El 27 de Febrero:
José Alcántara Almánzar escribe sobre los libros de Máximo Vega:
"Más que gustarme, quedé atrapado en la lectura de Al borde del edén (2019), una novela corta realmente conmovedora sobre temas intocables en nuestro medio: la homosexualidad masculina, el sida, la xenofobia antihaitiana, la superchería, entre otros. La historia de Michelín contada por sí mismo es de una sinceridad aplastante, porque este personaje escéptico y abrumado por un presente desolador, no deja de cuestionar y cuestionarse.Es un hombre de cierta formación, lo que le permite al narrador estructurar un discurso elegante, lleno de ironías y observaciones agudas. La escritura es diáfana, hecha en un español dominicano que no hace concesiones a la vulgaridad; la perspectiva, honesta; desgarradora, pese a su belleza formal, la crónica de una vida a la deriva; dolorosa la autoconciencia del personaje ante su inminente final; y poderosamente humano y esperanzador el camino elegido. Creo que este libro ha alcanzado un estadio de madurez indiscutible. Lo único es que yo hubiera elegido otro título, porque me recuerda constantemente el de la célebre novela de John Steinbeck, East of Eden (Al este del Paraíso, 1952), llevada al cine por Elia Kazan con James Dean en 1955, pero se trata de un detalle menor sin mucha relevancia."
Ciudad Cultural: programa cultural
Alicia, cuento de Máximo Vega:
Literatura Dominicana en el contexto del Caribe:
-I-
“El Caribe, frontera imperial”, escribió el profesor Juan Bosch en uno de sus ensayos, refiriéndose a este ámbito americano en el cual vivimos y padecemos. Las Antillas, México, Centroamérica, Venezuela, Guayana, Colombia, pero lo que nos interesa en estos momentos es indagar de manera superficial en la literatura sobre todo antillana, de la cual forma parte la República Dominicana, cuyas obras y autores –hay que mencionarlo desde el principio- son desconocidos por una serie de razones históricas, no estéticas, en una nación que cuenta con una cantidad de primicias coloniales importantes: la primera universidad del Nuevo Mundo, la primera catedral del Nuevo Mundo, la primera poeta americana, la primera ciudad colonial del Nuevo Mundo, la primera declaración de derechos humanos del Nuevo Mundo.
Cuando hablamos de El Caribe, pues, para lo que nos ocupa en estas palabras, que no son más que la ampliación de una conferencia que dictamos en el 4to. Congreso de la Lengua y la Literatura de la Universidad Autónoma de Santo Domingo –esa Primera Universidad del Nuevo Mundo que mencionamos-, que tiene un estilo más bien oral y por lo tanto algo descuidado, escrita para el oído y con un tiempo limitado, nos referimos al espacio antillano que baña el mar Caribe, por supuesto, que ha sido invadido, como repite en todo un libro el profesor Bosch, por una cantidad de imperios occidentales, y ha sido saqueado por piratas, filibusteros, bucaneros, esclavistas, cuya diferencia la aporta la presencia del negro secuestrado de África, que nos ha legado precisamente un mestizaje, una promiscuidad étnica y cultural que ha marcado buena parte de nuestra literatura, tengamos consciencia de ello o no.
A pesar de lo que se piensa fuera de nuestro espacio, los caribeños no somos todos iguales. Existen los caribeños que pueblan las Antillas Menores, soberanos o no, puesto que algunas de esas islas continúan siendo provincias de naciones europeas –incluyendo Guayana, que no es isla-, que hablan francés, holandés, inglés; existen países como Haití, que escribe en francés pero habla en créole; u otros como Jamaica, que habla inglés. Las Antillas que hablan español tienen un componente mestizo mucho más amplio que las islas no hispanas, lo que podría significar que la explotación de la esclavitud no fue tan intensa como en las colonias francesas, holandesas e inglesas, y en el caso de la República Dominicana se tiene constancia histórica de ello. En Haití, la población negra ascendió a más de 300,000 personas, esclavos, mientras que los blancos no llegaban a 12,000. Las condiciones de los esclavos eran terribles. No sucedió lo mismo en la parte española de la isla, que llegó a ser la colonia más pobre del Nuevo Mundo, otra primicia importante.
Pero no sólo estamos hablando de naciones colonizadas por diferentes imperios europeos, lo cual contribuyó a sus diferencias culturales, y no solamente nos referimos al período colonial, puesto que los habitantes de las naciones que hablan español de las Antillas Mayores tampoco son parecidos exactamente hoy día, y, como estamos hablando de literatura, no cuentan con un español común. El escritor cubano José Fernández Pequeño, que emigró de Cuba por razones políticas y vivió muchos años en la ciudad de Santiago de los Caballeros, en la República Dominicana, explica claramente en su cuento “A. M.” el período de asombro y traducción continua que vivió cuando llegó al principio a la ciudad de Santo Domingo, y encontró un lenguaje diferente: “…aprendí que la papaya había cubierto la putería de su masa con el casto título de lechosa; la noble malanga ganaba punta y terminaba en yautía; la pimienta dulce, tan de mi gusto mosquita muerta, prefirió la vulgaridad de ser malagueta; la guitarrera naranja había tomado la contraseña exótica de china, tan falta de imaginación que ni siquiera llegaba al juguetón chinola; el boniato, dulce y buenagente hasta en sonido, ganó en batata arrogancia musical… y así, con la marcha de los días, fui cruzando un puente de palabras…”.
Aunque lo que nos interesa es una literatura importante pero desconocida, aquella de la República Dominicana, país que ocupa una buena parte de la isla de Santo Domingo, exactamente en el centro de las Antillas Mayores y en el centro de El Caribe. Una centralidad y primicia que no la ha ayudado a ocupar el mismo lugar en las artes y la literatura.
