Oscar Rodríguez, diseñador gráfico,
artista plástico, silviólogo, compositor, ha tratado de unir todas estas
facetas en una sola exposición fundamentada en el Arte Óptico, también llamado
Op-Art. Esta corriente artística abstracta, surgida en los Estados Unidos a
mediados del siglo XX, se basa en efectos ópticos pictóricos que tienen que ver
con el terreno audiovisual (la pantalla televisiva y el video,
en los años 50 y 60 del s. XX), y con la tecnología (por esto mismo, quizás,
surgió en los Estados Unidos), y esta razón hace comprensible que un experto en
diseño gráfico a quien le atrae la tecnología, la multimedia, el arte no
tradicional, el arte digital, se sienta inclinado a realizar una muestra de
artes plásticas de este tipo, sustrayendo los efectos ópticos de la pantalla
del computador para llevarlas al papel o a un lienzo; es decir: sacar el diseño
de su cárcel de dos dimensiones y llevarlo hasta la tridimensionalidad. Incluso
las exposiciones que ha realizado Oscar en homenaje a su admirado cantautor Silvio
Rodríguez, se encuentran emparentadas con esta exposición, puesto que los
puntos, las líneas, los colores, que constituyen la base del Op-Art, tienen
características musicales, con los círculos, las demás figuras geométricas y
los colores básicos suspendidos en el tiempo y el espacio. Sus obras regresan a
los precursores del movimiento, a Víctor Vasarely, a Jesús-Rafael Soto, etc.,
como si viajáramos al pasado y a través de la tecnología actual pudiésemos
recrear el arte cinético, el arte mínimo y, claro, el “Optical Art”.
A
Oscar Rodríguez lo conocí cuando estudiábamos en la Escuela Hermano Miguel, nuestra
alma mater. Lasallista como yo, y como otros artistas de Santiago, como Puro
Tejada o Manuel Llibre, por ejemplo, es sumamente satisfactorio que esa
escuela haya dado tantas figuras que se han dedicado al arte en nuestra ciudad.
Debemos mencionar también que Oscar es compositor de canciones, y que como tal
ha obtenido galardones en diferentes concursos. En uno de ellos yo fui el
presidente del jurado. La capacidad de Oscar para la versatilidad y al mismo
tiempo el desorden es proverbial. El desorden, el caos, el cual es una de las
condiciones primordiales de la creatividad: el caos provoca la creación. El
compositor Oscar Rodríguez se encuentra también en estos cuadros serializados,
puesto que no están pintados, sino impresos en tela, es decir que pueden ser reproducidos
interminablemente, lo cual representa muy bien nuestra época mercadológica. El
mercado es la principal institución del capitalismo. A Andy Warhol se le
ocurrió pintar muchas veces una lata de sopa Campbell´s, pero no pensó que ese
cuadro podría ser reproducido hasta el infinito sin que perdiese su objetivo
inicial, su objetivo conceptual. La pintura, ya lo sabemos, ha perdido su valor
de objeto único, porque todo ha perdido su valor de objeto único. Tener una
reproducción impecable de La Monalisa
ya no se diferencia de tener la original, que se encuentra en el Museo del
Louvre y que sabemos nadie la puede tener. La
Monalisa es un cuadro pequeñito, no muy
impresionante cuando la contemplamos en el Louvre, luego de que se ha visto
tanto a través de los medios de comunicación, y ya no hay mucha diferencia para
el espectador entre la original y la copia. Lo mismo puede decirse de las
composiciones musicales. Se reproducen interminablemente en la radio, ahora en
la computadora o el internet, hasta que nos cansamos de ellas, las dejamos
descansar y volvemos a escucharlas más adelante, o no volvemos nunca. Ese es el
espíritu de estos cuadros de Oscar. Pronto a graduarse de la carrera de
Publicidad en la Universidad Autónoma
de Santo Domingo, el diseño gráfico, la composición de canciones ligeras para
la radio tradicional, el mercadeo y la publicidad tenían que provocar en él un
encuentro con la serialización que al final se ha producido en esta exposición.
Nosotros
los dominicanos nos hemos acostumbrado a que los artistas nacionales sean unos
perfectos desconocidos, y que el arte sea una actividad oculta, underground. Que
haya Ferias del Libro en el mundo entero pero no inviten a los escritores
dominicanos, que haya Festivales de Teatro, Bienales Internaciones de Artes
Plásticas, Festivales de Música y los artistas dominicanos no participen. Nos
hemos acostumbrado a que el estado no haga su papel en ese sentido, y que los
artistas sean personajes anónimos que se valen de la bondad de los medios de
comunicación, de la amistad y de los limitados recursos de la autogestión para
ser reconocidos, aunque sea un poco. Me parece que eso tiene que cambiar. Los
artistas, indigentes del estado, mendigos en una sociedad predominantemente
artística, autogestionan sus espacios, debido a la pusilanimidad de nuestros
gobiernos. Por eso ha surgido una galería de arte llamada Tríptico, en la
ciudad de Santiago, República Dominicana, en la cual Oscar expone sus cuadros.
Con una inmensa generosidad y una apertura que sólo puede ser posible en la
indigencia (esta exposición se ha montado con nada, sin dinero y con muchas
ganas), Tríptico se ha posicionado rápidamente como la principal galería de
arte de la ciudad.
Quiero
hacer notar al lector que, si se dirige a la exposición, se detenga delante de
una de las obras, específicamente un espejo en el cual la figura humana, es
decir, la persona que se refleja (para lo cual está construido un espejo, por
supuesto), se rompe en múltiples trozos, y la figura se desdibuja hasta que
sólo podemos apreciar una sombra. No sé si este fue el objetivo original del
artista, puesto que el espejo en sí mismo es una obra sumamente atractiva,
quizás la más llamativa de toda la exposición, pero este desdibujamiento de la
figura humana también nos lleva al concepto de la serialidad, de la pérdida de
la identidad, de los valores (es decir, la serialidad como un reflejo, o
crítica, de la sociedad mercadológica y del capitalismo salvaje, que esperamos
que algún día desaparezca) y de la individualidad. Hago notar esto al
espectador, puesto que puede acercarse a ese espejo con una visión conceptual
que se encuentra más allá de la propia presencia atractiva, “bonita”, del
espejo en sí mismo.
En
medio del ambiente rutinario del arte dominicano, es saludable, refrescante y
necesario que se empiecen a buscar nuevos senderos que no tengan que ver con
las instalaciones, el arte efímero y un arte conceptual que no tiene nada que
ver con nosotros y que no es para nada vanguardista, porque siempre estaremos
en la periferia, nunca llegaremos a ser vanguardia. “Aquí todo llega tarde,
hasta la tarde”, escribió nuestro poeta Manuel del Cabral, así que acogemos,
apoyamos y saludamos estas obras de Op-Art de Oscar Rodríguez, artista gráfico,
compositor, pintor, escultor, publicista, silviólogo, lasallista y a veces
cantante cuando no aparecen por allí otros cantantes (aunque no tenga buena voz,
lo cual, aunque él no lo crea, agradecemos por su originalidad). Un
inconformista que ha tratado de buscar siempre nuevos motivos, desde su ya
legendario “Artefactus” hasta sus soeces y sarcásticas “Heces”, acompañado por
el artista Juan Gutiérrez, uno de los propietarios de la galería “Tríptico”. La
propuesta de la muestra Heces responde a un marco teórico, y entendemos de
inmediato lo que nos insinúa cuando leemos lo que escribió el propio Oscar
sobre ella: “La obra de arte, como objeto encantado que provoca en el soñador
estudio y realización”, nos dice Oscar, “será siempre cambiante para seguir
sembrando el cementerio de hechos. O sea que la obra de arte es eterna en cada
tiempo del artista. El artista asume la experiencia de las obras, pero crea su propia
obra, estableciendo su visión actual. Y así lo harán todos, por los siglos de
los siglos”. Pero al mismo tiempo nos indica que el título de su exposición
trataba de desmitificar “la eternidad de la obra de arte”. Se planteaba “la visión plana de la pintura
y usaba colores puros como los expresionistas abstractos y los fauvistas.
