Este es el volumen "Los libros de la isla desierta", en el cual se le pidió a una serie de escritores dominicanos que hablaran un poco acerca de un libro que haya tenido algún impacto en sus vidas, o, como nos dice la portada "su libro predilecto". En mi caso elegí un libro de texto, y lamentablemente el texto tiene un error, del cual yo soy el culpable, por supuesto, y no Carlos X. Ardavín Trabanco, el compilador, que hizo un trabajo magnífico. Así que coloco aquí el texto correcto, sin una palabra que está demás en el original.
UN NOMBRE:
Vamos a comentar un libro de texto de 7mo. Curso, ¨Nombre¨,
de Carmen Pleyán para Editorial Teide, al cual deseo hacerle un pequeño
homenaje debido a todo lo que he descubierto a través de él.
Es un volumen español, de Barcelona. El sistema de ese
libro es sumamente sencillo, y ha sido copiado innumerables veces: aprovechando
una serie de textos literarios, se analizan las reglas gramaticales, y por
extensión nuestro idioma, el español. En ese libro leí por primera vez a Pío
Baroja, a Camilo José Cela, Azorín o Rabindranath Tagore. En el breve relato de
Azorín, encontré a un niño que se entretenía en las noches mirando el universo
a través de un telescopio, un capítulo del libro “Confesiones de un Pequeño
Filósofo”, en el cual el maestro escribía quizás sobre sí mismo, acerca de un
aprendiz de astrónomo que escogía el conocimiento y la soledad. En ese capítulo
hallé una palabra extraña: “anemómetro”, una palabra nueva para un objeto que
nunca había visto. ¿Qué era un anemómetro? El cuento “Polifemo”, de A. Palacio
Valdez, probablemente el primer cuento completo que leí en mi vida, puesto que
llegué tarde a la literatura, una historia melodramática sobre un niño huérfano
que se encariña con un perro ajeno. Un capítulo de “Kim”, de Rudyard Kipling,
un poema de Antonio Machado. Leí la historia de un niño que mira por la ventana
la lluvia caer, y nos cuenta: “Anoche ha
llovido de forma tal que el agua chorreaba por los vidrios”, que es un
trozo de “El Retorno” de Eduardo Mallea, entonces cuando llovía encima de mi
casa de madera en un barrio pobre de Santiago trataba de sentir la misma
emoción de aquel niño del cuento, o releer el cuento mientras escuchaba la
lluvia caer sobre el techo de cinc. Unos versos de Rafael Alberti, que escribe
como un poeta que habla con el mar como si el mar fuese otra persona, y le
dice:
me
siento, mar, a oírte
¿te
sentarás tú, mar, para escucharme?
leyendo los textos con la
inocencia de mi edad, claro, sin el prejuicio de saber quiénes son los autores,
si son reconocidos como grandes escritores o si son muy famosos o no. Si una
historia me gustaba, me gustaba, y si no, no, sin que tuviese ninguna
importancia que fuese de Ignacio Aldecoa o de Valle Inclán, qué iba yo a saber
quién era Valle Inclán. (Otra palabra rara y nueva: “guardabarrera”). Un niño
ciego y enfermo juega a las damas con una amiga de su edad, en un relato de Ana
María Matute; en “Polifemo”, Gasparito, un niño hospiciano, se roba un perro
para que lo acompañe en las noches de la inclusa, y le lama las heridas
provocadas por el palo del cocinero. ¿Cómo no llorar con una historia así?
Y quizás he descubierto también, ahora que reflexiono
escribiendo estas líneas, que me ha traicionado la nostalgia. Es el único libro
escolar que aún conservo; le faltan algunas páginas, se le rompió la portada.
Lo releo a veces, lo saco, lo paseo. A través de ese libro puedo llegar cada vez
que quiero a mi infancia y adolescencia, como un Proust tropical que no escribe
sobre aristócratas ni grandes fiestas. Si empezó alguna vez en mí el deseo de
continuar buscando historias para seguir leyendo “El Conde Lucanor” de don Juan
Manuel, “Perdimos el Paraíso” de Ramón Fernández de la Reguera, o “El Mecánico
Malagueño” de Juan Ramón Jiménez, fue debido al encuentro con ese libro. Qué podía
saber yo quién era el Conde Lucanor. Qué podía saber, a esa edad, que yo era
una especie de Proust desvencijado, buscando un tiempo perdido y luego
recuperado a través de la memoria, pero sobre todo a través de la literatura,
que es una forma mayor de la memoria.
Pero si el descubrimiento del lenguaje como una forma de
expresión, como una manera de transmitir emociones, le llegó a un adolescente
de un colegio de Santiago de los Caballeros a través de ese librito excepcional
construido por alguien que amaba tan profundamente su lengua, su cultura y por
lo tanto la vida, entonces supongo que debe haber alguna clase de vacío que
acompaña a los adolescentes de hoy día, que no han podido hallar libros como
éste, sin que yo quiera parecer de ninguna manera reaccionario. Puesto que
descubrí que la alegría entregada por estos textos, y por el resto del libro,
no se encuentra en los temas, en las historias, sino en el lenguaje en sí mismo.
Las historias podían ser tristísimas, depresivas, oscuras, podían hacer llorar
a cualquier niño de mi edad, y no tenía ninguna importancia: el truco se
encuentra en la belleza del acto, en la perfección de la lengua, en la
transmisión del sentimiento. Podemos ser felices incluso leyendo el
Apocalipsis. Augusto Monterroso tiene un cuento acerca del recital de un poeta
en un parque, en el que termina diciéndonos que al mundo solamente le falta una
cosa para ser feliz. Por supuesto, eso que le hace falta es la poesía.
Pero en esas páginas no se encuentran sólo las historias,
como ya he dicho. Aunque los autores se empeñen en convencernos de lo
contrario, en la propia belleza de su arte se encuentra la felicidad por la
vida. Aunque específicamente para mí, todos los escritores están en este libro
(incluso Cortázar, Bioy Casares, Bosch, Kafka, Melville, Faulkner, Carpentier, Kundera,
Peix, Vallejo, del Cabral, cuyos textos no pueden leerse en sus páginas), toda
la literatura que he podido hallar gracias a ese primer encuentro.
Máximo Vega.