-II-
En la
República Dominicana, a partir del siglo XIX, con la aparición de la novela
“Enriquillo” de Manuel de Jesús
Galván y las aproximaciones poéticas, décimas y poemas con una
estructura oral de Juan Antonio
Alix (1833-1918), además de la aparición de los poetas de finales
del siglo XIX como Salomé Ureña (1850-1897), Gastón Fernando Deligne (1861-1913)
–ambos hermanos, Gastón y Rafael, pero sobre todo Gastón- y José Joaquín Pérez (1845-1900),
empezó lo que podría llamarse la tradición literaria nacional, que a pesar de
la novela romántica de Manuel de Jesús Galván tuvo siempre una impronta
poética. El movimiento literario denominado Postumismo, nacido
en el mes de marzo del 1921, con su sumo pontífice Domingo Moreno Jimenes, integrado además por Andrés Avelino, Rafael Augusto Zorrilla y otros
escritores que surgieron a su alrededor, algunos que formaron sus propios
movimientos como Vigil Díaz,
fundador del Vedrinismo, al que sólo pertenecieron él y el poeta
sancristobalense Zacarías Espinal;
los Independientes del 40: Manuel del Cabral, Tomás
Hernández Franco, Héctor
Incháustegui Cabral y Pedro
Mir; la Poesía Sorprendida, que apareció
en 1943 ya como reacción al Postumismo, con Alberto Baeza Flores, Mariano
Lebrón Saviñón, Aída Cartagena Portalatín, Antonio Fernández Spencer, Franklin
Mieses Burgos, Manuel Rueda, etc., y la Generación del 48 con Abelardo Vicioso, Abel Fernández Mejía o Máximo Avilés Blonda, entre otros,
tienen algo en común: todos son movimientos puramente poéticos. Para que
apareciera en el contexto literario nacional un grupo que reuniera a los
narradores, sobre todo al principio cuentistas, se tuvo que esperar con
paciencia hasta el Frente Cultural surgido durante la Revolución de 1965, un movimiento que
fue no sólo artístico sino, por supuesto, político, que abarcó no solamente a
poetas sino a narradores, prosistas, artistas plásticos y periodistas, al que
pertenecieron Abelardo Vicioso -venido
de la Generación del 48-, Miguel
Alfonseca, Ramón Francisco, René del Risco, Juan José Ayuso, Jeannette Miller,
el poeta dominicano nacido en Haití y muerto durante la invasión
norteamericana Jacques Viau Renaud,
autor del largo poema en español “Permanencia del llanto”, entre otros, y a
la Generación de Posguerra, a la que pertenecieron los escritores
del Frente Cultural, además de advenedizos como Mateo Morrison, Tony Raful, Andrés L. Mateo, Alexis Gómez Rosa, Norberto
James, Franklin Gutiérrez, Soledad Álvarez, Apolinar Núñez, Pedro Peix, Iván García, etc., con una literatura
sumamente política y comprometida. Lo cual no significa que no aparecieran con
anterioridad narradores esporádicos, solitarios y descontextualizados, aunque
también poetas de medio tiempo: Marcio
Veloz Maggiolo, Freddy
Prestol Castillo, Ramón Marrero Aristy, Juan Bosch, Virgilio Díaz Grullón, Alfredo Fernández Simó, etc. Hasta
llegar a la Generación del 70 (Juan
Carlos Mieses, Radamés Reyes Vásquez, Chiqui Vicioso, José Enrique García,
Pedro Pablo Fernández, Sabrina Román y Rafael García Bidó) -entre algunos otros
que al final se adhirieron a la más conocida Generación del 80,
como René Rodríguez Soriano, Tomás
Castro, Juan Freddy Armando, Aquiles Julián, Roberto Marcallé Abreu,
etc.-, los narradores José Alcántara Almánzar, Armando Almánzar,
Arturo Rodríguez Fernández, etc., hasta llegar a la ya mencionada Generación
del 80, con José Mármol, Basilio Belliard, León Félix Batista, Plinio
Chahín, Jorge Piña, Julio Adames, Dionisio López Cabral, Dionisio de Jesús,
Fernando Cabrera, Ruth
Acosta, entre otros y otras, que abarcó sobre todo a poetas, pero
de la cual formaron parte, a pesar de la autoproclamación de algunos de sus
miembros -que decidían quién formaba parte y quién no, como si se tratara de un
movimiento literario y no de una generación-, narradores como Avelino Stanley, Rafael García Romero, Rafael
Peralta Romero, Manuel
García Cartagena; poetas/narradores como Pastor de Moya, Ángela Hernández o René Rodríguez Soriano -que al final
era más cuentista que poeta-, y que ha sido la más amplia de las generaciones
literarias, en una pequeña nación en la cual las generaciones y los movimientos
literarios se encuentran intrínsecamente ligados a la realidad nacional, a lo
que acontece fuera de los ámbitos puramente literarios.
Se
encuentran, por supuesto, los narradores descontextualizados de lo que sucedía
alrededor de los movimientos poéticos, porque eran precisamente eso, es decir,
narradores. Los movimientos literarios eran poéticos. Se encuentran,
además, los escritores que vivían y hacían vida literaria fuera de la ciudad de
Santo Domingo, la ciudad capital, que fueron invisibles hasta mucho tiempo
después de su aparición publicando libros, y luego de su desaparición física,
en un país pequeñito que, sin embargo, parece enorme, infinito para la cultura
que se hace más allá del Distrito Nacional. Hemos escrito un ensayo sobre los
escritores de la Región Norte del país, desde finales del siglo XIX hasta
finales del siglo XX. Es decir que no vale la pena insistir sobre ellos aquí.
