LA POESÍA DE RAMÓN PERALTA:

El poeta no se reconoce en el tumulto, aunque sí en la más acogedora soledad. Parecería que el escritor escribe para sí mismo y no para los demás, y una sociedad que llegue a ese estado de confusión espiritual se encuentra camino a su inexorable esterilidad. Se le exige a un escritor que sacie hambres materiales, porque el fin de toda nuestra sociedad es la materia; que se manifieste contra la injusticia y la necesidad económica; que ejerza la filantropía; que sea políticamente correcto; pero esas no son las funciones de un poeta. Si lo hace por sensibilidad personal, porque esos fines son muy loables, esa es su libertad, pero no su obligación. El hambre que debe saciar es de otra índole, su función es metafísica. “Si estas líneas no dicen un después, si no saben abrir”, nos revela Ramón Peralta, “han sido sólo un juego, una vieja mentira”.


Hace más de quince años (en otro siglo, incluso: ya podemos decir esto refiriéndonos a individuos aún vivos, y jóvenes), Ramón publicó un pequeño libro de poemas titulado “Eternidades” (aunque ni remotamente parecidas a aquellas “Eternidades” líricas de Juan Ramón Jiménez). Ese libro –su primer y único libro- que al principio fue un pequeño volumen, editado modestamente, se ha ido convirtiendo poco a poco en un gran libro. A partir del título el poeta empieza a criticar la realidad: “Eternidades”, en la época de lo efímero y lo superficial.

Ramón Peralta coincide con otros poetas jóvenes de su lengua en el descubrimiento de cosas nuevas que deben ser nombradas en un mundo nuevo. Casualidades que pueden ser localizadas y que marcan de alguna forma las preocupaciones de nuestra época. Giannina Braschi, poeta puertorriqueña radicada en Estados Unidos, escribe en su libro “El Imperio de los Sueños” este verso: “Detrás de la palabra está el silencio”; Ramón Peralta, más radical, empieza “Eternidades” con éste: “Detrás de la palabra está la nada”. Peralta no llega a la desnudez imaginativa de la Braschi, pero su poesía, muy rítmica, le gana en profundidad, así como la puertorriqueña lo hace en riesgo formal. Pero en ambos poetas se pueden notar preocupaciones comunes: la aceptación de la ciudad como lo inevitable y lo deshumanizante, un característico pesimismo, cierta melancolía en la indiferencia, la falta de compromiso social, la escasez de imágenes, el escribir con formas coloquiales.


El poeta se reconoce sólo en el individuo porque escribe prácticamente sobre sí mismo. No puede escribir historias épicas, puesto que la multitud le pertenece al poder y a la materia. Al cuerpo y al deseo: al mercado. Escribe, entonces, sobre sí mismo. Peralta escribe sobre sí mismo, pero si es sincero, y escribe verdadera poesía, toda la humanidad debería reconocerse en él. “Detrás de la palabra está la nada”, detrás de la poesía sólo la esterilidad y el vacío. Hasta Dios se definió a sí mismo como El Verbo. Una degeneración del lenguaje sugiere una degeneración mayor, una corrupción de El Verbo, del mundo, del universo, de una de las definiciones de Dios. Por eso este poeta se ocupa de elevar el nivel de un lenguaje cuya pureza se nos presenta ya como un acto de rebeldía.


Existen dos poemas de Ramón que quiero compartir. El primero de ellos se titula “Horizonte”:

Cada vez que salgo dejo en el sillón mi foto

(lo que en ese instante soy)

entonces, ya en la calle mi carne se abre hacia el fin

y una voz que es sólo ruido en mi voz comienza a hablar

hasta que lo incierto abarca de pronto mi nombre

pero a pesar de todo, mi carne puede volver

y abro, entonces, la puerta y veo sobre el sillón

la foto de un hombre extraño

que me pregunta siempre: pero, ¿quién eres tú?

El poeta se desdobla: no se reconoce en aquello que sólo es carne que sale y luego regresa sin ningún sentido, ni en el ruido de su voz que habla como fingiendo, como si no hablara Él Mismo. “Mi carne se abre hacia el fin”, dice, como si se abriera hacia lo desconocido, a la posible muerte en la calle que puede traer un final (¿deseado?); se reconoce todo él en su nombre, como si estuviese construido de lenguaje. “¿Quién eres tú?”, le pregunta la fotografía, como si al volver ya fuese otro hombre, como realmente lo es: ya cambió, ya envejeció, aunque imperceptiblemente.


El segundo se titula “Cierto Día”, y tiene la misma melancolía urbana y reflexiva del anterior:

De repente este día ha perdido su nombre

era lunes ayer, pero sé que hoy no es martes,

mis manos son ahora un espanto en mi carne

y ese siempre sin fin ahora deja de ser

cada cosa ya es solamente misterio

esta palabra agua nunca ayer la bebí

este día es la puerta, por fin, sin dibujar

este día termina si es que encuentra su nombre.

Perdido en la rutina, el poeta ansía un cambio del orden, un poco de caos, la vuelta al misterio. De nuevo, la esencia de las cosas es su nombre, todo está hecho de lenguaje (bueno, debemos reconocer que, en el poema, todo está hecho de lenguaje). Si hoy me despierto y descubro que ayer era lunes pero hoy es miércoles (como un Gregorio Samsa invertido), ¿qué pasaría? Sin duda sería más feliz, puesto que algo ha cambiado en mi vida rutinaria, chata y sin sentido, no se sabe por qué, pero algo lo ha hecho. No ha cambiado el tiempo, lo cual es imposible, pero sí el nombre de los días. El concepto. El Nombre, que puede ser trastocado por los seres humanos. De nuevo, una referencia al lenguaje. El misterio despierta cuando abrimos una ventana y distinguimos un nombre nuevo para algo que no existe.


El reconocimiento del poema es un proceso físico, la íntima y profunda emoción que puede causar, generada por las palabras en sí mismas, la certeza de que tal o cual texto es bueno porque algo dentro de mí me lo indica de forma inexplicable. Tomo el papel escrito, leo, y acontece el deslumbramiento. Entonces, ¿cómo reconocer que algo es poesía, o que algo que leo no lo es? ¿Llevando el cálculo de las imágenes, los ritmos, las metáforas, con ese oficio de entomología? No, si todo ocurriese de esa manera, el poema no tendría ningún sentido. Es más: si todo ocurriese de esa forma, habría alguien escribiendo un poema diametralmente opuesto a ese oficio académico. La poesía surge como un proceso físico, hormonal, erótico, que me grita que estoy ante un poema, que alguien quiere decirme algo que no sé o que quizás sé pero aún no he reconocido, que hay cosas sin nombre, cosas que andan por el mundo buscando un nombre, saltan sin descanso del papel o brotan porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Algo está dormido dentro de mí y si el poeta escribe, por ejemplo:

para qué empezamos esta ternura prohibida

si no hay adiós ni hay olvido que destruyan

si condenado a lo eterno está lo que empieza

fue la locura quizás quien dirigió el destino

y la soledad de vernos siempre sin nosotros

(unos versos que parecen recordarnos un problema amoroso, pero que no hablan necesariamente de ello), entonces eso que está dormido se despierta y se revuelve dentro de uno.


¿He definido de alguna forma a Ramón Peralta? Me parece que sí. Aunque, claro está, mínimamente.


EL EVANGELIO SEGÚN LA MUERTE:




Hace algún tiempo ya, se publicó uno de los mejores volúmenes de poesía que se ha escrito en nuestro país. O, hablando más precisamente, no en nuestro país, porque su autor, José Acosta, vive en la ciudad de New York, en Estados Unidos, y es probable que allá se haya escrito, además de que el libro ganó el premio internacional de poesía Nicolás Guillén, en México; así que podríamos más bien decir: uno de los mejores libros de poesía de los últimos años escrito por un dominicano. Su nombre, “El Evangelio Según la Muerte”, nos refiere de inmediato a ese terreno del espanto que es la muerte, la otredad, espacio metafísico o material, la trascendencia o la nada, aunque transmitido a través de un lenguaje coloquial, sin alardes inmaduros, y a través de la nostalgia, sobre todo la evocación de la niñez y del ambiente familiar (específicamente de una familia matriarcal), temas recurrentes en José Acosta. En New York, la capital del mundo o la capital de todos los emigrantes o la ciudad más importante de los Estados Unidos o la segunda ciudad en importancia de la República Dominicana, fue escrito este libro, en una tierra que no es la del autor. Rodeado de rascacielos y de avenidas y de letreros publicitarios que no se encuentran hechos para él, José escribe sobre la muerte en New York: ¿cómo llegará la muerte a mí, precisamente a mí? El mundo morirá conmigo cuando llegue el final: “Señor, no me dejes envejecer en Nueva York. Haz que esta pared tan noble, donde apoyan los heridos la sombra de su alma antes de caer vencidos, ruede hacia el fondo del cielo, cerca del sol, para que yo pueda ver la ciudad de mi infancia. Haz que algo de sal ocurra en mis venas, algo de cuchillo en mi silencio, algo de soledad en mis entrañas huecas de tanto mirar los edificios con sus ventanas humanas empañadas de reflejos, con su castigo inocente de cerraduras, con su suicida cayendo eternamente como una fruta agotada (...) No, no me dejes morir en Nueva York” (capítulo dos, 1.1).


En la República Dominicana, en donde el ambiente literario nacional tiene características sectarias, la salida de este libro no debió haber pasado desapercibida, pero, ¿qué esperar? Yo, personalmente, no espero nada. Reseñar un libro siempre es riesgoso. Se corre el riesgo de errar el tiro, porque esta época no está de acuerdo con aquel derecho a la equivocación de san Agustín, con la posibilidad del error. Un buen poema, o un gran poema, se encuentra hecho para que las palabras ardan hacia el lector y lo iluminen, como ha escrito todo el mundo desde siempre: “Alguien construye cosas mientras sufre la ruina futura de lo que ha construido. Ladrillo a ladrillo hace su perfume, su azotea y un ovillo de arena. Teje el hueco que abandonan ciertos habitantes: el frío, el abrazo, los latidos. No se olvida del espejo, de su mano izquierda y del ladrido que se gasta en la distancia. Aquí edificará la escalera que llega hasta su rostro y allá el sufrimiento de ver destruyéndose todo lo que ha construido” (capítulo dos, 1.8).


“El Evangelio Según la Muerte”, de José Acosta, un libro extraordinario que demuestra la fortaleza, la pasión, la intensidad creativa de la poesía dominicana. Sólo pretendo, con mis escasas herramientas, llamar la atención sobre su existencia.


EL EVANGELIO DE SARAMAGO:

Me asomé un instante a esos ojos verdes y vi reflejada en ellos, allá en su fondo vacío, la inmensa, la inconmensurable, la sobrecogedora maldad de Dios.
LA VIRGEN DE LOS SICARIOS.



