HISTORIA DE DIEGO Y CLÁSICA




Diego es un mecánico chapucero y haragán (siempre lo ha sido, no le molesta ni siquiera que sus clientes se quejen con su jefe en su presencia), fumador y admirador inconsciente de las presentadoras adorables de la televisión. Salen con poca ropa en la pantalla, a veces en bikini presentando algo superfluo en una playa o una piscina, Diego suspira, chupa inmisericordemente el cigarrillo apagado -lo tiene en la boca simplemente para calmar la tremenda intensidad del vicio-, a veces se masturba con ellas clavadas en una imaginación nada fértil, más bien árida, mediocre. Vive solo. Cada sábado, a las ocho en punto de la noche, se limpia la grasa de auto de la piel e intenta despejar un poco el olor a gasolina y querosén, y se dirige sin ningún apasionamiento, podríamos decir más bien que lentamente, como si no le importara aunque le importa, hasta la esquina izquierda del Cementerio Municipal, en donde, en el lugar en el que de día se venden geranios y gladiolos a punto de marchitarse destinados a los difuntos que visitan los deudos para cumplir con una formalidad pueril, recoge habitualmente a Clásica, que lo espera a una hora fija en la que trata de apartarse de los demás interesados, invariablemente como quien aguarda que todos los días caiga la noche, o que si se nubla demasiado es posible que esta tarde llueva.
Diego no es un hombre buenmozo, es más bien feo, pequeño y fornido. Usa unas camisetas muy ceñidas que le marcan exageradamente los bíceps. No es muy inteligente, en la escuela apenas llegó al segundo curso de primaria. A pesar de toda su labor de limpieza, siempre lo ronda un olor a gasoil o a líquido de frenos al que se ha acostumbrado. Diego dice que nació con ese olor, del cual está plenamente consciente, se lo dice a Clásica que se ríe con todos los gestos de la cara, aunque él sospecha que ni siquiera entiende bien lo que le está diciendo, las palabras que pronuncia, cuando esto sucede Diego piensa: Quién sabe qué clase de cosas raras estará entendiendo esta mujer.
Clásica es una prostituta de las más baratas. Usa desodorante de cajita y no es muy limpia, por lo que el olor grasoso del desodorante, mezclado con los hedores promiscuos de los clientes, parecen destinados precisamente a desaparecer bajo el otro olor del cuerpo de Diego. Es negra como el carbón, alta y esbelta, es haitiana. Podríamos decir: Es haitiana, como si dijésemos es colombiana o venezolana, pero todos conocemos la peculiaridad de este gentilicio, tal vez deberíamos colocarlo entre signos de admiración, o un solo signo al final, el signo único que utiliza el idioma inglés. Para no exagerar quiero decir, para no darle demasiada importancia al asunto. Con otras haitianas o con algunas dominicanas deshauciadas por la edad o la fealdad que no tienen a quién quejarse de la competencia extranjera, comparte la esquina del cementerio de muros blancos y fríos, asépticos, espera los clientes, no tarda mucho con ellos, excepto con Diego. Pero no creamos que lo hace por un afecto que no puede darse el lujo de sentir, que debe extirpar de sus emociones cotidianas, no: el tiempo que le dedica se debe a su antigüedad, a su obsesión semanal exactamente con ella. Esto le halaga. Hace dos años ya que el mecánico se le aparece todos los sábados, al principio tardó cinco minutos como los demás, ella le repitió las únicas cuatro palabras corridas que sabía decir perfectamente en español: "Rápido. Nada de romance". Lo hacían de pie, aprovechando la oscuridad del bombillo quebrado de un poste de luz que las mismas mujeres se habían encargado de romper a pedradas. Lo hacían pegados al muro, la mujer desnuda ya bajo la falda, cuyo bíes cubría el miembro de los ojos de los curiosos pasajeros. Diego era demasiado rápido, repentino, intempestivo, ella suponía entonces que no estaba casado, que no debía tener ni siquiera novia, que tenía relaciones sexuales muy fortuitas, lo cual, profesionalmente, le convenía. A veces, cuando caminaban hasta quedar debajo del bombillo roto, ella le acariciaba el pene a través del pantalón, para excitarlo de antemano, para que se viniera más rápidamente. Pero uno de esos sábados, a los tres meses de algo que se había convertido en rutinario, él se le paró delante y le pidió que se fueran a la habitación de un hotel: él lo pagaba. "¿Qué decil?", le preguntó ella, aunque había comprendido de inmediato, "¿Qué decil?". La situación era completamente nueva para la mujer (nunca nadie la había requerido más allá del poste de luz, más allá de ocho minutos, el que más tardaba), pero era demasiado despierta para dejar pasar la oportunidad de sacarle provecho. "Si ser así, yo cobrar más", le contestó después de hacerle creer que dudaba.
