MANUEL SALVADOR GAUTIER, VISTO POR ABERSIO

Manuel Salvador Gautier: Arquitecto de la palabra

Cuando un hombre sabe a dónde va, el mundo entero se aparta para darle paso.
Thomas Jefferson

Por Abersio Núñez


Cuando al holístico Salvador Dalí se lo abordaba sobre su destacada labor pictórica, éste en seguida se autodefinía como mejor escritor que pintor. Tal vez con esa afirmación pretendía no se le desvinculara de aquel joven grupo de universitarios encabezados, entre otros, por el legendario Federico García Lorca y el cineasta Luis Buñuel.

Este preámbulo lo hago para referirme a una de las figuras más destacadas de las últimas décadas del escenario literario dominicano: Manuel Salvador Gautier, reconocidísimo arquitecto, quien debuta tardíamente en otro campo no menos exigente y, que requiere, además del diseño, de la estructura; elementos que Gautier conoce y maneja a la perfección, pero que decide demorarlos y, en su momento, volcar con toda la pasión que lo caracteriza a otro plano de su vida: la literatura.
Desde su primera entrega editorial, la tetralogía Tiempo para héroes, no ha cesado de escribir. Al umbral de cumplir ochenta años (el primero de agosto como el periódico Listín Diario), Doi nos sorprende ya sea con una novela, un drama, un ensayo, una colección de cuentos, una conferencia, un artículo…Su producción e ímpetu creativo, parecen no agotarse.

Conocí a este moderno Cid Campeador dominicano en su paso como director del Centro de la Cultura de Santiago. Su voz profunda y firme me hizo, cual la mirilla de una cámara, buscarlo entre el escenario en penumbras y encontrarme con aquel hombre descomunal que hacía su presentación formal ante la comunidad de artistas y gestores culturales de la Ciudad Corazón. No di seguimiento a su gestión en ese entonces, dada mi breve estada en la Ciudad de los treinta Caballeros, pero estoy seguro, conociendo la capacidad y sentido de responsabilidad de Doi, ésta llegó a buen término.

La incursión de Gautier en el universo literario se produce tardíamente. Hecho éste que me recuerda a otro destacado narrador dominicano: don Virgilio Díaz Grullón, quien en cada conversación o entrevista que solía ofrecer, aprovechaba para hablar de la razón por la que postergó su aparición temprana en el MUNDO de las letras. Un cuento suyo fue calificado por la crítica dominicana como plagio de El cuchillo, del profesor Juan Bosch. Este plagio inconsciente crearía un trauma en el autor de Un día cualquiera, quien no publicaría hasta alcanzar los treinta y cinco años.

Aunque ambos escritores dominicanos debutan tarde en las lides literarias, me arriesgo a decir que en el caso de Gautier se debió a sus múltiples compromisos en la bien ganada y aprovechada carrera de arquitectura, la que como escuché una vez dijera, le sirvió de simiente en la otra carrera, igualmente exitosa, con la que toda Quisqueya y el extranjero le conoce y celebra ahora, en el arribo de sus ochenta fértiles años.
No quería, bajo ninguna circunstancia, acallar mi voz este primero de agosto en el que, Manuel Salvador Gautier (80) y el periódico Listín Diario (121); dos íconos incuestionables de la cultura dominicana, CELEBRAN DOSCIENTOS UN AÑOS DE HISTORIA, INFORMACIÓN, EDUCACIÓN; DE BUEN Y ENRIQUECEDOR DECIR.

LA TERCERA ORILLA DEL RÍO:


Hay un cuento que no puede ser descrito. Jean Paul Sartre decía, tratando de explicar desacertadamente la narrativa, que un cuento, o una novela, podía ser “contado” por el lector, aunque éste utilizara sus propias palabras. Un amigo puede acercarse a mí y preguntarme: ¿De qué trata esa novela, qué cuenta?, y yo puedo narrarle toda la historia con mis propias palabras, no necesariamente utilizando las del autor. Para él, esa cualidad significaba que la narrativa no podía ser considerada como una forma de arte.
Pero hay una historia que no puede ser descrita de esa manera, a no ser que se lea la propia obra literaria. Debe haber algunas más, por supuesto, pero por ahora solamente puedo reconocer esta: “La Tercera Orilla del Río”, de Joao Guimaraes Rosa. ¿Qué decir de Guimaraes Rosa? El célebre, casi mítico autor de “Gran Sertón: Veredas”, escribió un cuento mágico, inexplicable en su ambigüedad, pero nada difícil en su lectura; no es un cuento hermético en su lenguaje, inescrutable a la primera ojeada. Las márgenes de ese río imaginario que es el lenguaje (“que no cesa”, nos dice Guimaraes refiriéndose al río del cuento) se desbordan hasta la infinitud en este cuento incalificable.
“La Tercera Orilla del Río” ocurre en una comunidad rural de Brasil llamada Minas Gerais. No sé lo que significa ser brasileño, mucho menos el significado de ser de Minas Gerais, que es la provincia natal del autor. Soy oriundo de una isla pequeñita dividida en dos países, la República Dominicana debe caber varias veces en el vasto territorio de Minas Gerais. Allí vive una familia común, ni mejor ni peor que las demás, a la orilla de un río sin orillas (un “río sin orillas” como el de Faulkner, el autor de esta frase feliz que en su caso se refiere al Misisipi), inmenso e ingobernable, “ancho de no poder verse la otra orilla”, nos comenta Guimaraes Rosa. No obstante, sabemos que la segunda orilla se encuentra del otro lado, aunque invisible. Para esas gentes, esos ríos deben ser comunes, mediocres, para nosotros son maravillosos. Un día, cualquier día, el padre decide construir una canoa. La arma, y luego se muda al centro del río, para siempre, abandonando su vida anterior y al resto de la familia. Podríamos comparar al padre con algún Noé tropical, el propio autor nos habla un poco acerca de esta comparación injusta, pero en este caso no hay intervención divina en todo el proceso. Sólo sabemos que la decisión del padre es inexplicable, así como es definitiva.
Algo extraordinario ha ocurrido en un pueblo ordinario. Algo incomprensible. El padre se quedó allí, medio a medio del río, y decidió no volver nunca más. “Lo extraño de esta verdad espantó a la gente”, nos revela el autor. La familia trata de continuar con su vida ordinaria, los hijos crecen, se hacen mayores y forman sus propias familias, la madre envejece, algunos hijos se marchan del pueblo. Se le suministra comida al hombre solitario en la canoa dejándole viandas en una cueva cerca de la orilla. La imagen de este hombre, el acto que ha cometido, no es simbólico, puesto que no significa nada ulterior o diferente; no es alegórico; sólo es ilógico e indescifrable.
Guimaraes cambia frecuentemente la sintaxis de sus construcciones verbales, como yo hago muchas veces en mis obras. Aunque él lo hace con más frecuencia, convirtiendo estos cambios en parte de su estilo, sus cuentos tienen un aire campesino, rural; ocurren en el campo, en medio de la naturaleza, a veces salvaje. Su diálogo enrevesado, producto de su personal sintaxis, en ocasiones puede parecernos inculto, aunque, por supuesto, no lo es. Guimaraes Rosa fue un hombre muy culto, un erudito. El esfuerzo que impone escribir de esta manera –si lo sabré yo –demuestra una maestría incuestionable. Guimaraes dice, por ejemplo: “Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó (...)”, o también: “Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte”, etc., etc. Su estilo parece un diálogo surgido repentinamente en medio de un camino, irreflexivo y espontáneo.
Al mismo tiempo, Guimaraes Rosa trata de hacer sus construcciones con palabras que parezcan nuevas dentro de una oración de sintaxis diferente. Nos dice, por ejemplo: “Nuestra madre no se manifestaba mucho”, o también: “sin tener en cuenta su irse del vivir”, etc. Inventa frases difíciles y nuevas: “en lo encontrable”, escribe, o: “los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo” (debemos advertir esta maestría: aunque esta frase aparenta redundante, la definición de “los tiempos” –como sinónimo de “la época” –no es la misma del “tiempo” final), o: “esta vida es sólo demorarse”, etc.
El padre decide marcharse al centro del río: ¿por qué? Para siempre, pero, ¿por qué? Su familia se afana en su regreso, lo acusan de maldad e irresponsabilidad. Su partida, espantosa, no afecta sólo a la familia, sino a toda la comunidad. Los notables del pueblo se reúnen tratando de buscarle una explicación al traslado, y a la vez una solución: está enfermo, cavilan, y no quiere contagiar al resto del pueblo con su mal; cuando tenga hambre y frío se cansará; está loco. El cuento está escrito en primera persona: lo narra uno de los hijos del padre en la canoa.
Hace muchos años, en la Roma imperialista que empezaba a ser cristiana, un fanático religioso llamado san Simeón (o más bien llamado originalmente Simeón el Estilita), un pastor venido del norte de Siria que se hizo monje como resultado de un sueño, se subió un día encima de una columna para estar más cerca del cielo, y duró allí 36 años. La diferencia entre la invención de Guimaraes Rosa, y este personaje real, radica en que la decisión de Simeón fue religiosa, ideológica, mientras que la del padre, ilógica y absurda, nos causa terror por su irracionalidad. Si este personaje imaginario hubiese tenido una motivación religiosa, la historia que se nos narra sería mucho más tolerable. El padre traspasó, de repente, un límite; compartimos con el hijo el estupor ante esa trascendencia que sólo entiende su protagonista.
Pero, ¿en qué género podríamos colocar este cuento, dónde puede caber? ¿Es realista, fantástico, pertenece al realismo mágico? Un hombre toma la decisión súbita de marcharse a vivir al centro de un río, encima de una canoa: es un cuento realista, puesto que este hecho es perfectamente posible, y está narrado a un nivel completamente real. Ninguna intervención científica o sobrenatural acontece, pero al mismo tiempo el hecho es tan extraordinario que parece fantástico, o realista maravilloso, a pesar de su gran simpleza. La ambigüedad de la historia, unida a la ambigüedad del lenguaje, provocan que el cuento sea indefinible.
La familia se ha ido alejando del hogar paterno. La propia madre se ha mudado ya del poblado natal; los hijos se han casado, han procreado otros hijos, nietos del hombre absurdo encima de la canoa; pero el narrador no ha podido apartarse de la orilla de ese río que lo llama; quizás por esta misma razón escribe la historia. Al final, ya adulto, “hombre de tristes palabras”, como se define a sí mismo, le hace al padre una petición desesperada: le suplica que le deje tomar su lugar en la canoa. La propuesta tiene un alto contenido dramático: “Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo...”, le grita, emocionado. “Ahora usted viene, no precisa más... Usted viene, y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!” Pero este deseo no llega a concretarse. Cuando el hijo observa que el padre ha aceptado la petición, y viene hacia él, huye despavorido al no decidirse a tomar ese lugar, esa herencia. Se ha acobardado, claro, pero no podemos culparlo. No entiende las razones del padre, y el tremendo amor filial, repetido a lo largo de toda la historia, escrita por él mismo, no es capaz de salvar la irracionalidad del hecho espantoso. El hijo no comparte las razones del padre; para él, lo que comete su progenitor envejecido es un sacrificio atroz, que él no es capaz de compartir.
Dudo mucho que el propio autor entendiera el alcance que la ambigüedad de su historia ocasionaría en los lectores. Se ha escrito acerca de la semejanza de ese padre irracional con Dios (bueno, es cierto que no entendemos las cosas de Dios), no con cualquier Dios, sino con el Dios de los judíos, así como se ha tratado de dársele a la obra de Kafka un significado religioso. Pero si esta fue la intención inicial del autor, el resultado ha trascendido este interés primigenio. Así como la obra de Kafka ya es entendida como la exploración intuitiva de la existencia del hombre contemporáneo, más específicamente del hombre del siglo XX, así mismo este cuento no puede ser limitado a un significado puramente religioso, sobre todo porque Guimaraes Rosa, en ningún momento, lo manifiesta, ni siquiera lo deja entrever, no proporciona ninguna clave que nos resuelva esta adivinanza. La interpretación religiosa es una de tantas, aunque válida, claro está.
Esa Tercera Orilla que se nos refiere desde el principio, o más bien sólo al principio, es el misterio, lo inexplicable, lo intolerable. Un escritor como Bioy Casares se complacía en urdir tramas insoportables, incómodas para el lector, a través de lo inexplicable y lo absurdo, de los sacrificios extremos e inmanejables, aunque en sus cuentos participa de alguna manera lo científico o lo sobrenatural; Guimaraes Rosa, en un pueblito a orillas de un gran río (el Amazonas o el Orinoco), en Minas Gerais, ha construido una historia que sólo puede ser narrada una vez, por él mismo, cuya trama nos espanta tanto como nos deja boquiabiertos por su originalidad.
La influencia de ese cuento en mi propia obra es notable. Escribí una vez un cuentecito de menos de una cuartilla, basado en esta Tercer Orilla imaginaria y horrible; pero su influencia en mí es mucho mayor. Debido a que Bioy Casares es uno de mis escritores preferidos, es posible entonces que tenga alguna atracción inconsciente hacia lo intolerable. La irracionalidad característica no del cuento en sí, es decir, no de su forma, sino del hecho que acontece en la narración (irracionalidad que es compartida por el narrador, el hijo que no entiende, y no entenderá, aunque se le dio la oportunidad de compartir el secreto, los motivos de su padre), es posible que haya surgido producto del azar, como sucede innumerables veces en el arte. Es decir: Guimaraes Rosa no sabía exactamente lo que estaba escribiendo.
Vamos, por un momento, a tratar de tomar el lugar de Guimaraes Rosa. Quiere escribir un cuento sobre un hombre que, como Noé, decide construir un aparato para navegar. Lo hace, esta vez ayudado por otro hombre. Como Noé, su familia no entiende qué es lo que hace, o por qué lo hace. Su convicción es ciega e inapelable. Construida la canoa, o el arca, decide partir hacia el centro del río. Si hubiese sido Noé, o por lo menos el Utnapishtim del “Poema de Gilgamesh”, hubiese construido su aparato esperando un diluvio, o quizás el desbordamiento del río. Noé había sido instruido por Dios para salvar a su familia de este diluvio, y a una pareja de todos los animales terrestres del mundo, para que, en el momento en que bajasen las aguas, el planeta se repoblara de seres vivos. Pero supongamos que Noé haya tomado su decisión sin ninguna intervención divina. Supongamos que el diluvio no acontezca, que el propio Noé sepa que el diluvio no llegará. Que Dios no le haya hablado, que no haya tenido un sueño como el de Simeón; o si tuvo el sueño o la pesadilla, o si Dios le habló, no lo sabemos ni lo sabremos nunca. Que Noé construya su arca gigantesca, busque los animales que pueda, obligue a su familia a vivir en ella, pero no ocurra la inundación, y la historia de ese Noé mediocre sea exiliada de la Biblia o de cualquier otro libro sagrado. Vamos a quitarle a Noé todo significado religioso, vamos a apartarlo de Dios. Ése es el mecanismo del cuento de Guimaraes Rosa.
La huida del hijo espantado, su sorpresa al comprobar que su padre venía hacia él para cederle su lugar, lo convierten en una nadería, en un vástago inútil, en el ser vacío que siempre ha sido, que sólo contempla sin hacer. Puesto que su vida se encuentra unida inexorablemente a la de su padre, que ha afectado profundamente al resto de su familia, su acto ha trastornado a su descendencia de forma irreversible; su acto, aunque furiosamente individual, afecta para siempre a los demás; entonces, luego de la petición final del narrador, y de su rechazo a algo que él mismo había pedido, sólo le queda la muerte. Luego de cometida la cobardía, el hijo se reconoce poca cosa: “Soy el que no fue, el que va a callar”, nos dice; una declaración tremenda –la de dirigirse conscientemente hacia el silencio –debido a que debemos recordar que ese hijo es el que habla, es el relator de la historia. Reconoce: “Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo”. Su cobardía lo ha borrado, su destino es el olvido. Lo ha llevado a aceptar, al final, lo que realmente es: solamente un simple y sencillo ser humano.

