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•Claudio Pacheco ha inventado (en el estricto sentido de la palabra) un Quijote caribeño, que cabalga en un caballo blanco por las tierras del Cibao, acompañado de un Sancho Panza mulato encima de un mulo santiaguero.
•Despojados de sus rostros inútiles, ciegos por lo tanto al horror y al mismo tiempo a la belleza del mundo (ciegos a la bondad y a la maldad, como dioses o fantasmas), andan despacio y tristes entre cocoteros, casas de techos de yagua, bosques verdes y vírgenes, como si estuviesen perdidos y no se diesen cuenta de que han extraviado las palabras originales que los crearon, que no se encuentran ya en la Mancha sino en el Valle del Cibao, que sus paisajes han cambiado y sus molinos tienen aspas como hojas de palma; no se dan cuenta, quizás, porque están ciegos.
•Pacheco mostró por primera vez este Quijote en la II Feria Regional del Libro de Santiago, en el año 2005. En el segundo nivel del Gran Teatro del Cibao, cubriendo paredes blancas y asépticas, su Quijote repetido parecía moverse a través de la sala, los cuadros como fotogramas que cuentan una sola historia.
•En su representación se advierte un rasgo puramente dominicano: sus personajes no tienen rostro, como las muñecas de barro que se venden en las artesanías locales, las llamadas muñecas de Lomé. En el cielo azul y blanco, extremadamente azul y blanco como si no fuese un cielo caribeño, vuelan los molinos que el Quijote debe vencer; en el cielo quizás porque no son reales, porque son producto exclusivo de la imaginación de Alonzo Quijano, que los figura como gigantes encima, o detrás, de las montañas cibaeñas. La mezcla del paisaje caribeño con el original creado por Cervantes, acaso haya provocado la exhuberancia de los colores, la oscuridad de un paisaje que entre nosotros debería ser diáfano y claro
•La crisis general de las artes plásticas en todo el mundo se debe sobre todo a que son muy sensibles a la crítica y al mercado, que promueven a través de la manipulación (a veces bien intencionada, la mayoría de las veces no) lo que se debe o no realizar, y no al contrario. El arte, en sentido general, se resiste a cualquier forma de preceptiva anterior a la realización de la obra.
En esta rebeldía a la sistematización reside parte de su encanto y de su misterio. La crisis de las artes plásticas en los grandes mercados artísticos, como Europa y Estados Unidos, se refleja en la vejez de sus propuestas, y en la novedad falsificada de lo que se presenta, novedad que no es tal, es decir que no es originalidad, sino rareza, ruptura sin sentido, excentricidad, la moda de lo falsamente interesante porque parece nuevo; es, al final, mercado. Nosotros no hemos aprendido que no necesitamos a Europa o a Estados Unidos para justificarnos; que si queremos ser, en sentido general y más específicamente en el ambiente artístico, debemos precisamente alejarnos de eso y presentarnos tal cual somos, para bien o para mal.
•Si Claudio Pacheco se presenta a sí mismo a través de su pintura como un Quijote sin rostro con un Sancho que nunca lo sigue sino que se cruza constantemente en su camino, si esa es su propuesta conceptual basada en uno de los grandes clásicos de la literatura en lengua española, transportando al personaje universal por los caminos vecinales tropicales, dominicanos, su propuesta tiene aun más valor debido a que busca una identidad en nosotros, en la caribeñidad, en la dominicanidad.
•En un tiempo en el cual la pintura dominicana se forma sin ninguna clase de búsqueda en su propia idiosincrasia, es decir que carece de toda identidad, la propuesta de Pacheco nos alegra porque acerca, mediante recursos formales puramente caribeños –Alonzo y Sancho no son blancos, sino mestizos; siempre se encuentran franqueados por las montañas de la Cordillera Septentrional, por ejemplo –a un tipo de pintura (la pintura de la Escuela de Santiago) que ha sido recuperada mediante un símbolo original: Don Quijote en el Caribe.
•Vamos a decirlo de forma inusual: Pacheco es un pintor de Quijotes nuevos y perdidos; de Sanchos oscuros y descarados; Don Quijote y Sancho Panza han decidido viajar a través del océano y ver el mundo: han empezado por el Cibao. Un Quijote dominicano recorre la sala (en este país todos los artistas son quijotes), animado por el autor, que ignora la trascendencia de la poesía que ha imaginado.
• Un Quijote sin rostro cabalga por paisajes verdes y azules, Sancho Panza (Sancho el olvidado, como aquel Judas del cual sólo se recuerda su ignominia, opacado por el brillo divino de su Maestro traicionado) lo acompaña ignorando el camino que ninguno de los dos puede precisar. Claudio Pacheco ha inventado, de un brochazo, un Quijote caribeño.