Qué le importaba a Diego que ella cobrara más o no. Estaba cansado de hacer el amor de pie, a la vista de algunos transeúntes, luego le dolían las rodillas, le daba vergüenza y, aunque en el instante de la eyaculación lo disfrutaba, él pretendía algo más, algún espasmo duradero, un embelesamiento, un éxtasis. Y creía que con esta mujer lo conseguiría, ya se conocían demasiado, no le era desagradable. Siempre le gustaron las haitianas, las negras, las excesivamente oscuras, aunque no se atrevería a pregonar esta atracción entre sus compañeros de trabajo, que quizás deseen lo mismo. A pesar de que él no es blanco, se considera más claro que un haitiano, nunca pensaría en sí mismo como un negro. Pero le atraen estas mujeres de cuerpos duros y suaves, de carnes ásperas y lisas. Le gustan los labios gruesos que se lo comen íntegramente a uno, el cabello ensortijado, peinado con clinejas complicadas. No le gusta que se maquillen ni que se coloquen ropas provocativas, porque esto no le agrada en ninguna mujer. Escogió precisamente a Clásica por este motivo primordial: porque la encontró tan recatada, tan despintada, con tanta ropa, parecía hasta tímida.
Ya en el hotel, ya en la habitación que olía a benjuí mezclado con jabón de cuaba, la primera noche Diego no consiguió la epifanía que buscaba. Algo se lo impedía: la cama que rechinaba, el olor de Clásica, los pantis sudados de la mujer, que esa noche seguramente había mantenido varias relaciones anteriores. Cuando hacían el amor de pie, recostados del muro y en la oscuridad, con los ojos cerrados para concentrarse y que todo acabara rápidamente, estos detalles no tenían importancia; pero allí dentro, en el hotel, todo el encuentro que antes era fugaz se alargaba, y entonces advertía cosas que antes no había notado. La esbeltez real del cuerpo desnudo de la mujer, por ejemplo, el color y el olor de su ropa interior, hasta algunas manchas y cicatrices -sobre todo una pequeñita en la rodilla, vestigios de varios puntos quirúrgicos encima de la rótula- que él sinceramente admiraba. Advirtió que le gustaba tremendamente el cuerpo de la mujer. Para acabar con estos problemas imprevistos, Diego obligaba a Clásica a bañarse antes de la relación, empezó a comprarle ropa interior que ella modelaba para él o que él le colocaba limpia y perfumada cada sábado, vistiéndola meticulosamente, él mismo intentó ser mucho más aseado, para que la mujer no se quejara de sus olores delante de sus compañeras, o para que si se desahogaba no lo hiciera de manera despectiva. Clásica se limitaba a pensar, mientras Diego le colocaba los brasieres impecables con orlas azules: Estos dominicanes tan delicados, hay que estar viva para ver cosas.
Una noche, cualquier noche, a Diego se le ocurrió que le pagaba muy poco dinero, que era demasiado barata para lo que ella le ofrecía, y decidió aumentarle la cuota unilateralmente. Sintió alguna leve felicidad que lo invadía, como un viento frío sobre la cara, cuando la mujer saltó delante de sí como una niña con el dinero en la mano, lo abrazó y le dio un beso sin que él se lo pidiera. Ella no sabía que para él esta generosidad no constituía un sacrificio: vivía solo en el patio trasero de la casa de su hermano mayor, en un anexo en el que no pagaba el alquiler ni el agua ni la luz, y no sabía en qué gastar su dinero, hasta el día en que se cansó de masturbarse y de enamorar a las mujeres del barrio o de barrios adyacentes que nunca le harían caso, y se decidió a pagar por las putas esporádicas y baratas que encontraba en los alrededores del Parque Valerio. La necesidad de variedad, la búsqueda de algo que no entendía claramente, lo llevó hasta la orilla del cementerio, donde encontró, la misma primera noche, a Clásica.