Esta apretada
selección de nombres, en la que no se encuentran todos los escritores, no tiene
que ver con la calidad literaria o con algún estudio más enjundioso que sugiera
cuál movimiento o generación ha entregado más escritores de profundo calado que
los demás: es sólo una lista nominal, que no pretende juzgar y, como he dicho,
incompleta, en la que faltan muchos nombres. En un país en el cual el siglo XX
surgió casi como tragedia nacional, con dos invasiones norteamericanas, un
dictador que gobernó por 31 años, un presidente posterior democrático
derrocado, una guerra civil, la invasión norteamericana de 1965, los llamados Doce Años autoritarios del
presidente Joaquín Balaguer,
escritor él mismo; tres incursiones guerrilleras fracasadas, un presidente
suicidado y otro encarcelado por corrupción, era obvio que se tenía que propiciar
una literatura política, pero además un tipo de literatura que cambia a medida
que también ha aparecido un cambio en el ámbito social o político. Por ejemplo,
la dictadura trujillista propició de alguna manera el nacimiento de la Poesía Sorprendida; la Revolución del 65 produjo
el Frente Cultural; la
invasión norteamericana denominó incluso la Generación de Posguerra; la finalización de los Doce Años de
Balaguer y la apertura democrática de 1978 produjeron la Generación del 80; y la estabilidad
política y social de finales del siglo XX y principios del siglo XXI ha
propiciado el fin de los movimientos literarios y la independencia estética de
los escritores.
Al mismo
tiempo, la literatura dominicana es aficionada, de escritores que no se dedican
nunca por completo a la literatura, a excepción de algunos privilegiados como
Domingo Moreno Jimenes. La tradición literaria nacional ha sido el producto de
esporádicas manifestaciones sobre todo poéticas, lo que ha provocado a su vez
la aparición de generaciones poéticas nacionales que sin embargo no tienen nada
que envidiarle a los movimientos o a las manifestaciones poéticas de otros
países latinoamericanos, a pesar de que no es muy conocida o
reconocida. Poetas como Franklin
Mieses Burgos, Manuel del Cabral, Salomé Ureña o Domingo Moreno Jimenes cuentan
con una poesía de alta calidad literaria -aunque no soy muy
dado a utilizar este término casi mercadológico-, y en cierto sentido con una
gran literalidad y originalidad, puesto que, precisamente, uno de los problemas
de las literaturas nacionales es que copian los movimientos sobre todo
europeos, lo cual sucedía además en el resto de Hispanoamérica, adhiriéndolos a
la realidad dominicana, dominicanizándolos. Este eurocentrismo, que tiene su
explicación en nuestra identidad, en nuestro “ser” dominicano, en el que no
vamos a profundizar en estos momentos, ha provocado al mismo tiempo que nos
encontremos de espaldas al resto del Caribe, y que reconozcamos a otros
escritores de nuestro idioma o de idiomas caribeños como el francés o el inglés
como extraños a nuestra propia realidad. Es posible que debido a la condición
de poetas de nuestros escritores, para los cuales la lengua, e incluso la idea
cierta del poeta como guardián de su idioma, es tan importante, nos hemos
alejado de temas, ideas y comportamientos de nuestra región particular, a la
que pertenecemos inexorablemente, puesto que en el resto de las Antillas se
habla en francés (incluyendo al créole), inglés u holandés (incluyendo el
patois). Escritores como los haitianos Jacques Roumain, Jacques
Stephen Alexis o René
Depestre; martiniqueños como Aimé Césaire o Édouard
Glissant; de Santa Lucía como Derek Walcott y su hermano gemelo Roderick, dramaturgo; cubanos
como Alejo Carpentier, Guillermo
Cabrera Infante, José Soler Puig o José Lezama Lima y todo el grupo Orígenes, son reconocidos en el
mundo entero, pero no así los dominicanos de sus respectivas generaciones,
teniendo en cuenta además que la región del Caribe ha dado cinco premios Nobel de Literatura (hagan
vida o no en el Caribe: caribeños por nacimiento): Saint-John Perse (Guadalupe), Derek Walcott (Santa Lucía), V. S. Naipaul (Trinidad y Tobago), Gabriel García Márquez (que es de
Aracataca, Magdalena, en el Caribe colombiano) y Miguel Ángel Asturias (Caribe guatemalteco). A nuestro país nunca
llegaron, por ejemplo, movimientos literarios como el “realismo mágico”, lo
“real maravilloso” de Alejo Carpentier o el “realismo maravilloso” de Jacques
Stephen Alexis, al que se han adherido en la República Dominicana no
escritores, sino algunas obras de algunos escritores; como no llegaron tampoco
a una isla como Puerto Rico,
debido a su condición colonial con respecto a los Estados Unidos. Ahora bien, sí llegó una literatura de género
fantástico influenciada por Julio
Cortázar y los escritores argentinos, existencialista influenciada
por Ernesto Sábato o Juan Carlos Onetti, e incluso una cantidad de poetas
nacionales han identificado a Jorge
Luis Borges, el más europeo de los escritores argentinos, como una gran
influencia en su poesía.
Voy a contar
un ejemplo sencillo. La poeta y novelista Aída Cartagena Portalatín (1918-1994) fue muy amiga de Aimé Césaire y Édouard Glissant, además del escritor
africano Léopold Senghor, y
participó con ellos de las ideas acerca de la “Negritud” y el colonialismo al
que pertenecieron Aimé Césaire y Glissant, que se expandió a través de Europa y América en la década del 30 del
siglo XX. Ella viajó al África a
diferentes congresos sobre la presencia africana en el Caribe, y escribió un
libro de poemas cuyo tema era esa presencia africana de la cual era experta.
