LOS JELALÍES:
Sarai mujer de Abram no le daba hijos, por lo que dijo Sarai a su esposo Abram:
Jehová me ha hecho estéril, así que acércate a mi sierva egipcia Agar y llégate a ella. Lo hizo Abram de esa manera, muy feliz por esta oportunidad recomendada por su propia esposa, y yació con Agar en el lecho muchas noches. Agar concibió al fin, pero vio a Sarai con desprecio debido a que llevaba en su vientre al hijo de su dueño Abram. Sarai sufría por los celos hacia su sierva Agar, Agar reconocía que poseía algo que su propia señora, Sarai, no tenía pero deseaba. Un ángel del Señor halló a Agar junto a una fuente de agua, en el desierto de Canaán, en el camino de Shur, y el ángel de Jehová le preguntó: ¿De dónde vienes y adónde vas?, y ella le respondió: Huyo de delante de Sarai mi señora. Agar dio a luz un hijo a Abram, y ese hijo fue llamado por el Señor Ismael.
Pero he aquí que Sara (antes llamada Sarai) dio también un hijo a Abraham (antes llamado Abram), a pesar de su avanzada edad, y ese hijo fue llamado por el Señor Isaac. Por resentimiento quizás debido a que Ismael era el primogénito y por lo tanto el heredero de los pocos bienes de Abraham, quizás sólo por venganza o porque ni Sara ni Abraham deseaban dejar en heredad todo lo que tenían al simple hijo de una sierva, Sara obligó a su esposo –ahora un anciano incapaz de intervenir cabalmente en pleitos entre mujeres y heredades- a que repudiara a Agar y a su hijo legítimo, así que Abraham abandonó a ambos en el camino, condenándolos a morir de hambre y de sed en el desierto. Pero Jehová no se olvidó de Agar la sierva egipcia sentenciada a una muerte terrible con su hijo Ismael, por Abraham el infanticida que siempre creyó hasta el día de su propia muerte que había asesinado a su propio hijo y a quien una vez fue su concubina, puesto que cuando el ángel del Señor se encontró con Agar en la fuente en el camino de Shur le había prometido ya desde entonces: Multiplicaré tanto tu descendencia, que no podrá ser contada a causa de la multitud. Así que en el desierto, cuando presentía su propia muerte pronunciada por Sara y Abraham, el ángel de Dios llamó desde el cielo, y le dijo: “¿Qué tienes Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del muchacho donde está. Levántate, alza al muchacho, sostenlo con tu mano, porque yo haré de él una gran nación”. Esa gran nación prometida, es el pueblo musulmán.
“Llamadme Ismael”, empieza identificándose a sí mismo el aprendiz de marinero, el narrador de la inmensa alegoría que es Moby Dick. Ismael, quizás, porque es un despreciado por su propio padre, que lo condenó a la muerte, porque sólo podía contar con su madre, dispuesta a morir junto a él, porque al final de la novela fue salvado por Dios en el desierto que es para los seres terrestres el mar, o, quizás, porque el Ismael que persigue a la ballena blanca bajo las órdenes severas del obsesionado Ajab, es sencillamente un musulmán.
El sufismo es una de las formas en las que se manifiesta a su pueblo el Islam. El sufí es un iluminado, la Tasawwuf (o sufismo), es una especie de panteísmo parecido a la gnosis occidental, según la cual todas las cosas bondadosas y bellas se encuentran combinadas en un círculo vicioso, y provienen de un solo espíritu infinitamente amoroso. La inmortalidad del alma procede de su inmaterialidad, por lo que el espíritu es el aliento de Alá en nosotros, puesto que Dios es, a la vez, existente en sí mismo, inmaterial y atemporal, precisamente lo que no puede ser simultáneamente el ser humano. El Sendero Secreto nos dice que el mundo es una prisión, la tumba una fortaleza, el Paraíso se halla cruzando el umbral de la muerte. Todas las ansiedades, todos los temores, todas las dudas y mezquindades que atormentan al hombre desaparecerán para el creyente en ese Paraíso, que se encuentra a través de un fervoroso amor por Alá y por los seres humanos. La Verdad, que es invisible, se encuentra por encima de todo deseo y bienestar visibles.