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LOS VALORES TRADICIONALES

Es indudable la composición conservadora de la mayoría de las instituciones de la República Dominicana, públicas y privadas. Una de las respuestas que más escuchamos para explicar el problema actual de la violencia en nuestro país, por aquellos que se han apropiado de las más importantes instituciones dominicanas, es que se han perdido los que, según estos entes conservadores, serían los “valores tradicionales”. Una explicación reaccionaria, por supuesto, que nos envía de inmediato al paraíso del pasado. ¿Qué son los “valores tradicionales”? ¿Ir a la iglesia todos los domingos, tal vez, acostarse a las diez de la noche (recordemos aquel infame mensaje balaguerista por la televisión: Son las Diez de la Noche, ¿Sabes Dónde Están tus Hijos?)? O quizás: discriminar a la mujer y a los homosexuales, a los negros y a los pobres, a los haitianos, que deben reconocer cuál es su lugar (vamos a recordar también que en el Teatro Colón, o en el Estadio Cibao, los negros debían sentarse detrás, separados de los blancos y de los mestizos). Cada quien debe saber cuál es su lugar: los hijos, que deben ser educados con la vara y la correa; los gays, que no deberían tener derechos; los budistas, los islamistas, los ateos, los hinduistas, que no son cristianos. También es un “valor tradicional” la idea de que se necesita un gobierno fuerte para evitar los desafueros: no besarse ni acariciarse públicamente, creer en Dios por sobre todas las cosas (lo que significa discriminar a los que no creen en Dios por sobre todas las cosas), desrizarse el pelo para que parezca “cabello bueno” (el otro, el pelo crespo, es “cabello malo”), tener la cortesía falsa de ofender a los demás privadamente, vestirse recatadamente, mandar a matar a los enemigos por cuestiones políticas o económicas sin hacer todo un espectáculo por ello, asesinar a todos los delincuentes en las calles.
¿A qué nos han llevado todos esos “valores tradicionales”? ¿Al progreso, al desarrollo social? ¿Estábamos mejor, o éramos mejores, antes, que ahora? Si necesitamos un cambio de mentalidad para sacar al país de la desazón y la desigualdad social, entonces necesitamos cambiar también todos esos “valores tradicionales” que nunca han servido para nada, a no ser para que algunos reaccionarios prolonguen nuestro atraso reclamando que se vuelva a esos “valores” de nuestra “tradición”. ¿Debemos volver a la época de Trujillo, o a los 12 años de Balaguer, en los cuales se defendían a rajatabla esos “valores tradicionales”? ¿No deberíamos crear otra clase de valores, más humanos, menos discriminantes, más civilizados? Si no dejamos atrás todos esos “valores tradicionales”, la sociedad dominicana continuará fracasando constantemente en algo que ya no creemos que sea su objetivo final: el progreso de la gente, sobre todo de tanta gente pobre que no tiene ninguna oportunidad de ascenso social, por culpa de una burguesía que se aferra a esos “valores tradicionales” (uno de esos valores: el pobre merece ser pobre, el rico merece ser rico). O quizás el objetivo de la República Dominicana sea el de regresar a esos “valores tradicionales” con los cuales habrá muchísima gente pobre también pero... serían pobres privados, íntimos, que tendrán la cortesía de no mostrarse públicamente.

LA MUERTE DE SARAMAGO

JOSÉ SARAMAGO FALLECE EN LANZAROTE A LOS 87 AÑOS







El escritor José Saramago, Premio Nobel de Literatura, ha fallecido este mediodía en la localidad de Tías (Lanzarote, España) a los 87 años de edad. Sin duda, fue unos de los escritores más conocidos y apreciados en el mundo entero. Su literatura y el compromiso moral con la sociedad de su tiempo le convirtieron en una voz crítica frente a las injusticias y desigualdades del mundo. “Escribo para comprender”, confesaba el autor portugués.



La directora de Alfaguara España, Pilar Reyes, ha lamentado la pérdida de José Saramago en nombre de toda la editorial y del Grupo Santillana: “Este es un momento difícil de asumir. Con él se va no sólo un gran escritor sino un intelectual comprometido, un ciudadano honesto. Publicamos su primera obra en 1994 con la aparición del libro de relatos Casi un objeto. Desde entonces, con más de una veintena de libros, su obra se convirtió en una columna fundamental de nuestra editorial”.



La celebridad y el reconocimiento a escala interna­cional le llegaron con la aparición, en 1982, de su ya legendaria no­vela Memorial del convento, a la que siguió El año de la muerte de Ricardo Reis. En esta última, su precisa y sentimen­tal indagación del universo de Fernando Pessoa —a través de uno de sus heterónimos— se convirtió casi de inmediato en una obra «de culto» que cruzó todas las fronteras. El trabajo narrativo de José Saramago gozó desde entonces de una admiración sin límites. Otros títulos importantes publicados en Alfaguara son Manual de pintura y caligrafía, Casi un objeto, Historia del cerco de Lisboa, La balsa de piedra, El Evangelio según Jesucristo, Todos los nombres, Levantado del suelo, Ensayo sobre la ceguera, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, Poesía completa y Cuadernos de Lanzarote I y II. Alfaguara ha publicado también el libro de viajes Viaje a Portugal y el relato breve El cuento de la isla desconocida. En el año 1998 recibió el premio Nobel de Literatura.