Sin embargo, cuando escribió su primera novela, “Escalera para Electra” (1970),
Aída buscó un tema europeo -el drama “Ifigenia en Tauros” de Eurípides-, para estructurar la
novela, con su personaje principal, Swain, una Electra que
vivía en la ciudad de Moca y
asesinó a su madre Clitemnestra
(en la novela de nombre Rosaura), mientras Helene, que es la propia Aída Cartagena, es una escritora que viaja por Europa, se detiene en Grecia y reflexiona sobre la
novela como género literario, sobre la novela ideal que quiere escribir,
citando a Jean Paul Sartre con respecto a sus reflexiones acerca de la “novela
comprometida” contemporánea. A la autora dominicana no se le ocurrió escribir una
metanovela sobre el Caribe o
sobre África, o sobre
la negritud de sus
amigos Césaire y Glissant, o un largo poema griego-europeo pero sobre todo
caribeño como el “Omeros” de Derek Walcott, puesto que sus intereses eran
otros, lo cual pone de manifiesto no una hipocresía, sino la realidad de cómo
pensamos los dominicanos acerca de África en el terreno intelectual, y sobre
nuestro pasado étnico negro y esclavizado. Es decir, no podemos hablar por
completo de una novela “transculturizada” o “híbrida”, sino que representa la
dominicanidad tal como es, sin idealizaciones ni hipocresías. Aída nunca
participó de ese surrealismo caribeño negro como esos habitantes de islas que
son en realidad provincias francesas e inglesas, como lo hicieron Césaire y
Glissant, a pesar de que perteneció al movimiento de la “Poesía Sorprendida”,
que tenía influencias surrealistas, pero su realidad no era África sino una
República Dominicana mezclada, más española que africana cuando se trataba de
aspectos literarios; ni se parece a los narradores y poetas haitianos, cubanos
o de otras islas del Caribe: su poesía, aunque excelente, busca más bien a
España y a Europa, no una identidad mezclada con África. El espacio central
literario caribeño en español lo ocupaba un país: Cuba, y Occidente no
necesitaba duplicidades en ese sentido. Y ahora sí llegamos a un aspecto que no
es necesariamente literario, sino al terreno mercadológico, al ámbito de la
propaganda. Puesto que ese alejamiento de temas con los cuales se estereotipa
desde espacios europeos, en los Estados Unidos y en el resto de Latinoamérica, a la región del
Caribe, alejó a algunos escritores dominicanos de una preponderancia que estaba
justificada en lo estético, no en las modas ni en los modelos artísticos o
intelectuales pasajeros, como sucedió con el movimiento de La Negritud, aunque parezca
contradictorio, puesto que el país caribeño más cercano formalmente al
continente colonizador fue al mismo tiempo el más olvidado, puesto que no
ofreció novedades como aquéllas de las islas negras (en un sentido literario,
romántico, no racial), exóticas y “mágicas”. Es decir que estamos hablando de
dos fenómenos diferentes: uno es el publicitario, el mercadológico, el de la
propaganda, y el otro el estético, el literario, el poético, que se rige por
nada más que la creatividad del autor y la empatía y el reconocimiento del
lector.
Sólo algunos
escritores como Juan Sánchez
Lamouth, Norberto James, Nadal
Walcott, Mateo Morrison o Manuel Matos Moquete en algunas de sus novelas, debido a una
conciencia racial interior, individual, decidieron escribir sobre el realismo mágico o maravilloso y
sobre la presencia del negro en nuestra isla. También, por supuesto, Marcio
Veloz Maggiolo y otros estudiosos de ritos mágico-religiosos, los cuales no
formaban parte intrínseca de las obras, sino que aparecían como parte de la
atmósfera de las historias (Veloz Maggiolo fue novelista, a diferencia de
Norberto James o Mateo Morrison). Manuel del Cabral o Tomás Hernández Franco lo
hicieron debido a una necesidad estética, pero no desde lo formal sino desde lo
temático: casi desde fuera, desde la periferia. Y ellos no eran negros.
Escritores como Juan Bosch o Pedro Peix, a quienes yo considero
profundamente dominicanos y caribeños, eran sin embargo escritores realistas, a
los cuales les interesó poco el realismo mágico o el realismo maravilloso,
tratados por Bosch y por Peix en algunos cuentos (Peix en todo un libro) como
experimentos (en el caso de Bosch, que fue anterior al boom latinoamericano, en el tratamiento temático de leyendas y
cuentos orales dominicanos, muy parecido a lo que hizo posteriormente Veloz
Maggiolo). Pedro Peix fue más cercano a Faulkner que a García
Márquez, inventándose un pueblo ficticio ("Alcanfores"), más
cercano al Yoknapatawpha faulkneriano
que al Macondo garcíamarquiano.
Un poema como “Yelidá” de Tomás Hernández Franco tiene como
figura principal a una negra que es hija de una mujer haitiana –o de la parte
occidental de la isla, puesto que en el tiempo del poema aún no existía Haití
como nación- y de un noruego, Erick, obviando conscientemente la racialidad
negra dominicana, desplazándola hacia Haití. Lo mismo hace “La metamorfosis de
McKandal”, de Manuel Rueda: Mckandal es un héroe cimarrón que lideró la primera
rebelión de esclavos en la parte occidental de la isla, hasta que fue atrapado,
encarcelado y quemado vivo por los franceses. De acuerdo con un mito haitiano,
McKandal no falleció en la hoguera, sino que se convirtió en un insecto alado que
escapó volando de las llamas. Lo que queremos significar es que este
alejamiento de nuestra región caribeña le quitó notoriedad a nuestra literatura,
alejándola de los estereotipos antillanos. Como menciona un principio
mercadológico que se aplica a cualquier clase de producto, los lectores buscan
determinados temas que satisfagan sus necesidades de lectura en una época
determinada; quien no esté dispuesto a escribir sobre esos temas corre el
riesgo de no gustar. Uno de esos temas puede ser, quizás, “la magia de la vida
latinoamericana” o lo maravilloso de una región exótica y negra. Sean estos
estereotipos reales o no, puesto que estamos hablando de literatura.
