EL VIEJO Y EL MAL



Yunier Riquenes García.

Era un viejo que pescaba solo en las aguas tranquilas de la presa. No tenía bote ni tampoco el mar azul intenso de sus sueños, pero siempre capturaba peces. Hacía muchos días que había ido por vez primera, pero unos pocos que sintió la necesidad de ir desde el amanecer hasta la puesta de sol o hasta la salida de la luna, para estar solo, para vivir solo. El muchacho era el único que lo acompañaba bien, que le sacaba la risa vieja, que le aguaba los ojos. Pero el muchacho, al finalizar las vacaciones, volvió para la beca.
El viejo sostenía en una mano un cordel mientras observaba otros amarrados en las estacas a la orilla. De vez en cuando, con la mano contraria, se echaba agua en la frente. No era flaco ni desgarbado, era viejo en edad, pero no había arrugas en su cara. El sol le había manchado la espalda por no ponerse camisa, por sólo humedecer la espalda y la frente. El sol le había tostado la piel en el surco, pero la pesca lo había hecho más moreno; le traqueaba el pellejo.
Par de muchachos bordeaban la presa. No cogían peces grandes. El viejo estaba seguro por su buena vista y su experiencia. De todas formas, los echaban al saco. “Ya no hace falta que los peces sean grandes”, se dijo.
Peces grandes y jicoteas cogían los de los botes y las gomas de tractor que se iban medio a medio, los que nadaban a pulmón arrastrando las redes y luego chapaleaban para atrapar las manchas de carpas y criollitas.
Esos habían invitado al viejo muchas veces a ver completo su brazo de mar, porque ya todos decían que él era el guardián.
—Anímese, véala desde dentro. Vea lo que son peces ­grandes.
El viejo les saludaba con la mano y lo dejaban en paz, mientras se perdían lentamente impulsando las gomas y remando.
Los había visto grandes al pasar cerca de las mujeres que cocinaban en fogones (dos o tres piedras juntas y leña acarreada de por allí mismo). Los había visto de cinco a diez libras con los ojos saltones. Las mujeres usaban un garrote para matarlos porque llegaban vivos afuera, y los descamaban con cuchillos casi del mismo tamaño. Llegó a sentir lástima de esas víctimas que no habían podido defenderse, ni siquiera huir, y no se habían metido en la trampa por comer.
Le gustaba la lucha hombre-pez; si no existía esta lucha tampoco existía el placer. Para él la buena pesca era con anzuelo. Sentir en sus manos las picadas y ver la sinuosidad del cordel. Al hundirse el corcho sabía que iba a encontrar la felicidad. Un halón seguro de sí mismo y lo tendría, pero lo sacaría después del juego cansémonos primero. Gozaba las embestidas a los lados aunque el pez fuera pequeño. Gozaba al sacarlo, al desprenderle la lombriz de la boca.
Jamás sintió envidia de aquellos hombres, de los peces de los hombres. Nunca se había marchado sin un pez. Quizás era el recodo donde pescaba, pero no quería abandonarlo. Allí había cogido el mejor junto a su hija. Ella velaba el nailon en las manos, el pez haló y le hizo heridas en los dedos. Ese día se comieron contentos el mejor pez.
Cuando la ensarta estaba llena la colgaba en la bicicleta. Recogía los cordeles, los lavaba y echaba las lombrices sobrantes en el recodo para que le picaran más al día siguiente. Regresaba tranquilo a la casa, sabía que le esperaban los perros, y el muchacho, si había llegado de la escuela.
El viejo amaba los perros; después de llenarlos de pescado y de un baño para quitarse el fango, se sentaba en una silla en el patio. Los perros le lamían la cara y él los besaba; los dormía en los brazos con una canción de cuna y les rascaba las tetas.
Miraba la siembra perdiéndose entre la hierba, pero se sentía cansado para trabajar, decía que se estaba poniendo viejo. Se miraba las manos llenas de callos y las piernas y los brazos llenos de arañazos y cicatrices. Había cortado caña desde los catorce para sobrevivir y ayudar la familia. Permanecía en la misma silla, cabizbajo, con el aire y el rocío de la noche, mirando.
Soñaba con las corrientes marinas y los muelles, con un barco pesquero en el Mar Caribe, con olas gigantes y caracolas. Buceaba con sus hijos: ella recogía caballitos, él golpeaba los tiburones de punchinbag. Los tres eran observados por una mujer llorosa que deseaba volver, pero ya él era feliz.