Pero entonces las cosas empezaron a cambiar, como sucede con todo en la vida. Agradecida por su desprendimiento, la mujer comenzó a contarle historias sobre su familia en Haití, sobre su madre y su padre y sus hermanitos que ayudaba enviándoles dinero. Ella tenía veinte años cumplidos, aunque parecía mucho mayor. En un español que empezaba a aprender mezclado con palabras ininteligibles, casi siempre obscenidades, en creole, empezó a contarle cosas que a él no le interesaban. No era que le molestaran, sino que le eran indiferentes. Que su padre era un monsieur muy alto que ahora estaba enfermo de cáncer, que su madre había sido también cuero como ella, pero allá, en un burdel de yaguas y tejamaníes. Diego se había acostumbrado a la presencia de la mujer, es obvio, pero se había acostumbrado a ella en un sentido, diríamos, exterior. A veces, en su anexo parte atrás, escuchando a su hermano discutir hasta los golpes con su cuñada, buscaba sin quererlo el olor de Clásica, extrañaba su cuerpo. Una vez hasta le habló a su ausencia, olvidando por un momento a una presentadora bellísima que se movía absurdamente en la pantalla; Diego se rio luego, cuando advirtió que estaba solo, del disparate romántico que había cometido.
Por supuesto, ella no se llamaba Clásica. Se lo contó también porque se volvía cada vez más habladora, cada vez le tomaba más confianza: cuando llegó al país necesitaba un nombre en español, y alguien había mencionado esta palabra en su presencia. Le gustó el sonido, sin conocer su verdadero significado, y lo tomó como su nombre. Se llamaba, realmente, Sophie. "Tú eres el primer dominicane que sabe cómo me llamo", le confesó, pero a él no le agradó esta revelación, esta exclusividad. Esa noche, le hizo el amor con una fruición molesta, aunque esta vez el embelesamiento llegó sin que lo buscara, sin que lo esperara.
A Clásica la habían asaltado cuando cruzó la frontera con siete mujeres más. Pasaron el río, ya lo habían hecho antes, casi siempre para practicar: lo cruzaban de un lado a otro, luego se devolvían sin caminar mucho más allá. Unos militares las detuvieron y les quitaron todo lo que llevaban, comida, dinero para desenvolverse en el país, excepto la ropa. No pretendían nada más, las dejaron continuar y les desearon suerte. Pero Clásica, que en ese tiempo era muy joven, tuvo miedo y sintió unas palpitaciones serias en el pecho, como si le comprimieran el corazón. No volvió a cruzar la frontera de ese modo nunca más. "¿Si una persona, un dominicane, o un guardie, me atracara, tú me defenderías?", le preguntó a Diego, que fumaba delante de la cama, observando ese cuerpo tan perfecto, tan negro y tan desnudo delante de sí, que él poseía cada sábado pero que no era suyo. “Si fuera blanca”, pensó sin querer, “sería mucho más cara”. Sudaba y respiraba con dificultad, brillando debajo de los insectos que se suicidaban chocando con el bombillo ardiendo del techo. "Sí, claro que sí", le contestó por fin, "yo te defendería de cualquiera", aunque no le agradó el cuento ni la pregunta que él consideraba mal formulada. Además, no entendía qué clase de belleza ella había encontrado en el sonido de su nombre, en la palabra "Clásica". Pensaba que era un nombre más bien deslucido, demasiado extraño; cuando la conoció creyó que se lo dejaba porque era inevitable, porque era su nombre verdadero. Si quería un alias hermoso, debió escoger Inmaculada, o Angelina, Evelin o Graciela -nombres que él consideraba realmente bellos-, y no una palabra que ni nombre es, un mal invento.
Diego sabe que no es un hombre valiente, que no puede hacer alardes de fuerza, ni su cuerpo ni su carácter se lo permiten. Un día que pasaba por el frente del cementerio, puesto que cada mañana para dirigirse a su trabajo debe cruzar por la misma esquina que Clásica ocupa en las noches, aunque todo está muy cambiado de madrugada, el día se encarga de retirar todas esas sombras y lascividades, vio a unos ladrones que le robaban a un anciano que se defendió, persiguió a los delincuentes hasta que no pudo más, se sentó destruido en un contén. Cuando sintió que le sacaron la cartera, el anciano gritó: "¡Ladrones, agárrenlos, ladrones!", pero sólo Diego caminaba por la acera tan temprano, vio a los rateros pasarle por el lado, no movió un solo dedo para tratar de detenerlos. Más bien tuvo miedo de ellos -dos jovencitos de nada, adolescentes díscolos que luego fusilaría la policía en medio de la calle-, miedo de que, creyendo que él se interpondría en su camino, lo atacaran. Pero no sucedió nada: ellos se alejaron corriendo, él se hizo a un lado, el anciano no tuvo tiempo de reprocharle su cobardía. Todo había pasado, por suerte, tranquilo y lento de nuevo para el taller.