-I-

En el año 1998 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura al escritor portugués José Saramago. Hasta entonces un desconocido en mi país, la República Dominicana, donde no todos los libros desembarcan –a medias lamentablemente, también a medias por fortuna-, me pregunté de inmediato si ese extraño tenía la categoría de otros escritores famosos de su lengua, como Jorge Amado o Lobo Antunes. Por supuesto, la pregunta era injusta, puesto que la Literatura no es una suerte de competencia, y los escritores de cierta categoría son incomparables, por lo que todo depende de una aquiescencia, del “gusto” más puro y simple que nos acerca a tal o cual estilo, a tal o cual visión de la realidad. Dejando atrás esta injusticia, debo confesar que el primer libro de Saramago que leí, luego de ser descubierto para el gran público por el Nobel, fue “El Evangelio Según Jesucristo”. Recuerdo que lo hice a solas en mi casa, en unas vacaciones de Semana Santa del año siguiente a su premio, no porque creyera que esta fecha cristiana era el momento más propicio para hacerlo, sino por pura coincidencia, porque en las vacaciones de esa Semana en un país católico se tiene mucho tiempo libre para leer. El agradecimiento hacia lo que ha dado, recibido por alguien que tiene la necesidad de expresarse, como él, es simplemente lo que se leerá a continuación.

-II-

En el 1985, José Saramago publicó en español su novela “El Año de la Muerte de Ricardo Reis”, que trata como a un personaje real, histórico, a uno de los famosos heterónimos de Fernando Pessoa, su compatriota y uno de los poetas más importantes de todo el convulsionado siglo XX. El libro es deslumbrante, pero pasó un poco desapercibido en ese momento, aunque se convirtió luego en el más popular de su autor. Saramago, marxista, ateo, escritor de un tipo de literatura que puede ser calificada de “comprometida” sin menoscabo de sus atributos estéticos –realmente, el compromiso debería ser una virtud (el compromiso con el ser humano, con la Literatura, con el Arte, que se entienda: el compromiso con la humanidad), pero esta época nos ha llevado al límite de las paradojas-, decidió publicar, acompañado de otros libros (“Memorial del Convento”, anterior a El Año de la Muerte de Ricardo Reis; “Manual de Pintura y Caligrafía”...), una obra monumental acerca del personaje histórico y religioso más importante de occidente, a pesar de su origen oriental: Jesucristo, El Mesías, del que evidentemente se han escrito cantidad de obras de ficción o pretendidamente biográficas, desde los Evangelios de los Apóstoles hasta La Ultima Tentación.

-III-

En su libro “La Vida de Jesús en la Ficción Literaria”, el académico Theodor Ziolkowiski nos propone varias novelas en las cuales los evangelios conforman el germen de su ficción (aunque no pretendemos citarlo textualmente, es interesante anotar algunas obras características mencionadas en su libro: un trozo importante de “La Montaña Mágica” y de “Doctor Fausto”; “Una Fábula”, de Faulkner; “Las Uvas de la Ira”; “Messiah”, de Gore Vidal; “Gato y Ratón”, de Günter Gräss; “Demian”, etc. En la República Dominicana, a pesar de que Ziolkowiski no los menciona, por lo menos se encuentran “Judas” y “El Buen Ladrón”, de Marcio Veloz Maggiolo). Aunque su libro peca de un error inocente, que consiste en citar cada una de las novelas y luego comentarlas y analizarlas en la medida en que concuerdan con la vida de Jesús –ingenuidad evidente, puesto que su lista debería ser poco menos que inabarcable, lo que significa que se le escaparon inevitablemente cantidad de títulos, por omisión, discriminación, o por ignorancia-, lo interesante de su obra es que plantea una división de las novelas en varias categorías, pero esencialmente en dos: las que él denomina “transfiguraciones ficcionales”, y aquéllas en las cuales el personaje principal es el mismísimo Jesús, con su propio nombre y ubicado en su propia época.
Las transfiguraciones ficcionales son aquéllas en las cuales se pretende introducir a un personaje cuya vida narrativa coincide con la del Salvador. Más o menos la transfiguración que realizó Joyce en su famoso “Ulises”: el protagonista es un moderno Odiseo que actualiza las aventuras homéricas en el Dublín de 1904. Así, este grupo de novelas coloca a personajes casi siempre –aunque no exclusivamente- contemporáneos de los autores, cuyas vidas tienen semejanzas con la de Jesús. A veces forzadas, a veces más sutiles. Los ejemplos sobran: desde el “Nazarín” de Benito Pérez Galdós, hasta la “Pasión Griega” de Nikos Kazantzakis. En el segundo grupo, que el académico llama “biografías ficcionalizantes”, se encuentran las novelas en las cuales Jesús es el personaje principal, independientemente de que este Jesús sea fiel en el aspecto histórico al personaje mesiánico, o no. En este grupo tendríamos a “La Ultima Tentación de Cristo”, también de Kazantzakis, o “El Rey Jesús”, de Robert Graves. Y, por supuesto, “El Evangelio Según Jesucristo”, de José Saramago.

-IV-

Pero concentrémonos en la obra que nos ocupa, en El Evangelio Según Jesucristo; su título presagia la escritura de uno de los Libros Sagrados de occidente desde el punto vista del crucificado, no de los apóstoles. Debemos empezar reconociendo que es inevitable escribir una obra ficticia sobre la vida del Cristo sin que la religión no descubra en ella algún tipo de blasfemia. Debido a sus características divinas, toda intención de humanizar y ficcionar el personaje constituye una blasfemia, porque debemos colocarlo en el humano lugar de los que tienen deseos carnales, envidias, mezquindades normales en todos los hombres. Saramago trata de justificar lo que sabe levantará inconformidades con una estratagema sumamente ingeniosa: al principio del libro coloca un grabado anónimo sobre la crucifixión, al cual le hace un análisis a continuación: pretende decirnos que, así como el grabado falsifica, por ser una obra de arte, el tema de la crucifixión, añadiendo figuras fantásticas, alegóricas o simbólicas, presentando una idea visual del acontecimiento, así también una novela irremediablemente falsificará esa vida, puesto que es una obra de ficción; es decir, es posible que lo que se lea no sea ni pretenda ser la vida del Cristo, sino simplemente lo que es: una novela, una invención de un artista, un producto de la imaginación. Esa vida que conocemos a través del Evangelio de Saramago no es la bíblica, existen algunos puntos coincidentes pero de manera general es una creación más o menos verosímil sobre un personaje real pero escurridizo y lejano como todos los mitos, lo que invalida la obra como novela histórica. En esto continúa lo empezado con “El Año de la Muerte de Ricardo Reis”: el Jesucristo de su Evangelio es tan irreal como el Ricardo Reis heterónimo de Pessoa. Aunque el autor se ciñe a una época histórica, con sus detalles que dan a la vez una impresión de verosimilitud, sabemos que los personajes que actúan son los de una obra de ficción. Resulta interesante ir descubriendo cómo Saramago coloca algunas verdades acerca de la época que no aparecen en los evangelios de los apóstoles, puesto que para éstos eran fenómenos culturales tácitos que no les impresionaban: en una sinagoga la ceremonia no podía empezar hasta que no estuviesen en la casa de oración por lo menos diez hombres, aunque el lugar estuviese lleno de mujeres; una mujer no podía hablarle directamente al marido, si éste no le dirigía antes la palabra; en una época y en un pueblo que mezclaban la religión con la vida diaria, una mujer era considerada la traidora, la culpable de que a la raza humana la hubiesen echado del paraíso; todos conocemos además el lugar, siempre detrás del hombre, que ocupa la mujer en los pueblos orientales.
La novela empieza con una oración al parecer trivial: “La noche tiene aún mucho que durar”. Quien lea esta frase se dará cuenta de que algo en ella la convierte en nueva, pues debería estar construida normalmente de la siguiente manera: “La noche aún durará mucho”, o “La noche todavía durará mucho”, etc., etc. El estilo de Saramago es difícil y construido por arcaísmos y palabras eliminables, repleto de incisos separados por una gran cantidad de comas. Separa por comas sujetos y predicados que podrían prescindir de ellas, separa por comas incluso los diálogos. Independientemente de que este estilo sea válido en cuanto a su capacidad estética o comunicativa, en el caso de este Evangelio funciona en el hecho de que parece imitación de un estilo más bien bíblico, solemne; este uso no funciona de la misma manera en otras de sus novelas. Las novelas de Saramago tienen un aire de letanía bíblica, nos recuerda Luis Landero. Cuando el autor escribe: José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme, podemos reescribir toda la oración de la siguiente manera: José despertó sobresaltado, como si alguien bruscamente lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, puesto en esta casa sólo viven él y la mujer, que no se ha movido y duerme, lo que correspondería a un estilo comunicativo más efectivo. Debido a nuestro desconocimiento del idioma portugués, hemos investigado y hemos descubierto que la traducción no es la culpable de esta dificultad.
Debemos empezar enfocando las imperfecciones de la novela, antes de concentrarnos en sus grandes virtudes. Su primera debilidad es su título. Es evidente, a medida que leemos, que ese Evangelio no fue escrito por Jesús, ni Saramago pretende, estilísticamente, que creamos eso. No se encuentra escrito en primera persona, y aparecen hechos anteriores al nacimiento de Cristo, otros en los que Jesús no estuvo presente, etc. Existe un desapego, un extrañamiento del narrador omnisciente con respecto a lo narrado: ése que narra no es Jesús, nos damos cuenta de inmediato. Entonces, ¿por qué el título? Todavía nos hacemos esa pregunta, sin encontrar respuesta alguna.
Su segunda debilidad es la precipitación del final. Esta imperfección es reiterativa en Saramago, cuyos finales se precipitan sin ninguna necesidad: lo notamos en “Memorial del Convento” y en “Todos los Nombres”. Sus finales son demasiado bruscos, intempestivos, “poco elegantes”, si cabe el término, si se entiende el término más bien. Lo cual no invalida la maestría de la ejecución anterior, sino que contribuye a nuestro asombro ante esta brusquedad, corregible fácilmente. En el caso específico de este Evangelio, el final es consabido: la muerte de Jesús crucificado. Pero esta crucifixión llega como de la nada. La Biblia es mucho más literaria en este aspecto: hay una Santa Cena; una traición; la posibilidad, a través de Pilatos, de que Cristo sea perdonado; una tortura; un Vía Crucis; una negación y luego una aceptación de esa muerte; personajes buenos, personajes malos; los que ayudan a Jesús o se condenan al repudiarlo. Todo tiene una atmósfera de tragedia griega, de cálculo literario. Pero el final de Saramago es repentino. Al obviar adrede todos los elementos de esta tragedia, que aún hoy día impresionan al lector por motivos culturales, le quita a la crucifixión todo interés no solamente anecdótico, sino dramático, estético.

