LA POESÍA DE RAMÓN PERALTA:
El poeta no se reconoce en el tumulto, aunque sí en la más acogedora soledad. Parecería que el escritor escribe para sí mismo y no para los demás, y una sociedad que llegue a ese estado de confusión espiritual se encuentra camino a su inexorable esterilidad. Se le exige a un escritor que sacie hambres materiales, porque el fin de toda nuestra sociedad es la materia; que se manifieste contra la injusticia y la necesidad económica; que ejerza la filantropía; que sea políticamente correcto; pero esas no son las funciones de un poeta. Si lo hace por sensibilidad personal, porque esos fines son muy loables, esa es su libertad, pero no su obligación. El hambre que debe saciar es de otra índole, su función es metafísica. “Si estas líneas no dicen un después, si no saben abrir”, nos revela Ramón Peralta, “han sido sólo un juego, una vieja mentira”.
Hace más de quince años (en otro siglo, incluso: ya podemos decir esto refiriéndonos a individuos aún vivos, y jóvenes), Ramón publicó un pequeño libro de poemas titulado “Eternidades” (aunque ni remotamente parecidas a aquellas “Eternidades” líricas de Juan Ramón Jiménez). Ese libro –su primer y único libro- que al principio fue un pequeño volumen, editado modestamente, se ha ido convirtiendo poco a poco en un gran libro. A partir del título el poeta empieza a criticar la realidad: “Eternidades”, en la época de lo efímero y lo superficial.
Ramón Peralta coincide con otros poetas jóvenes de su lengua en el descubrimiento de cosas nuevas que deben ser nombradas en un mundo nuevo. Casualidades que pueden ser localizadas y que marcan de alguna forma las preocupaciones de nuestra época. Giannina Braschi, poeta puertorriqueña radicada en Estados Unidos, escribe en su libro “El Imperio de los Sueños” este verso: “Detrás de la palabra está el silencio”; Ramón Peralta, más radical, empieza “Eternidades” con éste: “Detrás de la palabra está la nada”. Peralta no llega a la desnudez imaginativa de la Braschi, pero su poesía, muy rítmica, le gana en profundidad, así como la puertorriqueña lo hace en riesgo formal. Pero en ambos poetas se pueden notar preocupaciones comunes: la aceptación de la ciudad como lo inevitable y lo deshumanizante, un característico pesimismo, cierta melancolía en la indiferencia, la falta de compromiso social, la escasez de imágenes, el escribir con formas coloquiales.
Existen dos poemas de Ramón que quiero compartir. El primero de ellos se titula “Horizonte”:
Cada vez que salgo dejo en el sillón mi foto
(lo que en ese instante soy)
entonces, ya en la calle mi carne se abre hacia el fin
y una voz que es sólo ruido en mi voz comienza a hablar
hasta que lo incierto abarca de pronto mi nombre
pero a pesar de todo, mi carne puede volver
y abro, entonces, la puerta y veo sobre el sillón
la foto de un hombre extraño
que me pregunta siempre: pero, ¿quién eres tú?
El poeta se desdobla: no se reconoce en aquello que sólo es carne que sale y luego regresa sin ningún sentido, ni en el ruido de su voz que habla como fingiendo, como si no hablara Él Mismo. “Mi carne se abre hacia el fin”, dice, como si se abriera hacia lo desconocido, a la posible muerte en la calle que puede traer un final (¿deseado?); se reconoce todo él en su nombre, como si estuviese construido de lenguaje. “¿Quién eres tú?”, le pregunta la fotografía, como si al volver ya fuese otro hombre, como realmente lo es: ya cambió, ya envejeció, aunque imperceptiblemente.
El segundo se titula “Cierto Día”, y tiene la misma melancolía urbana y reflexiva del anterior:
De repente este día ha perdido su nombre
era lunes ayer, pero sé que hoy no es martes,
mis manos son ahora un espanto en mi carne
y ese siempre sin fin ahora deja de ser
cada cosa ya es solamente misterio
esta palabra agua nunca ayer la bebí
este día es la puerta, por fin, sin dibujar
este día termina si es que encuentra su nombre.
Perdido en la rutina, el poeta ansía un cambio del orden, un poco de caos, la vuelta al misterio. De nuevo, la esencia de las cosas es su nombre, todo está hecho de lenguaje (bueno, debemos reconocer que, en el poema, todo está hecho de lenguaje). Si hoy me despierto y descubro que ayer era lunes pero hoy es miércoles (como un Gregorio Samsa invertido), ¿qué pasaría? Sin duda sería más feliz, puesto que algo ha cambiado en mi vida rutinaria, chata y sin sentido, no se sabe por qué, pero algo lo ha hecho. No ha cambiado el tiempo, lo cual es imposible, pero sí el nombre de los días. El concepto. El Nombre, que puede ser trastocado por los seres humanos. De nuevo, una referencia al lenguaje. El misterio despierta cuando abrimos una ventana y distinguimos un nombre nuevo para algo que no existe.
El reconocimiento del poema es un proceso físico, la íntima y profunda emoción que puede causar, generada por las palabras en sí mismas, la certeza de que tal o cual texto es bueno porque algo dentro de mí me lo indica de forma inexplicable. Tomo el papel escrito, leo, y acontece el deslumbramiento. Entonces, ¿cómo reconocer que algo es poesía, o que algo que leo no lo es? ¿Llevando el cálculo de las imágenes, los ritmos, las metáforas, con ese oficio de entomología? No, si todo ocurriese de esa manera, el poema no tendría ningún sentido. Es más: si todo ocurriese de esa forma, habría alguien escribiendo un poema diametralmente opuesto a ese oficio académico. La poesía surge como un proceso físico, hormonal, erótico, que me grita que estoy ante un poema, que alguien quiere decirme algo que no sé o que quizás sé pero aún no he reconocido, que hay cosas sin nombre, cosas que andan por el mundo buscando un nombre, saltan sin descanso del papel o brotan porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Algo está dormido dentro de mí y si el poeta escribe, por ejemplo:
para qué empezamos esta ternura prohibida
si no hay adiós ni hay olvido que destruyan
si condenado a lo eterno está lo que empieza
fue la locura quizás quien dirigió el destino
y la soledad de vernos siempre sin nosotros
(unos versos que parecen recordarnos un problema amoroso, pero que no hablan necesariamente de ello), entonces eso que está dormido se despierta y se revuelve dentro de uno.
¿He definido de alguna forma a Ramón Peralta? Me parece que sí. Aunque, claro está, mínimamente.
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