Clásica tenía un seno más grande que el otro, sólo un poco más grande que el otro. Se lo había descubierto uno de sus hermanos, el tercero, un petite que tenía el pie derecho deforme, se cayó de un andamio y, como no pudieron llevarlo al hospital, su propio padre le entablilló la pierna y el hueso se soldó torcido. Diego no podía entender estas salvajadas, cómo no le habían enyesado el hueso roto, como a todo el mundo, pero no lo repetía en voz alta para no ofenderla. Ella no tenía los senos grandes, eran pequeños pero redondos, de pezones erectos. Se bajó la sábana hasta el ombligo y le pidió que averiguara cuál de los dos, que recordara que era sólo un poco más pequeño, una diferencia apenas perceptible. Embobado ante los senos que le mostraban como jugando, él los veía ambos iguales, como siempre, así que se decidió a adivinar: “El izquierdo”, respondió. La mujer le dijo que precisamente, sabía que su hermano no estaba equivocado, cuando fuera al hospital a examinarse las venéreas le pediría al doctor que se los midiera exactamente, siempre lo olvidaba. Ese sábado no hicieron el amor, ella tenía la menstruación. Anteriormente, cuando la regla coincidía con uno de sus sábados, ella se lo advertía directamente y él se marchaba, pero últimamente Clásica esperaba hasta llegar al hotel para darle la noticia. Como ya estaba allí, como había saldado la habitación, Diego se fue habituando a solamente hablar con ella, a besarla de vez en cuando, a no llegar hasta la penetración, que en ese período le repugnaba. Se dejó convencer por la mujer de compartir estos sábados asexuados y pagarle como si tuviesen relaciones, pero íntimamente Diego no entendía la necesidad de encontrarse estos días que consideraba inútiles.
El señor que cobraba la habitación del hotelucho en el que hacían el amor era un campesino cuarentón, que siempre estaba fumando unos cigarrillos largos y marrones, seguramente había caído detrás de ese mostrador astillado porque no sabía hacer nada más que labrar la tierra; es decir, no era capaz de realizar ningún otro trabajo urbano. Su obligación era simple: cobrar el dinero, entregar la llave, recogerla al final, después de las dos o tres horas en que la pareja fingía que había pasado todo ese tiempo teniendo relaciones sexuales. Lidiar con los borrachos, rechazar a los homosexuales. Acostumbrado a verlos llegar semanalmente, le reprochaba a Diego que se acostara tan públicamente con una haitiana: no podía entenderlo. Le preguntaba si la mujer hedía, si no se le perdía en la oscuridad. A Diego le desagradaba tremendamente este hombre, pero no le decía nada. Pensaba: métete en tus asuntos. No te metas con nosotros, tú no sabes quién soy yo, pensaba. Lo veía de reojo, muy serio, convencido de que con este gesto despectivo el portero entendería cuánto lo despreciaba. Entonces pagaba, sin hablar, y subía a la habitación con Clásica, que estaba consciente de lo que ocurría, su experiencia era abrumadora.
Así pasaron más de dos años.
Pero todo se tiene que acabar, como se acaba todo en la vida, así son las leyes del mundo, quiénes somos nosotros para luchar contra ellas. Un martes que Diego se dirigía al taller, caminaba cerca de la esquina del cementerio con las manos metidas en los bolsillos, hacía frío y niebla por la humedad aunque luego calentaría, quizás en una hora o dos. Compró café en la mesa de doña Alfonsina, una anciana silenciosa y decente que a veces le fiaba las tazas hasta el viernes, el día de cobro en el trabajo. Si él se lo pedía, hasta le leía las manchas del café de gratis, aunque él desconfiaba constantemente de la veracidad de sus poderes. Era, ya, muy tarde. Diego escuchó algo. Vio a un tropel de policías que se bajaba de un camión, entraba corriendo a unos callejones infinitos que él conocía, vio cómo empezaron a sacar a los ilegales que vivían en las habitaciones del fondo, hacinados en literas compartidas, o en el suelo. Lo hicieron profesionalmente, rápidamente, golpearon a alguno que se resistió, tal vez alguien golpeó sólo por placer. Y entonces él vio cómo de allí salió también ella, ahora llamada solamente Sophie, vio cómo la maltrataron, la vio subir a la cama del camión, la vio enjugarse las lágrimas. Cualquier persona que no conociera esta historia podría pensar: este es un día común, todo sucede como debe ser, cenaremos en la noche, veremos la televisión, fornicaremos sin lujuria, mañana caminaremos debajo de un sol antiguo o de una luna de sangre, como siempre. Tal vez los demás creían, falsamente: todo sucede con normalidad, la monótona vida continúa sin aspavientos, andaremos todos por las aceras o por las calles en nuestros autos y olvidaremos este día en el que nada ha pasado, el día que será como cualquier otro día no sólo de mi vida sino de cualquier otra vida parecida a la mía. Algo ocurrió, de repente. Diego no hubiese deseado que algo así sucediera, pero ella pudo verlo, lo observó fijamente parado en la acera con la taza vacía en la mano, viendo hacia el camión (viéndola a ella) que partiría llevándose hacia el olvido su contenido vital, y en su mirada que lo descubría le rogaba algo que nadie le había pedido antes, un acto de contricción como una epifanía: Habla por mí, sálvame, defiéndeme como me dijiste, haz que me bajen de aquí, y me dejen, y todo seguirá igual, y continuaremos amándonos, y continuaremos juntos.