También eran obras abstractas, pero con formas orgánicas y geométricas”.
Notamos de inmediato que esta muestra es una extensión de las ideas ya
planteadas en aquélla.
Apoyamos
esta exposición de Oscar Rodríguezcomo una muestra diferente de un
arte contemporáneo dominicano que se ha encasillado pero que siempre, por sí
mismo (como ocurre con el verdadero arte), encuentra su propio camino, como si
hablásemos de la evolución de las especies, o de algo absoluto que no necesita
de nada, ni siquiera del espectador, para ser Arte.
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
He visto al fin la cinta "Cumbres Borrascosas"(2011), de la directora británica Andrea Arnold, basada en la famosa novela de Emily Brontë. Había escuchado varias críticas televisivas de la película, sobre todo en programas de T.V. españoles, en donde la habían tildado de gran película, y ya la estaba persiguiendo para verla. Ayer me la encontré casualmente en la televisión.
La historia es la siguiente: Heathcliff es un niño que deambula sin oficio ni beneficio por las calles del siglo XIX inglés. Un señor se lo encuentra y se lo lleva a vivir a su granja en Yorkshire, donde es denigrado, insultado y humillado por la familia, que lo trata como a un sirviente, exceptuando a Catherine, una joven más o menos de su edad de la que se enamora y por la que siente una extraña obsesión. Por supuesto, esta obsesión y ese amor, que es mutuo, terminará en tragedia.
La película no se basa con total fidelidad en la novela de Brontë. Es una adaptación libre, y debemos admitir que lo agradecemos porque la novela ha tenido múltiples versiones y ya no estamos dispuestos a seguir de nuevo, sin ningún aliciente, los amores fracasados de los protagonistas. Olvidémonos de la novela, disfrutaremos más la cinta si pensamos que es una historia nueva. El cambio principal es el personaje del adolescente, que aquí es negro, descendiente de esclavos. En la novela se menciona que Heathcliff es "gitano", y que su piel es oscura, pero no se dice que sea negro. Es un cambio importante porque añade un componente racial a la aparente irracionalidad original del personaje principal, que es cruel y vengativo. Algo cambia aquí entonces, nos damos cuenta de que nos encontramos ante una visión diferente de la historia del libro, y de las versiones anteriores (incluidas las telenovelas y las películas mexicanas, una de ellas dirigida nada menos que por Luis Buñuel) de la novela, aunque sin traicionar su esencia.
El libro es una novela romántica, perteneciente al gótico inglés. Emily murió un año después de escribirla. En un ensayo de Borges leí que todos los personajes de "Cumbres Borrascosas" viven en el infierno, pero curiosamente los lugares tienen nombres ingleses. La novela es una pesadilla, como lo es la película, una de las características del gótico. La directora se centra en la visión de Heathcliff, el personaje más atormentado del libro. Utiliza un formato 4:3, lo que significa que la pantalla se vuelve cuadrada, y entonces no vemos lo que sucede alrededor. Debido a este formato, la película es tan íntima, tan cerrada, que casi respiramos el aire que respiran los protagonistas. El filme se divide en dos partes, como se divide también la novela: los niños Heathcliff y Catherine y los jóvenes adultos Heathcliff y Catherine, luego de que Heathcliff se marcha de la casa y regresa con dinero para ejecutar una especie de venganza que todos sabemos acabará mal.
Al convertir el personaje de Heathcliff en un negro, e involucrar el problema racial en la película, la historia contiene una serie de ecos faulknerianos, y Heathcliff se nos parece más al Christmas de "Luz de Agosto", de Faulkner, que al protagonista de la novela de Brontë. William Faulkner es un gótico tardío, que por supuesto le debe mucho a la novela única de Emily, y la violencia y la rebeldía del Heathcliff de Arnold nos recuerda demasiado al mestizo Joe Christmas, destinado a la tragedia debido a su color; a las humillaciones padecidas a manos de su padre adoptivo, un fanático religioso; a su rebeldía, y a su incapacidad para encajar su identidad en medio de dos comunidades raciales divididas que lo rechazaban violentamente.
La película, como la novela, tiene la forma de la pesadilla. Llueve constantemente, por lo que el paisaje está lleno de barro, las ropas enlodadas. La lluvia difumina la imagen, auxiliada por la excelente fotografía, y esto da una impresión de sueño. Hay mucho viento, el cielo es brumoso. El clima se comporta de acuerdo al estado de ánimo de la pareja: si están felices habrá sol, si tienen problemas lloverá o el cielo se tornará oscuro. La pesadilla en la que vive Heathcliff no solamente la conocemos por los hechos, sino por lo que se ve: los protagonistas viven en el infierno. La muerte es una especie de escape de un mundo terrible. En toda la película no hay música, excepto al final, cuando ya Catherine muere (no podemos escucharla, puesto que no debe haberla en el infierno): la música es posible porque Catherine ha descansado, se ha liberado. Como sucede en la novela (lo cual es curioso, puesto que es una adaptación libre), el amor obsesivo lo destruye todo. La escena en la que Heathcliff tiene relaciones con el cadáver, que es obviada en las versiones anteriores debido al estilo telenovelesco de casi todas (soap-operas), refleja la brutalidad de esta historia que las demás versiones han convertido en un melodrama amoroso, cuando en realidad no lo es.
Filmada con cámara en mano, como si fuese un documental, siempre perseguimos a los protagonistas, sobre todo a Heathcliff. Prácticamente no hay una sola escena en la que él no aparezca, por lo que es el protagonista absoluto de la historia, por encima de Catherine. Nos sentimos tan abrumados dentro de la pesadilla que él vive, que cuando empieza la canción "The Enemy", de Mumford & Sons, sentimos un alivio que ya es como una catarsis. Ya se puede llorar, y no por Catherine, la fallecida, sino por el vacío en que ha dejado al pobre Heathcliff, el personaje con el que nos sentimos identificados. Nos desespera el dolor que siente un muchacho que sabe desde el principio que jamás encontrará la paz.
Es difícil olvidar una película como esta. La poesía tan poderosa que transmite es difícil de definir. Es una poesía que se encuentra por encima de la historia, de las actuaciones, del guión; es una poesía puramente visual. Es tan gótica que parece sacada directamente del siglo XIX, y sin embargo, al mismo tiempo, nos damos cuenta de que su factura es rabiosamente contemporánea. Como ha sucedido con anterioridad, las críticas han sido disímiles, pero por suerte escuché a aquellos más benévolos. Los críticos, que siempre se equivocan, la han tildado de "larga", cuando no tiene ni siquiera hora y media; de "tediosa"; de "silenciosa". Lo que hacen la directora y la guionista es quitarle todo accesorio a la historia, dejarla convertida sólo en imagen. Los personajes, entonces, son opacos como el paisaje, oscuros. La película es seca, dura, como las actuaciones de los dos Heathcliff y lo hostil de la tierra. Los personajes casi no hablan, se comunican con gestos y acciones. Como los animales, se mueven por instinto, sin detenerse en lo que puedan pensar los demás; sus acciones son primitivas e irracionales. Viven el uno para el otro sin necesitar de nadie más, como decía Freud que pasaba con los amantes verdaderos. Este curioso instinto animal se refleja también en imágenes: a cada momento vemos animales muertos, como si el amor prohibido de los protagonistas lo corrompiera todo. También vemos a cada momento polillas que vuelan alrededor de los amantes, escarabajos, bichos, otro síntoma de corrupción. Pero también vemos animales vivos, libres, como lo es la pareja de amantes cuando se encuentra sola, y como lo somos todos nosotros, sólo que la sociedad se ha inventado una serie de reglas absurdas que nos encarcelan. Las aves vuelan, libres, Heathcliff se detiene a ver una que se aleja, como si quisiese encontrarse ante un espejo. Debido a que conocemos de antemano la historia, sabemos lo que sucederá al final, aunque la película no está basada en toda la novela, pero lo que vemos y sentimos es conciso y brutal. La película es tan auténtica que nos duele, arrastrados por la pesadilla en la que viven Catherine y Heathcliff, que nos recuerdan en cada toma que en este mundo casi nunca triunfa el amor.