El libro de los últimos días:
Entendiendo que un Ensayo es una composición en prosa sobre un tema de libre elección, en el que prevalece la opinión del autor, El libro de los últimos días, del escritor Máximo Vega, nos revela su mundo interior. Empieza con una cita de Manuel del Cabral “Tan cerca estoy de cosas que están siempre desnudas”. Y esta vez el escritor, nos deja ver más allá de la vida bohemia de Ana y los demás, más allá del realismo de El mar. Nos confiesa: “la única relación permanente que he tenido, y me parece me acompañará hasta la muerte… ha sido el arte”. Es precisamente de arte que tratan la mayoría de los ensayos y artículos de este libro. Aunque, por lo general, las biografías de Máximo Vega sólo indican que nació en el 1966, descubrimos que es 18 de noviembre, y que en el 2006 su cumpleaños coincidió con la muerte de nuestro querido poeta Dionisio López Cabral. Que conoció a don Virgilio Díaz Grullón “la tarde de un sábado lento”, quien “quería decirnos algo sobre el ser humano a lo que todavía no hemos sido capaces de acceder completamente”. Que Álvaro Mutis no es de sus escritores favoritos. El título del libro sugiere una idea apocalíptica, sin embargo, la portada, una magnífica escultura de Sacha Tebó, parece transportarnos al inicio de los tiempos. No porque Sacha haya vivido en el paleolítico como insinúa el autor, sino porque esa manera, tan original, de este artista haitiano, nos regresa a una época de inocencia primitiva. No sé si Sacha creía en la reencarnación, pero Vega, divaga sobre una idea: qué pensará Sacha cuando vea sus obras desde otro cuerpo, “quizás como un buey, quizás como un crítico de arte”. Máximo Vega habla sobre sus escritores preferidos, indudablemente Onetti y Faulkner llevan la delantera. Sin dejar de lado a Joao Gimaraes Rosa, Albert Camus, José Saramago. Nos dice que “reseñar un libro siempre es riesgoso…”.
Pienso que si la obra pertenece a un escritor, con quien te pudieras encontrar en cualquier momento, el riesgo es mayor. Por eso, la mejor manera de escribir libremente sobre Vega es imaginar que él vive en Xiros, la isla griega descrita en uno de los cuentos de Julio Cortázar, y que solo por un azar del internet pudiera leer lo que hoy escribo. Su mayor pasión es la Literatura, y se siente fuertemente atraído por la pintura, la música, el cine (como arte). Películas como El lado oscuro del corazón, le agradan tanto porque sus personajes se confunden con los que él describe en “Santiagueando”. Pero ¿quién podría ser Oliverio?: Puro Tejada, escribiendo en algún rincón, o Ramón Peralta seduciendo a la muerte con sus poemas. O el propio Vega (aunque no se define a sí mismo como poeta), incapaz de perdonarle a una mujer que “no sepa volar”.
Esta ventanilla que hoy se abre ante nosotros, nos refleja a un escritor consciente, seguro de sus ideas. El hombre y el artista se unen en un solo cuerpo, escribe con rabia y dolor sobre Juan Pablo Duarte. Es interesante que lo llame el Arquitecto, ya que Duarte pertenecía a la Logia Constante Unión (una hermandad masónica) y sus símbolos principales son la escuadra y el compás. Pero los ideales de este arquitecto han quedado rezagados a un pasado difuso y complejo. Y aquí no sabemos si el hombre, el artista o simplemente el dominicano se hace una pregunta que muchos nos hemos hecho “¿Qué hubiese pasado si Duarte hubiese sido presidente de la República?
Este olvido de los ideales Duartianos, que nos impulsa a pensar como norteamericanos, o más bien como estadounidenses , provocando la pérdida de nuestra identidad, la negación de nuestras raíces, ocultar que somos un pueblo de mulatos y mestizos, no de indios como dice nuestra cédula de identidad y electoral, por el capricho de un dictador. Hablar, escribir, pensar sobre estos temas siempre hacen hervir la sangre, tal vez por impotencia, quizás por incapacidad. Nos sorprende encontrar en El libro de los últimos días en medio de El Pozo de Onetti, de El Extranjero de Camus, de los Cien años de soledad de Márquez, estos ensayos que de alguna forma nos recuerdan que si no sabemos quiénes somos, ni hacia dónde vamos, entonces no llegaremos a ningún lugar.Volvamos al arte, reconocer que “una sola ficción puede salvar a un ser humano de la locura”, y llegar, por la magia de la literatura a Un sueño realizado.Todo escritor siente un deseo inagotable de comunicarse, En El libro de los últimos días, Máximo Vega además de compartir con nosotros algunas palabras, obras e imágenes, siente el deseo de criticarlo todo, incluso a sus amigos más cercanos. Cuando dice que Ramón Peralta publicó su primer y único libro eternidades en otro siglo, habla como lector. Reclamándole al poeta su egoísmo, es imposible que Peralta no haya escrito nada más. Alterando uno de sus poemas se me ocurre pensar: entonces uno toma varias copas, las llena, las bebe, llega a la casa de Ramón Peralta, lo ata a una silla y lo obliga a confesar dónde están sus demás poemas.