-III-
En la UNESCO existe un Centro Regional para el Fomento del libro en América Latina y el Caribe (CERLALC). De acuerdo con las estadísticas entregadas por ese centro, en Hispanoamérica, o sea en nuestro idioma español, existen cinco países donde se venden más libros, y donde más se lee, que son México, Argentina, Perú, Chile y Colombia. El país en el cual más se lee y se venden libros es Argentina, seguido de Chile. Al mismo tiempo, en una coincidencia que no es tal, los premios Nobel de Literatura en idioma español, excluyendo a Miguel Angel Asturias, provienen de esos países, que son: Pablo Neruda y Gabriela Mistral, de Chile, Gabriel García Márquez de Colombia, Mario Vargas Llosa de Perú y Octavio Paz de México, aunque todos sabemos que Argentina hace mucho tiempo debió tener un premio Nobel de Literatura. También los componentes del llamado "boom" latinoamericano pertenecen a esos países donde más se lee: Mario Vargas Llosa de Perú, Carlos Fuentes de México, Julio Cortázar de Argentina, Gabriel García Márquez de Colombia, y José Donoso, que se autoproclamó en sus memorias ("Historia personal del Boom") como “la quinta pata del boom”, de Chile. También la mayoría de los ganadores de los Premios Cervantes de Literatura, o de concursos importantes literarios convocados por editoriales que realmente son multinacionales de la industria del libro, son ganados por escritores de esos países. Es decir, todo no sucede por puro azar, sino que la promoción de la literatura cuenta con un componente mercadológico que no es posible obviar. Un escritor dominicano, así como otros escritores de regiones ubicadas en la periferia, no podrá nunca acceder a este tipo de promoción, independientemente de la calidad de su literatura.
Decía el escritor salvadoreño Manlio Argueta, en su novela “El valle de las hamacas”, de forma sarcástica, que los centroamericanos “son unos resentidos, porque les tocó nacer en el culo del mundo y esa es una situación a perpetuidad”. Al mismo tiempo, no podemos contar con el estado para que propicie el apoyo y el fomento de la literatura dominicana, puesto que nada de esto ha sucedido aún. El estado dominicano prefiere promover la bachata o el merengue, la música popular, la industria cinematográfica en ciernes, porque tiene un propósito político, electoral, es decir que todo debe tener una finalidad económica, práctica y corrupta. Los autores dominicanos sólo son recordados cuando mueren o cuando ya pertenecen a la tradición, nunca en el presente, a no ser que tengan éxito, que ganen un concurso literario importante o que sean reconocidos como escritores, por alguna razón, fuera del país. Cuando se convierten en tradición, entonces los escritores dominicanos son recordados y reconocidos por el estado, incluso por el resto de la población.
En el presente, en este siglo XXI del cual ya han pasado tantos años, podemos notar algunas características de la literatura dominicana actual, no joven sino actual, que demuestra el cambio que se ha generado no sólo en la literatura, sino en la sociedad dominicana, puesto que ya dijimos que la literatura del país se encuentra demasiado arraigada a los vaivenes de nuestra realidad nacional, muchas veces política:
1- Los narradores han sobrepasado en cantidad a los poetas. El renglón literario que más se escribe y que tiene más salida en el país es el ensayo histórico, sobre todo de la época de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, y en segundo lugar de los Doce Años de Joaquín Balaguer, o de sucesos históricos trascendentales cuyos testigos han querido dejar testimonio de su experiencia. La poesía casi no se lee. Algunos poetas se han dedicado a escribir ensayos sobre la tradición literaria nacional, como Fernando Cabrera, Basilio Belliard o José Mármol, sin abandonar la poesía, además de otros poetas que escriben memorias literarias o vitales como testigos de acontecimientos sociales o literarios, como sucede con Mateo Morrison, José Rafael Lantigua, Tony Raful, etc.
2- Luego de convertirse en tradición, como he dicho, aunque algunos de ellos se encuentren vivos, como ha sucedido con Pedro Peix, Marcio Veloz Maggiolo, Hilma Contreras, Aída Cartagena Portalatín y muchos otros, hemos empezado a reconocer la calidad indiscutible de su literatura, a pesar de que no son reconocidos internacionalmente a un nivel mercadológico o editorial.
3- También hemos descubierto que existe una cantidad de escritores de otros países, sobre todo de países pequeños pero algunos también de grandes naciones -"grandes" en el sentido de la cantidad de habitantes-, que también son desconocidos a pesar de que cuentan con una gran calidad literaria, como sucede con Elena Garro, Antonio Di Benedetto, Manlio Argueta, Nivaria Tejera, José Soler Puig, Luis Rafael Sánchez, Carmen Naranjo, Inés Arredondo, etc.
-IV-
Los escritores del presente no deberían abandonar la "gran calidad literaria", en la época de la literatura light, de los libros de autoayuda y de la pedagogía que pretende pasar como literatura. No hemos sobrepasado las condiciones que cambien la perspectiva de que un escritor dominicano que viva en el país sea conocido ampliamente fuera de la isla, pero esto puede ser una ventaja debido a que se puede ser ambicioso en extremo –en un sentido creativo- sin pensar en los resultados propagandísticos: sin detenerse en perseguir la fama. El escritor dominicano es un autor aficionado, en el sentido de que escribe en su tiempo libre, porque debe dedicarse a una infinidad de labores para ganarse la vida, entre ellas una reciente y lucrativa: ser funcionario cultural de los diferentes gobiernos. Es un autor de pocos libros, sean estos poéticos o narrativos. Eso no va a cambiar en lo inmediato. Debe lidiar con la exclusión, la marginación a lo interno de su propio país, la insularidad, la falta de lectores y la dejadez del estado. Ahora bien, al mismo tiempo debe dejar de permanecer de espaldas al Caribe, puesto que es su región y su realidad. Debería comprender que se encuentra adherido, le guste o no, a un pasado africano y esclavista, y que debe aceptar su caribeñidad en este siglo XXI como una cosa normal y definitiva, como nos explica Manlio Argueta con respecto a Centroamérica. Nuestro idioma es el español y nuestra región es el Caribe, nuestra raza y nuestra etnia es la mulata y la mestiza, entendiendo el mestizaje como una mezcla de diferentes razas, una promiscuidad positiva. Eso es lo que somos. Nuestra cultura es la caribeña. Y escribir sobre esto, aunque algunos escritores actuales empiecen a percibirlo como “pasado” puesto que han aceptado la caribeñidad como una realidad que ya no es colonial, puede traer resultados positivos en un país que muchas veces pasa desapercibido como nación, más aún como destino literario. Al mismo tiempo, somos representantes quizás ingenuos de esa caribeñidad, por lo cual se comete una injusticia al descalificar la literatura dominicana o la puertorriqueña –debido a la situación colonial de nuestra isla vecina con respecto a los Estados Unidos, una situación que es de hecho pero que no es cultural, debido a su independencia idiomática- como no antillana, tratando de definir desde el exterior, desde la ignorancia, lo que ya somos de forma natural.