Siempre soñaba lo mismo y nunca le dio entrada a la mujer. Sólo quería los hijos. Por eso se despertaba, encendía el radio y lo dejaba unos minutos. Caminaba la casa viendo el polvo en los muebles, en la vitrina, en el cuadro de la hija que sonreía en la mesa de la sala, y en otro lado el hijo fajándose en un campeonato donde resultó ganador. No podía soportarlo, apagaba el radio, el bombillo, y se acostaba con la sábana sucia sobre la cabeza.
Y no dormía después de las cinco. Se levantaba a colar café y a echarle comida a los animales. Cuando el sol iba subiendo ya lo tenía todo hecho. Le buscaba lo necesario a su madre y luego cavaba debajo del fregadero o en cualquier lugar húmedo donde había colonias de lombrices. Las mejores eran las largas y gordas de la tierra negra. El viejo decía que eran serpientes. Después de llenar una lata, estaba seguro de que no se le acabarían.
A las ocho iba a la bodega a buscar el pan y a preguntar si habían llegado cartas y telegramas. Y nunca llegaba nada. Entonces lo llamaban para conversar porque era admirado por los vecinos y ellos sabían que estaba solo. Querían oír aquellas historias de cuando estuvo en la guerra y vio cagarse a uno del miedo en la trinchera, o cuando acabaron con los bandidos en la zona. Otros pedían consejos para la siembra.
Cuando Dany llegaba el viejo se ponía contento y nervioso. Contento porque tenía compañía y le daban ganas de vivir. Pero nervioso porque el muchacho le recordaba el pasado sin proponérselo. Dany se bajaba de la guagua y ya lo estaba invitando; si no estaba, sabía dónde encontrarlo con los preparativos, porque el viejo se había apegado tanto que pensaba que el muchacho llegaría todos los días.
“Mientras se pesca hay que mantener silencio, claro que sí. Pero no hay nadie que se quede callado ante el muchacho”.
—Mire pa’allá viejo —dijo señalando un grupo de jóvenes que se bañaban cerca de la compuerta—. ¿Están buenas, eh?
El viejo afirmó con la cabeza y tuvo que meterse hasta que el agua le dio por el ombligo. Recordó a su hija y salió después de mojarse la frente y la espalda.
— ¿No están buenas?
—Eso es pa’ti —dejó los cordeles amarrados a las estacas. —“Hay que dejarlos, si no entienden que se rompan la frente. Y los padres a sufrir (las muchachas retozaban con los varones). Nunca sirvió ninguno y se hizo puta”.
—No mire más el sol que ya se le están saliendo las lágrimas, y nadie ha visto llorar a Santiago. Santiago es un hombre fuerte, todos lo saben. Duro de carácter.
—Sí, vamos a ver si no nos han comido la carnada.
—Dicen que usted no lloró cuando murió su padre.
—Vamos a recoger los cordeles, ya es muy tarde.
Santiago dejaba atrás a su compañero que lo alcanzó un poco antes de desviarse para su casa.
— ¿Es verdad que tiene un hijo boxeador?
El viejo no respondió.
— ¿Y lo mandó a comprar huevos por toda la línea del tren?
El viejo no respondió.
— ¿Le amarró los zapatos para que no anduviera ­descalzo?
Santiago lo miró defraudado, queriéndose morir allí mismo. Pero no dijo nada. “La gente es mala. Dany creerá que soy un villano. No volverá”.
—Pero de todas formas sus hijos vendrán a verlo, aunque los padres sean malos los hijos vuelven, y usted no es malo.
Las bicicletas iban aparejadas, el viejo se apresuraba para no despedirse. A veces el muchacho lo palmeaba o levantaba un brazo, a veces decía hasta mañana, o quizás no decía nada y arremetía con la bicicleta a mayor velocidad, haciendo piruetas por el camino. Ese día el viejo trató de no verlo, de no hablarle (aunque no estaba molesto), pero el muchacho se desvió como siempre. Santiago pedaleó con más fuerza y creyó que Dany lo perdonaba.
Esa noche no durmió.
“Lo sabe y quizás todos lo sepan, y yo el último en saberlo”, pensaba el viejo tendido boca arriba. “No iré más a la bodega por buen tiempo, si hay cartas alguien las traerá, si no... no importa, ya nada importa”.
Oyó ladrar a los perros y no le dio importancia, y siempre que ladraban los perros se levantaba de un golpe y cogía el fusil y le daba la vuelta al patio. Se había propuesto agarrar a los ladrones que no le dejaron gallinas.
“Se despidió como otras veces, a lo mejor lo hizo por lástima, pero él sería el único que nunca llegaría a sentir lástima de este hombre (tenía la imagen del muchacho al despedirse)”. ¿Pero a quién carajo le importa mi vida?
Se volvió a un lado y escuchó los perros escarbando en el portal para echarse.
