Padre y Madre se dedicaban a buscar
discípulos en las calles adornadas por largas palmeras y coloridos botes de
basura de Beverly Hills, a través de un programa radial con poco rating que
mantenían con sus fortunas cada vez más exiguas, a través de afiches
apocalípticos que les dejaban colocar en sus vitrinas los dueños de las
joyerías y de las boutiques, porque estos avisos extravagantes atraen
misteriosamente a la gente chic. Padre y Madre no estaban casados, a pesar de
lo que advertían sus sobrenombres, los unía exclusivamente su creencia. Al
principio, se pensó que eran solamente una pareja de concubinos que fundaba una
secta religiosa más para ganar dinero y atraer vacías estrellas de Hollywood o
millonarios confundidos acerca del más allá, como cientos de sacerdotes,
rabinos, imanes, swamis y pastores que vegetan o pululan en las avenidas de Los
Ángeles, buscando algún incauto que crea sólo un poco en sus auspicios o sus
augurios. A pesar de su estrambótico nombre de película fracasada (aunque, al
principio, se hacían llamar Los Testigos del Apocalipsis), Estados Unidos se
percató de que el contenido de su mensaje era mucho más terrible, mucho más
profundo.
El 27
de marzo del 1997, a las 12:01 de la noche, una nave espacial bajaría hasta la
mansión de la pareja, y se llevaría en su seno las esencias de todos los
integrantes de la secta dispuestos a aceptar La Palabra. Sólo las “esencias”,
puesto que los extraterrestres, los dioses, los arcángeles, o lo que fuera que
saliese por la puerta de la nave rescatadora, se llevarían las almas, y los
cuerpos, inútiles, nuestras cárceles materiales y terrestres, serían
abandonados en las habitaciones, y serían encontrados luego por las
autoridades, que por supuesto nunca entenderían. La felicidad eterna empezaría
a partir de esta abducción.
Como
los Cátaros, eran dualistas, renegaron de la natalidad y de la materia. Comían
poco y se negaban a tener relaciones sexuales; Padre insistió en recomendar que
los hombres se castraran, para evitar los contactos hetero u homosexuales,
aunque deseaba que accedieran a ello voluntariamente. Él mismo dio el ejemplo,
si bien no fue seguido por todos los varones, que le temían al dolor, a los
efectos secundarios. No renegaban del placer, sino de la materialidad del
cuerpo humano. Según ellos, la llegada del nuevo milenio no significaba un fin,
sino el principio de una vida en otra parte; es decir, la vida que todos
anhelamos en otro lugar, un empezar nuevamente, un renacer alejado de las
miasmas de esta existencia terrenal, un paraíso. Buscaban lo que Moisés, lo que
Colón, lo que buscan los suicidas terroristas musulmanes. Intentaron ser
magnánimos: a medida que se acercaba el 2000, en entrevistas televisivas, en
programas radiales y en su página de internet, trataron de convencer a la gente
de que los acompañara en su viaje espacial, o dimensional, pero fueron
escasamente escuchados. Los incultos locutores se burlaban de ellos, la secta
apenas creció, a pesar de la enorme publicidad, casi siempre amarillista y
negativa. Al final, exhaustos, pensaron entonces que, como todo tiene un
sentido en el universo, como todo está dispuesto, quien no escuchó el mensaje
merecía quedarse en este infierno terrestre (en un sentido planetario, por
supuesto).
Una
semana antes de la partida, los que tenían familiares fuera del recinto
sectario dejaron grabados mensajes en video para sus parientes o sus amistades.
Esposas que se despedían de sus esposos y sus hijos, novios que abandonaban a
sus novias y a sus amigos, hijas que les pedían a sus padres que las olvidaran
por completo. Hablaban siempre de un “viaje”, pero nadie entendió de qué se
trataba, obviaron lo evidente y, por supuesto, nadie trató de detenerlos. En
los videos, aparecían muy delgados, vestían uniformemente, tenían grandes
ojeras, pero parecían muy felices.
El 27
de marzo cenaron como todas las noches, aunque los asaltaba una impaciencia
nerviosa que provocó que la cena se abreviara. Al final, sentados en los sofás
de la sala de los cánticos, Padre pronunció algunas palabras, Madre les sonrió
como sólo podría sonreírles una virgen, se pasaron de mano en mano un compuesto
venenoso mezclado con vodka; todos, excepto uno, bebieron del mismo vaso. Se
abrazaron, se besaron entre abundantes lágrimas, se acostaron en unas camas
especialmente diseñadas para ese momento crucial. Usaban ropa deportiva, como
si fuesen uniformes. Los castrados fueron acostados primero: se les permitió
este privilegio debido a su anterior sacrificio. Un discípulo entrenado para
este fin asistió a los que no morían con la paz necesaria, arropó los cuerpos
con una sábana negra, salvo los pies que calzaban unos tenis del mismo color. Luego él tomó el compuesto, diluido en una mayor cantidad de alcohol para que
tuviese el tiempo suficiente de arroparse a sí mismo, se acostó en la cama que
le correspondía, fue el último en partir. Yacentes, confiados, esperaban ser
rescatados de la muerte.