Poco a poco sucederá lo siguiente: la película se convertirá en una obra de culto. Luego, tal vez, será calificada de obra maestra. Su aliado es el tiempo, que auxilia toda obra de arte. Es curioso que, cada vez más, algunos críticos se equivoquen constantemente y no recapaciten. Sucedió con Blade Runner, con El Gran Lebowsky, con Los Duelistas, con La Jetée, hasta con La Dolce Vita, con un largo etcétera de películas que dividieron a la crítica, pero cuyo contenido artístico al final triunfó. Por lo menos pude verla porque me la recomendaron como una cinta impresionante, conmovedora, y me dijeron: No leas todas las críticas, no les hagas caso a Ellos. Estamos acostumbrados: los demás críticos, como siempre, tendrán que reescribir una percepción para la que no están dotados.
Me parece que el valor de la película Blade Runner (Rydley Scott, 1982) se encuentra más allá de una
interpretación sociológica de lo que plantea (o más bien: Blade Runner no
plantea solamente un problema sociológico que tiene que ver con la esclavitud y
la opresión). Los Replicantes de la
película mantienen, a lo largo de todo el metraje, una búsqueda puramente
metafísica, ontológica. Lo que quieren es alargar su vida, que solamente dura
cuatro años (fueron construidos para que durasen cuatro años, lo que significa
que sus creadores decidieron que iban a vivir tan poco tiempo), y esta búsqueda
es notablemente significativa y dolorosa en el líder del grupo rebelde, el más
inteligente y el que llega más lejos en esta búsqueda (hasta el punto de que
logra destruir a su creador, y de que el blade runner Rick Deckard,
interpretado por Harrison Ford, es incapaz de acabar con él), el Nexus 6 Roy Batty interpretado por
Rutger Hauer. Y debemos recordar también que la película está basada en una
novela de Philip K. Dick, es decir, que su historia no es original, de manera
que, aunque la película presente algunas variaciones con respecto al libro, a
veces dramáticas, el valor del filme, entonces, se encuentra a un nivel formal,
no en la configuración de una historia; es decir, a un nivel puramente
estético. La creación de ese mundo oscuro, racialmente sincrético hasta niveles
ridículos, promiscuo, densamente poblado, ecológicamente desastroso,
tecnológicamente apabullante –aunque los seres humanos sigan siendo los mismos
seres humanos de siempre, los pobres que venden comida rápida en las calles
siguen siendo los mismos pobres aunque cocinen con nuevos y sofisticados
aparatos, y los poderosos siguen siendo los mismos poderosos aunque vivan en un
penthouse sacado de uno de los decorados de la Metrópolis
de Fritz Lang (homenaje posmodernista que se repite varias veces en la
película), o aunque hayan abandonado el planeta porque para ellos es
“inhabitable”-, es lo que valida esta obra maestra. El inicio del filme,
presentándonos las imágenes de esa ciudad vista desde arriba, desde uno de esos
automóviles voladores del futuro, con las chimeneas de las fábricas lanzando
esas lenguas de fuego, y todos aquellos gigantescos anuncios publicitarios
electrónicos, es algo que no se había visto anteriormente (es bueno resaltar
esta cualidad), y que ha sido copiado cantidad de veces, por lo que se
convierte en uno de los inicios cinematográficos más impresionantes de la
historia del cine, por su tono tremendo y épico, solamente comparable al Apocalipse Now de Francis Ford Coppola,
o a la propia Metrópolis de Lang:
sabemos que nunca antes hemos visto algo así.
Pero toda la película se dirige hacia
la búsqueda de la vida de este grupo de Replicantes: si soy creado por el ser
humano, y no por Dios, entonces, ¿adónde iré cuando muera? ¿No hay ninguna
posibilidad de trascendencia? El Nexus 6 asesina a su creador de una forma
terrible, con una ira que solamente explica el existencialismo: para qué me
dieron una vida que no he elegido, y que ahora me trae el insoportable dolor
por la muerte (la cual es más dolorosa debido a que solamente vivo cuatro
años). Los Nexus 6 han hecho y han visto cosas terribles, y han sido obligados
a actuar de esa forma por sus creadores, los seres humanos.
Y la siguiente reflexión tiene que ver con la presencia, en la
historia, de la vejez y la memoria: se les insertó en el cerebro una memoria
falsa a los nuevos Replicantes (aunque no a los Nexus 6, que saben que tienen
cuatro años), para que creyesen que han envejecido, que han vivido una vida
anterior. Tienen recuerdos de una infancia que nunca vivieron, de unos padres
que no existieron. Al mismo tiempo, los Replicantes no pueden envejecer
físicamente: cuando se encuentran con Sebastian, un científico con mentalidad
adolescente en el cuerpo de un anciano, puesto que sufre de progeria, se
sienten identificados con él, porque Sebastian también sabe que no durará, sólo
que en el sentido contrario (en el sentido humano, podríamos decir): ellos no
pueden envejecer, mientras que él lo hace de forma acelerada. Ellos envejecen
mentalmente, pero no pueden hacerlo físicamente; el cuerpo de Sebastian
envejece apresuradamente, mientras su mente continúa siendo la de un joven.
La importancia de la memoria en Blade
Runner solamente es comparable a la que tiene en la cinta Eternal Sunhine of the Spotless Mind, de Michel Gondry, es decir,
la manipulación de la memoria con fines científicos, y cómo lo humano, el
misterio, lo ontológico, está por encima de toda manipulación del sistema, de
toda manipulación científica, y cómo los más primitivos sentimientos humanos
(el amor, la solidaridad, la piedad, incluso el odio y el dolor) pueden
llevarnos al final a una redención. Podemos trasladar esas preocupaciones al
mundo actual: la proliferación del Alzheimer en nuestra sociedad, la
multiplicación de una enfermedad que destruye sistemáticamente nuestra memoria,
es decir, la destrucción del pasado y de la vida que hemos vivido.