¿Cómo se escribe en el resto de Latinoamérica? Se escribe sobre el presente, con una prosa muy directa, a veces muy cruda, puesto que ya no hay que escribir de forma simbólica por motivos de dictaduras políticas, religiosas o morales. Han desaparecido hace muchísimos años el Modernismo, el Surrealismo, el Concretismo, el Pluralismo, los movimientos literarios. La marca de la literatura actual es el eclecticismo. No existe una búsqueda de perennidad, sino que el éxito debe llegar en el aquí y en el ahora. Ya no es posible hacer un estudio de la literatura, no sólo latinoamericana sino del resto del mundo, sin referirse al mercado, puesto que las presiones de la industria editorial han condicionado la creatividad de los autores. Hemos accedido a un lenguaje sucio, agresivo, violento, vulgar a veces, que trata de reflejar sin metáforas ni simbolismos la realidad del país, sobre todo urbana. Es decir: hemos empezado a abandonar la belleza, o por lo menos la idea de belleza, como sucede hace mucho tiempo con otros géneros artísticos, sobre todo con las artes visuales. Esto lo compartimos con el resto de los escritores latinoamericanos. Y es posible que compartamos todas estas características con los escritores del mundo entero. Aunque estamos tratando de no caer en generalizaciones, y en el reduccionismo de analizar la literatura latinoamericana como un todo, como si los países latinoamericanos, con tradiciones literarias, realidades socioculturales, económicas e individualidades diferentes fuesen un solo país, lo cual no funciona ni siquiera para etiquetar a los emigrantes hacia el norte del continente americano.
Debemos tener en cuenta que la calidad literaria no la dan los temas, sino la forma, la manera en la que se escribe. En una obra narrativa, por ejemplo, a un nivel académico se habla de una división entre la Historia de la narración, y el Relato. La Historia es el argumento, lo que se cuenta, mientras que el Relato es la forma en que se cuenta la Historia. Debe haber un equilibrio entre la Historia y el Relato, entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, por supuesto, pero hay un consenso general en que lo más importante es el Relato, la forma en la que yo, el escritor, cuento las cosas; o en el caso de la poesía lo más importante, por supuesto, son las palabras, la forma en la que escribo mi poema. La forma se erige incluso por encima del tema o el contenido que he elegido. El lenguaje, como dijo el filósofo y antes el cristiano, precede, de alguna manera, al propio ser.
-V-
La poesía y la narrativa dominicanas han sido subvaloradas por múltiples razones, algunas de ellas las hemos expuesto aquí, pero no podemos obviar tampoco que hemos tenido inmensos escritores relativamente desconocidos, como Pedro Henríquez Ureña, Manuel del Cabral, Pedro Mir, Franklin Mieses Burgos, Juan Bosch, Pedro Peix, Domingo Moreno Jimenes, Salomé Ureña, entre muchos otros, jóvenes o no, muertos, enterrados o aún vivos y creando. Aunque se escriba en el país durante el tiempo libre que nos deja una existencia caribeña llena de vicisitudes, para que no nos agobie el calor, la rutina, la cotidianidad y las dificultades económicas, eso no cambiará en lo inmediato.
El escritor dominicano debe tratar por sí mismo de salir de su realidad insular, ahora que cuenta con más medios que nunca antes, que le permiten acceder al resto del mundo sin moverse de su isla, no solamente a un nivel personal o propagandístico, sino estético, que es lo que nos interesa como escritores, pero sobre todo como lectores.
Máximo Vega-escritor-2021.
Al Borde del Edén: nueva publicación de Máximo Vega
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Cada Demonio (memorias de un secuestro durante la Era de Trujillo):
El recuerdo de Isabelita me ha llegado a través de su imagen sonriente en una fotografía a blanco y negro encima de la repisa. Me perturba la presencia de esa imagen antigua. Isabelita siempre estaba sonriendo, aunque es posible que me engañe la memoria: en realidad la conocí muy poco. Tenía quince años de edad cuando desapareció, aunque en la fotografía debe tener once o doce. Debo admitir, después de tantos años, que no era muy bonita. Esa foto viaja conmigo a todas partes, la imagen perdurablemente joven de mi única hermana, evaporada en el aire enrarecido durante la dictadura.
(...)
Nada nos predispone para la sorpresa de la muerte, a pesar de que sabemos desde el principio que debemos morir. Cuando pienso en Isabelita aparecen en mi mente un vestido, varios olores, el sonido de una voz que se desgasta, la imagen difusa de un rostro que empieza a pudrirse. Pero eso no quiere decir que ella sea ese vestido, esos olores, ese sonido o ese rostro, sino que todo eso representa lo poco que ha quedado de ella en mí, rescatado no por la memoria sino por la imaginación. Es como esa poca gente que camina allá abajo por una calle de Nueva York, envuelta en sus abrigos y sus guantes: a cuántas personas queridas habrán visto morir, a cuántas habrán tenido que sepultar. Llegará el día en que cada una de ellas morirá.