-V-

El libro se encuentra construido por pequeñas historias de muchos personajes que tienen como punto en común, como hilo conductor, la vida del Cristo. Empieza con el día en que comienzan las revelaciones de la inmaculada concepción de María, esposa de José, y acaba con la aceptación de Jesús de su muerte inevitable en la cruz, por disposición de Dios: desde el momento en que Jehová creó a Adán y luego a Eva, supo también que debía mandar a Su hijo a morir en la cruz, puesto que el Todopoderoso conoce el futuro y el pasado. En ningún momento Saramago niega la aparición de los milagros bíblicos, aunque cambia o falsea o no se ocupa de algunos de ellos, incluso de los más memorables. Dios es tratado como un ser dictatorial, que envía a Su hijo a morir en la cruz no para salvar a la humanidad, sino para que la humanidad glorifique Su Nombre. El Cristo es tratado con extraordinario candor por Saramago: Jesús es, seguramente, como el autor piensa que deberían ser todos los hombres (recordemos en este punto la aseveración nietzscheana: “básicamente sólo hubo un cristiano y murió en la cruz”, escribió Nietzsche en “El Anticristo”). Al principio Jesús se niega a aceptar lo que quiere su Padre, al final accede porque se rebela ante El. Ya habíamos notado este tipo de rebeldía ante la Totalidad divina en otros escritores, y podríamos citar a Baudelaire y André Bretón, el primero con sus oraciones a Satanás, el segundo con su famosa frase: “Yo soy Lucifer, el Angel de la rebelión”, rebeldía a través del enemigo de lo establecido, a través de lo contrario a lo que la sociedad considera como “bueno” o “normal”; como Saramago, ni Bretón ni Baudelaire eran creyentes. En Saramago, Satanás, que aparece en el libro en la figura de un pastor de ovejas (broma evidente, puesto que el que siempre es identificado como pastor es Dios, y sus ovejas, el rebaño, nosotros), es tratado como el rebelde que se atreve a luchar contra una omnipotencia que nunca podrá vencer. En esto coincide con Milton y su Paraíso Perdido. Milton, atraído como tantos otros poetas por la rebeldía de Lucifer, el Angel Caído, demuestra más simpatía en su gran poema por Satanás que por Dios (lo cual es paradójico, puesto que Milton era calvinista, y su poema es, supuestamente, un canto a la omnipotencia de Dios). En el Paraíso Perdido, Satanás y sus demonios saben que perderán, que nunca podrán derrotar a Dios, sin embargo luchan hasta que son vencidos, como si su destino fuese sólo luchar. Recordemos la revelación de Krishna a Arjuna, el guerrero de la Bagavad-Gita: su destino es luchar, cumplir con su deber, la derrota o la victoria no importan; esta es la idea oriental de la realización del hecho como un fin en sí mismo, e inevitable, independientemente de los resultados.

-VI-

En los evangelios bíblicos, Jesús nace en un pesebre. En la extrema pobreza, en un pueblo perdido pero importantísimo desde el punto de vista teológico, puesto que los profetas predijeron que allí nacería el Mesías. Giovanni Papini explica el nacimiento con mucha claridad en su “Historia de Cristo”: “Nació en un establo, en un verdadero establo, no en el pórtico que los pintores cristianos han edificado para ocultar la vergüenza de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Tampoco es el pesebre de yeso que la fantasía ha ideado en los tiempos modernos: limpio y amable, gracioso de color, con la pesebrera linda y bien dispuesta, el borriquillo estático, los ángeles sobre el techo con el festón volando, los muñecos de los reyes con sus mantos y los pastores con sus capuchas de rodillas a los dos lados del portón. Este puede ser un sueño de los novicios, un lujo de párrocos, un juguete de niños, el “vaticinado albergue” de Alessandro Manzoni; pero no es el establo donde nació Jesús”. Dispuesto en todo momento a desmitificar, Saramago es radical: su Jesús nace en una cueva, aunque sí en medio de pastores y de animales del campo. Escribe así Saramago: “El hijo de José y María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese sólo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto”, etc., etc. Esto es sintomático, porque por debajo de cualquier interés estético subyace en toda la novela un substrato ideológico: Saramago se propone rebatir a Dios, a través de Jesús (a quien considera humano, como usted o como yo), y se pregunta a cada momento, directa o indirectamente, cómo Dios permite esto o aquello.
La historia más interesante, y acaso la más triste, es la de José, el esposo de María. El José bíblico es descrito con desdén por los apóstoles (y por los no-apóstoles: no todos los evangelios fueron escritos por los doce que acompañaron a Jesús), puesto que es apenas un padrastro sin brillo del salvador; los dos personajes principales del nacimiento son él mismo, por supuesto, y María, la madre inmaculada. Era previsible además, dadas estas circunstancias, que Saramago se identificara con el desconocido José. En la Biblia, José desaparece luego de los nueve años de Jesús; en la novela, Saramago crea una vida posterior y una muerte para este misterioso personaje inútil. Para ello, se vale del hecho más cruel que aparece en todo el Nuevo Testamento: el asesinato de los niños primogénitos por parte del rey Herodes. El único apóstol que se refiere a esta matanza es Mateo, en ningún otro evangelio se menciona la masacre (debemos advertir también que esa leyenda la menciona Suetonio, el historiador romano, endilgándosela al emperador Augusto. Según Suetonio, los padres de los niños detuvieron la matanza, destinada a impedir que Augusto, según los augurios, accediese al hacerse adulto al poder). En la Biblia la masacre de niños se reitera: sucedió al nacer Moisés, por ejemplo. Lo que hace Saramago es quitarle a la matanza su característica divina: José, luego de nacido el niño, escucha casualmente que serán asesinados los primogénitos, entre ellos el suyo. Esa misma noche José despierta a María y se marcha con la familia, salvando a su hijo de Herodes; la salvación del niño supone la muerte de los demás, puesto que José salva al suyo, pero no advierte a los padres de los otros, que son asesinados por los soldados. Precisamente por su hijastro (aunque él no sabe que no es el padre) los demás son asesinados, debido a que Herodes mata a los primogénitos buscando a Jesús, por lo que José es doblemente culpable. ¿No se aprecia de inmediato la extraordinaria herejía, la incontenible ira ante este hecho bochornoso que la Biblia reseña como un milagro? Puesto que en la Biblia el que salvó a Jesús fue Dios, su verdadero Padre, Saramago sugiere al lector que Dios mismo dejó que los demás niños murieran, que fueran asesinados sin avisarlo a los otros padres, como avisó a José a través de un Angel en un sueño para salvar al mesías. Es decir: Dios dejó que asesinaran a esos niños, sólo que Saramago derrama toda la culpabilidad en la novela en alguien que para nosotros es más pasible de ser condenado puesto que es un ser humano: José. Condenado por lo que hizo, despreciado por María que percibe de inmediato la magnitud de su crimen, su destino será la muerte en la cruz por los romanos, al igual que su hijastro en el futuro, al cual le transfiere su maldición. Maldito por guardar silencio, por no comprometerse para salvar, por sólo pensar en sí mismo, José morirá al ser acusado falsamente de pertenecer a una rebelión en la que alguien como él nunca se habría involucrado. José se convierte en el perfecto indiferente, en el perfecto individualista, hasta que intenta ayudar a un amigo y entonces lo vienen a buscar a él, como en la famosa parábola que se le atribuye a Bretch.

-VII-

Aunque “El Evangelio...” no llega al nivel de ser una propuesta filosófica sobre la presencia del Mal (otra de las debilidades de la religión), sí llega a preguntarse indirectamente por qué Dios acepta la presencia de La Maldad (esa “maldad de Dios” del epígrafe). Esta ha sido una pregunta sin respuesta que ha preocupado al judaísmo, al cristianismo y al islamismo desde sus respectivas apariciones: ¿por qué Dios, El Creador que nos ama tanto, que nos hizo a su imagen y semejanza, permite El Mal? En el libro de Job, el más grande siervo del Señor se hace continuamente esta y otras preguntas, y Eliú, su compañero de creencia, le responde que no trate de juzgar a Dios, puesto que “El hace grandes cosas que nosotros no entendemos” (Job 37:15); es decir, no puede responder a esto. Nadie puede, en realidad. ¿Por qué a un hombre bueno le suceden cosas malas, y a un hombre malo le suceden cosas buenas? Esta pregunta fue motivo de las más importantes herejías de la Edad Media, y fue motivo indirecto para la creación de la inquisición católica: Los Cátaros, secta herética que tuvo mucho poder hasta que fue erradicada por la fuerza, por la inquisición y por una cruzada, basó en esta clase de preguntas toda su doctrina. Según ellos, no solamente Dios creó el mundo, sino que éste fue creación también de Satanás. Satanás creó los cuerpos, mientras que Dios creó las almas. Los cuerpos son impuros, imperfectos, sucios, enfermizos, decaen con el tiempo y mueren, pudriéndose; las almas son puras, perfectas, diáfanas, inmortales. Rechazaron todo contacto con la carne; fueron vegetarianos y repudiaron el matrimonio, la natalidad y la sexualidad. Saramago es otro hereje, aunque provisto de una teología más elemental y política: Satanás es el señor del mal porque se rebela ante Dios, pero también es cierto que El Omnipotente no conduce rígidamente nuestras vidas como pregonan las religiones, sobre todo las fundamentalistas ávidas de nuevos fieles; el hombre es, en definitiva, dueño y responsable de sus actos, y es libre, si quiere, de hacer el mal, y Dios no podrá evitar eso aquí en la Tierra. Tal es el planteamiento del autor. Indirectamente, exonera a Dios de nuestros terribles actos.
Lo que se propone Saramago, y lo que me parece valida la novela desde el punto de vista de su originalidad, es el hecho de que intenta desmitificar a Jesús y atacar nuestra idea de Dios desde el interior del propio mito. Los milagros son descritos en este Evangelio, Dios habla constantemente recordándonos Su presencia, como si su autor creyera que El existe, aunque no crea en Su doctrina. En todo el libro se encuentra presente lo sobrenatural, aunque en un tono a veces paródico. Traigamos a colación el ejemplo de Pier Paolo Pasolini, el escritor y director italiano marxista y ateo confeso, quien llevó al cine la vida de Jesús en la película “El Evangelio Según San Mateo”. Pasolini no creía lo que leía en la Biblia, pero en su filme coloca todos los milagros de Jesús, uno por uno, porque para él todo era mitología, un cuento fantástico de los hebreos. Y así lo llevó al cine, como un cuento de hadas. ¿Cómo es posible que los espectadores cristianos, sobre todo los católicos, adoren esta película, y declaren que es una de las mejores que se haya realizado acerca de Cristo? Porque cada quien lee la obra de arte como quiere: para Pasolini los milagros son cuentos de hadas, para los cristianos todo eso que menciona San Mateo es real. En ese sentido utiliza Saramago, también marxista y ateo, los milagros divinos: para él no son más que cuentos de caminos, como decimos los dominicanos, mitología de pueblos primitivos. Y su mayor descubrimiento consiste en que en ningún momento quiere hacernos creer que su Evangelio es la vida “verdadera” de Jesús, puesto que el éxito de su desmitificación se encuentra precisamente en su falta de coincidencia. La novela de Saramago es la primera “biografía ficcionalizante” en la cual no es importante si los hechos que se narran coinciden con la historia de Cristo descrita en los evangelios bíblicos, o no. Cualquier cosa puede suceder en sus páginas, puesto que por primera vez Jesús es simplemente un personaje narrativo, el personaje ficticio de una novela. En “La Ultima Tentación de Cristo”, Kazantzakis se permitió alguna que otra invención en la vida de Jesús, alguna que otra irreverencia, y la Tentación que sufre en la cruz es extraída totalmente de la imaginación del autor, pero todos sabemos que éste es un sueño de Cristo antes de su muerte, algo que “pudo suceder o no”, pero por lo demás la vida de Jesús coincide con el mito bíblico. Pero el Jesús de Saramago parece más bien no querer concordar con la Biblia: luego de los clichés iniciales para que aceptemos que ése que nace es Jesús (es decir, la aparición del ángel que anuncia a María su preñez virginal, la inmaculada concepción, la matanza de los niños, los nombres de los protagonistas...), la obra toma sus propios caminos y se inventa su propia vida mesiánica (es decir, Jesús tiene hermanos, muere José crucificado, no se pierde a los doce años, mantiene una vida marital con María Magdalena, no es bautizado por Juan el Bautista, se hace pastor de Satanás, no tiene un Judas, ni una Santa Cena, ni un Getsemaní, etc.) Es decir, la falta de concordancia es tan radical, a pesar de los pasajes sobrenaturales, que Jesús se convierte simplemente en lo que debería ser cuando lo toca un novelista: un personaje de ficción. Eso se había hecho anteriormente, siempre en tono paródico y analógico, en las transfiguraciones ficcionales, pero nunca antes en una biografía ficcionalizante.
Alfonso Reyes sabe explicar mejor que yo esta diferencia fundamental entre historia y ficción: “El historiador dice que así fue; el novelista que así se inventó”, nos aclara. “El historiador intenta captar un individuo real determinado. El novelista, un molde humano posible o imposible”.