Al final, me parece que es del todo
injusto comparar Blade Runner con películas como V for Vendetta, o con algunas otras con las que se le ha comparado
en algunos ensayos. Esas son películas menores, cuyo impacto en el espectador
no pasa del mero entretenimiento. En el caso de Vendetta, para poner sólo un ejemplo, su estructura formal es
inverosímil: se nos presenta un régimen despótico, terrible, policial, y sin
embargo acontece en la más absoluta normalidad, como si sucediera en cualquiera
de los países actuales del primer mundo. Y todos sabemos que las dictaduras no
son así, y que tratar de hacer crítica social con nuestro mundo actual no tiene
sentido por esa vía (por eso la película se desarma y deja mucho dinero, que es
lo que les interesa a los productores), además de que su importancia visual es
prácticamente nula. Si a algo se parece la historia (lo que significa: si a
algo se parece la novela original), sería al Frankenstein de Mary Shelley, y si a algo se parece Roy, es a un
Prometeo futurista. Al final, como estamos hablando de arte, en este caso de
cine, lo más importante es lo visual: no podemos deshacernos del rostro de una
belleza surreal de Rachael-Sean Young, de la visión de ese mundo
tecnológicamente melancólico, de la lluvia interminable sobre la ciudad siempre
oscura, de la figura de Rutger Hauer, hasta de su forma de vestir y de
peinarse, y de hablar, que han copiado tantos juegos de video. De la imagen de
Roy pronunciando su panegírico semidesnudo bajo la lluvia, de la paloma que nos
sugiere que el Replicante tenía un alma, y que la trascendencia existe, y que
él ha sido salvado porque a su vez salvó una vida. De la lentitud de su ritmo
narrativo, impropia de las películas de acción, aunque sí cercana al cine negro
norteamericano de la primera mitad del siglo XX. De su obsesión con los ojos,
con lo que se ve, que se repite a lo largo de todo el filme: Rick mirando la
ciudad que nosotros también vemos reflejada en uno de sus ojos, la prueba para
descubrir a los Replicantes se realiza a través de sus ojos, Roy y su compañero
investigan el paradero de su creador a través del científico genético que les
construyó los ojos, Pris-Daryl Hannah pintándose los ojos de negro con un
aerógrafo, Roy asesinando a su creador clavándole los dedos en sus ojos, hasta
llegar a la confesión antológica del último Nexus 6 sobre las cosas bellas y
terribles que ha visto a lo largo de su corta vida.
Blade Runner se parece más, en cuanto a sus aportes a la cinematografía, y a la
profundidad de sus planteamientos, a Metrópolis,
de Lang, a Farenheit 451, de
Truffaut, a La Naranja Mecánica,
de Kubrick, o, aunque no le deba nada en el aspecto formal, aunque sí en sus
preocupaciones ontológicas sobre la ciencia y el futuro, a Solaris, de Tarkovsky, porque comparte con ella la genialidad de la
obra maestra de ciencia ficción, que perdura en la memoria de la gente y que
nos plantea algunas preguntas esenciales sobre nuestra propia humanidad, para
que las respondamos hoy, aquí y ahora.
Eloi, Eloi, lama sabactani significa: Señor, Señor, por qué me has abandonado, o también: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado. Es una de las Siete Palabras (que en realidad son siete frases) pronunciadas por Jesús en la cruz. A mí esta canción me gusta mucho, y lo que tenemos que preguntarnos es por qué hemos abandonado a los demás, cuando Jesús murió por nosotros. Si les gusta la canción (no el video, sino la canción, que es excelente), denle click a me gusta en el sitio original en youtube. Este es el enlace: http://youtu.be/IgZoMFqTLGw
Jesús de Nazaret
Jesús es el personaje más importante
de toda la historia de la humanidad. Ni Buda, con quien me unen coincidencias
acerca de la forma en que debemos vivir nuestra existencia; ni Mahoma; ni
Shakespeare ni Gengis Khan (Chinggis Khan) ni Hitler ni Marx ni Julio César han
perdurado en la memoria de los hombres como lo ha hecho la figura pacífica de
Jesús.
De acuerdo al Nuevo Testamento, nació
en Belén de Judá, a pesar de que su madre vivía en Nazaret de Galilea. Hijo de
Dios hecho hombre, el Verbo encarnado que era Dios y hombre, enviado entre
nosotros para salvarnos de todos nuestros pecados. “Llamado Jesús (según Mateo), porque
él salvará a su pueblo de sus pecados”. Dios embarazó a una virgen, María
de Nazaret, para que ella diera a luz a Él mismo. Desde Abraham hasta David
fueron catorce generaciones, desde David hasta la deportación a Babilonia
catorce generaciones, desde la deportación a Babilonia hasta Jesús catorce
generaciones. Es decir: veintiocho generaciones desde David hasta Jesús, su
descendiente directo. Rezaba la profecía: de la casa de David surgirá nuestro
Mesías. El 7, que es número divino, se repite varias veces en la genealogía de
Jesús: 2 veces 7 son 14, 4 veces 7 son 28. Jorge Luis Borges, que analizó los
Evangelios Apócrifos (apócrifos, como
él aclara, no en el sentido de falso o falsificado, sino de oculto), nos cuenta que Jesús hizo
milagros que no aparecen en la Biblia: a los cinco años modeló unos gorriones
con arcilla, y delante de los demás niños asombrados las aves cobraron vida y
emprendieron el vuelo. Este milagro se encuentra en el evangelio apócrifo de
Tomás.
Sabemos también que resucitó a un
muerto, que multiplicaba la comida y la bebida, que caminaba sobre las aguas y
lloraba sangre. Sabemos que hacía milagros prácticos, como convertir el agua en
vino, que curaba enfermedades y exorcizaba demonios. Tuvo trece discípulos,
doce apóstoles y una mujer, y salvó a una adúltera de la lapidación. Como
Sócrates o Buda, nunca escribió una sola línea, aunque era letrado: trazó una
palabra en la arena que nadie pudo leer; se comunicaba con sus seguidores a
través de parábolas o historias simples. Satanás, el Príncipe del Mal, le
ofreció todos los reinos de la tierra; Él los rechazó no porque se los
ofreciera Satanás (puesto que Él, que se encontraba por encima del Diablo, con
el movimiento de un solo dedo hubiese tomado todo el mundo para sí), sino
porque toda su vida fue una metáfora. Pretendía mostrarnos un ejemplo.
Fue rechazado acremente durante su
ministerio. Los maestros del Templo le tenían miedo o envidia. Memorizó
completa La Torá, palabra por palabra; los rabinos se asustaron y vieron en Él
a un antimesías que desviaría la atención de la gente de la llegada del Mesías
verdadero: ellos esperaban a un guerrero. Profetizó la destrucción del Templo. Lo
traicionó, a cambio de dinero, uno de sus discípulos, y murió crucificado en
Jerusalén, acompañado de dos ladrones, crucificados como Él; acompañado también
de su madre, de María Magdalena y de sus hermanos. Resucitó al tercer día.
Como Augusto César o Moisés,
sobrevivió a una matanza de primogénitos. Tenía poder sobre la vida y la
muerte. Nunca fue muy popular en vida. Y sin embargo, si solamente hubiese
realizado los milagros, multiplicado los panes y los peces, andado sobre las
aguas, si hubiese sólo convertido el agua en vino, exorcizado los demonios, aún
si hubiese sido crucificado como miles de judíos más de su tiempo, o como los
esclavos rebeldes crucificados por los romanos (como Espartaco, por ejemplo, y
todas sus huestes revolucionarias), no hubiese permanecido en la historia como
lo ha hecho. Aún si el emperador romano Constantino hubiera tomado su religión
y la hubiese esparcido a través del imperio a sangre y fuego, como luego hizo,
su legado no hubiera perdurado.
¿En qué consistió la proeza de este
israelita desarrapado, que nació en un pesebre, hijo de una analfabeta, la más
pobre entre las pobres, en un pueblo perdido para la geografía y la historia,
que nunca aspiró a la riqueza o al poder? Puesto que Dios escogió a una
adolescente virgen y a un carpintero, pertenecientes a un pueblo esclavizado
por el imperio más poderoso del mundo, para que dieran a luz y criaran a Su
hijo. No buscó a reyes y emperadores, príncipes o adinerados, puesto que el
dinero y el poder tienen origen satánico. Nietzsche escribió: básicamente sólo
hubo un cristiano y murió en la cruz. La Biblia dice: Amarás a tu prójimo como
a ti mismo. Cristo dijo: Debes amar a tu enemigo. “Al que te pida, dale (…) Porque
si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?”, comenta Jesús en el
Evangelio de Mateo. No somos cristianos puesto que no somos capaces de amar y
perdonar a todos nuestros semejantes: “…para
que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir el sol
sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos”.