En su libro Las pequeñas memorias (Alfaguara, 2007) Saramago decía: “De alguna forma sigo siendo un campesino. Parece disparatado decirlo pero sólo yo puedo saber lo que llevo de campesino dentro de mí. El pasado está lejos pero nunca me he podido separar de él, del niño que fui”. Su fina ironía fue una de sus herramientas literarias más poderosas. En su hermoso libro, El viaje del elefante (Alfaguara 2008), Saramago reflexionaba sobre la condición humana y nos hacía sonreír a lomos de Salomón, un elefante indio que parte de Lisboa para emprender un asombroso viaje a Viena. Su última novela publicada fue Caín (Alfaguara 2009) en la que, con la distancia que le permite la ironía y la cercanía que le otorga un compromiso apasionado con los hechos que narra, Saramago nos regalaba una cruda a la par que humorística parodia del gobierno del cielo.

Alfaguara estaba trabajando en estos momentos en dos nuevas obras de José Saramago. Por un lado, el segundo volumen de El Cuaderno, que recoge sus comentarios de su blog, y el libro Saramago en sus palabras, preparado por Fernando Gómez Aguilera y que conforma un corpus de reflexiones personales, literarias, ideológicas y políticas elaborado a partir de declaraciones del autor en la prensa escrita.



La capilla ardiente de José Saramago se instalará a partir de las 17 horas local (las 18 horas en la Península) en la Biblioteca José Saramago (C/Los Topes, 3), en la localidad de Tías (Lanzarote).



FRASES DEL AUTOR:

«Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía. Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexión, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte.» (Última entrada en el blog de José Saramago, bajo el título “Pensar, pensar”).

«Escribo para comprender, y desearía que el lector hiciera lo mismo, es decir, que leyera para comprender. ¿Comprender qué? No para comprender en la línea que yo estoy tratando de hacerlo; él tiene sus propios motivos y razones para comprender algo, pero ese algo lo determina él.»

«En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que soy hoy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.»

«La importancia que puede tener usar una palabra en vez de otra, aquí, más allá, un verbo más certero, un adjetivo menos visible, parece nada y finalmente lo es todo.»

«Un libro es casi un objeto. Porque si es verdad que es algo voluminoso, que se puede tocar, abrir, cerrar, colocar en un estante, mirar e incluso oler (¿quién no ha aspirado alguna vez el aroma de la tinta y el papel ya fundidos en una página?) también es verdad que un libro es más que eso, porque dentro lleva, nada más y nada menos, la persona que es el autor. De ahí que sea necesario tener mucho cuidado con los libros, enfrentarse a ellos dispuestos a dialogar, a entender y a tratar de contarles lo que nosotros mismos somos. Los buenos libros, que es de lo que aquí se trata, están hechos con la honestidad y el trabajo de autor, luego hay que tratarlos también con honestidad y sin regatear esfuerzos.»

«Llevamos siglos preguntándonos los unos a los otros para qué sirve la literatura y el hecho de que no exista respuesta no desanimará a los futuros preguntadores. No hay respuesta posible. O las hay infinitas: la literatura sirve para entrar en una librería y sentarse en casa, por ejemplo. O para ayudar a pensar. O para nada. ¿Por qué ese sentido utilitario de las cosas? Si hay que buscar el sentido de la música, de la filosofía, de una rosa, es que no estamos entendiendo nada. Un tenedor tiene una función. La literatura no tiene una función. Aunque pueda consolar a una persona. Aunque te pueda hacer reír. Para empeorar la literatura basta con que se deje de respetar el idioma. Por ahí se empieza y por ahí se acaba.»

LA POESÍA DE RAMÓN PERALTA:

El poeta no se reconoce en el tumulto, aunque sí en la más acogedora soledad. Parecería que el escritor escribe para sí mismo y no para los demás, y una sociedad que llegue a ese estado de confusión espiritual se encuentra camino a su inexorable esterilidad. Se le exige a un escritor que sacie hambres materiales, porque el fin de toda nuestra sociedad es la materia; que se manifieste contra la injusticia y la necesidad económica; que ejerza la filantropía; que sea políticamente correcto; pero esas no son las funciones de un poeta. Si lo hace por sensibilidad personal, porque esos fines son muy loables, esa es su libertad, pero no su obligación. El hambre que debe saciar es de otra índole, su función es metafísica. “Si estas líneas no dicen un después, si no saben abrir”, nos revela Ramón Peralta, “han sido sólo un juego, una vieja mentira”.


Hace más de quince años (en otro siglo, incluso: ya podemos decir esto refiriéndonos a individuos aún vivos, y jóvenes), Ramón publicó un pequeño libro de poemas titulado “Eternidades” (aunque ni remotamente parecidas a aquellas “Eternidades” líricas de Juan Ramón Jiménez). Ese libro –su primer y único libro- que al principio fue un pequeño volumen, editado modestamente, se ha ido convirtiendo poco a poco en un gran libro. A partir del título el poeta empieza a criticar la realidad: “Eternidades”, en la época de lo efímero y lo superficial.

Ramón Peralta coincide con otros poetas jóvenes de su lengua en el descubrimiento de cosas nuevas que deben ser nombradas en un mundo nuevo. Casualidades que pueden ser localizadas y que marcan de alguna forma las preocupaciones de nuestra época. Giannina Braschi, poeta puertorriqueña radicada en Estados Unidos, escribe en su libro “El Imperio de los Sueños” este verso: “Detrás de la palabra está el silencio”; Ramón Peralta, más radical, empieza “Eternidades” con éste: “Detrás de la palabra está la nada”. Peralta no llega a la desnudez imaginativa de la Braschi, pero su poesía, muy rítmica, le gana en profundidad, así como la puertorriqueña lo hace en riesgo formal. Pero en ambos poetas se pueden notar preocupaciones comunes: la aceptación de la ciudad como lo inevitable y lo deshumanizante, un característico pesimismo, cierta melancolía en la indiferencia, la falta de compromiso social, la escasez de imágenes, el escribir con formas coloquiales.


El poeta se reconoce sólo en el individuo porque escribe prácticamente sobre sí mismo. No puede escribir historias épicas, puesto que la multitud le pertenece al poder y a la materia. Al cuerpo y al deseo: al mercado. Escribe, entonces, sobre sí mismo. Peralta escribe sobre sí mismo, pero si es sincero, y escribe verdadera poesía, toda la humanidad debería reconocerse en él. “Detrás de la palabra está la nada”, detrás de la poesía sólo la esterilidad y el vacío. Hasta Dios se definió a sí mismo como El Verbo. Una degeneración del lenguaje sugiere una degeneración mayor, una corrupción de El Verbo, del mundo, del universo, de una de las definiciones de Dios. Por eso este poeta se ocupa de elevar el nivel de un lenguaje cuya pureza se nos presenta ya como un acto de rebeldía.


Existen dos poemas de Ramón que quiero compartir. El primero de ellos se titula “Horizonte”:

Cada vez que salgo dejo en el sillón mi foto

(lo que en ese instante soy)

entonces, ya en la calle mi carne se abre hacia el fin

y una voz que es sólo ruido en mi voz comienza a hablar

hasta que lo incierto abarca de pronto mi nombre

pero a pesar de todo, mi carne puede volver

y abro, entonces, la puerta y veo sobre el sillón

la foto de un hombre extraño

que me pregunta siempre: pero, ¿quién eres tú?