En esta era, donde la más avanzada tecnología puede llegar hasta nuestros bolsillos a través de los teléfonos inteligentes, Máximo Vega amante de los libros tradicionales, como los que leía Faulkner, Camus, Bosch, nos seduce con una idea tentadora. Pertenecer a una estirpe, encargada de proteger una biblioteca secreta que contenga los últimos volúmenes impresos en papel. En una pequeña isla del Caribe dividida en dos naciones... “mientras la gente común y corriente acuda a las mediatecas o bibliotecas virtuales”. “Al mismo tiempo que alguien pulsa un botón y espera que se ilumine una pantalla, un libro se abre y reaparecen los sueños de Onetti”. Y alrededor de estos sueños Andrés Acevedo, Pastor de Moya, Ubaldo Rosario, José Acosta, Abersio Núñez y por supuesto Máximo Vega.
Sandra Tavárez.
Oraciones para cuando llegue el fin del mundo:
-Primera acumulación de palabras en torno a “El Libro de los Ultimos Días”, de Máximo Vega.
(“Esa es nuestra morada:
la pureza que se recibe
y la siniestra semilla que se hunde”
Lezama Lima: “Los Dioses”)
En el texto “La sociedad del espectáculo”, Guy Debord afirma que “toda la vida de las sociedades donde reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una acumulación inmensa de espectáculos”. En este caso, asistimos a la presentación de una acumulación, aunque no inmensa, de miradas sobre las transformaciones de las sociedades modernas y los entuertos que se supone debe sufrir un joven escritor, caribeño y de provincia, para parir su obra literaria.
Si un desafío ha enfrentado Máximo Vega en toda su carrera literaria, ha sido enfrentar esa indiferencia hacia los objetos y los sujetos que se supone cotidianamente agotados, tratando de seducirnos al hacernos mirar por lo que no somos vistos ni alardeamos de ser, sino por todo ese mundo solitario, sórdido a propósito y un tanto vouyerista, donde nosh ace ocupar el lugar de un apasionado lector de su propia teatralidad, de los accidents de la vida social que construimos y que al final, por esos aparentemente fugaces espectáculos personales de frivolidad, nos reconoceremos, en la ausencia de sentido que crea la desesperanza o en la reducción de nuestras vidas a todo lo que hemos considerado la realidad conveniente y que deviene en el conformismo.
Máximo Vega, en sus cuentos y novelas, es un experimentado escritor que se impone tortuosas exitencias para desentrañar esos espectáculos sociales con su estilo muy propio de lenguaje austere por cuanto debe ser efectivo y preciso.
Vega, desde muy temprano, se aparta de los narradores convencionales y trata tan explícita como cómodamente, temas de conocida polemica sobre la realidad social tercermundista, crea personajes dominados por los sentimientos desnudos que motorizan las pasiones verdaderas pero que se ocultan por las socialmente convenidas, deshila historias donde consigue declaraciones impactantes y trascendentes sobre cosas que en principio podrían no interesarnos, como el sueño de los otros, la pelea diaria de los olvidados, el abuso del cuerpo, lo discursive y puro del lenguaje.
Presentar un libro siempre es un compromiso, y más si el libro es de un amigo con el que nos unen tantas vivencias, sueños y desilusiones compartidas. Así, frente a esta petición de mi buen amigo Máximo Vega, con quien firmé un pacto hace años de que cada vez que nos preguntaran en público que quién era el mejor narrador de la ciudad, enseguida responderíamos con el nombre del otro, trataré de pensar en el casi incomprensible Lezama Lima para hacer una abstracción especulativa sobre estos textos que aunque no son santos, si son de los últimos días, de los últimos días del siglo pasado, quizás de los últimos días del purismo para dar la bienvenida al desarraigo, intentando identificar sus esencias, ya que Vega escribe parado y sin sombrilla en medio de una tempestad de expresiones donde dispara una crítica que pareciera estar en contra casi de todo lo que trata y que no pretende salvar al lector con ese sentido simplificador, de crónica, de recetario, que muchos lectores esperan encontrar en ensayos y críticas literarias.
Un aspecto relevante de los textos contenidos en el libro es una obsession por los orígenes de las cosas, los personajes y los conceptos que durante su vida de lector han logrado identificar, conectar con su nivel de pensamiento. En muchos textos, es evidente la profundización casi a nivel de buzo en los aspectos de la cultura dominicana, buscando identificar sus esencias, pero dándole expression “a lo Máximo Vega”, haciendo que esta noción de lo criollo también se contraponga con el subyugante contexto extranjero y levitando en el fenómeno que todos conocemos de lo imprevisible que es la dominicanidad y sus derivaciones, sin que esto logre desembocar en “resentimientos vernáculos”.
