Me parece
que debemos hablar, primeramente, acerca de si es posible abordar a los países que hoy
día conforman Centroamérica como un bloque, es decir, si podemos pensar en
ellos como un todo, quizás de la misma forma en que nos referíamos a ellos en
el período colonial, cuando la mayoría formaban el Reyno de Guatemala, o fueron llamados alguna vez Provincias Unidas del Centro de América.
¿Puede
ser tratada la literatura centroamericana como si fuese una sola, con
características comunes, o por lo menos no divergentes? Recordemos que en los
estudios sobre literatura que se realizan en Europa o en los Estados Unidos se
habla de “Literatura Latinoamericana”
como si fuese un todo, aunque nosotros mismos, los latinoamericanos (a
pesar de que no sé ya si los dominicanos pertenecemos a Latinoamérica, porque
en estos momentos se habla de Latinoamérica y el Caribe) no consideramos esa
homogeneidad justificada, puesto que no leemos ni analizamos la literatura
sudamericana como una sola, la caribeña o la antillana como un todo tautológico
que abarque cada una de estas regiones. ¿En qué se parecen Cortázar y García
Márquez, Onetti y Carlos Fuentes, Juan Bosch y Felisberto Hernández? Debemos
advertir también que desde finales del siglo XX estamos asistiendo a una
constante homogeneización de la literatura, de manera que se dejan atrás las
diferentes identidades para acceder a una literatura más global, quizás
presionada por el mercado. Esta homogeneidad ha provocado que escritores
argentinos puedan ser confundidos con españoles, chilenos con franceses
traducidos, o mexicanos con estadounidenses. Nos damos cuenta de que, a veces,
si no existieran nombres latinoamericanos, calles, comidas, es decir si no
existiera todo lo que rodea cosmogónicamente una obra narrativa, no nos
daríamos cuenta si los escritores son latinoamericanos o no.
Pero
bueno, continuemos con la tradición de abordar a la región como un bloque, y
pensemos en Centroamérica como una región de literatura más o menos homogénea,
aunque realmente no sea así. Solamente la cantidad de lenguas habladas allí
desmiente esa homogeneidad. Debemos tener en cuenta que Centroamérica ha dado
un Premio Nobel de literatura, y uno de los poetas más influyentes de las
letras hispanoamericanas, como lo fue Rubén Darío. Que tiene narradores
prestigiosos como el nicaragüense Sergio
Ramírez o Manlio Argueta, el guatemalteco Augusto Monterroso, la nicaragüense
Gioconda Belly, la costarricense Carmen Naranjo o la novelista chilena radicada en Costa Rica Tatiana Lobo. A
pesar de la tendencia a la igualdad formal que está tomando la literatura de
todo el mundo (teniendo en cuenta de nuevo que esta tendencia se encuentra
provocada por el mercado), no podríamos catalogar a todos los escritores o a
todas las obras narrativas de los diferentes países como obras de intereses,
historias o lenguajes parecidos. A pesar de que la región ha tenido que
convivir con un pasado más o menos común, y a pesar, incluso, de que la
literatura centroamericana de finales del siglo XX ha sido definida como
“literatura de posguerra o posrevolucionaria”, refiriéndose a los diferentes
conflictos armados por los que han tenido que pasar algunos países, aunque no
todos, centroamericanos. Pero ni siquiera el período profundamente ideológico y
revolucionario dio pie a un tipo de pseudoliteratura, o testimonial en su
totalidad, que abarcara cada uno de los países que vivieron en carne propia
esos conflictos. Es decir, si hablamos de literatura centroamericana, debemos hablar,
sobre todo, de que la verdadera literatura de los diferentes países
centroamericanos tiene un carácter propio, y que ni siquiera la globalización
acelerada de finales del siglo XX ha podido producir una total homogeneidad de
la narrativa de las diferentes regiones del mundo, no solamente de
Centroamérica. Haciendo una breve comparación con nosotros mismos, debemos
reconocer que la literatura cubana, por ejemplo, es muy diferente a la
dominicana, así como lo es la puertorriqueña, sin hablar de la jamaiquina o la
haitiana, cuyos idiomas son diferentes a nuestro español. La insularidad de
nuestros países ha marcado estas diferencias, a veces muy profundas,
insularidad no solamente geográfica, sino producida debido al subdesarrollo, el
analfabetismo o los imperialismos.
La
narrativa de finales del siglo XX en Centroamérica está marcada de nuevo, como
sucedía anteriormente en todos nuestros países, por el ejercicio cuentístico.