De acuerdo a la Biblia, Jesús
regresará y descenderá sobre los suyos, pero atormentará y abandonará al
Infierno (Sheol) a todos aquellos que se aparten de su fe. Su segunda venida se
encuentra consignada en el libro del Apocalipsis, escrito por Juan mientras se
encontraba encarcelado en la isla de Patmos. Los castigos a los fieles sugeridos
en el Apocalipsis no se corresponden con la Palabra del Señor del Perdón, con
Aquél que amará incondicionalmente a toda la humanidad. Juan de Patmos,
atormentado por Nerón, intentó profetizar un dolor y una destrucción que no
concuerdan con las palabras de Nuestro Señor.
Según los evangelios apócrifos
(Borges), en su niñez Jesús realizó milagros crueles que eran propios quizás
del niño que era. Pero de acuerdo a la Biblia, Jesús perdonó a uno de los
ladrones crucificados consigo, y lo invitó a participar con Él del reino de los
cielos; le ordenó a un cadáver: Levántate y anda; le quitó las sandalias a una
prostituta y le ungió los pies: el hijo de Dios, Dios mismo, se consideró capaz
de humillarse ante la más vil de las mujeres. Hace más de dos mil años (veinte
siglos) Jesús salvó a una mujer que iba a ser asesinada a pedradas: hace dos
mil años Nuestro Señor estaba en contra de la pena de muerte, diciendo: Quien esté libre de pecado, que tire la
primera piedra. Dios creó el mundo para todos (“que hace salir el sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre
justos e injustos”), pero algunos privilegiados piensan que el mundo es sólo
para unos pocos. Bienaventurados los
pobres, nos dice El Espíritu. Bienaventurados
los oprimidos, los rechazados, los vilipendiados, porque de ellos será el
Reino de los Cielos. No será de los ricos, de los poderosos (de los satánicos);
será de los que sufren.
Como el Espíritu se hallaba en Él,
Cristo se encontraba por encima del bien y del mal, pero es conveniente
consignar que esa vida metafórica por encima del bien y del mal significa
siempre el encuentro con la infinita paz y la infinita bondad. Cada día, voces
agoreras tratan de convencernos de que Dios ha muerto, que no necesitamos al
Espíritu y que el ser humano se basta a sí mismo. Pero, entonces, ¿por qué cada
día la necesidad de trascendencia conmueve a millones de personas? ¿Por qué
todas esas personas sienten a un Dios en sus corazones, como si la presencia
divina fuese intrínseca a la naturaleza humana? Según los hinduistas, ha habido
una serie de encarnaciones de Dios que han llegado hasta nosotros, llamados por
ellos “avatares”: Buda, anterior a Cristo; Jesús, hijo de Dios, Dios Él mismo;
Mahoma, que se identificó a sí mismo como un Profeta. Los tres personajes de
tres de las religiones más importantes del mundo. Jesús, Cristo, el principal
personaje (Dios mismo) de la principal religión de nuestro planeta. La Ciencia
ha descubierto que somos polvo cósmico, que todas las cosas en el universo
están hechas de la misma composición finita de elementos. Yo soy yo, pero estoy
hecho igual que un árbol, un león o una roca. Tengo voluntad, raciocinio y
lenguaje para cambiar el mundo, expresar mis emociones o adorar a Dios, como
nos dice el Popol Vuh.
Jesús fue vendido por treinta piezas
de plata. Fue torturado, y se le prometió la crucifixión. Se le colocó, para
atormentarlo y avergonzarlo, una corona de espinas. Cuando Pilatos, un
gobernador cruel de una colonia romana difícil y rebelde, preguntó quién debía
ser perdonado, el pueblo escogió a Barrabás. El hijo de Dios fue rechazado por
el mundo: pero así debía ser, para que el mundo luego se sintiese humillado y
avergonzado. El más grande de los repudiados, el más enorme de los oprimidos. Según
la leyenda, Buda murió porque se dejó comer por un tigre que tenía hambre: por
supuesto, ésa es sólo una leyenda. Qué poca cosa valía la vida de Aquél (el
Espíritu), Jesús de Nazaret, que llegó para cambiar la historia de la
humanidad.
René Rodríguez Soriano (Constanza, 1950), publicó un libro
titulado “Su Nombre, Julia” en el año 1991. Ese libro contiene un cuento del
mismo nombre, que se ha convertido en un clásico de la literatura dominicana. René
es autor de poemas, cuentos y novelas que no lo parecen; sus novelas dan la
impresión más bien de ser poemas largos o recopilaciones de cuentos, aclarando
que digo esto como un cumplido. Conocía su obra, llegué a verlo más de una vez
leyendo sus cuentos o impartiendo una conferencia sobre la cuentística
dominicana, pero lo conocí realmente durante la Feria del Libro de Santiago,
en el año 2005, en la cual se le hizo un homenaje. Tuve la oportunidad de
introducir su obra a un público de mi ciudad natal que ya lo conocía y que, sin
embargo, no me conocía a mí para nada.
René es un caso único en la literatura dominicana, me
parece. En este momento debemos contextualizar al lector sobre una etapa crucial
de la literatura de mi país. René comenzó a publicar un poco antes, muy joven,
en la década del setenta del s. XX, pero fue en la década del ochenta del siglo
pasado cuando su obra empezó a tener difusión y notoriedad. Luego de una época
represiva en la República Dominicana,
conocida como la era de los Doce Años de Balaguer, terminada en 1978, empezó la
transición hacia la democracia en el país, una época de apertura inédita luego
de doce años de censura, de libros e ideas prohibidos, polarización ideológica
y escritura panfletaria (y necesaria, no nos engañemos). La obra de René se concentra
en la forma, en el lenguaje, lo cual lo acerca a la llamada “Generación del 80” que surgió con los jóvenes
de esta apertura democrática, con los cuales él mantiene intereses comunes, a
pesar de que tiene una obra anterior; a René, como a esta generación, no le
preocupan los contenidos políticos o colectivos. La esencia es el individuo, la
existencia, la insatisfacción vital, la sexualidad, el amor. La obra debe tener
un sentido en la forma, más allá del contenido en sí mismo, lo cual era
insólito en la literatura dominicana, preocupada por intereses sociales
arrastrados desde la Era
de Trujillo, la revolución de abril del 65 y la posterior invasión
norteamericana del mismo año (tenemos, claro está, una generación literaria
nacional llamada Generación de Posguerra), los doce años de la dictadura ilustrada de
Joaquín Balaguer.