Si ha llegado el fin del mundo, lo cual es inevitable, para qué leer? Somos en buena medida lo que leemos, o bien buscamos lecturas que coincidan con nuestra visión del mundo, sin lugar a dudas que a través de esta obra conocer en buena medida el pensamiento del autor y sus reflexiones sobre la verdadera existencia a través de sus multiples y variadas lecturas. La crítica literaria, tan amiga de encasillarlo todo, obras y escritores, sera vencida a pulso por Vega cuando aborda el análisis de escritores que van desde amigos cercanos hasta grandes figuras de la historia de la literature universal. Como si tuviera favoritos, pero a la vez sin tenerlos, hay un serio problema con la crítica tradicional, ya que los textos de este libro abordan temas, personajes y aspectos específicos de las obras donde Máximo los enfrenta a un agama de posibilidades y a una batería de análisis filosóficos, sociales, sociológicos, como si lo hiciera sólo pr el hecho de un divertimento, alejándose de los cuestionamientos tradicionales que se hacen todos y entrando en una crítica literaria más rica y amena, alucinante en ocasiones.
El libro es casi una recopilación de artículos y ensayos sobre temas literarios, exceptuando el abordaje de temas tangenciales como reflexiones sobre el arte contemporáneo, la cultura, el cine, y algunos aspectos de la identidad del dominicano. Como toda colección de textos de diferentes intenciones y épocas, puede asumirse a priori que estamos ante un material heteróclito, nada más errado ya que el pensamiento de Vega es plasmado en todos los trabajos de manera ordenada, pero con el atrevimiento que se requiere para tomar la palabra y pretender situarla como herramienta medular en la reconstrucción inteligente de obras y lecturas, de personajes amigos o elegidos, de símbolos extraños, caciques y deidades o de películas al límite de la existencia.
Sin temor a equivocarme, puedo afirmar, y no por el compromiso de amistad, que este libro representa un aporte en lo que a la comprensión y reconstrucción de la historia literaria reciente se refiere, mediante una serie de discursos que en ocasiones se leen como si se escuchara a viva voz el discurso personal y privado del narrador que es Vega, reflexionando sobre el panorama literario contemporáneo, con la misma soltura y elegancia que cuando escribe ficción.
Máximo no habla en este libro solo de su filosofía de vida, ni de la la filosofía como esa posición totalizadora o que configura una doctrina ontológica cuyo resultado se vierte inadvertidamente en una colección de ensayos. Este libro es más espectacular, es la negación de muchas cosas, la muerte de muchas ideas existencialistas, y la búsqueda de una dudosa redención del escritor únicamente a través de su propia obra, solitaria, egoísta, desconocida, personal.
De palabras somos -de verbo y carne estamos hechos-, y Vega alterna la reflexión y el enayo con unas pocas crónicas de sus vivencias, con elegantes pero complacientes notas sobre sus amigos escritores.
Pienso que el libro de los últimos días constituye una lectura muy rica en imagines y conceptos, incluso en aportes culturales de significación, aunque densa y apabullante en ocasiones, un libro muy completo sobre la visión del autor en torno a la fuerza que gobierna las cosas y la inteligencia en un mundo tan problematizado, con franses inteligentes, incendiaries y hasta demoledoras de la realidad que se preconfigura y se acepta como válida.
Otros temas que trabaja el autor en sus textos es el de la relación noción entre el arte contemporáneo y su evolución en nuestra cultura. Cierta obsession por el destierro del escritor en nuestra realidad y un tanto bosquejando el problema de la identidad como generación que no ha podido superar las fronteras de las generaciones precedents. Mención especial merece el artículo sobre Sacha Tebó, que presta su imagen para la portada.
Finalmente está la nostalgia, distante, pero siempre presente, la nostalgia que es inútil, que no sirve para nada, pero que supone la forma en la que, mediante nuestros gestos, manejaremos esa gran responsabilidad que el mundo nos impone, la “insoportable levedad” que nos endilgó Kundera y que mientras más nos aproximamos a ella supone un mayor reto para superar los miedos del hombre frente a los problemas de nuestros días.
Máximo ha construido con este libro una especie de paraíso para sus sombras, pero siempre con esa curiosidad que causa todo tragaluz de ir a mirar el mundo desde otra perpesctiva. En él no encontrarán ustedes más que fragmentos de salvación y un poco de material embrujada con la cual bien podrían aderezar su caldo de brujo donde muchos esperamos aún cocinar algún texto que cobre vida.
Son los tiempos de la decadencia de los heroes, de asistir al espectáculo de lo contemporáneo como culpa compartida y no hay mejor excusa que este libro de los últimos días para lograr establecer un compromiso, una toma de conciencia sobre el deber del escritor y su particular manera de develar el juego de los apariencias.
Manuel Llibre Otero.