(...)
Sentado en la mecedora de caoba de la galería podía observar como desde un palco la pequeña procesión barrial anterior a la Semana Santa. Ese domingo sería el de Ramos, cuando Jesús entró a Jerusalén algunos días antes de la traición, el beso y el apresamiento, y los habitantes lo recibieron agitando ramos de palma. Esa noche, un pequeño grupo de más o menos cincuenta personas caminaba por las calles hacia la iglesia cantando y llevando delante una lámpara de gas con una base de madera, como una antorcha a punto de quemar una pantalla de papel. La lámpara la cargaba la rubia secretaria general de la Junta de Vecinos, mientras el presidente estaba mezclado con la gente, de la mano de una anciana obesa que supuse sería su esposa. Cuando llegaran a la iglesia continuarían cantando, se oficiaría una misa, el sacerdote pronunciaría algún sermón sobre el matrimonio, la familia o la situación política, según lo que se le ocurriera. Trataría de manipular desde el púlpito a los creyentes, recomendándoles que apoyaran las acciones gubernamentales. O diría algunas líneas sobre la muerte y resurrección de Jesús, e instaría a todos los presentes a que guardaran la Semana en los templos y no se marcharan de vacaciones, como todos los años, a las playas, a los ríos o a las montañas de un país que siempre está soleado.
En Montecristi, en la Línea Noroeste, durante la Semana Santa los fieles apenas salen los fines de semana, porque en las calles andan los diablos rondando el día, los Cachúas, con látigos en las manos para golpear a todo aquel que camine entre ellos sin permiso. Los diablos andan sueltos, exorbitantes. Disfrazados de demonios juguetones pero igual de peligrosos, los hombres convertidos en Cachúas con sus máscaras de cartón adornadas con cabellos de papel crepé se mueven libres por todo el pueblo, asustando a los niños y castigando a los hombres, y sobre todo a las mujeres, pero a todos, porque todos somos pecadores. Los látigos son reales, los fuetes te dejan marcas en la piel el resto del año. Durante la Semana Santa, en Montecristi, es mejor convertirse en un diablo que continuar siendo un simple y débil mortal.
El sargento Delgado me confió que, cuando me hallaron desmayado detrás de unos laureles, en el jardín de un parque público (puesto que Puñal y los suyos tuvieron la astucia de sacarme a la calle para que no se supiera en cuál edificio nos encontrábamos, lo que significaba que el cuarto ensangrentado sería utilizado para otras personas), Carlos halló la foto de Isabelita muerta en uno de mis bolsillos, la sacó y la guardó para sí, pero aún no me la había devuelto. Me hubiese gustado mostrársela a mi madre, aunque no sabía cuál sería su reacción. Es conveniente, como dijo William James, que todas las acciones que realicemos sean las que más incrementen la felicidad humana. Es decir, debemos mentir si la verdad produce la infelicidad de la gente. Pero qué estoy diciendo. Me estoy negando a mí mismo. Debo ser inculto, estúpido, incluso medio analfabeto, como me decían algunos alumnos blancos en los Estados Unidos. No puedo citar a William James. Eso no es lo que se espera de mí. Qué cultura podía tener un caribeño casi negro, aunque haya pasado catorce años siendo un ciudadano de tercera categoría en los Estados Unidos.
Pero necesitaba esa fotografía, así como necesitaba la foto que le entregué a Martín Minier, porque eran las únicas imágenes que me quedaban de Isabelita. Si Carlos estaba de acuerdo, podía cambiársela por las que tenía en mi poder, metidas en mis maletas trancadas, en las que también aparecía él como un intruso, aunque no sabía si tendría otras más comprometedoras.
Hubiese o no energía eléctrica, es decir aunque la calle se encontrara o no iluminada, de todas maneras la procesión continuaba su camino cantándole a Dios y levantando, ahora lo veía, un Cristo crucificado que se retorcía de dolor, un Cristo de yeso. La sangre pintada parecía resbalar hacia el suelo, más allá de la cruz y de los antebrazos de quienes la cargaban. No era un objeto muy grande, la levantaba un señor sin ningún esfuerzo, aunque cuando se cansaba luego de un rato se la entregaba a alguien más, siempre a un hombre, no sé si esto tendría algún significado ritual. Dentro de algunos días sucedería la Santa Cena, Jesucristo les confesaría a sus discípulos que uno de ellos lo iba a traicionar, y todos preguntarían Seré yo, Maestro, como si el culpable no supiese ya que la traición se encontraba pagada. Carlos estaba ahora dentro de la casa, detrás de la pared que nos separaba, pero casi no nos hablábamos. Estaba mucho más serio, menos conversador, y como dije había vuelto a beber, aunque no todos los días. Luego de mi larga sesión diaria de galería, a veces lo encontraba sobre el whiskie -llamando a Brunilda, que la mayoría de los días no se encontraba allí a esa hora-, con los pantalones orinados o corriendo por los pasillos buscando el baño más cercano para vomitar en el inodoro. Y sin embargo, cuando se marchaba de nuevo en las mañanas para la fábrica, seguía siendo el mismo Carlos, elegante, bien vestido, sin exageraciones en el corte de pelo o en las campanas de los pantalones, a pesar de las presiones de la moda. Brunilda la que fingiría de nuevo ser Isabelita pero esa vez besándose con quien llamaba “hermano” falsamente mientras Carlos los observaba encima de la cama, borracho o no, ebrio o despierto ante una obra teatral que exigía demasiado de dos actores impúdicos. Eso era lo que sospechaba, aunque no estuviese completamente seguro. Los jóvenes se desnudarían, se tocarían las lenguas con sus lenguas, fingirían ser Isabelita y Carlos o Benjamín y Luisa o Silvina y el sargento Delgado o a quien le pasara por la cabeza a mi primo, que se masturbaría o no delante de ellos, que dormiría o no en el suelo o encima de la misma cama en la cual los sometía para que se amaran, para que reprodujeran en vivo una relación pornográfica casi infantil. Todo lo que puede lograr el dinero. Todo lo que puede comprar el dinero. El muchacho anémico, quizás un vecino de Brunilda en Salcedo, un noviecito convencido por la fortuna de Carlos, era posible que poseyera un miembro enorme que exageraría el acto, que partiría en dos a Brunilda, vestida de colegiala o de sirvienta, de niña o de campesina miserable.