-VIII-

Jesús vive con una prostituta llamada María Magdalena, de la que se enamora y convierte en su mujer; Jesús se niega a dejarse crucificar para satisfacer a su Padre, Jehová, son algunas de las herejías de este libro. Gastón Bachelard sentía la necesidad de que la literatura fuese otra cosa y no sólo literatura: este libro no es sólo literatura, es decir, no es sólo lenguaje, palabras, sistemas estéticos. Carlos Fuentes dijo una vez que el único compromiso del escritor es con el lenguaje y la imaginación. Eso no es cierto. El principal compromiso del escritor es con el ser humano. El fin de la literatura no es el lenguaje, sino el ser, como dijo Sartre. Saramago se propone colocarnos frente a una de las cuestiones capitales de nuestra época: con un Dios así, ¿podemos realmente ser libres? Este Dios que nos proponen los fundamentalismos, por el que han muerto tantos seres humanos, ¿es el verdadero Dios, o es sólo una falsificación? Saramago nos propone que ese dios que conocemos no puede ser el Verdadero Dios. Jesús, que es Su hijo pero que también es hijo de una mujer, merece infinitamente más solidaridad que el mismo Creador. Saramago se desentiende de la idea de la Santísima Trinidad: Jesús no es dios, Jesús es Su hijo. Y ese es uno de los problemas capitales de nuestra época porque hemos visto, en este comienzo de milenio, el resurgir de los fundamentalismos y del cristianismo ortodoxo. Una sombra de conservadurismo político y religioso oscurece nuestra época. En los discursos reaccionarios, se confunde la libertad que hemos conseguido a sangre y fuego con la inmoralidad, la corrupción y la extrema violencia que es propia del sistema capitalista (no es nuestra función explicar esta consideración obvia, que es apenas política). La religión de un hombre bueno que levantó un muerto de su tumba, que predicó el amor y la tolerancia, que salvó a una prostituta de la muerte y luego le ungió humildemente los pies, como si ella lo hubiese salvado a él, se ha convertido en una creencia radioactiva que niega la presencia de todas las demás creencias: según el cristianismo, Jesús es el único salvador, las demás religiones son falsas y peligrosas; Jesús es Dios. Esta religión intolerante y exclusiva es perfecta para la mentalidad occidental, también imperialista y radioactiva; la monarquía y luego la burguesía no hubiesen podido soportar en su seno al budismo o al hinduismo, por ejemplo, religiones contemplativas que no se preocupan demasiado por la incorporación a cualquier precio de nuevos adeptos, o por la lucha frenética por el poder, porque piensan que la salvación es un fenómeno eminentemente individual que debe llegar naturalmente. Nuestra mentalidad cristiana no es así. Pero una mentalidad fanática, que se radicaliza cuanto más el resto del mundo se corrompe y se paganiza, encuentra su justificación y su crecimiento precisamente en su fe ciega, en su alejamiento de un mundo que pierde sus valores y se degenera. La Madre Patria de todo cristiano radical es Israel, el pueblo elegido. Para Borges, el hecho de que los judíos se proclamen “el pueblo elegido” es una forma de racismo. Saramago va más lejos: Dios eligió a una mujer de su pueblo favorito, la embarazó para que le diera un hijo. Dios quería que Su hijo muriera en la cruz para obtener de una vez por todas, sin oposiciones politeístas, la idolatría de los seres humanos. Ahora bien, fue traicionado por la naturaleza humana, naturaleza que El mismo creó: los hombres se identificaron con Jesús, tan humano como ellos, a quienes proclamaron su Dios. Pero como el cristianismo es monoteísta, sólo había una solución para este dilema teológico: Jesús y el Dios anterior a su llegada son una misma cosa. Al final, Jesús se convirtió en Dios, y es más reverenciado que aquel Dios invisible y lejano, rabioso y vengativo del viejo testamento. El hijo terminó venciendo al Padre.
Pero en fin, El Evangelio Según Jesucristo propone una visión de la religión como mecanismo de represión, en una época en la que esos temas han sido sustituidos por los vacíos y ligeros de la literatura por la literatura, las historias extrañas pero aparentemente originales, la moda de lo falsamente interesante porque parece nuevo: la novedad como un fin en sí mismo. Aunque es una novedad ilusoria; es más bien excentricidad, rareza. Es, al final, mercado. El alcance de ese libro puede ser percibido fuera de su propia constitución literaria: la novela fue prohibida en Portugal, condenada por el Vaticano; esas anécdotas sugieren un alcance que el propio autor no había previsto. Podemos dar también una solución extraliteraria a las herejías de Saramago, como lo hace la cita de “La Virgen de los Sicarios” que colocamos al principio de estas palabras, que no es gratuita: es posible que Saramago se haya propuesto simplemente escandalizar (como Fernando Vallejo y “La Virgen...”), causar una polémica inevitable pero que ayudaría a la difusión del libro y de su propio nombre. Es decir, es obvio que Saramago se propone provocar, pero es posible que ése fuese su único y lamentable fin. Sólo leyendo la belleza de su historia nos percataremos de que esta especulación es injusta. Su libro es lo que debería ser toda obra de arte: una estupenda aventura sensorial e intelectual, con cuya ideología el lector puede estar de acuerdo o no.

-IX-

Al final de su Evangelio, que el autor proclama como el de Jesucristo, su personaje atormentado comete una de sus grandes blasfemias contra Su Padre. Una que nos recuerda que no somos ángeles, ni dioses ni demonios, sino sólo pobres seres humanos destinados, según el cristianismo, a pagar hasta el Apocalipsis por un crimen que no hemos cometido: “Jesús muere, muere”, escribe Saramago, “y ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece, vestido como estuvo en la barca, y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi Hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia. Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y, trayéndole la memoria el río de sangre y sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque El no sabe lo que hizo”.

Israel.

Israel está equivocado.
Es todo lo que puedo decir.

Filomeno, a mi pesar

Esto lo puso Gonzalo Torrente Ballester en boca de uno de los personajes de su novela Filomeno, A mi Pesar, refiriéndose al crack económico de 1929 en Estados Unidos (que condujo a lo que ellos llaman La Gran Depresión):

"Porque no es cierto, como se dice, que de la situación actual tenga la culpa sólo la torpeza yanqui. Eso es un factor, pero la causa está en el sistema mismo. Eso lo saben perfectamente los de arriba, los que están en esa zona oscura, impenetrable, salvo para ellos, los que la habitan, los que la poseen, los que la gobiernan, y sólo desde ella puede verse la verdadera realidad, que debe ser fascinante y terrible, porque es más que el juego de las riquezas y abarca el porvenir del mundo. Lo que ahí se trama no podemos adivinarlo. No es sólo que manden, somo tú piensas, sino el modo como mandan, y lo que proyectan, o lo que se les viene encima, porque, a veces, la realidad se les escapa de las manos. Si continúas en esto, verás cómo renacen las industrias de guerra, única solución del paro, y las industrias de guerra conducen a la guerra".

Cualquier parecido con la crisis actual...

LA MUERTE DE SASHA TEBO

Es posible que, en el tiempo entre el Infinito 20 y el Infinito 30, un poco después de la aparición en la Tierra del huevo original, cuando los hombres primitivos, carentes de lenguaje escrito y estragados por la cacería en paisajes amarillos y verdes que vistos por Dios desde la estratosfera producen una impresión cartográfica, sucedió la primera vida de Sacha Tebó, su alma que ahora se desliza hacia otro cuerpo apareció por primera vez como ser humano. Por esta razón, porque él presenció las primeras pictografías y quizás fue uno de aquellos que las escribió en las paredes de las cuevas que servían como hogares húmedos y duros, continuó, en esta vida haitiana que le tocó en gracia, pintando esos seres humanos primitivos y esenciales, originales, seres desnudos con sus lanzas apuntadas, delgados como líneas, cazando animales que pastaban en el paisaje incorrupto. En África, el lugar del Origen de una especie que ha colonizado todo el mundo (o quizás sus líneas correspondan a todos los seres esenciales: los aztecas, que realizan holocaustos humanos para que nunca se apague el sol, que insiste en marchitarse; los incas, que piensan que la Tierra es un puma en el instante en que salta desde una sombra hacia una niebla...) La poesía de las pinturas de Tebó, ese pintor haitiano rubio y de ojos verdes, que vivió en Santiago de los Caballeros, en la República Dominicana, apartado de nosotros, alejado del mundo contemporáneo que apenas esbozó tímidamente en alguna instalación sobre libros ilegibles cerrados con candados, emana de su semejanza con esas pictografías prehistóricas sobre hombres que apuntan o danzan y de animales que huyen o descansan agotados, desprovistos de la corrupción rousseauniana que trae la civilización. Pictografías taínas, haitianas o dominicanas, siempre humanizadas, no simbólicas ni rituales como nos hacen creer los libros de texto repletos de cemíes y espíritus deformes; africanos o europeos agrupados en una comunidad compacta cuando los continentes no tenían esos nombres, pueblan sus pinturas que, a veces, están hechas sobre metal o sobre piedra, con la forma posible de su estructura real, de manera que parecen arrancadas directamente de una cueva o una roca colocada en la entrada de una aldea para proteger de los malos espíritus, o simplemente para advertir que allí habitan los homo sapiens, los primeros artistas, los pintores, los poetas que aún no han encontrado las palabras y los nombres.