El poeta se desdobla: no se reconoce en aquello que sólo es carne que sale y luego regresa sin ningún sentido, ni en el ruido de su voz que habla como fingiendo, como si no hablara Él Mismo. “Mi carne se abre hacia el fin”, dice, como si se abriera hacia lo desconocido, a la posible muerte en la calle que puede traer un final (¿deseado?); se reconoce todo él en su nombre, como si estuviese construido de lenguaje. “¿Quién eres tú?”, le pregunta la fotografía, como si al volver ya fuese otro hombre, como realmente lo es: ya cambió, ya envejeció, aunque imperceptiblemente.


El segundo se titula “Cierto Día”, y tiene la misma melancolía urbana y reflexiva del anterior:

De repente este día ha perdido su nombre

era lunes ayer, pero sé que hoy no es martes,

mis manos son ahora un espanto en mi carne

y ese siempre sin fin ahora deja de ser

cada cosa ya es solamente misterio

esta palabra agua nunca ayer la bebí

este día es la puerta, por fin, sin dibujar

este día termina si es que encuentra su nombre.

Perdido en la rutina, el poeta ansía un cambio del orden, un poco de caos, la vuelta al misterio. De nuevo, la esencia de las cosas es su nombre, todo está hecho de lenguaje (bueno, debemos reconocer que, en el poema, todo está hecho de lenguaje). Si hoy me despierto y descubro que ayer era lunes pero hoy es miércoles (como un Gregorio Samsa invertido), ¿qué pasaría? Sin duda sería más feliz, puesto que algo ha cambiado en mi vida rutinaria, chata y sin sentido, no se sabe por qué, pero algo lo ha hecho. No ha cambiado el tiempo, lo cual es imposible, pero sí el nombre de los días. El concepto. El Nombre, que puede ser trastocado por los seres humanos. De nuevo, una referencia al lenguaje. El misterio despierta cuando abrimos una ventana y distinguimos un nombre nuevo para algo que no existe.


El reconocimiento del poema es un proceso físico, la íntima y profunda emoción que puede causar, generada por las palabras en sí mismas, la certeza de que tal o cual texto es bueno porque algo dentro de mí me lo indica de forma inexplicable. Tomo el papel escrito, leo, y acontece el deslumbramiento. Entonces, ¿cómo reconocer que algo es poesía, o que algo que leo no lo es? ¿Llevando el cálculo de las imágenes, los ritmos, las metáforas, con ese oficio de entomología? No, si todo ocurriese de esa manera, el poema no tendría ningún sentido. Es más: si todo ocurriese de esa forma, habría alguien escribiendo un poema diametralmente opuesto a ese oficio académico. La poesía surge como un proceso físico, hormonal, erótico, que me grita que estoy ante un poema, que alguien quiere decirme algo que no sé o que quizás sé pero aún no he reconocido, que hay cosas sin nombre, cosas que andan por el mundo buscando un nombre, saltan sin descanso del papel o brotan porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Algo está dormido dentro de mí y si el poeta escribe, por ejemplo:

para qué empezamos esta ternura prohibida

si no hay adiós ni hay olvido que destruyan

si condenado a lo eterno está lo que empieza

fue la locura quizás quien dirigió el destino

y la soledad de vernos siempre sin nosotros

(unos versos que parecen recordarnos un problema amoroso, pero que no hablan necesariamente de ello), entonces eso que está dormido se despierta y se revuelve dentro de uno.


¿He definido de alguna forma a Ramón Peralta? Me parece que sí. Aunque, claro está, mínimamente.


EL EVANGELIO SEGÚN LA MUERTE:




Hace algún tiempo ya, se publicó uno de los mejores volúmenes de poesía que se ha escrito en nuestro país. O, hablando más precisamente, no en nuestro país, porque su autor, José Acosta, vive en la ciudad de New York, en Estados Unidos, y es probable que allá se haya escrito, además de que el libro ganó el premio internacional de poesía Nicolás Guillén, en México; así que podríamos más bien decir: uno de los mejores libros de poesía de los últimos años escrito por un dominicano. Su nombre, “El Evangelio Según la Muerte”, nos refiere de inmediato a ese terreno del espanto que es la muerte, la otredad, espacio metafísico o material, la trascendencia o la nada, aunque transmitido a través de un lenguaje coloquial, sin alardes inmaduros, y a través de la nostalgia, sobre todo la evocación de la niñez y del ambiente familiar (específicamente de una familia matriarcal), temas recurrentes en José Acosta. En New York, la capital del mundo o la capital de todos los emigrantes o la ciudad más importante de los Estados Unidos o la segunda ciudad en importancia de la República Dominicana, fue escrito este libro, en una tierra que no es la del autor. Rodeado de rascacielos y de avenidas y de letreros publicitarios que no se encuentran hechos para él, José escribe sobre la muerte en New York: ¿cómo llegará la muerte a mí, precisamente a mí? El mundo morirá conmigo cuando llegue el final: “Señor, no me dejes envejecer en Nueva York. Haz que esta pared tan noble, donde apoyan los heridos la sombra de su alma antes de caer vencidos, ruede hacia el fondo del cielo, cerca del sol, para que yo pueda ver la ciudad de mi infancia. Haz que algo de sal ocurra en mis venas, algo de cuchillo en mi silencio, algo de soledad en mis entrañas huecas de tanto mirar los edificios con sus ventanas humanas empañadas de reflejos, con su castigo inocente de cerraduras, con su suicida cayendo eternamente como una fruta agotada (...) No, no me dejes morir en Nueva York” (capítulo dos, 1.1).


En la República Dominicana, en donde el ambiente literario nacional tiene características sectarias, la salida de este libro no debió haber pasado desapercibida, pero, ¿qué esperar? Yo, personalmente, no espero nada. Reseñar un libro siempre es riesgoso. Se corre el riesgo de errar el tiro, porque esta época no está de acuerdo con aquel derecho a la equivocación de san Agustín, con la posibilidad del error. Un buen poema, o un gran poema, se encuentra hecho para que las palabras ardan hacia el lector y lo iluminen, como ha escrito todo el mundo desde siempre: “Alguien construye cosas mientras sufre la ruina futura de lo que ha construido. Ladrillo a ladrillo hace su perfume, su azotea y un ovillo de arena. Teje el hueco que abandonan ciertos habitantes: el frío, el abrazo, los latidos. No se olvida del espejo, de su mano izquierda y del ladrido que se gasta en la distancia. Aquí edificará la escalera que llega hasta su rostro y allá el sufrimiento de ver destruyéndose todo lo que ha construido” (capítulo dos, 1.8).


“El Evangelio Según la Muerte”, de José Acosta, un libro extraordinario que demuestra la fortaleza, la pasión, la intensidad creativa de la poesía dominicana. Sólo pretendo, con mis escasas herramientas, llamar la atención sobre su existencia.


