
Toronto Canada enero 2011

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