¿Por qué esa relación tan estrecha de las pinturas de Sacha Tebó con el Origen del Hombre, con una época más arraigada? Realmente, sus pinturas tienen una tradición naive, conectada con Rousseau, pero es un naive totalmente original, único. No es solamente caribeño, parece más bien universalmente prehistórico. Una inocencia que hace honor a esta palabra que ya nos parece tan vieja, tan pasada de moda. Rousseau vuelve a cobrar interés porque nos hemos convertido en seres ecológicos: de nuevo la naturaleza existe y debemos protegerla. El futuro está en el Amazonas y en Greenpeace. En los Haitises y en Bahía de los Águilas. Tebó pintaba con cera de abeja, como un artista del paleolítico; horadaba la piedra y el metal en bajorelieve. Además de que, y me parece que esto es importante, sus pinturas, sus instalaciones, sus esculto-pinturas, exhalan una sensación poética, pacífica, de un mundo más fatigoso pero más feliz. Y esa poesía es muy difícil de lograr, de lograr naturalmente quiero decir, como sin esfuerzo. Sus pinturas nos recuerdan lo que éramos en el Primer Tiempo: cazadores que amábamos la naturaleza como a nosotros mismos, bailando al compás de los rarás, o como fuera que se llamaran los tambores primitivos: un río era un Dios que huía eternamente, un árbol milenario un ánima que nos asustaba con sus rumores y su presencia en las noches, un enfermo de difteria que alucinaba por la fiebre entraba en contacto con los espíritus de los antepasados. Hoy sabemos que esto no es así, pero esta certeza no nos ha hecho mejores, sino más desdichados. La ciencia ha limitado la realidad, como dijo Bioy Casares. Para los hindúes, el Ganges es todavía una Diosa: una deidad hermosa y maloliente que surca el país y acoge a los muertos con su putrefacción purificadora. Los hindúes tienen miles de dioses porque para ellos todo merece ser idolatrado: el cuerpo de Dios es el universo. Quizás Sacha sentía esa nostalgia por esa vida no vivida, esa esencialidad que hemos perdido: un cazador o un bailarín o un espectador, que pudo ser él o yo, que también añoro el Tiempo de los Infinitos: un cazador o un bailarín o un espectador del prodigio que es sólo una línea como el dibujo de un niño, un cazador que espera con su lanza la embestida del buey salvaje que lucha por su vida como también lo hacían los verdaderos hombres, en una pelea totalmente lícita puesto que, como nos revela la Bhagavad Gita, debemos desembarazarnos del temor a la muerte pues ésta no tiene importancia; es decir, la muerte no es el final sino el principio de algo que no nos es dado conocer. El buey regresará quizás siendo algo más que una pobre res, así como Sacha y yo también lo haremos para seguir siendo desdichados, y seguir añorando.

Nunca conocí personalmente a Sacha Tebó. Mi admiración fue puramente platónica, destinada exclusivamente a sus obras de arte. Es decir, lo vi algunas veces en sus exposiciones y conocí de su prestigio intelectual cuando impartió una conferencia para presentar a su amigo, el pintor argentino Peres Celis; pero nunca me presenté, soy muy tímido para esas cosas. Aunque eso carece de importancia. Hoy, que espero su regreso, que tal vez no reconoceré, lamento que ya no sea capaz de continuar creando. Me pregunto qué pasará cuando él vea sus piedras fabulosas, amarillas, negras, grises, verdes, en su otro cuerpo (quizás siendo buey, quizás siendo crítico de arte). Me pregunto si Sacha, el querido Sacha que ya no será Sacha, querrá volver como un negro a la época entre el Infinito 20 y el Infinito 30, un poco después de haber aparecido en la Tierra el huevo original, idolatrando sabiamente la piedra filosofal. Me pregunto si la realización de nuestros sueños nos será permitida tras haber sido tan importantes en nuestras vidas anteriores.

El escritor anónimo.

El escritor iniciado y anónimo –que es quizás el más auténtico, porque al decir de Ángel Rama “no es nadie, pero quiere serlo todo” –, es hipersensible a cualquier tipo de rechazo o indiferencia para con sus escritos primigenios. Y si no tiene las agallas suficientes para superar esos iniciales desaires, puede cometer el error de abandonar tan noble oficio y perderse en una larga crisis de autoestima. Pero hay algo peor: quien tiene conciencia de que lo que está escribiendo es una obra madura con caracteres perdurables, el sufrimiento causado por el rechazo no tiene par.

Durante los largos y penosos años de la Primera Guerra Mundial, James Joyce escribía en Zurich su monumental Ulises como un poseso. Paupérrimo, enfermo de los ojos, víctima de los más horrendos dolores de muelas, bebiendo hasta caerse en las aceras, malcriando a sus dos hijos y leyéndole a Nora, su esposa, capítulos de “esa cochinada” –como ella calificaba el manuscrito–, el irlandés sólo vivía para la escritura de su obra capital.

Cuando la terminó, Joyce debió enfrentarse a la peor de las aventuras de un escritor incomprendido y solitario: encontrar quien le imprimiera su libro. Fueron cerca de veinte las veces que el Ulises recibió el más rotundo rechazo por parte de editores y directores de revistas. A los ojos de ellos, los textos de Joyce eran enrevesados, incoherentes, disparatados y lo que se alcanzaba a comprender resultaba obsceno y escandaloso.

Los primeros en rechazar Ulises fueron Leonard y Virginia Woolf. En sus diarios, la autora de Orlando habló repetidas veces con desdén de esas “indecentes páginas”. Decía que Joyce era un autodidacta que se creía Tolstoi, pero que jamás llegaría a escribir una obra como La guerra y la paz. Y comparaba “el aburrido Ulises con los vómitos y sarpullidos de un niño”, etc. Entre tanto, Ezra Pound, mecenas desmesurado con sus amigos poetas, consiguió que una compatriota suya, la norteamericana Sylvia Beach, se interesara por el libro, y así, mediante suscripción, se logró publicar aquel cosmos literario el 2 de febrero de 1922 (día en que su autor cumplía 40 años). Inmediatamente comenzó el escándalo. Cuenta José María Valverde que de los dos mil ejemplares publicados, 500 se enviaron a los Estados Unidos, “pero todos ellos fueron quemados al llegar al país de la libertad”.

Cinco años más tarde, en escala hacia el Oriente, el poeta chileno Pablo Neruda conoce en Madrid a un joven crítico y editor llamado Guillermo de Torre, a quien le enseña el manuscrito de Residencia en la tierra (que luego ampliaría en el Asia y a su retorno a España). De Torre lo mira con menosprecio y lo rechaza de plano. “Él leyó los primeros poemas –recuerda Neruda– y al final me dijo, con toda franqueza, que no veía ni entendía nada, y que no sabía lo que me proponía con ellos”. El chileno debió esperar por lo menos seis años antes de ver publicada la primera parte de su obra capital, la que en opinión de muchos, alteró para siempre la poesía en idioma español.

Entre 1950 y 1951, Gabriel García Márquez escribió su primera novela, La hojarasca, preludio del mítico Macondo de Cien años de soledad. Con sólo esa novela inicial, Gabo hubiera conquistado un lugar importante en la narrativa latinoamericana, como se ha podido comprobar después. Sin embargo, habiendo enviado el manuscrito a la Editorial Losada de Buenos Aires, fue rechazado por el despistado Guillermo de Torre, el mismo que 25 años atrás había desechado los originales de Residencia en la tierra.

De Torre, en carta de respuesta al joven escritor de Aracataca, le aconsejaba que se dedicara a cualquier otro oficio diferente de la literatura. García Márquez se sintió en el suelo, desamparado, ante una misiva que resultaba a todas luces aplastante.

Sin embargo, se sobrepuso al sentimiento producido por el despectivo consejo del “pajarito de papel” y tres años después publicó su primera novela en Bogotá, en una editorial fundada por un aventurero judío del que nunca más se volvió a tener noticia.

El editor español Constantino Bértolo, en carta a este cronista, le expresa que, efectivamente “la historia de la literatura está llena de errores editoriales”. Y entre esa infinidad de errores, podemos recordar el de André Gide, lector de Gallimard, cuando rechazó Un amor de Swann, primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Proust. Afortunadamente hubo tiempo y vida para que Gide reconociera públicamente su error y se disculpara ante el frágil y sensible Marcel.

Recordemos también cómo a medida que iba escribiendo Pedro Páramo, Juan Rulfo sometía al taller literario de la editorial, capítulos y párrafos de su obra. Tanto Alí Chumacero como Ricardo Garibay escuchaban con desgano las alucinadas páginas de aquella extraña narración. “No tiene hilo conductor”, decía el uno, “por lo tanto no va a ninguna parte”. “Hombre, Juan”, decía el otro, “ponte a leer novelas antes de escribirlas”. Y el pobre Rulfo, sin dar explicaciones, continuaba la escritura hasta que la terminó y la entregó a los editores, quienes la publicaron debido al éxito obtenido dos años atrás con los cuentos de El llano en llamas.

Aunque parezca increíble, Alí Chumacero, jefe de prensa de la editorial, escribió una reseña diciendo que el libro no valía la pena. Rulfo se resignó ante el aparente fracaso y se fue a trabajar dos años, aislado del mundo, a Ciudad Alemán, en Veracruz. Cuando regresó al Distrito Federal encontró que su novela no solamente se había agotado, sino que estaba estudiándose en universidades mexicanas y extranjeras, y traduciéndose al inglés, al francés y al alemán. Además, día a día se convertía en el santo y seña de todo México.

Otros escritores que recibieron la bofetada del rechazo, por lo menos media docena de veces, fueron: Miguel Ángel Asturias con El señor presidente –tuvo que acudir a un préstamo de su madre, doña María Rosales de Asturias, para poder editarlo en Costa-Amic de México–, Richard Bach con Juan Salvador Gaviota –se vio obligado a vender su avioneta y hasta la esposa le dejó ante los sucesivos fracasos y rechazos editoriales– y el poeta peruano César Moro. Cuenta Augusto Monterroso que el gran libro de Moro, La tortuga ecuestre, “pasó durante algunos años por manos de varios editores argentinos que se negaron siempre a publicarlo”. No me extraña que el inefable señor De Torre hubiera sido el inquisidor de turno, pues según me contó Cobo Borda en La Habana, también rechazó en su momento el manuscrito de Libertad bajo palabra, el libro capital de Octavio Paz.