EL EVANGELIO DE SARAMAGO:

Me asomé un instante a esos ojos verdes y vi reflejada en ellos, allá en su fondo vacío, la inmensa, la inconmensurable, la sobrecogedora maldad de Dios.
LA VIRGEN DE LOS SICARIOS.



-I-

En el año 1998 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura al escritor portugués José Saramago. Hasta entonces un desconocido en mi país, la República Dominicana, donde no todos los libros desembarcan –a medias lamentablemente, también a medias por fortuna-, me pregunté de inmediato si ese extraño tenía la categoría de otros escritores famosos de su lengua, como Jorge Amado o Lobo Antunes. Por supuesto, la pregunta era injusta, puesto que la Literatura no es una suerte de competencia, y los escritores de cierta categoría son incomparables, por lo que todo depende de una aquiescencia, del “gusto” más puro y simple que nos acerca a tal o cual estilo, a tal o cual visión de la realidad. Dejando atrás esta injusticia, debo confesar que el primer libro de Saramago que leí, luego de ser descubierto para el gran público por el Nobel, fue “El Evangelio Según Jesucristo”. Recuerdo que lo hice a solas en mi casa, en unas vacaciones de Semana Santa del año siguiente a su premio, no porque creyera que esta fecha cristiana era el momento más propicio para hacerlo, sino por pura coincidencia, porque en las vacaciones de esa Semana en un país católico se tiene mucho tiempo libre para leer. El agradecimiento hacia lo que ha dado, recibido por alguien que tiene la necesidad de expresarse, como él, es simplemente lo que se leerá a continuación.

-II-

En el 1985, José Saramago publicó en español su novela “El Año de la Muerte de Ricardo Reis”, que trata como a un personaje real, histórico, a uno de los famosos heterónimos de Fernando Pessoa, su compatriota y uno de los poetas más importantes de todo el convulsionado siglo XX. El libro es deslumbrante, pero pasó un poco desapercibido en ese momento, aunque se convirtió luego en el más popular de su autor. Saramago, marxista, ateo, escritor de un tipo de literatura que puede ser calificada de “comprometida” sin menoscabo de sus atributos estéticos –realmente, el compromiso debería ser una virtud (el compromiso con el ser humano, con la Literatura, con el Arte, que se entienda: el compromiso con la humanidad), pero esta época nos ha llevado al límite de las paradojas-, decidió publicar, acompañado de otros libros (“Memorial del Convento”, anterior a El Año de la Muerte de Ricardo Reis; “Manual de Pintura y Caligrafía”...), una obra monumental acerca del personaje histórico y religioso más importante de occidente, a pesar de su origen oriental: Jesucristo, El Mesías, del que evidentemente se han escrito cantidad de obras de ficción o pretendidamente biográficas, desde los Evangelios de los Apóstoles hasta La Ultima Tentación.

-III-

En su libro “La Vida de Jesús en la Ficción Literaria”, el académico Theodor Ziolkowiski nos propone varias novelas en las cuales los evangelios conforman el germen de su ficción (aunque no pretendemos citarlo textualmente, es interesante anotar algunas obras características mencionadas en su libro: un trozo importante de “La Montaña Mágica” y de “Doctor Fausto”; “Una Fábula”, de Faulkner; “Las Uvas de la Ira”; “Messiah”, de Gore Vidal; “Gato y Ratón”, de Günter Gräss; “Demian”, etc. En la República Dominicana, a pesar de que Ziolkowiski no los menciona, por lo menos se encuentran “Judas” y “El Buen Ladrón”, de Marcio Veloz Maggiolo). Aunque su libro peca de un error inocente, que consiste en citar cada una de las novelas y luego comentarlas y analizarlas en la medida en que concuerdan con la vida de Jesús –ingenuidad evidente, puesto que su lista debería ser poco menos que inabarcable, lo que significa que se le escaparon inevitablemente cantidad de títulos, por omisión, discriminación, o por ignorancia-, lo interesante de su obra es que plantea una división de las novelas en varias categorías, pero esencialmente en dos: las que él denomina “transfiguraciones ficcionales”, y aquéllas en las cuales el personaje principal es el mismísimo Jesús, con su propio nombre y ubicado en su propia época.
Las transfiguraciones ficcionales son aquéllas en las cuales se pretende introducir a un personaje cuya vida narrativa coincide con la del Salvador. Más o menos la transfiguración que realizó Joyce en su famoso “Ulises”: el protagonista es un moderno Odiseo que actualiza las aventuras homéricas en el Dublín de 1904. Así, este grupo de novelas coloca a personajes casi siempre –aunque no exclusivamente- contemporáneos de los autores, cuyas vidas tienen semejanzas con la de Jesús. A veces forzadas, a veces más sutiles. Los ejemplos sobran: desde el “Nazarín” de Benito Pérez Galdós, hasta la “Pasión Griega” de Nikos Kazantzakis. En el segundo grupo, que el académico llama “biografías ficcionalizantes”, se encuentran las novelas en las cuales Jesús es el personaje principal, independientemente de que este Jesús sea fiel en el aspecto histórico al personaje mesiánico, o no. En este grupo tendríamos a “La Ultima Tentación de Cristo”, también de Kazantzakis, o “El Rey Jesús”, de Robert Graves. Y, por supuesto, “El Evangelio Según Jesucristo”, de José Saramago.