El escritor, entonces, se enfrenta a un dilema que comparte
con autores de su propia generación, o anteriores, como Andrés L. Mateo, o
poetas como Franklin Mieses Burgos: decidirse por una literatura de contenido social,
debido a un humanismo intrínseco a estos autores (“éramos, sobre todo,
contestatarios”, escribe René en algún lado), y al mismo tiempo enfrentarse al
desencanto y al pesimismo de la época, que lleva al existencialismo y a lo
ontológico. Por supuesto, en este caso gana lo existencial, lo individual,
independientemente de que, como telón de fondo, como atmósfera, aparezca la
realidad de un país en constante ebullición social. René, con sus cuentos de
factura impecable, con personajes preocupados más bien por su efímera
satisfacción sexual, la insatisfacción ideológica, su seguridad económica, la
contemplación de la realidad sin decidirse a actuar, la insatisfacción normal
por la democracia que tanto se anheló y que descubrimos de pronto su
imperfección, se convirtió en profeta en esa década. Su factura es barroca e
indirecta, pero impecable; su ambiente es urbano, clase media. Su lenguaje es
ambiguo, no da nada por sentado, se encuentra cómodo en una relatividad que hoy
día nos parece tan auténtica como en ese momento se nos mostraba tan nueva y
extraña. No sabemos nada, lo que creíamos establecido y puro quizás no lo es
tanto. En “Su Nombre, Julia”, la única preocupación real del protagonista es
esa mujer que
es posible que ni siquiera exista. “El Mal del Tiempo”, una novela
que realmente no lo es, es un diario en el cual los capítulos representan los
días del protagonista, pero los títulos no se corresponden con los nombres de
las fechas, los meses o los años: uno se llama “Cola de Pez”, otro “Desmedida
Mesura”, otro “Madrugada Remota”. Es como si el autor quisiese reducir (o
ampliar) toda su vida a lo poético, o por lo menos al lenguaje. Aún en las
entrevistas que ofrece, René trata de ser ambiguo, de que no sepamos quién es,
de que cada respuesta sea prácticamente literatura llevada hasta su estado más
puro, hasta el nivel del poema, que no necesita ni siquiera de la realidad para
ser algo. Ya pasaron los días en los cuales sus títulos intentaban acercarse a
la obra de Julio Cortázar (“Todos los Juegos el Juego”, por ejemplo), ya
pasaron los días de la juventud que se despreocupa y al mismo tiempo es rebelde
sin objetivos: su obra, fiel a sí misma, mantiene una coherencia que se
encuentra más bien en el lenguaje, pero al mismo tiempo ha alcanzado una
madurez que nos ha recordado que toda literatura es poesía. Aún en los títulos
de sus libros puede apreciarse este afán: “Betún Melancolía”, “Canciones Rosa
para una Niña Gris Metal”, “Probablemente es Virgen Todavía”, “Tizne de Nubes”.
El placer de la lectura es total porque todo es lenguaje. La obra de René es
divertimento y seriedad, compromiso y rebeldía. Sus poemas, sus cuentos, sus
novelas, sus artículos, sus prólogos, sus reseñas de libros en la revista “Arquitexto”,
las entrevistas que le hacen (que forman parte de su obra literaria, creo yo),
profesan un humor que transmite, al mismo tiempo, algo de tristeza, de
melancolía y de desencanto. El principio de “El Mal del Tiempo” lo aclara con
creces: “Comienzo el día oyendo música. A
eso de las ocho de la mañana, sintonizo mi absurda existencia con Cristal
Europa”. Ese libro es característico en cuanto a lo que quiero explicar: la
historia transcurre durante los doce años de Balaguer, pero aunque el autor
intenta que nos interese lo que sucede fuera de sí mismo, es decir, el
convulsionado ambiente social, con invasiones guerrilleras, asesinatos
políticos y represión policial incluidos, lo importante es la propia
existencia, el interior melancólico del personaje, que todo lo contempla pero
no actúa. El escritor puro. El cronista puro.
A veces se nos olvida que estamos ante un autor
completamente maduro, un individuo de 64 años de edad que tampoco lo parece,
debido a su personalidad y a su literatura, siempre fresca, un escritor que
estructura sus libros de manera tal que cada uno parece un primer libro. Su más
reciente obra, “Solo de Flauta”, está compuesta por poemas, cuentos muy breves,
ejercicios de la memoria (toda buena literatura es un ejercicio de la memoria)
y de la forma. Su obra refleja una dominicanidad que no tiene nada que ver con
nacionalismos o intereses sociales, sino con las palabras: palabras nuevas,
caribeñas y dominicanas, que el autor incorpora a sus narraciones y poemas
porque expresan novedad y belleza. Explica René: “Vivíamos al borde, jugábamos vistilla en las aceras, siempre cuidando
para no ser arrollados por el tránsito. Crecimos a contrapelo de la hora y el
azar. Éramos, sobre todo, contestatarios. Nadábamos contra la corriente y
leíamos más que nada, leíamos en los márgenes, entre la realidad y el sueño,
siempre a la espera del asueto”. Este escritor no parece de 64 años
–cuántas veces se nos olvida su verdadera edad-, sino un autor treinteañero que
siempre está leyendo a recientes narradores, jóvenes o no; que siempre busca
algo nuevo qué comentar o qué contar. Esta frescura es intrínseca a su propia
forma de escribir.
Ahora entiendo el mensaje subliminal de una obra que, como
le he confesado al propio René, es única en la literatura dominicana; “única”
en el sentido de singular, y que al mismo tiempo es difícil de imitar debido a
la calidad de su escritura. Estas palabras (ambiguas también, intentando interpretar
lo inaprensible) sólo tratan de que el lector se acerque a una obra que quizás
ya conoce, pero que debe ser leída como toda obra importante lo merece: sin respeto,
con placer, con una sonrisa, sin piedad, con humildad y con pasión.
Winston Paulino:
¿Cómo ve usted el panorama literario y cultural en la actualidad de Santiago de
los Caballeros?
Máximo Vega: Bueno,
como tú sabes Santiago de los Caballeros es una ciudad sumamente dinámica en el
aspecto cultural, y la mayoría de las actividades que hace la ciudad y que hacen
las personas ligadas a la cultura de Santiago se realizan de manera espontánea.
Por ejemplo en Santiago existe el Centro León, hay una serie de
entidades culturales del estado, algunas entidades culturales independientes y
siempre Santiago ha sido una ciudad sumamente dinámica en ese sentido. Claro,
tenemos que estar conscientes y saber que las actividades culturales en
Santiago han disminuido debido a que el Ministerio de Cultura no está
realizando su trabajo, pero la mayoría de las actividades se hacen de manera
espontánea, es decir que no dependen de funcionarios ni de la política, por
suerte, o sea que el santiaguero tiene un ambiente cultural sumamente sano.
W.P.: ¿Cuáles obras
literarias ha publicado usted?
M.V.: Bueno, tú
dijiste en la introducción que yo había publicado dos libros, pero realmente he
publicado algunos más: “Juguete de Madera” que es el libro mío que más se ha
leído, y fue el primer libro que yo publiqué. Luego “Ana y los Demás”, después
un libro de ensayos: “El libro de los últimos días”, que me lo publicó el
Ministerio de Cultura en la gestión anterior. También una antología de
cuentistas de Santiago que se publicó durante la segunda feria del libro de la ciudad. También tengo libros de cuentos, por ejemplo gané el concurso de
cuentos de la Universidad Central
del Este con el libro “El Final del Sueño”, y ellos lo publicaron, y gané un
concurso de la
Fundación Global con una novela corta, “El Mar”, y ellos
también publicaron esa novela.
W.P.: ¿En qué consiste la novela “Juguete de
madera”?
M.V.: “Juguete de Madera” es la historia de una
niña que se escapa de su casa porque es maltratada por sus padres. Simplemente. Esa niña se
encuentra con un señor que la recoge en una camioneta. Realmente es una
historia de perversión, en un sentido clásico, al estilo de La Caperucita Roja,
sólo que, quizás, para adultos. Es una constante en mi obra, soy reiterativo en
eso, puesto que he hecho reconstrucciones de historias como las de Hansel y
Gretel o Pinocho. La novelita ha tenido mucho éxito porque algunos lectores le
han hallado una especie de moraleja que no existe, o por lo menos yo creo que no existe, y quieren que la lean los
jóvenes. Por supuesto, ésa no fue mi intención cuando yo la escribí. Los lectores,
sobre todo los profesores de escuela puesto que se ha vendido mucho más en
escuelas y colegios, le encuentran un sentido moral a la novela que realmente
yo no creo que lo tenga, pero el lector es el que tiene la última palabra,
aunque en este caso me parece que algunos de esos profesores están equivocados,
y deberían pensar muy bien sobre lo que le están poniendo a leer a esos
estudiantes.