El camión arrancó inmediatamente, la calle se despejó de curiosos, todo había terminado. Diego se rascó un poco la cabeza, le entregó la taza a la anciana. Estaba francamente confundido. "En todo lo que hablamos, ella que hablaba tanto, nunca me dijo que fuera una ilegal", pensó. Se metió las manos en los bolsillos, apuró el paso: se le había hecho realmente tarde esa mañana para llegar al taller. Ojalá que su jefe no le llame la atención.

(FOTOGRAFIA: MIGUEL CRUZ)

LA VICTORIA


A las ocho de la noche después de salir de trabajo no hay mucho qué hacer, apenas caminar un poco por las calles ya algo vacías y, si el dinero del sueldo aún alcanza, olvidar los bares clase media y entrar a la barra de Amigué a tomarse dos Presidente o medio Brugal para ir matando el aburrimiento mientras tanto, no es que la vida sea tan difícil pero tal vez lo sea y por ahí vamos pasándola, ya a los treinta años a uno no le queda mucho por hacer que no haya hecho, como un anciano prematuro o un hombre de mundo cansado de viajar. Precisamente una de esas noches calurosas y un poco hediondas a sudor y al alcohol derramado sobre el piso de cemento donde orinan los clientes cuando el diminuto baño está lleno de beodos vomitando, se apareció Miguel como casi siempre pero esta vez no andaba solo, venía acompañado de un calvo grandote y obeso, negro como el carbón, que hablaba casi con la ingenuidad –y la ignorancia, por supuesto- de un retrasado mental, y Miguel –que es mi amigo y como buen amigo, aunque no entienda del todo mis aficiones, me soporta el ser escritor- me lo trajo porque, le había dicho el negro y se dignó confesarme luego, yo era un cuentista y quizás podría plasmar su historia en algún cuento vago que tal vez leerían mi familia, los amigos, las personas que creen en lo que uno hace aunque piensen que no sirve para nada. Recuerdo que había un abanico enorme detrás del dependiente joven con la camisa abierta hasta el ombligo que les sonreía a todos los clientes mostrando al parecer orgulloso un diente de oro que le brillaba como una joya; recuerdo que Miguel, a quien todo le asombraba como si fuese un poeta, me contó que la historia de la vida de ese hombre era bastante buena, buenísima y rarísima y no toda su vida, se retractó, repleta de hechos nimios y de intervalos tranquilos y sin interés, en general mediocre, sino lo que le ocurrió a ese hombre la noche del 22 de julio del año 1994 en el Palacio de los Deportes, una historia verdaderamente del carajo, terminó lapidariamente. Sentándonos en una mesa del fondo oscuro y tenebroso de la barra, delante de un afiche japonés con una mujer semidesnuda y esquelética de ojos rasgados que mostraba una Honda de los años setenta, el negro grande tuvo la gentileza de brindarnos las cervezas, y así empecé a vivir la existencia de alguien más, pasando la noche menos aburrida que las otras noches de los demás días, vamos matando el tiempo y apenas nos damos cuenta. “Tú verás, Máximo, que no te vas a arrepentir”, me advirtió entusiasmado Miguel. Supe, en primera instancia, que aquel hombre que hablaba como si la lengua le pesara había sido una vez boxeador, y que ahora era chulo de un lupanar de prostitutas decadentes, demasiado viejas y llenas de herpes. Supe que no le gustaba del todo su trabajo actual, que añoraba antiguos aplausos de un público veleidoso, casi tanto como un artista del espectáculo. Entonces, acompañado del aire que nos lanzaban sin misericordia las aspas del abanico detrás del dependiente, me contó por fin lo que le había sucedido aquella noche de julio del 1994.