Sergio Ramírez empezó como cuentista, y aún escribe cuentos esporádicamente,
así como Carlos Cortés, de Costa Rica, Ramón Jurado de Panamá o el ya
mencionado Augusto Monterroso. Las dificultades de escribir una novela cuando
se tienen otras actividades vitales o laborales son demasiado amplias. Ha habido
una lenta evolución de la novela en países como Honduras, Nicaragua y El
Salvador, cuya producción novelística hasta los años 90 del siglo XX era
mínima. Pero la región ha dado excelentes cuentistas. Cuentistas de la
urbanidad, como Horacio Castellanos, o escritoras de cuentos experimentales,
como Carmen Naranjo de Costa Rica. Si poetas como la ya mencionada Gioconda
Belly han decidido escribir novelas y han tenido éxito internacional, aún la
cuentística sigue siendo la labor principal de los narradores de Centroamérica.
Cuentistas irónicos y extraños, como el costarricense José Ricardo Chávez, o
furiosamente femeninos, como la salvadoreña Jacinta Escudos. Como es sabido, la
verdadera literatura es profundamente individual, y a pesar de que algunos
querrían encontrar escritores tan urbanos o tan influenciados por una realidad
llegada a través de los medios de comunicación, el internet y las redes
sociales, la verdad es que a finales del siglo XX no hallábamos todavía
escritores que decidieran escribir como si estuviesen fuera de su propia realidad,
es decir, escribir con una ausencia de identidad. Tatiana Lobo escribe novelas
históricas con mucho éxito, así como Erick Aguirre con su obra “Un Sol Sobre
Managua”, de 1998, que nos habla acerca del período posrevolucionario
nicaragüense. La verdadera literatura (y repito esto constantemente para
alejarme un poco de todo lo que nos venden con mucho éxito las editoriales y el
mercado, a pesar de que no nos guste; tenemos que hurgar un poco en obras menos
conocidas y hallar algunas joyas) no ha querido encontrar todavía en
Centroamérica una universalidad total de su lenguaje, como tampoco ha sucedido
en los demás países de Latinoamérica, es decir, no ha querido alejarse de su
propio entorno. La historia, los conflictos armados, los personajes relevantes
de la región (como Rubén Darío, que ya tiene su novela, posible excusa para
transmitir la realidad de un período de Nicaragua, como hizo Saramago en “El
Año de la Muerte de Ricardo Reis”, o como han hecho algunos escritores
dominicanos sobre el período trujillista; además de personajes como Sandino o como el
poeta Roque Dalton), son los protagonistas de una literatura que de ninguna
manera es homogénea en el aspecto estético, estrictamente literario. El cuento Uno
en la LLovizna, de
Rodrigo Soto, no se parece a Color del Otoño, de Claudia Hernández. Palabras, atmósferas, violencias,
estructuras diferentes los separan. Ascensor, de Maurice Echevarría, no se parece a Batallas
Lunares, de Uriel
Quesada. Así como la Managua de Daniel Ortega no se parece a la Tegucigalpa de
Porfirio Lobo. La serena cualidad poética de Gioconda Belly, que vive en los
Estados Unidos y enfrenta otro tipo de realidad que ella ha empezado a
transmitir en sus obras narrativas, sobre todo en su mejor novela “El País Bajo
mi Piel”, que fue publicada ya en el siglo XXI, no es parecida al cinismo de
“El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios”, de Rodolfo Arias.
Ahora
bien, como han constatado diferentes analistas (Magda Zavala, por ejemplo, que
se ha referido al problema de la literatura y el mercado en Centroamérica), y
como puede constatar uno mismo haciendo un poco de esfuerzo como lector, la
narrativa centroamericana sí ha tenido la misma trayectoria del resto de
Hispanoamérica, y a finales del siglo XX y principios del XXI observamos la
misma tendencia de los demás países latinoamericanos, y de los demás países en
occidente, con escasas excepciones: una literatura donde son más importantes
los procesos subjetivos e íntimos, enfocándose en los individuos más que en los
procesos sociales. El lenguaje es cada vez más íntimo. Aún cuando trate de
presentar, no de representar, una época determinada, esa atmósfera lleva de
inmediato al individuo y sus percances internos en el tiempo y la sociedad que
le ha tocado vivir. Importantes son entonces los procesos psicológicos, las
relaciones cerradas, en parejas o en grupos pequeños, no más allá del entorno
de los protagonistas, el diálogo interior o los diálogos entre dos personas.
Son cada vez más importantes las vidas asociadas a la soledad, el aislamiento
emocional, el desencanto ideológico o el progreso económico individual o
familiar. Son imprescindibles las dificultades entre las relaciones de parejas,
casi siempre sexuales, el lenguaje es cada vez más obsceno y más directo, prescindiendo
de las descripciones de lugares o descripciones físicas; se recurre a una
furiosa narratividad, al estilo de los escritores de best sellers, de Jhon
Grishan o de Pérez Reverte, quizás presionados de nuevo por el mercado. No
existen en las novelas períodos reflexivos o manipuladores del lector, todo lo
que se busca es contar, prescindiendo incluso de la crítica a la realidad.
