Perdido en una selva imaginada por
Gabriel García Márquez, un hombre llega con su mujer a ningún lado –el hombre
es José Arcadio Buendía; la mujer, Úrsula Iguarán-, y, como el fundador en
“¡Absalón, Absalón!”, de William Faulkner, crea un pueblo. En el caso de
Faulkner, el pueblo crece alrededor de una casa, en el de Márquez, se crea un
pueblo de la nada. Como Juan Carlos Onetti, como Faulkner, como Virgilio Díaz
Grullón, como Pedro Péix, García Márquez hace transcurrir sus historias en ese
pueblo, que repite su nombre en sus cuentos y sus novelas, aunque a veces, no
por incapacidad sino por cierta tendencia a la infinitud, traicione la
geografía; ese pueblo es un lugar imaginario, y es también un símbolo. La
novela empieza con la fundación total de un mundo: ese pueblo debe ser nombrado
–se le llama, ya lo sabemos, “Macondo”-, pero también debe ser llenado de
objetos, de personas, de inventos, de espejos, de casas, de sueños, de mitos,
de nombres, de palabras y de injusticia. Tal es la extraordinaria capacidad
cosmogónica de su autor.
¿Qué se puede decir de Cien Años de
Soledad? Acaso es la novela que ha poblado con más vigor la imaginación
literaria de mi generación, muchísimo más que El Quijote de Cervantes. Su
entrañable cercanía a todos los latinoamericanos, nos provee de una obra que
sentimos más nuestra que aquellas desventuras modernas del hidalgo demente y su
escudero materialista. Su mitología esencial, a veces prestada de las propias
leyendas americanas, a veces inventada por completo por el autor, es demasiado
cercana a nuestra idiosincracia o a nuestra mentalidad caribeña, para que nos
deje indiferentes. Y, por supuesto, su lenguaje a caballo entre el despiadado
sur de Faulkner y el realismo maravilloso de Carpentier, se ha perpetuado gracias
a su amplia legión de discípulos, desde Isabel Allende hasta Eliseo Alberto. Si
algún nombre literario define a Latinoamérica –como quizás Shakespeare define
la literatura inglesa, Camoens a la portuguesa, Goethe a la alemana, o Dante,
Petrarca y Bocaccio a la italiana; pero siempre quizás – es el de Gabriel
García Márquez, cuya necesidad se encuentra fuera de toda duda. ¿Puede
Latinoamérica jactarse de poseer una literatura y un lenguaje propios? Claro
que sí. No deseo yo aquí, de ningún modo, disgregarme mencionando la petulancia
senil de su autor, o el acoso a que Márquez ha sido sometido por escritores de
su propio país, y de otros países latinoamericanos, debido a sus ínfulas de
grandeza y a un supuesto amor, ya no secreto, por el dinero (en uno de sus
libros, un escritor colombiano lo llama “García-márqueting”). Tampoco quiero
referirme a mis trozos preferidos de la novela, obviando las mariposas
amarillas, truco plástico que apenas recuerdo, aunque permanecen en mi memoria
aquel sueño terrible de Aureliano Buendía, sueño sucedido en la realidad real,
fuera de la novela, cuando él navega en un tren lleno de cadáveres luego de una
huelga; el principio irrepetible de la creación del mundo que es la creación de
un paraíso que los hombres corrompen; las presencias fatales de Rebeca y
Amaranta; Pietro Crespi, el personaje más desdichado de toda la novela; la
llegada del imán con el circo de Melquíades; la enfermedad del olvido; Úrsula
viendo llover sobre Macondo. La vastedad y la importancia de Cien Años de
Soledad, en estos tiempos en que se cumplen 40 años de la feliz publicación de
ese monumento, me obligan, como fiel lector de su cosmogonía, a humillarme ante
la magnitud de esa obra, y su legado imperecedero.
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