Se llamaba Alberto Beltrán, como el cantante de merengue, pero le habían puesto un sobrenombre acorde con la profesión, además de que querían evitar futuras confusiones: le endilgaron, inspiradamente, el mote de Kid Beltrán. Era un mediano natural, y aunque se encontraba en un peso difícil, con cantidad de peleadores estrellas que le podían romper la cara a él y a diez más como él, no se amilanó en lo absoluto, y se embarcó en la tarea que le prometió a la madre antes de verla morir de tifoidea: tomándole la mano que temblaba, tocándole la frente que le ardía, le juró que iba a llegar a ser campeón del mundo de ese deporte rudo que practicaba en el solar de doña Linda, rodeado de cuerdas y de pesas construidas con varillas y cemento. Entre abundantes lágrimas lo reiteró sobre el cadáver de su progenitora: Campeón del Mundo, o Nada, a pesar de lo tremendo y lo difícil de su promesa. Así que, ayudado por los amigos del barrio y protegido por un entrenador acabado que una vez fue selección nacional del Equipo Panamericano, empezó a entrenar y empezó a aguantar los golpes esporádicos de los rivales que apenas lo tocaban, pero se dio cuenta –él primero que el público, que el entrenador, que los oponentes- que no tenía madera para llegar a campeón del mundo. Sin embargo, un juramento hecho a alguien demasiado importante se encontraba en juego, así que ganó las primeras cinco peleas, tres de ellas por nockout, con unos chongos que consiguió el entrenador para irlo puliendo y para que se fuera acostumbrando a los golpes, hasta que por fin, después de esos pleitos en los que se paraba en cada round con un miedo terrible a morir –me confesó, increíblemente-, sobre todo a morir, llegó a la Capital y se enfrentó en un combate desigual a Julio César Green, que lo noqueó en el segundo asalto. Se dio cuenta, al sentir el golpe bestial en la barbilla que lo alejó del mundo, de la realidad, de la lona en la que sin embargo iba cayendo, que era como si hubiese vivido todo aquello desde antes. Sabía lo que podía suceder si no se levantaba: volvería a la pensión y a cargar cajas en el almacén de Milito, volvería a soportar la pandilla barrial que se burlaría de sus deseos y su gran lengua, de su falta de coraje y su color, de su regreso vencido a la vacua vida de siempre. No pudo levantarse.
El entrenador lo consoló con la promesa de peleas venideras, con la verdad de que una perdida y cinco ganadas era un buen récord si se mantenía la perdida en sólo esa, pero cuando volvió al encordado y perdió la siguiente por decisión, empezó a desinflarse, como su ánimo de campeón del mundo. Ganó la octava pero perdió la novena, lo salvó de volver a su cuchitril parte atrás la luminosa idea que tuvo el entrenador para sacarle dinero a sus altibajos y su inconstancia: perdería, de ahora en adelante, por dinero; ayudaría a otros a llegar al pedestal que él creía destinado para sí. A partir de ese momento todo fue muy bien a pesar de que la afición a veces se ponía pesada debido a su bajo rendimiento –llegó a tener foja de 31 peleas, 14 ganadas, 2 empates, 15 perdidas- hasta que un día caluroso y gris, como esta noche del cuento, le llevaron la noticia de que un tal Alfredo Torres, apodado por su supuesta pegada el Martillo –el Martillo Torres, por lo tanto-, lo retaba más que nada porque querían hacerlo subir en el ranking, que fuera ganando experiencia como le dijeron a él mismo uno de sus primeros y remotos días, que fuera cogiendo trompadas y acostumbrándose a las mañas y a los golpes, pero sin tener la menor oportunidad de perder. Alberto, con 28 años ya, envejecido prematuramente, con la cara como hinchada y criando un olvido lento en los burdelitos infelices de la calle España, entre cueros cubiertas de polvo talco y de coloridas obscenidades, conoció al muchacho el mismo día en que fueron a amarrar la pelea: era un jovencito muy alto para el peso, flaco y buenmozo, con un aire campesino y perdido, con una cara de niño que no sabía qué diablos hacía allí, rodeado de aquellos jóvenes que maduraban precozmente, que lo veían de reojo y se reían a sus espaldas de su cara de adolescente, y entonces supo de inmediato –según él porque le fue revelado, porque se lo afirmó el mismo Dios que lo observaba, y guiaba a su madre de seguro en su Santo Seno- que podría ganarle con una sola mano a ese pobre muchacho que ni siquiera tuvo la gentileza de despedirse. Sin embargo, el entrenador lo llamó aparte y le dijo que tenía que perder en el cuarto, que el negocio estaba hecho, que iban a pagarle más que bien porque el tal Martillo ese era un galán y si se daba bueno su imagen lo ayudaría. Pero por primera vez en esa carrera de mierda, obviando que reconocía que vivimos en un mundo de imágenes, Alberto se negó rotundamente: no contra él, carajo, me vas a hacer pasar la vergüenza, no viste cómo le alargué la mano y por poco me la escupe. Pero es que pagan demasiado bien, le replicó el entrenador, después de ésta si te da la gana pones un negocio y te retiras. Alberto asintió con la cabeza, pero tenía, en lo más íntimo, urdido de antemano su plan.