Era notable que todas esas personas caminaran en medio de las calles vacías cargando la lámpara y el Cristo que sufría, y tardaran más de una hora dando vueltas hasta una iglesia ubicada tres cuadras más allá, esperando que se les unieran los demás creyentes, ancianas y ancianos con sus hijos o sus nietos, beatas, solteronas maduras, jovencitos a los que había convencido la religión, sin cansarse, dispuestos a terminar la caminata como todos los años, sin agotarse con la monotonía del canto y el camino. Ya habría tiempo de descansar en la iglesia, cuando el sacerdote con falda oficiase la misa nocturna. Mi Coronel presidía la procesión, deteniendo automóviles invisibles, empujando a los transeúntes para que dejaran pasar la fila, gritando Aleluya Aleluya como un poseso. Empezaron a cantar algo que hablaba de que Dios estaba en todas partes. Pero eso significa que en la mierda de una enferma está Dios, en un niño con la barriga enorme llena de lombrices, en las lombrices está Dios, en la muerte también está Dios. En el orín de un sifilítico se encuentran todos los elementos de los que está constituido el universo. La rubia de la Junta de Vecinos me sonrió cuando me vio en la galería, me llamó con la mano para que me uniera a ellos pero le mostré el yeso en la pierna, le presenté mis excusas puesto que en esas condiciones era imposible que los acompañara, aunque, claro está, completamente sano tampoco me les hubiese unido. Ya no estaba para ilusiones y esperanzas, para inmortalidades e infinitos. Cuando muera, espero morir para siempre, desaparecer, cesar. No ser. Eso es lo que espero, de todo corazón.
Empezaron a cantar Ven con nosotros a caminar, Santa María ven, y había algo de atractivo en su unidad, en su compenetración. Y sin embargo los odiaba a todos porque no sentían el dolor que yo sentía debido a mi hermana, los odiaba porque no podían acompañarme en mi sufrimiento. Porque Isabelita no estaba y ellos ni siquiera lo sabían, no les interesaba, como a mí tampoco me interesaría si hubiese muerto la hija de la rubia, si era que ya tenía alguna descendencia o si acaso estaba casada; o el hijo o el nieto del presidente de la Junta de Vecinos y su esposa gorda, no: pero si ellos me hubiesen odiado porque no me importaba su dolor, lo hubiese entendido. No hubiese hecho ninguna reclamación por un desprecio que alguien podría calificar de infundado. Ni siquiera Carlos, que exteriorizaba su angustia emborrachándose una noche más que la anterior, podía jactarse de sentir un odio y un dolor más grandes que los que yo creía sentir.
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"Cada demonio no es una novela histórica, sino una novela negra, narra una historia detectivesca. Con notable habilidad, su autor describe dos épocas históricas de su país, la República Dominicana, pero sobre todo el libro es la pesquisa de un personaje sin nombre para descubrir los detalles de una vida, la de su hermana, pero también otras vidas y otros misterios, en un ambiente y una era llena de sombras y oscuridades. Es una novela apasionante en su misterio, muy amena, y conformada por la realidad de un país caribeño azotado por dictaduras, presidentes autoritarios, invasiones, corrupción, pero que al mismo tiempo es desconocida por el resto de los países. Aprendiendo del pasado también podemos conocer el presente".
Manuel Vicioso-lector
Máximo Vega nació en el año 1966, en Santiago de los Caballeros, República Dominicana. Ha publicado los libros: “Juguete de Madera”, “Ana y los Demás”, “La Ciudad Perdida”, “El Final del Sueño”. Ha sido premiado en varios concursos nacionales, en los renglones de cuento y de ensayo, y ha sido antologado nacional e internacionalmente. Su obra ha sido traducida parcialmente al inglés, al alemán, al francés, al italiano y al polaco. En el año 2000 el Taller Literario Virgilio Díaz Grullón de la extensión de Santiago de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (CURSA-UASD), lo reconoció como el Joven Intelectual del Año. En el 2002 obtuvo el Premio de Ensayo sobre los 200 años del nacimiento de Víctor Hugo, con el trabajo “Víctor Hugo en la Historia”, traducido al francés. En el año 2005 se colocó un cuento suyo en un libro de texto para estudiantes universitarios, en México y Puerto Rico, y ese mismo año Ediciones Ferilibro, la editorial de la Feria del Libro de Santo Domingo, publicó la antología “El Cuento Contemporáneo de Santiago”, preparada por él. En el 2005 ganó el Premio Nacional de Cuento de la Universidad Central del Este (UCE), con su libro “El Final del Sueño”. En el 2008 ganó el Primer Premio del Concurso de Novela Corta de la Fundación Global y Desarrollo (FUNGLODE). Ha aparecido en antologías literarias en Puerto Rico, México, Italia, España, Colombia, Estados Unidos, Polonia, Venezuela y la Rep. Dom. En el 2011 publicó “El Libro de los Ultimos Días”, un volumen que recoge varios de sus ensayos, y en 2015 el Banco Central de la República Dominicana publicó su libro “Era Lunes Ayer”, que recoge toda su producción cuentística hasta la fecha. También en el 2015 participó del libro “100 años de genocidio armenio”, junto a intelectuales latinoamericanos y europeos, que ha sido traducido a múltiples idiomas como el armenio, el ruso, el francés, el alemán, el inglés, etc. Es fundador y coordinador del Taller de Narradores de Santiago.
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