Leer para cruzar sin tedio los pasadizos de la soledad
Sólo quien escribe en las aristas del vértigo, nadando en claves de agua, algas, piedras, arena, sal y sed que, a veces cortan de duras, mientras pastan a sus anchas las más tiernas olas de la luz, y quien lee para cruzar sin tedio ni sobresaltos todos los pasadizos de esa soledad más triste que la muerte, puede armar un libro como éste.
Una travesía abrupta como la historia que se lee, porque lo que queda en la memoria es el fuego que se atiza entre sus letras, el verso que atravesó la piel hasta dar con el anverso de la lágrima.
Quien haya leído a René Rodríguez Soriano no se sorprenderá de este texto. Comulga con su desenfado que no es otra cosa que la cobertura de aquel rubor inicial que nunca lo abandona. No pasa leve por parte alguna. Se hunde en cada sitio en el que acampa para hurgar hasta sus raíces, en todo aquello que lo conmueve y mueve. Y así pasa por las historias de los otros que hace suyas de pura pasión. Y con ello invita, sin decirlo, a convertir el acto de leer en otra forma de inédita e indetenible creación.
Un antes que es un siempre
Escribe porque un día se le quedó su caballito melao atrapado en la mirada de una niña que nunca se fugó de sus dedos. Y lee porque se secaron los yaguarales cundidos de rocío en los cuales sabía distinguir el origen de la lluvia y el tormento de las tempestades.
Y lee, lee sin piedad buscando el poema que se bebe o se vierte hasta el filo de las tardes, hasta alcanzar las ráfagas de luz que desatan unos versos sobre la piel de un libro al que él entra para leer o leerse.
Este texto es el de un poeta que descubrió el primer verso en la mirada de la madre o en los limonares del padre, y que fue lanzado de pronto a un mundo baldío, donde él asume la ternura por el mango, dejándose llevar por la corriente, subiéndose hasta la más profunda espesura de su gracia.
Un poeta que escribe o sueña que escribe y se ve en los sueños, soñando que escribe cosas. Un niño que con las palabras entre sus dedos las empuña para transmitirlo todo o nada, o para corretear por los patios de la tarde sin alborotar las palomas de la plaza. Alguien que escucha la música que rubrican los seres y las cosas.
Leer para untar los días con zumos de pasión
¿Y quién que así sea no habrá de convertirse en un lector apasionado en busca de los mensajes cifrados que le anuncian las nubes, las estaciones y el clarear o el oscurecer de las tardes? Lee para untar los días con zumos de pasión y goce, lanzándose hacia la exploración de pardas y arriesgadas zonas del amor y sus melenas, que es su territorio preferido.
Leer para René Rodríguez Soriano es llenar de pájaros sus cielos, darle nombre a la tristeza que lo acompaña desde que el mal del tiempo le dio al viento una migración de balas. Alguien que ha aprendido a manejar con torpes aleaciones, puntadas y vadeos, los sonidos y el tiempo. Alguien que invita a quien le plazca a bañarse con él en las aguas que bailan cerca del remolino.
Y así y sólo así nace este texto que pasea sobre las páginas de sus lecturas preferidas, sin otro acercamiento que el de la piel y el del aire que mueve las hojas, mientras en su interior dibuja sus propios duendes.
Jugar al borde de un barranco
Si algo conmueve es el listado de sus lecturas. Allí no hay propuesta crítica alguna, ni anhelo de dictar cátedra. Es un compartir de pasiones que se deslizan entre sus propios ajetreos pero que dejan tras de sí una huella que toca definitivamente a quien se acerca a ellas. No hay otra elección que esa página que se abre y no se vuelve a cerrar, porque en su madeja se recorre la vida en un solo instante.
Allí el lector de este lector empecinado encontrará referencias a Fernando Delgado, Manuel Salvador Gautier, Carlos Fuentes, Miguel Ángel Fornerín, Roa Bastos, Fernando Despradel, Alessandro Baricco, Abel Posse, Carmen Posadas, Roberto Marcallé Abréu, Dionisio de Jesús, José Saramago, Marcio Veloz Maggiolo, Antonio Gala, Antonio Tabucchi, Máximo Vega, González Viaña, Sally Rodríguez, Plinio Chahín, Sergio Ramírez, Ángel Garrido, José Mármol, Fermín Arias Belliard, Médar Serrata, Ramón Tejada Holguín, Luis López Nieves, Pastor de Moya, y sobre una Marguerite Duras que recorre todo el libro incesantemente; un libro duro, fuerte como un aullido.
En un intervalo. RRS incorpora una “Botella al mar”, una entrevista en la que suelta sus dedos de leer, sobre un papel que nunca se llena del agua que mueve el vacío de un objeto en viaje sin destino hacia las orillas de uno mismo. Porque a través de todos estos Tientos y Trotes (Editora Nacional, RD 2011), aparece el autor, ejerciendo el oficio mayor que conoce, una vez que tuvo que dejar las yaguas en las que leía los vaticinios de todas las estaciones y la escritura acuática de los ríos en los murmullos de los peces.
