EL JUEGO NARRATIVO DE MÁXIMO VEGA:
Fernando Cabrera.
Máximo
Vega con su primera obra narrativa publicada, “Juguete de Madera”, conciente o
inconcientemente nos provoca. La búsqueda de especificidad genérica, lo propio
del contar o el descubrir, en consonancia con Milán Kundera, la definición de
la peculiaridad existencial novelada en su obra o el mero intento de situarla
entre parámetros de suficiencias categóricas puede devenir en jaqueca. En lo
formal, con su titulación de portada, nos refiere al ámbito narrativo de la
novela –probablemente cimentada en nuestra urgencia colectiva de incorporar
nuestra narrativa a la modernidad-. Sin embargo, esta primera afirmación
fácilmente podría ser catalogada de arriesgada cuando el lector echa una ojeada
a la escasa longitud textual que define el contenido.
De
quedarse en esta profana primera mirada, la sustentación del texto como novela
resultará difícil (pensemos que muchos especialistas aún manifiestan sus dudas
acerca de si “Los Cachorros” de Mario Vargas Llosa o “Crónica de una Muerte
Anunciada” de Gabriel García Márquez, son en realidad novelas o cuentos
largos). Pero, cuando se profundiza en la estrategia discursiva utilizada por
el autor, su calificación genérica inicial alcanza algún sentido. El ambiente
de reflexión y hallazgo de las posibilidades sicológicas de sus personajes
realmente se asemejan más a lo novelístico que al pulso cirujano en la
concatenación de eventos, su aspiración a la perfección artesanal, acaso
hermana a la de algunos clásicos versificadores, que supone la escritura de un
cuento.
La
presente inquietud resulta interesante en la medida en que refiere una
significativa tendencia en la joven narrativa dominicana, un ponerse a tono con
los movimientos poéticos experimentales (como el encabezado en la década de los
70 por Manuel Rueda con su tambor pluralista) que en nuestro medio han
sustentado la dilución en las delimitaciones genéricas. Textos como “Papeles de
Astarot”, premio nacional de cuento 1992, de Pedro Valdez, y esta debutante
obra de Máximo Vega (agradablemente ingenua e irreverente) y muchos de los
cuentos recogidos en las diferentes entregas del concurso de Casa de Teatro,
realmente plantean una profunda incisión o ruptura en el campo de la narrativa
con los patrones genéricos convencionales.
En su
construcción de fondo, Vega nos reta a través de los elementos de
irracionalidad de sus personajes principales: un clima de machismo e inmadurez
de criollo Edipo en los monólogos interiores de Aquiles, y una perturbadora
apatía de Beatriz, dolorosa de tanta inocencia, en su inusual anhelo de
trascendencia que poco a poco devino en flor de feminismo radical, en su
desarraigo prematuro y pleno. Es precisamente en la recreación textual del
aliento infantil de Beatriz donde se aprecia mayor vacilación del autor en el
manejo del lenguaje, lo cual se percibe desde el primer instante en la
frecuente redundancia de vocablos y frases.
Si bien
la delineación o definición de los protagonistas es clara, apenas percibimos
reflejos pasteles del entorno, con lo cual se acentúa lo narrado como
fabulación intima, como engaño personal. Una escéptica profundidad sicológica
determina la atmósfera borrascosa un tanto surreal donde la trama se
desarrolla. El autor ha aprehendido la morbosidad, estadio donde lo animal y
racional se conjugan resultando una marcada inclinación hacia lo sensorial,
hacia la carne. Con vocación de vértigo su discurso nos ata a la transitoriedad,
a la circunstancia, derrotando todo asomo de sensatez. De su hurgar incisivo
emana un fuerte aroma de ficción, una lectura diferente del entorno rural
dominicano y su cotidianidad, una visión distante y distinta de esa radicalidad
de situaciones y escenarios tan común a muchas de nuestra novelística anterior,
pletórica de tiranos y revoluciones.