W.P.: ¿Cuáles
proyectos literarios tiene en la actualidad?
M.V.: El Banco Central
me va a editar una especie de recopilación de todos mis cuentos publicados
titulada “Era Lunes Ayer”, título que es un trozo de un excelente poema de
Ramón Peralta. Eso será este año, posiblemente en abril.
W.P.: ¿Cuáles
concursos ha ganado? o ¿Cuáles premios ha obtenido?
M.V.: Bueno, como
tú dijiste en la introducción gané el Premio Nacional de Ensayo que fue
patrocinado por el Ministerio de Cultura y por la Embajada de Francia con
un trabajo llamado “Víctor Hugo en la Historia”, conmemorando los doscientos años del
nacimiento de Víctor Hugo. La embajada lo tradujo al francés. También gané el
Primer Premio del Concurso de Novela Corta de la Fundación Global
y Desarrollo (FUNGLODE) con la obra “El Mar”, un premio nacional de cuentos de
la universidad Central Del Este (UCE) con mi libro “El Final del Sueño”,
también concursos de cuento locales, como por ejemplo el concurso de la Alianza Cibaeña,
etc. También he ganado o he sido finalista de algún concurso internacional. Pero
yo no soy muy amigo de los concursos, y si no significaran una posibilidad de
publicación del libro en un país en el que es tan difícil publicar, o una
entrada extra de dinero, no participaría nunca. Y les recomiendo a los jóvenes
que no se dejen encandilar por los concursos, que siempre son injustos.
W.P.: ¿Cuáles son
las características que debe poseer una obra literaria?
M.V.: Lo primero
que debe tener una obra es la calidad. La obra literaria tiene que estar bien
escrita. Luego los niveles de calidad son relativos, ambiguos. Luego se buscan
cuestiones estéticas, propias de la forma y del lenguaje. La historia, que debe
ser lógica y creíble, debe estar indisolublemente ligada a ese lenguaje. Tú
expresas tu pensamiento, tus sentimientos, de la manera más clara posible. La
literatura es una forma de memoria, la más alta forma de memoria de nuestra
civilización. Un escritor lo que tiene que hacer es expresarse. Cuando tú ves
una película, por ejemplo, a veces te da deseos de reír, otras de llorar, etc.,
esa película lo que está haciendo es transmitiéndote con su historia una serie
de emociones que tú las conviertes en tuyas. Hablo del cine para que me
entiendan los jóvenes. Una película, un cuento o una novela son obras
narrativas. Lo que uno debe hacer es expresarse, y tratar de esforzarse lo más
posible, y ser lo más sincero posible.
W.P.: ¿Cuáles son los grupos literarios en la
actualidad que están realizando una labor ejemplar en la ciudad de Santiago?
M.V.: Bueno, en
Santiago hay varios grupos. Está por ejemplo el Taller de Narradores de
Santiago, que es un taller que yo fundé, y que es uno de los talleres más importantes
de todo el país, como lo es también el taller Triple Llama, que se ha
convertido en uno de los talleres más importantes no solamente de aquí de Moca
o de la región, sino de todo el país. Entonces está el Taller de Narradores de
Santiago, que es un taller que se dedica exclusivamente a la narrativa, o sea al
cuento y la novela. Está también el taller Virgilio Díaz Grullón, que es el
taller de la UASD,
del Cursa, de la Universidad Autónoma
de Santo Domingo recinto Santiago, que dirige Enelgido Peña, y hay una serie de
talleres en la ciudad que hacen una buena labor. A uno le gustaría por supuesto
que hubiera más talleres, que hubiera más gente dedicada a la literatura, y en
el caso específico mío yo estoy creando en los barrios de Santiago unos clubes
de lectura, o sea que no son talleres literarios, no son para gente que quiera
escribir, sino que son para gente que quiera leer. Por supuesto que ése es un
proyecto solitario porque aquí no hay apoyo para esa clase de cosas. Pero mi
vida está ligada a la gestión cultural, no puedo evitarlo.
W.P.: ¿Qué mensaje
tú les envías a los jóvenes, de estímulo para que se dediquen a leer a
escribir?
M.V.: Yo les voy a
decir a los jóvenes lo siguiente: en el caso mío, o sea yo, aparte de ser un
escritor soy un gestor cultural, es decir que hago gestión y animación cultural,
como tú que eres un gestor cultural y como Pedro Ovalles que es un gestor
cultural a través del Taller Triple Llama. Lamentablemente la República Dominicana
no es un país que tenga un buen ambiente para la literatura. Uno hace las cosas
porque hay una necesidad interior que te dirige, no porque haya un estímulo
para que escribas. Recuerda: la literatura es la memoria mayor de la civilización.
Un país sin literatura es un país sin identidad, sin pensamiento y sin memoria,
es una sociedad estéril. A veces es al contrario: hay una serie de obstáculos que
te presenta el ambiente literario nacional, la sociedad dominicana en general,
que lastra al escritor. Lo que yo les digo a los jóvenes es que si van a
escribir que no se desesperen, que lean mucho, un escritor tiene que ser un
buen lector, que lean mucho, que sigan leyendo y que no se desesperen. Hay que
tener eso en cuenta para ser un escritor en este país. Yo les recomendaría, con
toda sinceridad: si quieren ser escritores, márchense del país. Por ejemplo en
México terminó ahora la feria del libro de Guadalajara, que es la feria del
libro más importante de Hispanoamérica, y los escritores dominicanos están
marginados de esa feria. Tú ves las noticias internacionales y hablan de los
escritores argentinos que pasaron por ahí, de los escritores puertorriqueños, de
los escritores cubanos, los escritores mexicanos, los hondureños, los centroamericanos
en sentido general, o sea una serie de escritores latinoamericanos de todos los
países, y sin embargo los escritores dominicanos están marginados de ese
evento. ¿Por qué? Nadie lo sabe, eso es un misterio, pero para eso precisamente
es que existe el Estado, para estimular esa clase de cosas, para eso tenemos un
Ministerio de Cultura que sin embargo no sirve para nada. Entonces va a llegar
el momento en que uno, que se pasa la vida entera en esto, y que Pedro Ovalles,
que se pasa la vida entera, y que tú, que te pasas la vida en esto, va a llegar
el momento en que vamos a decir: ah, bueno, dejemos esto y vamos a dedicarnos a
nuestras labores privadas, lucrativas, vamos a dejarles el país a los
analfabetos y los corruptos y los ineptos, vamos a olvidarnos de la cultura
porque no hay ningún estímulo.
W.P.: ¿Cuáles son
tus lecturas favoritas y autores?
M.V.: Yo leo mucha
narrativa. Más narrativa que cualquier otra cosa. Aunque también leo poesía. Hay
cantidad de escritores que me gustan mucho y que han influenciado mi obra.
Faulkner, por ejemplo, Juan Carlos Onetti, Cervantes, Shakespeare, Juan Rulfo,
los clásicos españoles. Ahora estoy leyendo a Coetzee, que es Premio Nobel de
Literatura, un sudafricano a propósito de que en estos días murió Mandela, a José
Saramago, a J. M. G. Le Clézio, estoy releyendo a Camus porque estoy
escribiendo un ensayo breve sobre “El Extranjero”. Me gustan mucho Bioy
Casares, César Vallejo, Paul Celan. Los autores del boom que son imprescindibles,
por ejemplo Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, algunos como Jorge Luis
Borges o Carpentier, dominicanos como Juan Bosch o Pedro Peix, Manuel del
Cabral, Franklin Mieses Burgos, Virgilio Díaz Grullón… Es decir que hay una
serie de escritores que a mí me gustan mucho y que han influenciado mucho mi
obra.