Y así lo dice: “Además de leer las solapas de los libros, leer a Sara, y la morfosintaxis de los clasificados del domingo, me cautiva jugar al borde del barranco. De niño, con mis primos —que vivían al borde de un barranco que daba al arroyito—, solíamos deslizarnos en una yagua que se atajaba en el cafetal. A veces llegábamos hasta el fondo, incólumes sobre la yagua… Me gustan los colores, como me deleitan los olores. A veces, cuando llueve, trazo rectas y curvas en el cristal de las ventanas. No sé qué es. Siento que al leer me atrapa alguna música”.
Descifrador de música y acordes
Y ese descifrador de música y acordes, es el que se desliza sobre los cafetales de la palabra en busca cada vez de una aventura que no se repite. Ningún hombre es una isla, afirma. Un archipiélago le vibra en cada palmo de la piel, y su canto enciende las paredes y las cosas que le circundan y le dan razón de ser y estar. Tampoco es el nombre, que reduce y aniquila. El hombre es todo lo que evoca y provoca con sus gestos y sus actos; la ciudad crece y se aniquila a su alrededor, y el poeta lo advierte y lo sugiere. Igual el barrio, lugar donde extraviamos “un lirio de mayo” o la escafandra para bucear en las profundidades de la torpe memoria repetida, de la que hablara Benedetti.
Aquí están las claves de este escritor convertido en hacedor de los escrutinios que aparecen registrados en cada palmo de la piel, en busca de de esa razón de ser y estar que persigue el hombre perennemente. Por eso va con los pulmones como esponjas, bebiéndose el aire y el entorno, lanzando sus toscas redes para ver si pesca florecillas del bosque o pizquitas de fusas y semifusas.
Cabalgando sobre los cautivos prados de la lengua
Por ello, quien se autodenomina frustrado timbalero, sabe que un libro es un lago en el cual hay que sumergirse como un buzo, si se quiere alcanzar el canto de las ranas. Que hay que cabalgar a rienda suelta por los cautivos prados de la lengua, contar historias sin historia y bañarse en las ardientes aguas del fuego del infierno donde, en verdad, todos hemos nacido.
Lo dice y lo repite para que no quede duda: “Intento un decir que sale de mis dedos, que piensan o sueñan que piensan… luego escriben. Mucho menos crítico, entendido, analista y diseccionador de contenidos, significantes e insignificantes. Lector sí soy. De esos que, seducidos por el percutir de la palabra, resbalándose sobre el páramo de papel o cristal, danzan la melodía interminable de aquel placer del que, alguna vez, hablara Barthes…”
Cada texto es una ruta, un continente
Tampoco, afirma, intento “transformar el mundo” —ni siquiera “entenderlo”, como dijo el casi ni citado ya, Carlitos Marx, que pretendieran Hegel y demás pensadores de otros tiempos—, con sentir es suficiente. Leo con placer y en el placer que da leer un texto que fue escrito con placer. Amo el fuego, los puentes y los pasadizos –de Heráclito, de Paz o Efraín Huerta–, los juegos de Cortázar, los chicos en los parques, los caballos pastando y, mientras enarbolo mi pancarta, mi no rotundo contra la ignominia, vuelvo a Plinio”.
Ese es su credo, su propuesta y su andar, con esa convicción de que cada uno de los textos es una ruta, un continente, por los cuales él navega, a sus anchas, a favor o en contra del viento, a todo velamen por el naranja de las vibrantes auroras de sus sístoles.
Y así lo propone y dispone: “Bebamos sin asepsia de las limpias lecturas de Aurora (Molina, Pizarnik, Blanca Varela, Ida Vitale, Fernández Moreno, Girondo, Zaid, Huerta y ese Pellicer de “Los azules que se caen de morados”, como los pezones fructuosos de la Zulamita del Cantar de los Cantares). Transitemos las vías sin semáforos y sin puentes. Abordemos la arena misma y sus canales en su Guagua lírica”.
¿Y qué propuesta mayor que esta apertura total que invita a cada lector a encontrar sus propios pasos? Es ese estremecimiento del lector el que le otorga a un texto su carácter infinito. Cada pupila le abre un horizonte distinto. Y allí en ese mágico vértice escritura y lectura se convierten en el derecho y anverso de un mismo oficio sin fin. Sólo es necesario enamorarse de una palabra que no es mera caligrafía sino bajel para recorrer los ríos de la tierra.
No tiene rumbo este viaje sin rumbo
Y a esto invita rrs, con sus pretextos, textos y contextos, a un antes y otro antes, un después y otro después que se detiene en el intervalo de un paréntesis, para un final que no concluye y en espiral vuelve al sitial de donde parte que es su propia escritura ofrendada al lector que vendrá, como él lo ha sido y seguirá siendo, de lo que será.