Aparecen, sí, las dificultades asociadas a la vida en el subdesarrollo, la
violencia de las pandillas, el narcotráfico o la vida fuera del entorno
nacional, aunque siempre desde un punto de vista individual, no social. No
existe ya el testimonio, período que me parece acabado mucho antes del final del
siglo, y las obras que pretenden representar un período difícil de Nicaragua, Guatemala
o El Salvador lo hacen ahora desde una perspectiva completamente íntima, no
ideológica o social. Aún no se ha definido un postmodernismo narrativo, quizás
porque ninguno de nuestros países ha entrado completamente a la postmodernidad,
detenidos como siempre en la periferia, lo cual produce una literatura
diferente, no mimética. Esta literatura no se preocupa de las vanguardias ni de
las posvanguardias. Su meta es Europa, pero no en el aspecto creativo (aunque
esta visión se encuentra amenazada por el mercado) sino en el editorial y,
quizás, vital. Se ha dejado atrás el realismo mágico. Los escritores ya no ven
la literatura como una labor ecuménica, por lo que son más flexibles a las
críticas y a los cambios, aunque la crítica literaria es prácticamente
inexistente. La automarginación, dada a veces por motivos ideológicos o debida
a la creencia de que la actividad literaria era una especie de sacerdocio, ha
sido sustituida por la necesidad de fama. Como nos recuerda Adorno, algunas
obras han sido escritas no como obras de arte, sino al principio como
productos, buscando un público de antemano (la proliferación a finales del
siglo XX de la novela histórica centroamericana, por ejemplo, debido a que
había un público que pedía conocer más acerca de una región conflictiva, que
hizo tan famosa en la década de los 80 del siglo XX Ronald Reagan). Como en el
resto del mundo occidental, el éxito literario ya no depende de la calidad del
texto. Ha aparecido una literatura que prácticamente habla mal de la patria, que la repudia, como en las novelas
“El Asco”, de Horacio Castellanos, o “Mundicia”, de Rodrigo Soto. De nuevo
notamos que las tendencias de la literatura centroamericana son las mismas del
resto de Hispanoamérica, y que sus diferencias se encuentran en cada obra en sí
misma, ya no en nacionalismos o en identidades inamovibles.
Pero si
nosotros los caribeños, o los centroamericanos en este caso ( debemos aclarar
que hubo un tiempo en el cual el Caribe perteneció a Centroamérica, pero tal
vez llegará el día en que no seremos ni siquiera latinoamericanos), tenemos que enfrentarnos al proceso inevitable pero doloroso de la internacionalización de
nuestras literaturas, este proceso no debe estar reñido con el encuentro de
nuevas formas de narrar, de contar, con narratividades complicadas formalmente,
por más que nos presione el mercado. La literatura de finales del siglo XX en
Centroamérica, y aún la de principios del siglo XXI, ha lidiado con este
problema, a veces con éxito, otras veces no, así como los escritores que
queremos buscar más allá de lo que nos sirven los grandes mercados de la
palabra deberíamos acercarnos para conocernos, tan cercanos que estamos
geográficamente, tan lejanos en el aspecto real. La mayoría de los escritores
centroamericanos son anónimos entre ellos mismos. Un estadounidense o un
canadiense puede entrar a Centroamérica sin visa, incluso sin pasaporte, un
caribeño no. Un europeo conoce más a los centroamericanos como individuos que
un cubano. Un guatemalteco, un panameño, un salvadoreño joven no debe saber
exactamente dónde queda la República Dominicana. Hemos firmado un tratado de
libre comercio económico, no artístico o simplemente humano. El resto del mundo
piensa en el Salvador, en Honduras como países de maras y de narcotráfico. Tal
vez sea cierto, tal vez no, ¿cómo saberlo, si no nos conocemos? Escritores
famosos de Centroamérica viven o han vivido fuera de sus países, como Manlio Argueta, Sergio Ramírez o Carlos Cortés en Europa, o Gioconda Belly en Estados
Unidos (¿no habremos trascendido, tal vez, el período de Rubén Darío en
España?) La literatura centroamericana actual se caracteriza por una gran
variedad de temas; por el eclecticismo, sin apartarse mucho de su propia
identidad; aunque, como la literatura del resto del mundo, se encuentre anclada
en un realismo más bien clásico: pero quizás le falte un aspecto extraliterario
que nos aparta a todos los latinoamericanos: acercarse a los lectores, y a los
escritores, de los demás países de Latinoamérica, obviando un poco ese eurocentrismo que todavía tenemos en la cabeza la mayoría de los escritores.
Por qué no reconocer que tenemos una cantidad inmensa de lectores ahí al lado,
cruzando algunas fronteras y navegando algunos mares del tamaño de lagos,
apenas del tamaño de ríos muy anchos.
Máximo Vega.
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valioso
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