El 22 de julio fue el combate, al parecer el muchacho tenía su fama porque el Palacio tenía público hasta la mitad, y obviamente por él no era. Nunca tanta gente había asistido a una de sus peleas; recordó las cuerdas rojas y azules que le colocaron al ring especialmente para esa noche, recordó cuando salió del camerino con el entrenador detrás con la toalla en el hombro y un cubo con hielo que parecía más bien una lata de salsa de tomate, y el hijo del entrenador que le servía de second, un muchacho de 15 años que odiaba el boxeo y que acompañaba a su padre porque éste lo obligaba, y le pagaba por cada pelea a la que asistía 50 pesos. Recordó que el Martillo entró con una caterva de acompañantes, con su entrenador y dos seconds, uno de ellos el cutman, con amigos del campo que le daban apoyo moral, con una banda de merengue típico que lideraba un hermano suyo, con toda esa gente que se confundía con el público, como en aquellas hermosas peleas extranjeras que pasaban por la televisión, en el Madison, o en las Vegas, Nevada, la meca soñada del estilista con condiciones. Recordó ante mí los reflectores en el techo, los vítores al muchacho, el esplendor de una noche que no era como todas las demás, que consideraba era su noche, la noche de su vida porque, aunque no pensaba seguir al pie de la letra las órdenes del entrenador, esa sería, definitivamente, la noche de su retiro. Recordó a su madre, los espasmos en su pecho escuálido, su mano sin fuerzas, su cara de ojos hundidos, y mientras se persignaba antes de que sonara la campana, se la imaginó mirándolo y protegiéndolo y le pidió perdón por una promesa demasiado grande que no era capaz de cumplir.
El primer asalto transcurrió como se esperaba, mucho estudio por parte de ambos, se veía que al muchacho no le habían advertido nada porque lo respetaba mucho, él sabía que en estos casos es mejor quedarse callado para que el pupilo se esfuerce y vaya aprendiendo porque ese es el objetivo, cuando se dio cuenta de que el muchacho estaba demasiado nervioso y no atacaba él tuvo que sacar las manos para que nadie sospechara, le dio dos golpes en la cara y uno en el costado tratando de amortiguarlos lo más posible, aún así creyó percibir que el Torres se resentía, pensó Es Maricón De Verdad El Pobre Tipo, sonó la campana y tuvo que sufrir las amonestaciones del entrenador que no sabía nada de dramas ni de teatros, cógelo suave que cualquier cosa que pase hay que devolver el dinero y yo ya me bebí la mitad. En el segundo las cosas fueron diferentes, el muchacho le partió para arriba desde que sonó la campana, se notaba que en la esquina le habían aconsejado que se esforzara, que se diera cuenta que el tal Kid Beltrán se encontraba en el ocaso de una carrera que nunca ascendió y ahora estaba acabado. Le aguantó todo lo que le tiraron que de todas maneras no fue mucho porque el muchacho tenía poca técnica todavía, lanzaba desorganizadamente, pegaba a veces con la mano abierta, él le tiraba jabs para que no se dieran cuenta, supuestamente para mantenerlo alejado, lo que menos le gustaba era que el Martillo cada vez que lo acorralaba en las cuerdas le gritaba cosas, que si eres un viejo que ya no puedes conmigo, que si comemierda y te voy a enseñar de dónde son los cantantes, y él solamente se limitaba a sonreír; pensaba que las cosas no eran así, por qué había que estarlo insultando de esa manera cuando todo era un drama y podía salirse de las cuerdas cuando quisiera, aunque luego se contradecía y se convencía de que esas son cosas de la juventud, como si él mismo tuviese cien años. Veía al público levantándose de sus asientos, gritando y arengando a alguien que no era él, a alguien que le hubiese gustado ser él; vitoreando a ese pobre infeliz que se les perdería en el futuro cuando alguien lo noqueara sin problemas como lo noquearon a él que no tenía madera para eso, creía que sí pero no, le faltaba algo que no sabía qué era pero que le faltaba. Y el techo del Palacio como bajando hasta él, de repente, presionándolo de