Cuando
lo vio desmontarse de la motocicleta Honda 70 con la camisa pegada al pecho por
el sudor, el cromo aquel con el diente de oro y los pantalones
acampanados, y el afro que regresaba y los dedos llenos
de anillos de plata, se dio cuenta enseguida de que ese era el hombre
para ella. No hubo ninguna clase de idealización, ningún ensueño. Se apeó del
motor como de un caballo y se miró como al descuido las uñas pintadas con
barniz natural, le hizo saber de inmediato a todas las mujeres del barrio que él era el matatán nuevo de la cuadra y
que, si quería, podía romper las palmeras bordadas de su guayabera con la
inflexión de sus pectorales, y que el
ron que traía metido a las malas en el bolsillo trasero del pantalón y
que le abultaba la nalga no era sólo un beeper ocasional, no, que si se ajumaba era
capaz de comerse a los buzos del vertedero municipal, que detuvieron su trabajo
con sus caras sucias para verlo caminar hacia Alicia, la petiseca que nadie nunca pretendió, el fleje que había
llegado rápidamente a jamona mientras
veía a sus hermanas menores salir una a una de Rafey del brazo de hombres feos
y bajitos que las pusieron a valer con casas en el Ejido y en Pueblo Nuevo. La
indigesta Alicia, la que coleccionaba muñecas lanzadas al zafacón por niñas
ricas que crecían o que las cambiaban por otros juegos virtuales o blackberrys
infantiles, las barbies rubias y blancas que llegaban despedazadas al basurero.
Cada palomo, cada buzo, cada vez que hallaba alguna en tan mal estado que no
podría revenderse, se la llevaba como una ofrenda a la adolescente que se hizo
vieja esperando al principesco tíguere azul que la sacaría del mal olor y la
montaña de papeles de colores. Su madre sentía lástima por ella, por la flaca
obsesionada con la carretera que sale de Rafey, mientras les comentaba a los
vecinos: “Ah, mi niña que se hizo vieja, mi niña que nunca creció, que nunca se matrimonió”, hasta que llegó el
superhombre que la cargó hasta su motocicleta con el sillín adornado con el
dibujo morado de una mujer en bikini. Se casó tres meses después con el piloto
del motor de los flecos de colores, que
necesitaba una mujer que le cuidara la casa y que nunca saliera de ella,
una mujer que le aguantara las infidelidades con cueros obscenos que usaban
desodorante de cajita y soñaban con sus propios príncipes, mientras Alicia lo
veía partir en la motocicleta, aunque antes
de irse la besaba en la boca y le
preguntaba, con ternura: ¿Y quién es tu
hombre que te quiere y que te ama y que
no te va a dejar nunca por ninguna de esas putas que son namás que para pasar el rato, para que recuerdes que tú
eres la primera y que siempre te trato y te trataré como una dama?
Y
Alicia, feliz. Su cromo era la envidia de sus hermanas,
el moreno felino y vulgar era el deseo insatisfecho de todas las muchachas del barrio,
aun de aquellas jovencitas a las
que ella les llevaba casi 20 años. Lo que pasa
es que no puedo irme con él, se
excusaba con sus hermanas, lo que sucede es que él no puede montarme en la
motocicleta y llevarme lejos, mientras
peinaba las muñecas medio
calvas, pero rubias,
que la miraban sonreír con uno
solo de sus ojos azules, con sus piernas
o sus brazos mutilados. Nada nos va a separar,
nada, ni siquiera los chismes que pululan sobre las
constantes peleas domésticas,
o los rumores de que la policía lo busca por venderle marihuana a los buzos
menores de edad del vertedero; nada podrá corromper este amor puro que ha llegado tan a destiempo. Ni siquiera la
trompada tremenda en la mejilla tersa, o aquellas palabras que le
causaron un terror ambiguo, indefinido, cuando producto de un reclamo mal entendido
le sugirió que lo dejara tranquilo, que
no se metiera en sus asuntos, que se limitara a lavarle y a plancharle y
a mantenerle la casa limpia para los
socios que lo visitaban los fines de semana, o para los demás
tígueres sonámbulos con los que
bebía hasta las tres de la mañana,
que esperaban de ella, a esa hora
extrema de la madrugada, algún sancocho caliente y
espeso para matar
la borrachera, alguna sábana limpia para dormir
en su sofá de palitos o en
el suelo pulcro.
Pero nadie se atrevía a
tocarla, pero ninguno se arriesgaba a profanarla mientras su
marido estuviese allí
acariciándole el cabello, revisándole
los moretones de los ojos,
besándoselos y lamiéndoselos con una lengua larga y babosa de reptil. Repitiéndole: Pero es que tú
eres la culpable, mi vida,
la culpable de que yo me
ponga así porque
me llevas la contraria
y me aceleras, y yo
entonces me encojono contigo como un niño pero eso
es porque te quiero demasiado.
¿Quién
podría dudar que tenía un
matrimonio estable, duradero? Ya
sus hermanas no la visitan, pero, ¿qué
importa? Mientras se revisa en el
espejo la boca hinchada, sangrante,
mientras peina con fruición las muñecas viejas e imperfectas que se
amontonan por cientos en los rincones de los dormitorios, se enfrenta a su
madre que le pregunta por qué diablos continúa viviendo con ese hombre que la
maltrata, por qué le aguanta esa vida, si eso que ella vive puede ser llamado
vida.
Pobre mamá. No es
capaz de imaginarse lo feliz que es. Le muestra una foto de su príncipe rabioso
con el miembro que se le dibuja a través del pantalón ajustadísimo, lúbrico y
enorme, aunque ni siquiera está erecto. Le acaricia el pecho, le besa la cara
pequeñita de la fotografía. “Estás loca, mi hija”, le dice su madre, pero al
mismo tiempo sabe que no puede dejar de visitarla, que no puede abandonarla
como lo han hecho hace tiempo todas sus hermanas. Si le exige decidir entre
ambos, está consciente de que su hija lo escogerá a él. Así que continúa yendo
todos los días a la casa, a empujarle la silla de ruedas más allá de la calle
de tierra y de la barranca al otro lado del basurero, para que Alicia por lo
menos pueda ver, a lo lejos, los techos
de la ciudad perdida y los edificios altos, para esperar que algún día
despierte y descubra que su cafre le muestra su diente de oro a mujeres que
caminan y no son putas, que la soledad y el destierro del alma son preferibles
al complejo, al castigo y a todas aquellas formas tan astutas del dolor.
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