En la India, el Maestro sufí es llamado, por sus discípulos, un Pir. No es fundamentalista, y se mantiene permanentemente en los alrededores del cementerio donde está enterrado el Santo del cual heredó su ministerio, y de cuyo espíritu provienen sus poderes. Puede hacer milagros, y puede, a través de su música y sus poemas (los qawwalis), sobrecoger al creyente, hacerle caer en un trance en el que desaparece todo el yo y la materia (es decir, desaparece para él todo el mundo), y se entra a Dios en la sensación espontánea de una gran armonía y un gran éxtasis. Todo el mensaje del qawwali intenta que percibamos a Dios como una gran bondad que nos aniquila, una excesiva paz que nos trastorna.
Pero, entonces, ¿cómo en el siglo XIX este Sendero Secreto que predicaba la caridad y la bondad incondicionales, degeneró hacia el grupo sufí de los Jelalíes, basado en la superstición, la santería y la curación mágica de las enfermedades? La superstición se apodera del Sendero cuando se convierte en religión popular, y la pureza inicial concedida a unos pocos iluminados se confunde en la mayoría, que necesita de la creencia para resolver sus problemas particulares, para sobrellevar la subsistencia diaria a través de la fantasía. La creencia se convierte en tradición, sincretizada con leyendas más aprehensibles, más fáciles y racionales. Así, los Jelalíes, derivación del Sendero Secreto que predicaba la belleza, el amor y la humanidad como las principales creaciones de la divinidad, que es, a pesar de todo, inaprehensible, desarrollaron para los iniciados una serie de ritos desagradables y humillantes, pero espectaculares. Estos ritos preparaban a los candidatos para afrontar la vida de mendigos que llevarían a partir de su aceptación de la creencia: luego de comprobada la veracidad de la fe mediante una serie de entrevistas sistemáticas, se les afeitaba el pelo de todo el cuerpo (lo cual es una afrenta tremenda para el musulmán), se les pintaba la cara de negro, se les colocaba una marca en los hombros con un hierro candente. Si soportaban estas pruebas vejatorias a la vista de todos, se les desnudaba y se les ensuciaba el cuerpo con cenizas de mierda de vaca. Puesto que con la humillación pretendían demostrar que no somos nada en comparación con Dios, que sólo somos granos de arena dispersos en medio de la vastedad del universo. De inmediato, los escogidos eran enviados al mundo a predicar, a curar enfermedades, a mover objetos inanimados, a resucitar a los muertos, a cambiar el sexo de los niños, a exorcizar el mal, siempre envueltos en la más extrema pobreza, como aquellos miserables y sucios yogis hindúes, nómadas solitarios que sabían que el final de su viaje sería el Paraíso, aunque se les permitía disfrutar mientras tanto de los placeres terrenales, como la utilización de drogas y licores, y de la sexualidad que más apeteciere a sus espíritus ya salvos.
¿Cuál era el destino de todos estos creyentes dispuestos a aceptar la fe Jelalí? Mendigar en los caminos o aceptar dinero por sus curaciones y milagros; predicar que la sensualidad más denigrante es agradable a los ojos de Dios, siempre y cuando se acepte de antemano La Palabra; preparar a otros escogidos para el ritual Jelalí, que concede poderes sólo dados a los verdaderos Santos; aceptar que no somos nada, que debemos humillarnos no ante los demás sino solamente ante Alá el que todo lo puede; aceptar que Dios enviará el sustento diario, confiar ciegamente en esto; prepararse para el desprecio de los demás grupos musulmanes por haberse afeitado completamente o por permitir que su cuerpo fuese corrompido por el excremento y la suciedad.
De la creencia sufí originaria de que “la bondad encaja con la belleza, y con la caridad universal y el amor, como si todo ello brotase de la fuente de toda la bondad”, derivó el ritual Jelalí basado en la magia, la humillación y el mesianismo. El Jelalí se prepara para aceptar una condena, una maldición que lo acompañará toda su vida, condición indispensable para ser Santo, para llegar al cielo, para acceder al Paraíso.
Foto: Sally Mann
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