“Eso es lo que me queda, y la pesca, y el muchacho, aunque dudo que aún quiera atrapar conmigo el grandísimo pez”.
Miró la Virgen de la Caridad que le quedaba enfrente. Le mantenía agua fresca:
— ¿Qué me queda? Todo lo he perdido, Madre, y me queda la vida, solo la vida —y recordó que alguien le había dicho que mientras estuviera vivo no había problemas—. ¿Para qué quiero la vida? Es mejor estar muerto. Quizás cuando muera sea menos inconforme.
El aire fue más frío y se acomodó la sábana, no le cubría los pies. La tiró al piso y retornó la mirada a su santa.
—Al menos tú tienes tus hijos.
Comprobó que la luna no dejaba sombras y salió al cuarto de desahogo. Cogió el pico y la lata de las lombrices. Había decidido que nadie lo viera. Saldría de madrugada y volvería tarde en la noche. Estaba seguro de poder soportarlo como en la caña. Habían pasado algunos años, pero se sentía ­fuerte.
Estaba en la presa a tiempo completo, casi loco. Ya no le importaba la pesca, sólo estar enajenado esperando la señal del muchacho o sus hijos, porque había pensado tanto en lo que le había dicho Dany que se ilusionó con el regreso de los hijos: la Niña y el Negro. Él se comparaba. Después de muchos años se dio cuenta de que quería un poquito a su madre, aunque ella ya no entendiera y se pasara el tiempo llamando a los muertos de la familia y haciendo memoria para demostrar cordura.
“El que más dolor le dio en el parto y el que más la hizo sufrir”.
Hacía mucho que no veía a su madre pero estaba seguro que estaba bien. Una hermana la cuidaba y tenía ganas de estar con ella y pedirle perdón. Pero no, no había necesidad de llegar a tanto.
Incluso pensó enviarle una carta al Negro y la Niña. Pero, no escribía, por lo tanto ¿quién le iba a escribir? Porque el muchacho, que lo hacía siempre, estaba en la escuela y no sabía cómo decirle. Tampoco al bodeguero ni al delegado. No quería vérselas con nadie. Desistió rápidamente de la idea y llegó a pensar en la muerte sin verlos, sin un abrazo, sin dejarles la tierra y la casa y lo que guardaba celosamente, porque le reiteraba al muchacho que a pesar de los pesares lo suyo sería de los hijos, que él (Santiago) no valía nada, sólo quería verlos felices.
En vez de atender los cordeles miraba a su alrededor: la risa diaria de las mujeres matando peces grandes con los garrotes, haciendo caldosa y tomando ron.
—Van a acabar, llegan temprano y se van con los sacos llenos hasta la punta. Pronto prohibirán la pesca y habrá un guardia con una carabina diciendo no se puede pescar ni con anzuelo.
Observaba el par de niños que aparecía cada atardecer con las varas y el saco.
“Es obsesión lo que tienen los muchachos”. Cambió de idea al mirarles las costillas.
Aunque no quiso, tuvo que ver a la mujer del delegado (el que le resolvía los problemas a la gente) varias veces con un hombre.
“Es una descará’, mira como se deja las tetas al aire. ¡Todas son iguales!”
Cambiaba la vista, pero la pareja no estaba distante del recodo y se oían los gemidos, y él no iba a abandonar su sitio por un par de adúlteros. Entonces centraba su atención en el canto de los pájaros y los ojos en la mujer del sueño exigiéndole llegar temprano del trabajo, basta de borracheras. Una mujer controladora que no le gustaba que le hicieran trizas las vasijas ni la golpearan por gusto, una mujer que pedía atención, buena atención.
El viejo había visto sobre el cadáver de un árbol —aguas bien adentro— un grupo de pájaros.
“Parece que tendré suerte. De noche los peces se acercan a la orilla”. El sol iba apagándose. Recogió los cordeles y sacó de la bolsa el más largo y grueso, el de pescar en el mar. Había pensado regalarlo, lo usó varias veces para medir en la construcción. “Ha llegado tu momento, no es en el muelle ni frente al mar pero será...”. Las lombrices estaban espumosas, las revolvió y sacó una. “Parece una serpiente”.
Colocó la carnada y lanzó el cordel a unos cuantos metros. Se sentó a esperar con el nailon en la mano.
“El muchacho quería verme lanzando este cordel”.
Le picaron muchas y tuvo que cambiar la carnada, pero se percató de que mientras transcurría la noche las que capturaba tenían más cuerpo.
“Será como hizo el Negro en la pelea final, marcar, marcar, y luego el izquierdazo”.