W.P.:
¿En qué consiste tu novela “Ana y los Demás”? Y, ¿qué temática tiene y qué lenguaje?
M.V.: “Ana y los
Demás” fue una novela que yo escribí muy joven. Es otra novela corta, escrita
luego de “Juguete de Madera”. “Ana y los Demás” es una novela que está basada
en el lenguaje, en la forma, que es mucho más importante que la historia. Es un
experimento: yo trataba de encontrar un lenguaje urbano que coincidiera con una
historia en una ciudad que crecía y que no sabía para dónde iba, que todavía no
sabe para dónde va. La ciudad es un personaje más del libro. La historia es la
de un señor, un hombre joven al cual su esposa lo abandona, y él entonces
escribe una novela en la que ella muere. El personaje siempre se consideró poca
cosa para esa mujer, en principio porque es un escritor frustrado, todos los
escritores dominicanos sienten una especie de maldición cuando se dedican a
algo como la literatura. Él trata de matarla a través de la literatura. Se dan
una serie de aventuras que él tiene en algunos bares, en un motel, en un
cementerio, en la puesta en circulación de un libro, en las calles de Santiago,
destruidas para ser reconstruidas interminablemente durante el último gobierno
de Joaquín Balaguer, etc., etc. En las obras que yo escribo siempre pasan
muchas cosas, yo soy muy vital, yo no escribo ni reflexiva ni muy filosóficamente,
todo tiene que estar en la historia. Aunque yo trato, sí, de no ser superficial,
y creo que no lo soy. Pero en lo que yo escribo siempre pasan una cantidad de
cosas. La novela trata precisamente de lo que él está escribiendo, de cómo esa
mujer lo abandonó y él trata de matarla con la imaginación. Es una obra que
trata, sobre todo, de la soledad, del abandono, de la imposibilidad de la
poesía en países como el nuestro, del pesimismo.
Es sumamente difícil, prácticamente imposible, entregar un listado de las diez mejores novelas latinoamericanas de todos los tiempos. Es más difícil aún teniendo en cuenta que hablamos
de Novelas Latinoamericanas, es decir que no hablamos sólo de libros hispanoamericanos, por lo que cabrían en el ranking, por lo menos, las novelas brasileñas, escritas en portugués. Luego de ser ignorada por siglos debido al eurocentrismo propio de los colonialistas y los colonizados, la literatura de Latinoamérica (como un todo, no de manera individual a través de algunos escritores destacados) empezó a ser apreciada en el siglo XX como lo que es: uno de los más grandes legados culturales de todo un continente a la humanidad, debido a la diversidad, al sincretismo, la promiscuidad propia de una cultura mestiza cuyos grandes problemas se resolvían siempre a través de la imaginación.
Pero vamos a ser, quizás por primera vez, esencialmente prácticos. Hay seis países latinoamericanos, cinco hispanoamericanos, en donde existe la mayor industria editorial de nuestra región, es decir, los países en los que más se venden libros. Esos países son: México, Colombia, Argentina, Chile, Perú y Brasil. Los hispanoamericanos son los cinco primeros, por supuesto. Las excepciones son Cuba y Uruguay, países en los que se leen muchos libros, que no es lo mismo a que se vendan muchos libros, debido a las limitaciones económicas y al tamaño del mercado en Cuba, y debido a la poca cantidad de habitantes en Uruguay, es decir, debido también al reducido tamaño de su mercado. Sin embargo, el volumen de lectores de esos dos países también ha provocado que tengan escritores de primera línea, con amplio reconocimiento internacional. De los seis países latinoamericanos en los que más se venden libros, cuatro ya tienen premios Nobel de Literatura: Chile (2), y Perú, Colombia y México uno cada cual. Es decir, que el que piense que las cosas, aún en el ámbito literario, artístico, suceden debido al azar, se encuentra muy equivocado.
Los dos países restantes, Argentina y Brasil, no han tenido aún ningún Premio Nobel, pero todos sabemos que algunos escritores argentinos o brasileños han merecido ese premio con creces, desde Borges, Cortázar, Bioy Casares y Sábato en Argentina, hasta Jorge Amado, Joao Guimaraes Rosa o Clarice Lispector en Brasil. Sin contar la larga lista de excelentes escritores que no son tan conocidos como los mencionados, pero cuya obra, a veces injustamente anónima, podría ganar cualquier premio de este tipo.
Pero en fin, que obviando una serie de grandes novelas latinoamericanas que merecen encontrarse en un hit parade de las mejores diez novelas de Latinoamérica, aquí está una posible lista, aunque de antemano sabemos que es puramente personal, arbitraria, injusta, reduccionista, y que obvia como regla las nuevas novelas, o por lo menos las relativamente recientes, debido a que no han pasado la criba asesina del tiempo. No se encuentran en orden numérico, lo que significa que la primera que se mencione no tiene que ser necesariamente la mejor, ni la última la peor. Aquí están diez, y cada quien puede realizar luego su particular conteo de diez, quizás muy diferente a éste:
-Pedro Páramo, Juan Rulfo.
-Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez.
-Conversación en la Catedral, Mario Vargas Llosa.
-La Vida Breve, Juan Carlos Onetti.
-El Siglo de las Luces, Alejo Carpentier.
-Un Mundo para Julius, Alfredo Bryce Echenique.
-Gran Sertón, Veredas, Joao Guimaraes Rosa.
-La Invención de Morel, Adolfo Bioy Casares.
-La Región Más Transparente, Carlos Fuentes.
-Rayuela, Julio Cortázar.
Estamos dejando una cantidad de grandes novelas fuera de la lista, de Donoso, de Roa Bastos, de Rómulo Gallegos, de Jorge Amado, de Machado de Asís, de Miguel Ángel Asturias, etc., etc. Mea culpa, la lista era sólo de diez. Algo sumamente interesante es que no aparece ninguna escritora, lo cual se explica no debido a ninguna misoginia de mi parte, sino porque las mujeres en nuestros países prácticamente no escribían (debido a problemas sociales y culturales de prevalencia del hombre que no vamos a analizar aquí), y cuando lo hacían se dedicaban más bien a la poesía, lo que explica que Chile tenga una poeta Premio Nobel. El video lo explica mejor que estas palabras.
Este es el último libro de José Rafael Lantigua, "La Fatiga Invocada", libro de poemas en prosa que nos fue entregado en el mes de diciembre. Con este, y con "Territorio de Espejos", de reciente aparición, ya son dos los libros de poemas que Lantigua pone a circular en el país. Es un libro de edición limitada: cada ejemplar se encuentra numerado y firmado por el autor. Se encuentra primorosamente editado, y con los lectores de este blog compartimos uno de sus poemas:
I
El estupor que se mece entre los escombros es un baldaquín mecido en las ruinas de una tempestad comida de vientos. Escribo la letra silenciada de tu sombra. Cargo sobre mis pupilas el miedo frenético de tu semblante glorioso. Exhausto, veo tus labios moverse hacia la gruta palmaria donde esgrime su hazaña el duende de tu escudo cambiante. Como espada, la fiera cumbre adormece pálida en su mansedumbre.
Como una gota fui de la marea la playa me hizo grano de la arena. Fui punto en multitud por donde fui nadie me detectó y así aprendí. Cuando creí colmada la tarea volví mi corazón a Casiopea.
Cumplí celosamente nuestro plan: por un millón de años esperar. Hoy llevo el doble dando coordenadas pero nadie contesta mi llamada. ¿Qué puede haber pasado a mi señal? ¿Será que me he quedado sin hogar? Hoy sobrevivo apenas a mi suerte lejano de mi estrella de mi gente. El trance me ha mostrado otra lección: el mundo propio siempre es el mejor. Me voy debilitando lentamente Quizás ya no sea yo cuando me encuentren