súbito, como desgranándose todo sobre su cabeza y el aire de afuera que empezó a cubrirlo, que empezó a proporcionarle algo de oxígeno que sus pulmones necesitaban, algo de locura, de latidos en sus sienes que le ardían, de felicidad por la muerte, si llegaba. Y en ese preciso instante, cuando el resorte se había soltado y supo que su momento se aproximaba, cuando el muchacho le lanzó de nuevo el insulto empezó a golpearlo, ya no le tiraba sólo jabs sino upercuts y punches, el Martillo como que se asombró de esta milagrosa recuperación y al parecer el público también porque se apagaron las voces, los vítores, el desorden de alabanzas injustificadas, sonó de nuevo la campana con el Martillo casi en el suelo y el entrenador contrario fulminando al suyo con la mirada de gangster, de asesino, él recibiendo el castigo de su propio entrenador que le preguntaba a gritos que si se había vuelto loco, si no se daba cuenta de que había que perder, que el dinero –que era, para lo que le habían pagado antes, más que mucho- estaba ya en el bolsillo. El hijo reía divertido entre las cuerdas, le repetía mátalo, Beltrán, mátalo, hasta que su padre le pegó con los nudillos en la cabeza. El tercer round no varió mucho, de repente un público antes indiferente hacia él se levantaba y coreaba su nombre, el uno dos del costado a la cabeza y de la cabeza a la zona hepática, el muchacho sin aliento sin saber qué hacer, sin experiencia, sin recursos para defenderse; hubo un momento incluso en el que perdió el protector bucal y Beltrán le mandó una derecha que le saltó un diente –Alberto recuerda la sangre que escupió y que le cayó en el pecho, como un escupitajo a un traidor-, y el referí tuvo que parar la pelea para colocarle el protector, ahora Alberto le decía Repíteme Quién es el Viejo, Cabrón, Quién es el Pendejo, Cabrón, y creyó verle casi llorar delante de su cuerpo que lo cubría y no le daba tregua, creyó verle destruido por la elección difícil entre su orgullo y el dolor que lo minaba, creyó verle respirar con un hondo alivio cuando lo salvó la campana mientras Alberto pensaba esto es la victoria, esto, lamentablemente una victoria acarrea siempre una derrota y veía al entrenador contrario que sentó al Martillo en el banquillo y aparentemente le confesó todo hablándole muy alto, regañándole por ser tan cobarde, diciéndole a las claras mira con lo que nos vino a salir este Judas maldito.
En el cuarto round se dejó noquear, como le habían ordenado. Esperó un golpe telegrafiado a la barbilla, cinco segundos después de sonar la campana, y trató de fingir lo mejor posible su aparatosa caída a la lona. Lo hizo –me confió, casi como un benefactor- porque cuando se atrevió a levantar las manos en señal de victoria y el público le dio la espalda al muchacho, se vio a sí mismo en él, lo que una vez fue él, sabiendo en lo que se convertiría luego, confirmándolo después porque, tras esa pelea, su patrocinador prácticamente lo abandonó. Y sintió lástima por él, y sintió lástima por sí mismo. Lo llevó a descubrir que no tenía madera para escalar peldaños más altos.
Con el dinero de esa pelea y de las anteriores, que había ido ahorrando poco a poco comiendo servicios de a dos pesos y poniéndose ropa usada, se asoció con Amigué, y compraron la barra en la que hablábamos. Las prostitutas estaban en el segundo piso, en ropa interior atendiendo a los parroquianos. Yo, que tengo una curiosidad natural de escritor, casi detectivesca, intuí otra historia quizás más interesante entre líneas, y le pregunté cómo podría encontrar al Martillo, para comparar puntos de vista y atar ciertos cabos. Miguel se rio junto a Beltrán, como si yo hubiese preguntado algo muy ridículo, o muy obvio. “¿No lo reconoces por la historia, mano?”, preguntó Miguel, apuntando con la boca hacia un lugar claro y limpio, detrás del mostrador. El dependiente reía como siempre, delante del abanico de enormes aspas, con su misterioso y brillante diente de oro.
(FOTOGRAFIA: MIGUEL CRUZ)

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