El viejo se levantó. Al principio fueron pequeñas picadas y no podía halar porque se le iría. Cuando el pez mordió fuerte lo haló con todas sus fuerzas hacia atrás y luego soltó un poco dejándolo libre. El nailon lo había cortado, no lo sintió al instante, sino cuando se estabilizó en el lugar porque había resbalado.
—Maldición, este gran pez me hizo lo mismo que el otro a la Niña, ya verá coño.
Pasó el nailon a la otra mano. Había estado soltando y recogiendo. Le hubiera gustado una ayuda para llegar rápido a la casa.
“El muchacho tiene razón, es posible que vuelvan”.
Para soportar las embestidas imaginó que al llegar a la casa el fogón iba a estar llameando, los muebles y la vitrina desempolvados y el patio barrido. En el radio el Benny, y la Niña esperándolo con la ropa y las sábanas limpias, y el Negro con un montón de leña para asar el pez.
Le hubiera dado gusto que alguien lo ayudase, pero sabía que tenía que mantenerse, porque los peces grandes se capturaban con redes.
—No pediré ayuda, esta es la lucha hombre-pez, entre tú y yo, y te venceré, te venceré o me arrastrarás hasta el medio, te cortaré en pedazos.
Lo tironeó durante largo rato hasta que no hubo resistencia alguna.
“El muchacho debió estar aquí para ayudarme a sacarlo”, comenzó a halarlo lentamente, “y si el Negro hubiera estado aquí hubiera enseñado al muchacho, en la beca siempre hay abusadores”.
Continuaba sacando el pez que se le hacía más pesado.
“Necesito el garrote de las mujeres cuando esté en la orilla. Ahora que está en mis manos no se me puede escapar”.
Tanteó un poco buscando un palo pero no encontró nada servible. Como la bicicleta estaba cerca (porque el viejo la ponía a su lado cuando oscurecía) cogió la bomba de echar aire y la ubicó a su lado, una bomba de camión.
Nunca había cogido uno de tantas libras. No brillaba como el del mar pero significaba mucho.
—Coletea poco, por tu bien, oíste, por tu bien, no quiero acabarte.
Cerca ya le arremetió con la bomba. El agua se tornó sanguinolenta.
Y creyó verdaderamente que sus hijos le estarían esperando, que su madre lo perdonaría antes de morir. Caminó un poco el recodo, se mojó la frente y la espalda con la reminiscencia de los niños con las varas, y las mujeres, y los hombres del tractor.
Santiago regresaba optimista con su pescado atravesado en la parrilla de la bicicleta. Traía una mano sobre el timón y la otra apretando las escamas. De vez en cuando le echaba un vistazo y pedaleaba con más energía. Saludaba a los que se quedaban observándolo. Santiago reía.
“Mis hijos se llenarán, y los perros se tendrán que echar de tanta hartura. Hasta mamá lo probará. Y la Niña, cuando la Niña lo vea me abrazará y preguntará te acuerdas. Sí, mija, este nos lo comeremos igual que aquel”.
Evocó el momento de la captura y llegó a salírsele una lágrima. ¿Por qué se le habían ido?, no le interesaba, tenía intuiciones del regreso. Aunque fuera difícil los abrazaría a los dos.
“Les prohibí bañarse en los aguaceros, jugar en los charcos... cuando uno se queda solo... uno entiende”.
Y aceleró al tomar el camino para su casa. Los perros lo esperaban en la portería y se lanzaron a su encuentro sin ladrar y a toda carrera moviendo los rabos y con las orejas gachas, asaltándole la bicicleta.
La puerta estaba cerrada, sin embargo, imaginó que estarían escondidos. Buscó en el baño y en el cuarto de desahogo. Volvió enseguida al portal y tosió, una tos crónica. Se paró mirando la siembra y la casa de su madre, ni la vieja se oía.
Retornaba otra vez a la soledad, al mismo polvo y la misma ceniza del fogón. No le hizo caso a los perros que se le tiraban encima. La bicicleta continuó recostada de la cerca con el pez amarrado. Lo contempló muy poco:
—Y es grande.
Los perros le movieron las cabezas y se echaron a sus pies.
—Mis hijos, cará.
Fue directo al cuarto, abrió la ventana y se acostó, estaba muy cansado.
A pesar de estar dormido se le notaban los ojos hinchados, como si hubiera llorado siempre. El viejo comenzó a soñar nuevamente con las corrientes marinas y los muelles.
Mayo y 2002

Yunior Riquenes es un amigo narrador cubano. Compartimos una antología de cuentos. Me escribió hace poco, y me envió este cuento para las personas que visitan este blog, y para que ustedes opinen sobre él.

Foto: Sally Mann.

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