José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).
Máximo Vega, hacia la trascendencia literaria

Por Andrés Acevedo

De los escritores jóvenes de la ciudad de Santiago de los Caballeros, el que más dominio tiene del oficio literario es Máximo Vega. Este creador muestra en su obra una labor creativa impresionante.

Máximo Vega desarrolla una escritura de interesante registro, debido a que los géneros que ha escogido son bastante exigentes, como son la novela, el cuento y el ensayo.

Sus obras contienen una delicada prosa depurada, en este aspecto notamos que es una persona consciente y profesional de la narrativa. Conoce, porque así está reflejado, mediante su atinado razonamiento, que los géneros que trabaja son muy claros y rigurosos en cuanto al empleo del lenguaje y sus técnicas.

Sus textos tratan la problemática de los seres humanos, con sus virtudes y sus defectos, caracterizados por una atmósfera llena de violencia y constante desenfreno, poniendo siempre al descubierto los temas que antes eran manifiestos de tabúes.

Entiendo que sus obras no han sido lo suficientemente tomadas en cuenta, quizás por la poca iniciativa que tenemos los dominicanos para valorar la literatura de nuestros escritores, y también porque los críticos, al igual que los comentaristas de nuestro acontecer literario, se encuentran apandillados, exceptuando la valiosa campaña cultural que dirige doña Ingrid González de Rodríguez, en su sección “Reflejos”, en el Periódico La Información.

Este valioso escritor dominicano ha sido traducido al alemán, al francés, al inglés y al italiano; y sus obras se hayan antologadas en libros de otras nacionalidades. Ha colaborado como ensayista en diversas revistas extranjeras especializadas en asuntos literarios. Al mismo tiempo que ha obtenido importantes premios, tanto en el exterior como en el país.

Recientemente uno de sus cuentos fue incluido en el libro de texto universitario de México, país azteca.

Máximo Vega tiene publicadas las novelas: “Juguete de madera” y “Ana y los demás” y los libros de cuentos “La ciudad perdida” y “El final del sueño”; y ha editado las antologías de cuentos “Para matar la soledad” y “El cuento contemporáneo de Santiago”.

Particularmente lo considero dentro de nuestro ambiente cultural, como a uno de los escritores más disciplinados con que contamos en la actualidad. Es de los artistas que padece y observa con desconcierto la realidad literaria dominicana.

En el plano intelectual, aunque se resista a considerarse como tal, porque prefiere que lo aprecien como creador de obras literarias (entiéndase de ficción), es uno de los que, con más ponderaciones, cuestiona el presente escritural dominicano.

No se apasiona al emitir un juicio sobre cualquier tema, siempre analiza con objetiva profundidad lo que sus contemporáneos miran y expresan de manera ambigua.

Máximo Vega es el escritor más auténtico y serio que conozco, y a la vez, más preciso al delinear la verdadera de la falsa literatura realizada por nuestros escritores.



El autor es escritor

ARTURO RODRIGUEZ FERNANDEZ

En homenaje a Arturo Rodríguez Fernández, reproduzco una entrevista que tuve el privilegio de realizarle en agosto de 1994 y que fue publicada en el número 8 de la revista Vetas:

Por Jimmy Hungría.


Si acudimos a la Sala Ravelo, a la obra Palmeras al viento, o cualquier noche vemos una película en el cine Lumiere, o compramos un libro o revista o alquilamos un video o disco compacto en Supreme Quality Video, o leemos una crítica de cine en El Siglo o algún cuento en esta edición de Vetas, tendremos alguna vinculación artística, intelectual o comercial con Arturo Rodríguez Fernández, quien concedió la siguiente entrevista, exclusiva para Vetas.


JH.- Cordón umbilical, Refugio para cobardes, Hoy no toca la pianista gorda y Parecido a Sebastián, tus cuatro obras teatrales estrenadas hasta la fecha, son dramas intensos y fuertes. Ahora nos sorprendes con una comedia, Palmeras al viento, a presentarse del 7 al 30 de octubre en la Sala Ravelo, dentro de la temporada anual del Teatro Nacional. ¿Significa un giro en tu producción teatral? ¿Qué hay de común entre ésta y aquéllas? Háblanos sobre esta obra, de qué trata, quién la dirige y cuál es su reparto.



AR.- Aunque el tono sea de comedia, Palmeras al viento no rompe con las obras anteriores, sino que, más bien, reafirma la misma idea de siempre: la ausencia de algo, el elemento que no se realiza, el individuo que carece de algo, ese festival de cine que no se va a dar, es la pianista que no va a llegar, o es el Sebastián que ya está muerto, o es la madre que también será la gran ausencia en Cordón umbilical o la Rita de Refugio para cobardes. En Parecido a Sebastián ya se podía notar que cada cuadro que pasaba adquiriendo un tono diferente, y aunque acababa en drama, en una versión impuesta por las limitaciones de la Sala Ravelo, en realidad, en Parecido a Sebastián había cuadros en los que ya se podía notar el tono de comedia. Así que he querido dar un giro a tanto drama y hacer una obra en la que, por lo menos, no muere nadie. Yo creo que Palmeras al viento es la única obra mía en que no se muere nadie. La dirige Germana Quintana y el reparto está compuesto por Giovanni Cruz, Juan Carlos Pichardo, Liliana Díaz, Iván García, Niurka Mota, Lidia Ariza, Aidita Selman, Luis Dante Castillo, Osvaldo Añez y Ramsés Cairo. Es el reparto más extenso de todos los que he montado hasta ahora. Desde luego, queda la obra Todos menos Elizabeth, que tiene un reparto mucho más largo, y ahora Joaquín Sabina ha grabado una canción que se llama Todos menos tú, que es lo mismo. Suerte que mi obra está publicada de antes, pero ya cuando se vaya a montar no va a parecer tan original como pretendía.


JH.- Tengo entendido que Todos menos Elizabeth ibas a montarla este año, pero la has pospuesto. ¿La montarás el próximo año?


AR.- El problema de Todos menos Elizabeth es que, si el presupuesto para montar Palmeras al viento se dispara al extremo de que aunque fuese un éxito y un lleno diario, jamás pudiera cubrir los gastos, montar Todos menos Elizabeth sabemos de antemano que va a ser una catástrofe. Aquí no hay subvención para el teatro, es muy difícil. Palmeras al viento hubiera necesitado una sala intermedia, no es la obra para la Sala Ravelo pero tampoco para la Sala Principal del Teatro Nacional. La escenografía va a sacrificar una serie de cosas, aunque se van a tomar las primeras filas de la Sala Ravelo, pero aún así, no se puede lograr lo que el texto pretende.


JH.- ¿Y quizás en una sala como la de Bellas Artes o la de Nuevo Teatro?


AR.- Hubiera sido mucho mejor, aunque a mí no me gusta para nada Bellas Artes, porque con las remodelaciones que le han hecho, se ha perdido por completo la acústica.


JH.- Y si llueve, hay goteras.


AR.- Y si llueve, hay goteras, y si hay un apagón, no hay luz.


JH.- Pienso que sólo los espectadores que sean muy cinéfilos comprenderán a cabalidad las referencias al cine que hay en muchas situaciones y personajes de Palmeras al viento, por ejemplo, la Joan Novak que alude a las actrices Joan Collins y Kim Novak, que se dice fueron amantes de Porfirio Rubirosa y Ramfis Trujillo, o el de René Sierra, simbiosis de René Fortunato y Jimmy Sierra. ¿Te diriges fundamentalmente a ese público muy conocedor del cine? ¿No te interesa el resto del público?


AR.- Una de las razones por las cuales Palmeras al viento tiene un tono de comedia es precisamente para hacer que el público que no sabe de esas referencias cinéfilas (y eso de René Sierra, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia), que ese público se divierta, aunque pierda una segunda o tercera lectura de la obra. Así puede funcionar a un nivel. Hemos exagerado, incluso, los toques de comedia en el montaje para hacer eso, que el público se ría de lo que está pasando, y muchas cosas las va a perder, pero eso no quiere decir que no se vaya a divertir.


JH.- Desde fines de los años sesenta, te has destacado como cuentista, habiendo ganado numerosos premios y menciones en varios concursos de Casa de Teatro y otras entidades, incluso a nivel internacional. Has publicado tres volúmenes de cuentos (La búsqueda de los desencuentros, Subir como una marea y Espectador de la nada) y una extraña novela experimental (Mutanville) que incluía breves textos de otros escritores invitados (Virgilio Díaz
Grullón, Manuel Rueda, Pedro Peix, Andrés L. Mateo, Alexis Gómez, Armando Almánzar, etc.) e ilustraciones de Fernando Peña Defilló, Jorge Severino, Cándido Bidó, Elsa Núñez, Angel Haché y otros artistas. Entiendo que tienes inéditos otros dos volúmenes de cuentos (Para que lo escriba otro y Forzando las puertas del paraíso) y otras dos novelas (La soledad de los otros y Las cenizas de la esperanza), ambas desde hace más de veinte años. Sin embargo, hace ocho años no publicas ningún libro, pero has montado cinco obras de teatro (incluyendo la que ahora estrenas: Palmeras al viento) y tienes varias otras escritas o en proyecto. Parece que has dejado el cuento y la novela por el teatro, aunque tus obras (al menos algunas) las basas en tus propios cuentos. ¿Qué ha pasado?


AR.- Hay una pequeña incorrección. Sí he publicado, o han publicado algo escrito por mí en los últimos años, que es el ensayo sobre cine hecho para la exposición de Angel Haché, que se llama Homenaje al cine. Pero lo que ha sucedido es lo siguiente: Para que lo escriba otro ganó un premio en la Biblioteca Nacional, primera vez que se hizo ese concurso, primera y última vez, y la Biblioteca Nacional tenía los derechos y la obligación de publicar ese volumen, cosa que nunca hizo.


JH.- ¿Y en qué año fue eso? ¿En qué gobierno?


AR.- Imagínate, eso fue en el último año del gobierno de Jorge Blanco, hace mucho tiempo ya. El asunto es que publicar ese libro me daba mucho trabajo y me ha frustrado un tanto, porque
considero que es lo mejor que he escrito; es el libro que a mí, particularmente, más me gusta.


JH.- ¿Y todavía permanece inédito?


AR.- Permanece inédito. Solamente se publicaron unos breves relatos una vez, en Isla Abierta, pero muy pocos. Y de Forzando las puertas del paraíso, inclusive el cuento principal lo transformé en una obra de teatro, también inédita, que se llama Un instante junto a los umbrales, que tiene un segundo título que es Las mujeres de enfrente. Pero, realmente permanecen inéditos por el alto costo de la publicación y la dificultad de la venta, eso limita a cualquier escritor, porque este país es de los pocos donde uno tiene que ir a mendigar anuncios, a buscar quien le publique, y después a no vender. O no a no vender, no, porque realmente los libros se venden si tienen un precio bajo, pero si uno pone el precio bajo, entonces uno está perdiendo doblemente.