Lector y
adultez se confabulan en provocativo juego para destruir o libar hasta la
saciedad esta primicia. Necesariamente “Juguete de Madera”, independientemente
de su dual vocación genérica, no nos permite indiferencia, pronto nos
identificamos con los protagonistas, con sus freudianos complejos y su
interminable viaje hacia el sinsentido de una ciudad imposible. La historia
alevosamente nos permite completar sus ausencias, acepta un dejo de la personal
fragancia o a la indudable maldad que el argumento precisa, he ahí la razón del
postfacio que a propósito de esta obra en mi ocio escribiera.
Mirada Oblícua sobre un Juguete de Madera (Postfacio):
(a raíz de una lectura de Juguete de Madera, novela
corta de Máximo Vega).
Fernando Cabrera.
Un gesto
de ternura puede convertirse, por encima de su abolengo de inocencia, en la
mayor y terrible expresión de crueldad. Esa extraordinaria pureza que encierra
el alma de un niño –como ahora, la castidad de una niña en plena pubertad-
puede llevar de repente a un laberinto de absurdidades y desesperanzas del
cual, aún con alas pegadas a las espaldas, es imposible escapar: la tragedia
propia es mayor que la del Ícaro, se cae al vacío sin nunca haber levantado
vuelo. Con la magia del balbuciente lenguaje formado con los pocos conceptos de
la inexperiencia, cualquier ser maduro –si maduro puede considerarse mi ser de
tantas ausencias y limitaciones afectivas- se ve adentrado, de repente, en un
mundo plano, de perplejidades, donde no existe noción de profundidad: una
palabra simple, una frase completada apenas, retorna ingenua para decirnos y
decirse nueva vez, de forma irreverente y provocadora, la luminosidad del sol
recién amanecido, o la posibilidad que tiene una mariposa de convertir sus alas
en pétalos. Insisto, hablar con un niño –con una niña de colas trenzadas hasta
una cintura todavía asexuada- es abrumadoramente redundante, es una mirada
dionisíaca lúdicamente satisfecha de verse múltiplemente; mas es una forma
fácil de huir de la propia conciencia, del árido y onírico metro cuadrado
personal, atiborrado de seres absolutamente fantasmales fruto de los fracasos y
los obstáculos para establecer una vía de comunicación válida y normal.
Desde la
puerilidad no hay injusticia ni segregaciones gratuitamente crueles, el sentido
de lo real colinda y se confunde con lo imaginario, los hechos hieren
profundamente o pasan absolutamente desapercibidos, pues en la piel
hipersensible de los infantes sólo hay espacio, como en la poesía, para los
contrarios; los grises producen la misma sensación que las referencias de
lugares y lenguajes exóticos, el pequeño la pequeña sonrosada y con olor a
jazmines intuye que existen, o que sería bueno que existieran, pero mientras no
los palpa en propia carne estos permanecen indiferentes, o simplemente no son. La
seguridad de que el hogar o mundo íntimo es exactamente igual al que queda más
allá de los ojos hace de estos ingenuos seres, individuos radicalmente
peligrosos por lo indefensos. Se encaminan hacia lo desconocido sin miedo,
incluso, con todos los riesgos implicados, con una tierna sonrisa a flor de
piel. Al escaparse de su casa, sin motivo y sin previa consulta, esa niña –la
cual preferiría innombrada, pero que responde cuando el vocablo Beatriz
atraviesa como onda el espacio, esa Beatriz que a pesar de su virginal imagen
jamás será la Beatriz
de Dante porque decidió conocer el infierno- que se lanzó al abismo o
canibalismo de una ciudad vislumbrada como paraíso prometido, e igualmente,
como el de los hebreos, utópico, me hizo cómplice y protagonista de su
tragedia. Ella buscaba el no-ser, la nada, de forma intuitiva, se fugó porque
sí, huyó sin destino, igual le daba el sur que el este, sólo era significante
la ciudad -una ciudad cualquiera- como tierra de nadie.