-IV-

Pero concentrémonos en la obra que nos ocupa, en El Evangelio Según Jesucristo; su título presagia la escritura de uno de los Libros Sagrados de occidente desde el punto vista del crucificado, no de los apóstoles. Debemos empezar reconociendo que es inevitable escribir una obra ficticia sobre la vida del Cristo sin que la religión no descubra en ella algún tipo de blasfemia. Debido a sus características divinas, toda intención de humanizar y ficcionar el personaje constituye una blasfemia, porque debemos colocarlo en el humano lugar de los que tienen deseos carnales, envidias, mezquindades normales en todos los hombres. Saramago trata de justificar lo que sabe levantará inconformidades con una estratagema sumamente ingeniosa: al principio del libro coloca un grabado anónimo sobre la crucifixión, al cual le hace un análisis a continuación: pretende decirnos que, así como el grabado falsifica, por ser una obra de arte, el tema de la crucifixión, añadiendo figuras fantásticas, alegóricas o simbólicas, presentando una idea visual del acontecimiento, así también una novela irremediablemente falsificará esa vida, puesto que es una obra de ficción; es decir, es posible que lo que se lea no sea ni pretenda ser la vida del Cristo, sino simplemente lo que es: una novela, una invención de un artista, un producto de la imaginación. Esa vida que conocemos a través del Evangelio de Saramago no es la bíblica, existen algunos puntos coincidentes pero de manera general es una creación más o menos verosímil sobre un personaje real pero escurridizo y lejano como todos los mitos, lo que invalida la obra como novela histórica. En esto continúa lo empezado con “El Año de la Muerte de Ricardo Reis”: el Jesucristo de su Evangelio es tan irreal como el Ricardo Reis heterónimo de Pessoa. Aunque el autor se ciñe a una época histórica, con sus detalles que dan a la vez una impresión de verosimilitud, sabemos que los personajes que actúan son los de una obra de ficción. Resulta interesante ir descubriendo cómo Saramago coloca algunas verdades acerca de la época que no aparecen en los evangelios de los apóstoles, puesto que para éstos eran fenómenos culturales tácitos que no les impresionaban: en una sinagoga la ceremonia no podía empezar hasta que no estuviesen en la casa de oración por lo menos diez hombres, aunque el lugar estuviese lleno de mujeres; una mujer no podía hablarle directamente al marido, si éste no le dirigía antes la palabra; en una época y en un pueblo que mezclaban la religión con la vida diaria, una mujer era considerada la traidora, la culpable de que a la raza humana la hubiesen echado del paraíso; todos conocemos además el lugar, siempre detrás del hombre, que ocupa la mujer en los pueblos orientales.
La novela empieza con una oración al parecer trivial: “La noche tiene aún mucho que durar”. Quien lea esta frase se dará cuenta de que algo en ella la convierte en nueva, pues debería estar construida normalmente de la siguiente manera: “La noche aún durará mucho”, o “La noche todavía durará mucho”, etc., etc. El estilo de Saramago es difícil y construido por arcaísmos y palabras eliminables, repleto de incisos separados por una gran cantidad de comas. Separa por comas sujetos y predicados que podrían prescindir de ellas, separa por comas incluso los diálogos. Independientemente de que este estilo sea válido en cuanto a su capacidad estética o comunicativa, en el caso de este Evangelio funciona en el hecho de que parece imitación de un estilo más bien bíblico, solemne; este uso no funciona de la misma manera en otras de sus novelas. Las novelas de Saramago tienen un aire de letanía bíblica, nos recuerda Luis Landero. Cuando el autor escribe: José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme, podemos reescribir toda la oración de la siguiente manera: José despertó sobresaltado, como si alguien bruscamente lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, puesto en esta casa sólo viven él y la mujer, que no se ha movido y duerme, lo que correspondería a un estilo comunicativo más efectivo. Debido a nuestro desconocimiento del idioma portugués, hemos investigado y hemos descubierto que la traducción no es la culpable de esta dificultad.
Debemos empezar enfocando las imperfecciones de la novela, antes de concentrarnos en sus grandes virtudes. Su primera debilidad es su título. Es evidente, a medida que leemos, que ese Evangelio no fue escrito por Jesús, ni Saramago pretende, estilísticamente, que creamos eso. No se encuentra escrito en primera persona, y aparecen hechos anteriores al nacimiento de Cristo, otros en los que Jesús no estuvo presente, etc. Existe un desapego, un extrañamiento del narrador omnisciente con respecto a lo narrado: ése que narra no es Jesús, nos damos cuenta de inmediato. Entonces, ¿por qué el título? Todavía nos hacemos esa pregunta, sin encontrar respuesta alguna.
Su segunda debilidad es la precipitación del final. Esta imperfección es reiterativa en Saramago, cuyos finales se precipitan sin ninguna necesidad: lo notamos en “Memorial del Convento” y en “Todos los Nombres”. Sus finales son demasiado bruscos, intempestivos, “poco elegantes”, si cabe el término, si se entiende el término más bien. Lo cual no invalida la maestría de la ejecución anterior, sino que contribuye a nuestro asombro ante esta brusquedad, corregible fácilmente. En el caso específico de este Evangelio, el final es consabido: la muerte de Jesús crucificado. Pero esta crucifixión llega como de la nada. La Biblia es mucho más literaria en este aspecto: hay una Santa Cena; una traición; la posibilidad, a través de Pilatos, de que Cristo sea perdonado; una tortura; un Vía Crucis; una negación y luego una aceptación de esa muerte; personajes buenos, personajes malos; los que ayudan a Jesús o se condenan al repudiarlo. Todo tiene una atmósfera de tragedia griega, de cálculo literario. Pero el final de Saramago es repentino. Al obviar adrede todos los elementos de esta tragedia, que aún hoy día impresionan al lector por motivos culturales, le quita a la crucifixión todo interés no solamente anecdótico, sino dramático, estético.

-V-

El libro se encuentra construido por pequeñas historias de muchos personajes que tienen como punto en común, como hilo conductor, la vida del Cristo. Empieza con el día en que comienzan las revelaciones de la inmaculada concepción de María, esposa de José, y acaba con la aceptación de Jesús de su muerte inevitable en la cruz, por disposición de Dios: desde el momento en que Jehová creó a Adán y luego a Eva, supo también que debía mandar a Su hijo a morir en la cruz, puesto que el Todopoderoso conoce el futuro y el pasado. En ningún momento Saramago niega la aparición de los milagros bíblicos, aunque cambia o falsea o no se ocupa de algunos de ellos, incluso de los más memorables. Dios es tratado como un ser dictatorial, que envía a Su hijo a morir en la cruz no para salvar a la humanidad, sino para que la humanidad glorifique Su Nombre. El Cristo es tratado con extraordinario candor por Saramago: Jesús es, seguramente, como el autor piensa que deberían ser todos los hombres (recordemos en este punto la aseveración nietzscheana: “básicamente sólo hubo un cristiano y murió en la cruz”, escribió Nietzsche en “El Anticristo”). Al principio Jesús se niega a aceptar lo que quiere su Padre, al final accede porque se rebela ante El. Ya habíamos notado este tipo de rebeldía ante la Totalidad divina en otros escritores, y podríamos citar a Baudelaire y André Bretón, el primero con sus oraciones a Satanás, el segundo con su famosa frase: “Yo soy Lucifer, el Angel de la rebelión”, rebeldía a través del enemigo de lo establecido, a través de lo contrario a lo que la sociedad considera como “bueno” o “normal”; como Saramago, ni Bretón ni Baudelaire eran creyentes. En Saramago, Satanás, que aparece en el libro en la figura de un pastor de ovejas (broma evidente, puesto que el que siempre es identificado como pastor es Dios, y sus ovejas, el rebaño, nosotros), es tratado como el rebelde que se atreve a luchar contra una omnipotencia que nunca podrá vencer. En esto coincide con Milton y su Paraíso Perdido. Milton, atraído como tantos otros poetas por la rebeldía de Lucifer, el Angel Caído, demuestra más simpatía en su gran poema por Satanás que por Dios (lo cual es paradójico, puesto que Milton era calvinista, y su poema es, supuestamente, un canto a la omnipotencia de Dios). En el Paraíso Perdido, Satanás y sus demonios saben que perderán, que nunca podrán derrotar a Dios, sin embargo luchan hasta que son vencidos, como si su destino fuese sólo luchar. Recordemos la revelación de Krishna a Arjuna, el guerrero de la Bagavad-Gita: su destino es luchar, cumplir con su deber, la derrota o la victoria no importan; esta es la idea oriental de la realización del hecho como un fin en sí mismo, e inevitable, independientemente de los resultados.