JH.- ¿Crees que llegas a más público haciendo teatro? O sea, ¿el teatro tiene más público, más espectadores que lectores los libros?


AR.- Por lo menos, tiene más público de inmediato. Yo, si al montar Cordón umbilical hubiera sido un fracaso de público, probablemente hubiera seguido escribiendo cuentos, hubiera dejado
el teatro. Pero al ir mucha gente a Cordón umbilical (dentro de lo que cabe considerar «mucha gente» como público de teatro en el país), y al tener éxito todas las obras que he montado en cuanto al número de espectadores, pues he decidido seguir con el teatro. También porque aquí hay muy pocos autores teatrales, creo que el país necesita más de teatristas que de cuentistas. Ahora mismo acabo de ser jurado del concurso de cuento de Casa de Teatro, eran más de cien cuentistas participando, y realmente había mucho talento ahí para escribir cuentos, sin embargo, cuando hay concursos de teatro, los participantes son muy pocos. Además, creo que el teatro es el género más difícil de escribir que existe, más difícil que una novela, un cuento o un ensayo.


JH.- ¿Cómo valoras la actual narrativa dominicana, tanto en cuento como en novela?


AR.- En las palabras que escribí para el acto de entrega de premios del concurso de cuento de Casa de Teatro, decía que en este país hay tres tipos de escritores: aquellos que escriben bien y que no tienen historias que contar, aquellos que tienen historias que contar pero que no saben escribir y aquellos que tienen historias que contar y saben escribir, que son los menos. El problema es que hay muchos escritores que escriben muy bien, pero se les ha acabado la imaginación. Eso parece casi un absurdo, en un país donde uno sale a la calle y se encuentra con un millón de historias, o lee la prensa o ve la televisión y hay millones de historias que contar. Pero estos escritores empiezan a elucubrar sobre cosas, a buscarse técnicas raras, y no llegan a nada, y hay otros que tienen un millón de vivencias, cuentan historias fabulosas, en este último concurso de cuento, por ejemplo, hay un relato que es una cosa formidable, y este relato no tiene ni una mención, no la tiene porque está muy mal escrito, y son muy pocos los escritores que pueden unir las dos cosas.


JH.- ¿Y qué opinas del actual teatro dominicano? ¿Te parece que ha tenido un auge en los últimos años?


AR.- Aquí, en Santo Domingo, vamos siempre al revés. Mientras en el resto del mundo el teatro está en plena decadencia por los altos costos de producción, porque la gente se queda en su casa viendo videos, por lo que sea, aquí el teatro ha tenido cierto auge, no hay duda. Antes nada más había presentaciones en Bellas Artes y duraban dos días, o en el Teatro Nacional sólo duraban un fin de semana. Ahora va mucho más público al teatro y hay mejores autores también que antes. Por lo menos hay una nueva generación que escribe muy bien, como es el caso de Reynaldo Disla, que es un autor a tener en cuenta, y Giovanni Cruz, que tiene obras como Amanda y El Sucesor, que son obras importantes para nuestro teatro de las últimas décadas. Acabo de ver una obra de Elizabeth Ovalle, que es una joven autora que ha escrito una obra muy auténtica, no es una gran obra, pero tiene una autenticidad que la coloca por encima de sus méritos literarios.


JH.- Además de cuentista, novelista, dramaturgo, crítico de cine, distribuidor de películas, gerente de cines y clubes de video, comentarista de radio y televisión, publicista, abogado y quinientos oficios más que has desempeñado en tu vida, ejerces otro oficio muy peculiar: jurado. Has sido jurado en certámenes literarios, en festivales internacionales de cine, en la Bienal Nacional de Artes Visuales y hasta en concursos de belleza y las Olimpíadas de Rock de Kin Sánchez. Sólo te falta ser jurado en el Festival Gastronómico y en el Concurso Nacional de Cocteles que organizan Asonahores y la Secretaría de Turismo, cosa que te encantaría, ¿verdad? ¿Cómo ves todo el rollo de los concursos, eventos competitivos y los premios en arte y literatura, con los que muchos no están de acuerdo y se niegan a participar, pero otros muchos sí?


AR.- Si no hubiera concursos, en países como el nuestro, nunca tendríamos escritores, porque la mayoría de los escritores salen, en estos países, de los concursos. Como no hay posibilidades económicas para muchos de publicar por su cuenta, tienen que valerse de los concursos para que sus obras de teatro, sus cuentos, sus poesías, salgan a la luz pública. Es la única forma, también, de lograr cierta notoriedad que permita seguir. Es un trampolín, no sólo necesario sino imprescindible en estos países. Yo no veo nada malo. El que no concursa es porque tiene miedo. No siempre hay que concursar para ganar, uno quiere ganar, pero si no ganan, hay escritores que se ofenden y no vuelven. En Casa de Teatro pasa lo siguiente: algunos escritores se quedan en bares y colmados cercanos por ahí y mandan a una serie de delegados, y cuando están leyendo los nombres de los premiados, van y los buscan, les dicen «¡ven, que ganaste!», y ahí vienen a recibir su premio, eso es una barbaridad, pero eso sucede. Uno tiene que saber también que los jurados no son infalibles, que cuando uno participa y está un jurado, a lo mejor gana, y si el jurado hubiera sido diferente, a lo mejor el resultado hubiera sido otro, pero es una lotería en la que obligatoriamente hay que jugar y participar.


JH.- ¿Ese mismo criterio lo extiendes a las artes visuales, digamos a la Bienal Nacional de Artes Visuales?


AR.- Sí. Muchas veces, los premios que se dan son totalmente injustos, pero tal vez en la próxima Bienal el jurado dé unos premios más justos y alguna vez salen, porque yo he participado en muchísimos concursos en mi vida y no siempre he ganado. Ya no participo en ciertos concursos, por ejemplo, el de cuento de Casa de Teatro, ya es un concurso al que yo no mando, no mando tampoco al Premio Nacional, al de la Secretaría de Educación, porque creo que ése siempre ha sido injusto, aunque yo haya ganado una vez. Pero los concursos siempre tienen que existir en este país, no hay otra salida para el escritor, ni siquiera para la muchacha que quiere sobresalir como modelo, ni para el bartender.


JH.- Lo que has dicho sobre los jurados es muy cierto y ahora recuerdo tres ejemplos. Martín López no pudo participar en la Bienal Nacional de Artes Visuales de este año porque el jurado de selección rechazó o no aceptó las obras que presentó en las categorías de video y fotografía, algo increíble, tratándose de un artista premiado en anteriores bienales (cuando las bienales eran bienales, como dice Faustino Pérez) y de mucho prestigio fuera de aquí, y que suele ser invitado a importantes eventos internacionales, como recientemente, en el Ludwig Forum, en Alemania, y en la selecta exposición «Arte Contemporáneo Dominicano» en America’s Society Gallery, en Nueva York. A otro fotógrafo dominicano, Jesús Rodríguez, no le colgaron tampoco ninguno de los trabajos que envió al concurso de fotografía de la Casa Fotográfica de Wifredo García, pero luego los remitió al concurso internacional de la revista Geomundo, compitiendo con 629 fotógrafos de muchísimos países y con más de seis mil fotografías, y ganó el segundo premio, valorado en seis mil dólares, equivalente a casi ochenta mil pesos, mucho más dinero que el de varios premios criollos juntos. Reynaldo Disla ni siquiera recibió mención por la obra que envió al concurso de teatro de Casa de Teatro, hace algunos años; luego la mandó a Cuba, al concurso de Casa de las Américas, compitiendo con decenas de obras de importantes autores de casi todos los países iberoamericanos y ganó el primer premio, único dominicano que ha ganado el primer premio de teatro en el concurso de Casa de las Américas. Pero no sigamos nadando en lo hondo y retornemos a la orilla. Pasando a otro tema, háblame de tu club de video, Supreme Quality. ¿Qué ofrece diferente a los demás?


AR .- Aquí hay una serie de videos que se están especializando en arte. Hay videos muy buenos como Cometa o como Molina, que han traído muchas películas artísticas, pero faltaba, a mi entender, un video que se ocupara del cine clásico. Por razones particulares, estos videos no se ocupaban, o no se ocupaban mayormente, del cine clásico. Yo he querido llenar ese vacío, y poco a poco he ido formando una videoteca de cine clásico, al menos norteamericano, de gran valía. Lo que sucede es que la mayoría de esas películas viene sin subtítulos, y entonces limita también la acogida del público. Ahora, gracias al llamado «close captioned», que tiene subtítulos en el mismo inglés, se consigue un público más extenso. De todas maneras, vamos a seguir por esa línea, mezcla de video artístico y video clásico, sin abandonar ni los clavos, porque obligatoriamente un video tiene que tener clavos, ni las películas infantiles, ni las películas de todo género, porque si una persona va a buscar una película artística o clásica al video, lleva a sus hijos, lleva a su esposa o esposo, lleva a su familia, que quiere ver otro tipo de cine, y hay que complacerlos a todos, y si no, pues, uno perdería. El cine de arte nunca es negocio, ni el video tampoco.


JH.- ¿Qué próximos ciclos de cine has programado para el Lumiere, en combinación con algunas embajadas?


AR.- Los próximos serán un ciclo de cine canadiense y un ciclo de cine español, ambos en noviembre, que incluyen una serie de títulos muy buenos. Son las dos últimas embajadas que se han acercado a nosotros y creo que van a ser los dos festivales más importantes de este año.


JH.- ¿Qué proyectos inmediatos tienes como escritor, tanto respecto a tu propia creación literaria como a las actividades de la Casa del Escritor, de la que eres fundador y directivo?


AR.- Proyectos propios está, muy probablemente (tengo una oferta, todavía es un plan), la traducción al inglés de Cordón Umbilical, lo cual para mí sería formidable y una forma de entrar a un mercado importante y tal vez salir del aprieto de hacer teatro aquí; y por otro lado, en cuanto a los planes de la Casa del Escritor, estábamos esperando a que se solucionara todo el problema político, que se calmaran las cosas, y pudiéramos volver a empezar. Hay en proyecto una exposición de pintura para recaudar fondos, el acto de entrega de premios a los mejores libros del año pasado, y hemos tenido encuentros literarios, por ejemplo, hace poco, con Ana Lydia Vega y Miguel Barnet, que han sido todo un éxito, y vamos a seguir por esa línea. Lo que pasa es que tampoco la Casa del Escritor tiene con qué sostenerse, hay que ir buscando la manera de seguir en un local realmente formidable, pero donde nosotros mismos, como directiva, tenemos que estar pagando una mensualidad para poder sostenerla.


JH.- ¿Dónde se encuentra y quienes integran su directiva?