Es el acercamiento que desea todo escritor, el que transgrede las normas, olvida los prólogos, deja a un lado las conjeturas de los otros o los vaivenes de una política cultural en la que jamás ha creído ni creerá. Es entregarse al deleite que muerde los ojos hasta hacerlos llover. Es como montarse en un caballito de papel e irse cabalgando a los vastos territorios de la magia o el dolor, de la pasión o el desenfreno, de la ternura que es un enigma, de la cercanía que se vuelve lejanía.
Y éste es su credo: “El agua, como el ojo, es luz que moja los cuerpos. Como la ventana, uno mira a través de ellos, no con ellos. La sed es otra cosa: temblor que irriga el iris, la retina; leer a pecho abierto la relampagueante claridad que nada en las aguas del poema”.
Y ese es el oficio que asume rrs en estos Tientos y trotes que dejan al lector con ganas de leer y de asumir su propia aventura a lomo de cualquier libro, sin fronteras, sin otra pretensión que develar lo que en su interior no alcanza a traducirse en palabra. Por ello se entrelazan lectura y escritura en una sola madeja de hilos estremecidos labrando memorias sobre el dintel del agua.
Porque, como lo reafirma rrs, no tiene rumbo este viaje sin rumbo, este piano de brasas y agua tibia va por las calles más hondas de nosotros.
| MERY SANANES, escritora venezolana, autora de Tiempo de guerra, 1974, Reflexión sobre una y otra historia, 1997.-
Maguerite Duras
Jugar con fuego
Cuando niño, tenía un caballito trotador que pisoteaba conmigo toda la mañana sobre los yaraguales cundidos de rocío. No se llamaba Bucéfalo, que conste, iba al grano y por el camino más corto entre dos puntos. Jamás hizo esperar a una novia, dándole vueltas a la noria. Era color melao, y así se llamaba —antes había tenido uno blanco, pero era de madera—. Y era tan simple ir con él, del descampado a los sembrados y de la loma al llano, sin rodeos. Ya no abundan estos potros, la mayoría prefiere el motoconcho o irse a la bartola por la orilla del río a ver si pescan.
Ahora, ya lo llevo dicho, leo. Y, sólo de vez en cuando, deshojo margaritas —sueño que escribo—, dialogo con amigos en las guaguas, en el parque, en las calles, y en los cafés, donde me plantan los que me invitan a cafés virtuales donde, más de una vez, he tenido que vérmelas con declamadores y politiqueros de películas de Spielberg. No siempre salgo con el pie izquierdo, como dicen, a un plantón de esos, precisamente, le debo el placer de haber leído Juguete de madera. Un texto en el que, interpolando planos, partiendo de un excelente uso del montaje y, sobre todo, jugando con todo (el tiempo, el espacio y la cordura del lector), Máximo Vega construye una historia que, aunque velada por la cándida visión de su personaje (Beatriz), no deja de ser un juego absurdo y cruel, capaz de dejarnos tirados en la arena, boqueando.
Beatriz, una niña de apenas 12 años, decide un día abandonar su casa y se encuentra en el camino con un hombre en una camioneta, que la monta. A Beatriz le encantan las historias de niños de madera. El hombre de la camioneta vende figuritas de madera, y Beatriz se va de la casa porque sí. El hombre de la camioneta no iba para la ciudad, pero monta a Beatriz. Con todas las implicaciones que el verbo pueda tener, pienso. Así se inicia y toma cuerpo el juego absurdo que, a los ojos de Beatriz es todo niebla, camino hacia la luz que podría ser la ciudad, más allá. ¿Hacia dónde va o quién sabe de quién o de qué huye ésta y todas las Beatriz que a diario buscan, tal vez, lo que no se les ha perdido? Máximo Vega no nos lo dice. Acaso no haga falta que nos lo diga, simplemente es un juego, que podría dejar de serlo con apenas cambiar la jota inicial por una efe.
La lectura de Juguete de madera propició un encuentro que, extrañamente no ha podido concretarse en tertulia alguna —de ésta u otra época—. El teléfono y el correo electrónico, de vez en vez, nos tienden puentes. Un día, lanzando un cable al río, nació este diálogo, entre Santiago, República Dominicana, de donde es oriundo y aún vive Máximo, y Miami, Estados Unidos, donde resido yo.
Botella al mar
—En esta sociedad tan complicada en que vivimos, en donde un escritor tiene que ganarse la vida con otro trabajo, y además leer y escribir, asistir y dar conferencias, ¿cómo y cuándo escribes, en qué momento?
—En todo momento, en todo lugar. Escribir para mí es una necesidad que no tiene cómo ni cuándo, sencillamente sucede.
—A una distancia de más de veinte años desde el momento en que saliste a la luz pública como escritor, ¿cómo ves, a esta distancia, a los demás escritores que surgieron contigo, a tu generación? ¿Cuales crees que han alcanzado un nivel importante en la Literatura Dominicana?
