Ojos, muchos, que
miran al espectador; un corazón colgando como un pendiente; velones encendidos
y enormes; imágenes religiosas, sincréticas, que tienen que ver con la idea
dominicana de nuestro angelario particular. San Miguel, Ogún Balenyó, Belié
Belcán, san Santiago, algunas entidades africanas mezcladas con los reales
arcángeles europeos. Serafines, querubines, ángeles, espíritus celestes,
heredados de los cupidos romanos y del arte menor de la Edad Media. Claudio
Pacheco, luego de aquella aventura con los Quijotes Caribeños, en la cual
veíamos al Ingenioso Hidalgo y a Sancho Panza paseándose por los paisajes
cibaeños, nos muestra las imágenes trastocadas de estos ángeles rodeados de
ojos que miran entre las nubes, como el ojo de Dios, el triángulo que representa
precisamente al Creador, encima del halo católico que también representa a un
santo, a una figura religiosa. Incluso nos muestra unas alas emplumadas, una
figura que simboliza la religiosidad popular, observada atentamente por esos
ojos que cada vez más se nos parecen a los ojos de Dios.
Con la presencia
pura, viva y caliente del color que tanto identifica la pintura del artista,
estos cuadros de este pintor de Santiago que crea con una intensidad febril, obsesiva,
se nos aparecen simbolizando el sincretismo religioso dominicano, o lo que es
lo mismo, nuestro mestizaje ancestral, decidido desde el momento en que nos
invadió el Imperio Español hace más de medio milenio. A partir de ese momento
los habitantes de la isla empezaron a ser otra cosa. Cambiaron a la fuerza. Esa
riqueza mestiza que nos hace tan particulares, porque después de todo nos
identifica como caribeños, africanos exiliados en las antillas mezclados con
europeos y uno que otro indígena que ligó su sangre hasta desaparecer por
completo, nos hace precisamente más ricos. No debemos olvidar que el Caribe es
identificado sobre todo por la aparición del esclavo africano, por la presencia
tan fuerte de sus costumbres, su mitología y su cultura expansiva, alegre y
musical, llena de pompa, sonrisa y movimiento. Porque estas preocupaciones del
pintor tienen que ver además con sus intereses en otras ramas del arte, como
por ejemplo en la música, a la que se ha dedicado últimamente. Y si unimos esta
manifestación sincrética tan poderosa en nuestra identidad con la religiosidad
popular, entonces tendremos los cuadros de Claudio Pacheco, con el triángulo de
Dios como el ojo protector que nos observa, y que sabe todo lo que hacemos.
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