AR.- Está ubicada en la calle Mercedes, frente a la Iglesia de las Mercedes, en la casa de Don Emilio Rodríguez Demorizi, cuya hija, Clara, nos la ha cedido, una parte de la casa, porque esa casa es inmensa y tampoco uno puede cargar con la responsabilidad de esa fabulosa biblioteca que tenía el señor Rodríguez Demorizi y que debería ser declarada Patrimonio Nacional y ver cómo se revaloriza todo lo que hay allí. Tenemos una directiva presidida por Pedro Vergés y de la cual forman parte escritores como Diógenes Céspedes, Jeannette Miller, Soledad Álvarez, José Mármol, José Enrique García y otros. Hasta ahora, hemos dirigido todas las actividades, pero puede integrarse cualquier escritor, cualquier persona que se interese por la literatura, para celebrar allí cualquier tipo de acto cultural. Se han puesto a circular libros, como el de Armando Almánzar, Cuentos en cortometraje y también se pueden dar charlas, es para cualquier cosa que tenga relación con la literatura.


Nota: Esta entrevista fue hecha a fines de agosto y debió publicarse a principios de octubre, mes en que ocurrieron algunos eventos mencionados en la misma, tales como la exposición de pintura y la entrega de premios de la Casa del Escritor y el estreno de Palmeras al viento, en la Sala Ravelo del Teatro Nacional.

La Muerte de Arturo

A Arturo le conocí en Supreme Quality Video, un centro de alquiler de película que él tenía en Plaza Naco. Corría el año de 1993 y tenía poco días de haber llegado a Santo Domingo. Venía de la Piragua, Gaspar Hernández, bien verdecito. Con él aprendí a apreciar el Gran Cine. Recuerdo un día que me entregó "Las cartas de Alou" de Montxo Armendáriz, una excelente película europea. Luego le seguí a través de "Linterna mágica" que escribia en HOY y donde enseñaba a separar la paja del trigo en materia de cine. En fin, se nos va un hombre excepcional, amante del cine y un referente obligatorio a la hora de hablar de narrativa, cine, teatro y muchas otras cosas de las que sabía.

Adios Arturo, adios amigo...

VALENTIN AMARO


Demasiadas tristezas en poco tiempo. Aun no puedo pensar en mi madre, y unos dias despues fue Blas, y luego Luis. Alguno/a conoce algun remedio?

Chiqui Vicioso



Cuando Martha Sepúlveda desapareció de la vista de todos y nos dejó sin Martha Sepúlveda, me hice miles de interrogantes. Era lógico. Aunque ya no soy joven, tampoco soy tan viejo como para que mi generación se empiece a morir de causas más o menos naturales. ¿Qué pasará con los buzones de Martha?, me pregunté. ¿A dónde irán a parar todas esas palabras, fotografías y razones que ella atesoraba en sus cuentas cibernéticas?

Antiguamente, la gente solía dejar un baúl, una caja o cuando menos una oxidada lata con todos sus secretos (Los puentes de Madison es una historia que se sostiene solo en esa probabilidad). Pero en la era digital esas cosas no son tangibles, se tornan inextricables con apenas una combinación de letras y números que jamás nadie podrá adivinar.

El muro de Facebook de Arturo Rodríguez está lleno de mensajes que todos menos él podrán leer. Como siempre odió los finales obvios, le tocó una muerte impredecible. Ayer, a las 10:28 a.m., entró por última vez al Facebook y le agregó nuevas fotos a su galería “Pasa la vida sin decir adiós”.
Con un mojito en la mano y mirando a ninguna parte (raro desliz para alguien que estudió por años el peso de las miradas) Arturo se despide. Sus señales invisibles se perdieron para siempre.


Arturo Rodríguez Fernández, no sabremos nunca todo lo que perdimos al perderte



Por Aquiles Julián



Mi primer trato personal con Arturo Rodríguez Fernández fue en 1983. Antes de eso le veía de lejos, sin mayor contacto. En 1982 gané el primer lugar en el concurso de cuentos de Casa de Teatro y al año siguiente fui jurado del mismo, junto a Armando Almánzar Rodríguez y a Pedro Vergés.



Los tres convenimos, más por decisión de Pedro Vergés y mía que por la de Armando, más compasivo y fraternal, en no declarar ganadores, dejar desiertos los tres primeros premios y otorgar diez menciones. Fue un enmendar la plana a los participantes para que cuidaran los textos que enviaban a concurso. Freddy Ginebra aceptó el fallo, aunque siempre nos recomendó seleccionar los tres mejores y premiarlos. Pero la intransigencia de Pedro Vergés y mía en no premiar cuentos que habían sido enviados sin el cuidado apropiado para competir en un concurso, se impuso.



Arturo Rodríguez Fernández fue uno de los que participó en ese concurso. Y lo recuerdo porque fue tal vez si no el único, uno de los pocos que sin estar de acuerdo con nuestra decisión, la aceptó con humildad y con el cual conversé amablemente sobre la misma.



Hubo escritores que, antes del fallo, sabiendo que era jurado del mismo, se aproximaron a mí buscando camelarme. Y luego echaron chispas y dijeron barbaridades sobre mí y los demás jurados. El problema es que en el concurso se premian los textos, no las personas. Y si los cuentos no valen la pena o merecen ser premiados, aunque las personas sean excelentes, maravillosas, admirables, los textos no serán galardonados. Y créanme que, por su comportamiento, tampoco lo eran.



Así que algunos se enemistaron conmigo, dejaron de dirigirme la palabra. Otros enfriaron su actitud al máximo. Hubo quienes echaron pestes acerca de mí. Y quienes me desconocieron, al grado de que luego de más de diez primeros premios literarios, entre ellos dos de Casa de Teatro y el Premio de Literatura de la Universidad Central del Este, UCE, aquí se editan antologías literarias en las que aparece todo el mundo menos yo, lo que, por otro lado, no me quita el sueño. Total, el día que quiera hacer una antología en la que yo aparezca, la haré yo mismo y punto.



Saco el caso a colación porque algo similar sucede con Arturo Rodríguez Fernández. Brillante narrador, excelente dramaturgo, ¿dónde están las antologías que reconocen su obra y su talento?



A Arturo Rodríguez Fernández se le tenía envidia. Se le envidiaba su origen social: miembro de una familia de emigrantes españoles que prosperó e hizo fortuna en nuestro país, lo cual parece que algunos nativos lo viven como afrenta y no como ejemplo. Se le envidiaba su evidente talento: ganó premios nacionales e internacionales. Nadie se fijo en su infatigable capacidad de trabajo. En su pasión sin límites por el cine, que lo llevó desde la crítica de cine (era capaz de viajar al extranjero sólo a ver una película), a aventurarse financieramente instalando el Cine Lumiere, un cine de arte que muchos pudimos aprovechar, aunque no hubo el suficiente respaldo para hacer rentable la aventura; y que terminó por crear el Festival de Cine de Santo Domingo, que convirtió en base a trabajo arduo, relaciones personales (que las tenía de sobras en el mundo de cine), determinación y sacrificios en una institución respetable, al que concurrían cineastas y actores de renombre internacional a exhibir sus obras. Y fue un promotor entusiasta y dedicado de nuestro país como lugar ideal para rodar películas.



Su entrega a sus pasiones: el cine, la literatura, era total. Siempre embarcado en un proyecto, siempre con planes a realizar, siempre con tareas pendientes de ejecución.



Cada vez que le veía, en esos escasos pero prodigiosos momentos en que una premiación nos acercaba, él como jurado la más de las veces, y yo como el afortunado ganador, le insistía en que quería hacer un libro digital con sus cuentos. Siempre me prometía enviármelos, pero las ocupaciones no le dejaban tiempo. Me regaló uno de sus últimos libros, lleno de cuentos admirables. Hoy la infortunada noticia de que un infarto fulminante nos lo arrancó de la vida, deja mi modesto proyecto de un libro digital que celebrara su talento y promoviera sus cuentos, trunco. Me debes esa, Arturo.



Al leer la noticia en la prensa digital, que reviso varias veces al día, quedé pasmado. Mi estupefacción hizo que mi esposa me preguntara qué me sucedía. Quise decirle que se me había desgarrado el corazón, porque Arturo Rodríguez Fernández era un ser sorprendente: tras la constante chanza, tras el choteo y la salida jocosa, se escondía un ser bueno, agradable, inteligente, talentoso y de una capacidad de trabajo y dedicación excepcionales.



Mañana su deceso no será publicado a ocho columnas en la prensa, ni se bajarán las banderas a media asta, tampoco se declararán tres días de duelo. Así mueren los grandes de verdad. Nadie como él para merecer todos los homenajes. Honró al país con su vida, con su obra, con su dedicación. Nos engrandeció con su trabajo. Nos dedicó lo mejor de sus años. Nos enseñó. Nos guió. Nos aportó de múltiples maneras.



Empantanados en frivolidades y circos: el circo de la política, el circo de la farándula; agobiados por los salarios ridículos que nos hacen desvivir buscando como arañar el peso para poder ganarnos el derecho a sobrevivir un día más; aturdidos por el alcohol, atronados por la bulla de las estruendosas bocinas de los discolights de los candidatos; de las radios escandalosas; enredados en la madeja de chismes en que consumimos el tiempo, la muerte de Arturo Rodríguez Fernández pasará poco menos que desapercibida.



No sabremos lo que perdimos. Pero, créanme, perdimos más de lo que podríamos darnos cuenta. Ese infarto nos arrebató al promotor de cine incansable, al alma del Festival de Cine de Santo Domingo, al artífice de múltiples iniciativas vinculadas al séptimo arte, al narrador dedicado, al dramaturgo talentoso, al dominicano que dio lustre y brillo al gentilicio, que honró con su vida y dignificó con su trabajo a esta tierra que tanto merece y a la que tantos dañamos y degradamos.



No saber lo que se tiene hasta que se pierde es un dicho de añeja sabiduría. Hice alarde, hace algún tiempo, en una presentación que escribí para uno de los libros digitales que edito, de mi amistad con Arturo Rodríguez Fernández. Como lo hice de mi amistad con Efraím Castillo, Alexis Gómez, Enrique Eusebio, Manuel Núñez, José Enrique García, Manuel García Cartagena y otros escritores.



Era una forma de encubrir mi admiración, mi respeto, mi aprecio, mi envidia si se quiere a sus maneras amables, a sus dones, a su generosidad, a su bonhomía, a su capacidad de trabajo, a su entrega, a sus aportes portentosos a la patria.



Quiero dejar constancia de esa admiración, de ese respeto, de que no tenemos con qué pagar ni cómo reconocer todo lo que él hizo y dio y legó a este país. Con la grandeza con que los mejores dominicanos lo hicieron: sin esperar nada en recompensa, pero con la satisfacción del deber cumplido.



Como dije, no sabremos lo que perdimos. Pero desde ya sentimos la inmensa falta que nos hace su partida. Que Dios premie en Su Reino a un hombre que como Arturo hizo mejor al mundo con su sola presencia y nos dio ejemplo de que la determinación de una sola persona puede lograr grandes propósitos si se dispone.

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