—Con el mismo respeto con el que siempre los miré. Ahora, si ocupan un lugar o no en la literatura podría ser un tema interesante para discutir. Me refiero a la literatura sin apellidos, la que trasciende todas las islas, todas esas estrechas fronteras con las que desde hace tiempo nos han dormido en los patios de pre-kinder.
—Muchos de tus relatos pueden ser considerados poemas en prosa, ¿los consideras tú también de esa manera, o piensas que realmente pueden ser llamados “cuentos”?
—Las fronteras son de tiza. De ahí que normalmente las borre o, apoyado en mi obsesivo daltonismo, sencillamente las ignore. Escribo o sueño que escribo y me veo en los sueños, soñando que escribo cosas, algo que intenta ser literatura y que la gente, principalmente los entendidos, se empeñan en ponerle apellido o mote, simplemente.
—Mucho se ha escrito acerca de que tu mejor cuento, y tu mejor libro, es Su nombre, Julia. ¿Compartes esta preferencia con los críticos?
—No tenía conocimiento de ello. Ni siquiera imaginaba que alguien, crítico o no, se había tomado tamaña molestia. De todos modos, ya es algo. Parece que el mentado "stalinismo ambiental" ha dejado filtrar algo así como un chorrito de otros aires. Tampoco sé si hay un mejor o un peor, hasta ahora. Sigo interesado en escribir literatura.
—¿Qué piensas que le falta a la Literatura Dominicana para internacionalizarse, para dar el gran salto que no ha podido dar?
—Salir de la botella. Asaltar el aire y ver que más allá de sus enrarecidos aires, soplan otros aires.
—Tienes tu propia página en Internet, muy profesional. ¿Piensas que esa es una buena forma de darse a conocer por un público más amplio de lectores?
—Todo lo que nos permita establecer puentes de comunicación con otras gentes, sin lugar a dudas, tenderá a ayudarnos, por lo menos, a ser mejores seres humanos.
—Se ha escrito mucho además de que la generación a la que perteneces se ha dejado dominar por la belleza del lenguaje, dejando un poco a un lado la fuerza de la historia en los cuentos, en una especie de sublimación del lenguaje. ¿Qué tienes que decir de esta objeción?
—Tus palabras, este diálogo, sinceramente constituye lo más edificante que me ha sucedido en mucho tiempo, sobre todo en esta temporada del año. Me aportas una cantidad de información que ignoraba del todo. No tenía, ni remotamente, la idea de que alguien se hubiera molestado en tomarme en cuenta como escritor y mucho menos en reflexionar sobre lo que he podido hacer o dejar de hacer en estos casi veinte años. (No te puedo negar que mi egoteca particular y privada acaba de adquirir el tomo más valioso para sus lustrosos anaqueles). Tal vez tengan razón. Sin embargo, sigo creyendo que escribir es todo lo contrario de contar historias. Prefiero, como ya lo he hecho tantas veces, remitirme a Margarite Duras y contarlo todo a la vez, una historia y la ausencia de esa historia, la historia que ocurre por su ausencia...
—¿Has pensado en escribir novelas, René?
—Escribo, como ya te dije, o sueño que escribo o viajo por los sueños y me veo que escribo soñando que escribo que estoy soñando y escribo, o que leo a Elizondo. Degenerado y desgeneracionado como he sido y vivido hasta hoy, tal vez.
—¿Qué te interesa como escritor, cuáles crees que son las cosas que quieres decir, transmitir al lector?
—Ya lo he dicho antes, escribo. Sencillamente me dejo seducir por una imagen que me lleva a otra imagen y trato de transmitir sensaciones, quizás historias que carecen de historia y que por carecer de ella generan una intrahistoria que está en la otra orilla. Es como un juego en el que las reglas y preceptos no interfieren con el tránsito de los cuerpos o las cosas de esa otra orilla. Un juego corporal, una realidad que acontece en un universo neutro y sobre todo erótico porque está por encima, y del otro lado de todas las leyes de la chata censura policial de la razón. Escribo o nado en los terrenos de la transgresión, más allá de normas y prejuicios, hasta los límites del cuerpo tal vez. Tal vez quiera decir o transmitirlo todo o nada o tocar ciertas fibras o ciertas melodías, corretear por los patios de la tarde sin alborotar las palomas de la plaza; decir verdades o mentiras sin pasar facturas; volar, surcar los aires. Dialogar con lectores sin género, sin sexo ni bandera y, sobre todo, respirar menos viciado el aire y sus alrededores. © Tientos y trotes, 2011.-
(Recogido del libro Tientos y Trotes, de René Rodríguez Soriano, a la venta en todas las librerías del país).
El Jordán no ha llegado a sus lechos del oeste, no ha alcanzado a calmar el fuego de la fuga fantasmal en Cisjordania, ni a correr por los s...