¿Por qué
la encontré de repente? ¿Por qué con despertar mi paternalismo me indujo, dada
mi supuesta adultez y responsabilidad social, a un incesto inevitable; fue,
claro, un incesto simbólico, lo cual de todas formas no es excusa. Otra vez Freud
nuestro instinto sexual de bestia, Edipo agonizante sobre la piel emparentada
por el azar. ¿Por qué con despertar mi esencia pura me hizo abominable? No debí
detener ante sus ojos cristalinos mi carroza de pesares, esa destartalada
camioneta de mi vergüenza y sustento. No debí detenerme, mas cuán grande es el
poder sibilino de lo prohibido, de su media sonrisa nacarada. Yo, quien no
tenía nada que ofrecer ni perder, di mi última migaja de mentira y perdí
totalmente la esperanza. ¿Qué decir de mis miserias al descubierto en sombrías
formas de madera, mis carencias mayores talladas con imágenes de nostalgia?
Hago estas figuras más por instinto que por conocimientos de albañilería
reales, y las hago sobre todo para mi desahogo, es escaso el dinero que con
ellas gano para mal comer. Beatriz no debió posar su frescura sobre mi
sensibilidad desnuda, no debió antojarse del misterio, no debió desear tanto un
simple juguete de madera, tirado entre tantos otros en la parte trasera de la
camioneta –quizás si no hubiera tenido algo que ofrecerle, nada hubiera
ocurrido-, sin embargo, ¿cuándo ha llevado el destino a lo correcto, si desde
el génesis Dios erró su destino al posibilitar el pecado? Beatriz retó, con su
simplicidad terrible, incluso a la muerte, humillándola, al no sentir angustias
ante la posibilidad del vacío cuando se aventuró en su insensata huida; con
este gesto también humilló de indiferente candidez mi sentido común, me hizo
desearla febrilmente, anhelar como refugio de indiferente candidez mi sentido
común, me hizo recuperar de golpe el único idilio concebido, platónicamente, en
mi adolescencia trunca, sustituyendo con su fragilidad aquel ideal romántico
jamás alcanzado. Analizándola fríamente en el recuerdo, Beatriz tal vez nunca
fue Beatriz, en realidad se acercó más a la Alicia del país de las maravillas -¡cierto, por
eso se fijó tan detenidamente en los juguetes de madera! Evocaba aquella
personalidad verdadera que llevaba escondida-.
El fango
de dolor y placer de mi universo sólo podía salpicar su vestido y su piel,
jamás su alma. Estaba protegida contra mis frustraciones, su ser ya habitaba
aquella ciudad remota que inspiró su insensata partida; el sudor y el humo
contaminado que a su lado exhalé la evitaron como demonios a la cruz. Si
aquella noche de lluvia entró en mi destartalado refugio, bajo promesa de que
la llevaría al amanecer a la ciudad de sus sueños, acaso fue porque
intuitivamente se percató del peso desesperado de su aberrante soledad, de que
su compañía era mi única posibilidad, y desde su ingenuidad no tuvo miedo; un
animal agazapado en el vértice de paredes carcomidas es vergonzoso, incita a la
pena, a la lástima, pero no atemoriza. Yo daba todo –cualquier rastro de
quimera que aún me deambulara- por una caricia, por un gemido de placer que
rasgara el silencio –dudo que Beatriz entendiera la razón de mi desesperación y
lo que su fuerza implicaba, ¿cómo podía saber de pasión a escasos meses de su
menstruación primera?-. Su interés no lo despertó mi sexo encendido; impasible
desde su inocencia salvó mi vida al entregarme la incipiente flor cautiva en
sus entrepiernas, más lo hizo sólo por la intensa seducción que ejercía sobre
ella una rústica jirafa de madera, se entregó por ella; después se fue, sin
avisar, tal vez rumbo a la ciudad de su mente, como si nada, para siempre…
Para saber más:
amazon.com/author
bubok.es/autor