La
policía descubrió 39 cadáveres al día siguiente. La servant girl los encontró cuando iba a limpiar los cuartos, como hacía
rutinariamente dos veces al mes, y telefoneó horrorizada a las autoridades. El
inspector encargado de la investigación declaró que la placidez de la escena
contrastaba con su caótica irracionalidad. No durmió tranquilamente por todo un
año.
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Tres
soluciones pueden ser dadas para explicar este peculiar fenómeno finisecular,
este desapego tan total de la vida. La primera, y estoy seguro de que también
es lo primero que ha pasado por la mente del lector, es la locura. Padre estaba
loco, y arrastró en su demencia a los demás miembros de su secta, que creyeron,
sin oponer ninguna resistencia ideológica, lo que les decía su elegido. Padre,
por supuesto, no proporcionó ninguna prueba, no les mostró naves esporádicas
que surcaban el firmamento, fotos o videos de extraterrestres angelicales,
trozos indescifrables de alguna maquinaria desconocida. Ellos creyeron, por fe,
en La Palabra. No podemos descartar, entonces, que Buda o Jesús, Mahoma o
Abraham, Mani o Zoroastro, padeciesen de un síndrome similar. Aunque esto,
desde luego, es improbable.
La
segunda es que Padre no estuviese loco, sino simplemente equivocado. Él pensaba
que el mundo acabaría con el nuevo milenio, y que sus discípulos, al seguirlo,
se salvarían del Apocalipsis. Arrastró a su secta a la muerte por un error, en
los cálculos o en sus creencias, pero no se le puede acusar de monstruosidad
puesto que sus seguidores murieron en la felicidad, por algo en lo que creían
ciegamente. Los marxistas revolucionarios, los nacionalistas radicales, los
cristianos de la primera centuria, los judíos polacos, los palestinos, los
Cátaros y los Maniqueos, podrían entenderlos perfectamente. ¿Cuántos de
nuestros muertos han tenido la oportunidad de hallar la felicidad a través de
su propia muerte? Su acción, aunque equivocada, se encuentra justificada por la
dicha, la ceguera y la convicción con que fue concebida y ejecutada.
La
tercera explicación, con la cual me siento más atraído, supondría que ellos
estaban en lo cierto, que tuvieron razón. Que los extraterrestres, visibles o
invisibles, más probablemente etéreos, imperceptibles por el ojo y los aparatos
humanos, se llevaron sus almas a algún planeta repleto de otras almas de otros
mundos, para salvarlos de la destrucción de La Tierra. Que Padre era realmente
un mesías. Que el planeta, agotado, o quizás el sistema solar, ha sido
destruido por fuerzas metafísicas e inexplicables, y que no vivimos ya en la
realidad, sino en una ilusión, dentro de nuestros cuerpos vacíos, cáscaras de
lo que una vez fuimos o pudimos ser si hubiésemos escuchado el mensaje radial o
virtual de Padre. Ya es demasiado tarde. El curso de la historia y del capitalismo sugiere la posibilidad de que estemos muertos, de que el mundo haya
desaparecido y lo que percibimos sea sólo un reflejo, la cola del cometa, los
remanentes que deja la supernova. Sólo ellos, los milenaristas que partieron,
otros más que también lo hicieron aprovechando el signo inequívoco del cambio
de milenio, se encuentran vivos, son, sienten lástima por nosotros y ésa es su
única incomodidad en medio de su felicidad infinita. Re-nacieron.
Un
hecho posterior a la partida confirma esta especulación. A uno de los
integrantes de la secta, el más cercano a Padre, se le encomendó una función
muy peculiar: se le retiró de la mansión y se le ordenó que, cuando ellos
murieran y sus cuerpos vacíos fuesen trasladados a los crematorios o a los
cementerios, luego de salir en las noticias un poco antes de la destrucción del mundo, intentara explicar lo que había sucedido. Estaban conscientes de que los
demás no entenderían, percibirían este acto como bochornoso, demencial,
desmedido, y ellos, magnánimos de nuevo, debían explicar para que la humanidad,
inmersa en sus brumas religiosas, entendiera. El escogido se negó rotundamente,
no podía comprender por qué se le impedía marcharse con ellos, precisamente a
él, que se había castrado junto a Padre y estaba seguro de lo imprescindible de
la muerte colectiva, pero al final accedió porque se dio cuenta de lo
importante que debía ser su persona para que se le encomendara esta misión tan
tremenda. Un año después de las muertes, luego de visitar los canales de
televisión y las emisoras de radio, de dejarse fotografiar para los periódicos
y soportar las burlas de los sordos y los ciegos, el cuerpo de este hombre fue
encontrado en la habitación #33 del Motel New Heaven, en Iowa, vestido con sus
ropas rituales y con una carta en la que confesaba que Padre se le había
aparecido en su nueva forma espiritual y lo había llamado para que ocupara su
lugar junto a los demás. Le recordó cierta relación numerológica con su cuerpo
faltante, le ordenó que partiera para cumplir con alguna cábala, para completar
una cifra que debía desencadenar el Apocalipsis. Su cuerpo debía morir para que
se llegara al ansiado final del mundo, a la tan anhelada destrucción del
planeta.
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