-VI-

En los evangelios bíblicos, Jesús nace en un pesebre. En la extrema pobreza, en un pueblo perdido pero importantísimo desde el punto de vista teológico, puesto que los profetas predijeron que allí nacería el Mesías. Giovanni Papini explica el nacimiento con mucha claridad en su “Historia de Cristo”: “Nació en un establo, en un verdadero establo, no en el pórtico que los pintores cristianos han edificado para ocultar la vergüenza de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Tampoco es el pesebre de yeso que la fantasía ha ideado en los tiempos modernos: limpio y amable, gracioso de color, con la pesebrera linda y bien dispuesta, el borriquillo estático, los ángeles sobre el techo con el festón volando, los muñecos de los reyes con sus mantos y los pastores con sus capuchas de rodillas a los dos lados del portón. Este puede ser un sueño de los novicios, un lujo de párrocos, un juguete de niños, el “vaticinado albergue” de Alessandro Manzoni; pero no es el establo donde nació Jesús”. Dispuesto en todo momento a desmitificar, Saramago es radical: su Jesús nace en una cueva, aunque sí en medio de pastores y de animales del campo. Escribe así Saramago: “El hijo de José y María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese sólo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto”, etc., etc. Esto es sintomático, porque por debajo de cualquier interés estético subyace en toda la novela un substrato ideológico: Saramago se propone rebatir a Dios, a través de Jesús (a quien considera humano, como usted o como yo), y se pregunta a cada momento, directa o indirectamente, cómo Dios permite esto o aquello.
La historia más interesante, y acaso la más triste, es la de José, el esposo de María. El José bíblico es descrito con desdén por los apóstoles (y por los no-apóstoles: no todos los evangelios fueron escritos por los doce que acompañaron a Jesús), puesto que es apenas un padrastro sin brillo del salvador; los dos personajes principales del nacimiento son él mismo, por supuesto, y María, la madre inmaculada. Era previsible además, dadas estas circunstancias, que Saramago se identificara con el desconocido José. En la Biblia, José desaparece luego de los nueve años de Jesús; en la novela, Saramago crea una vida posterior y una muerte para este misterioso personaje inútil. Para ello, se vale del hecho más cruel que aparece en todo el Nuevo Testamento: el asesinato de los niños primogénitos por parte del rey Herodes. El único apóstol que se refiere a esta matanza es Mateo, en ningún otro evangelio se menciona la masacre (debemos advertir también que esa leyenda la menciona Suetonio, el historiador romano, endilgándosela al emperador Augusto. Según Suetonio, los padres de los niños detuvieron la matanza, destinada a impedir que Augusto, según los augurios, accediese al hacerse adulto al poder). En la Biblia la masacre de niños se reitera: sucedió al nacer Moisés, por ejemplo. Lo que hace Saramago es quitarle a la matanza su característica divina: José, luego de nacido el niño, escucha casualmente que serán asesinados los primogénitos, entre ellos el suyo. Esa misma noche José despierta a María y se marcha con la familia, salvando a su hijo de Herodes; la salvación del niño supone la muerte de los demás, puesto que José salva al suyo, pero no advierte a los padres de los otros, que son asesinados por los soldados. Precisamente por su hijastro (aunque él no sabe que no es el padre) los demás son asesinados, debido a que Herodes mata a los primogénitos buscando a Jesús, por lo que José es doblemente culpable. ¿No se aprecia de inmediato la extraordinaria herejía, la incontenible ira ante este hecho bochornoso que la Biblia reseña como un milagro? Puesto que en la Biblia el que salvó a Jesús fue Dios, su verdadero Padre, Saramago sugiere al lector que Dios mismo dejó que los demás niños murieran, que fueran asesinados sin avisarlo a los otros padres, como avisó a José a través de un Angel en un sueño para salvar al mesías. Es decir: Dios dejó que asesinaran a esos niños, sólo que Saramago derrama toda la culpabilidad en la novela en alguien que para nosotros es más pasible de ser condenado puesto que es un ser humano: José. Condenado por lo que hizo, despreciado por María que percibe de inmediato la magnitud de su crimen, su destino será la muerte en la cruz por los romanos, al igual que su hijastro en el futuro, al cual le transfiere su maldición. Maldito por guardar silencio, por no comprometerse para salvar, por sólo pensar en sí mismo, José morirá al ser acusado falsamente de pertenecer a una rebelión en la que alguien como él nunca se habría involucrado. José se convierte en el perfecto indiferente, en el perfecto individualista, hasta que intenta ayudar a un amigo y entonces lo vienen a buscar a él, como en la famosa parábola que se le atribuye a Bretch.

-VII-

Aunque “El Evangelio...” no llega al nivel de ser una propuesta filosófica sobre la presencia del Mal (otra de las debilidades de la religión), sí llega a preguntarse indirectamente por qué Dios acepta la presencia de La Maldad (esa “maldad de Dios” del epígrafe). Esta ha sido una pregunta sin respuesta que ha preocupado al judaísmo, al cristianismo y al islamismo desde sus respectivas apariciones: ¿por qué Dios, El Creador que nos ama tanto, que nos hizo a su imagen y semejanza, permite El Mal? En el libro de Job, el más grande siervo del Señor se hace continuamente esta y otras preguntas, y Eliú, su compañero de creencia, le responde que no trate de juzgar a Dios, puesto que “El hace grandes cosas que nosotros no entendemos” (Job 37:15); es decir, no puede responder a esto. Nadie puede, en realidad. ¿Por qué a un hombre bueno le suceden cosas malas, y a un hombre malo le suceden cosas buenas? Esta pregunta fue motivo de las más importantes herejías de la Edad Media, y fue motivo indirecto para la creación de la inquisición católica: Los Cátaros, secta herética que tuvo mucho poder hasta que fue erradicada por la fuerza, por la inquisición y por una cruzada, basó en esta clase de preguntas toda su doctrina. Según ellos, no solamente Dios creó el mundo, sino que éste fue creación también de Satanás. Satanás creó los cuerpos, mientras que Dios creó las almas. Los cuerpos son impuros, imperfectos, sucios, enfermizos, decaen con el tiempo y mueren, pudriéndose; las almas son puras, perfectas, diáfanas, inmortales. Rechazaron todo contacto con la carne; fueron vegetarianos y repudiaron el matrimonio, la natalidad y la sexualidad. Saramago es otro hereje, aunque provisto de una teología más elemental y política: Satanás es el señor del mal porque se rebela ante Dios, pero también es cierto que El Omnipotente no conduce rígidamente nuestras vidas como pregonan las religiones, sobre todo las fundamentalistas ávidas de nuevos fieles; el hombre es, en definitiva, dueño y responsable de sus actos, y es libre, si quiere, de hacer el mal, y Dios no podrá evitar eso aquí en la Tierra. Tal es el planteamiento del autor. Indirectamente, exonera a Dios de nuestros terribles actos.
Lo que se propone Saramago, y lo que me parece valida la novela desde el punto de vista de su originalidad, es el hecho de que intenta desmitificar a Jesús y atacar nuestra idea de Dios desde el interior del propio mito. Los milagros son descritos en este Evangelio, Dios habla constantemente recordándonos Su presencia, como si su autor creyera que El existe, aunque no crea en Su doctrina. En todo el libro se encuentra presente lo sobrenatural, aunque en un tono a veces paródico. Traigamos a colación el ejemplo de Pier Paolo Pasolini, el escritor y director italiano marxista y ateo confeso, quien llevó al cine la vida de Jesús en la película “El Evangelio Según San Mateo”. Pasolini no creía lo que leía en la Biblia, pero en su filme coloca todos los milagros de Jesús, uno por uno, porque para él todo era mitología, un cuento fantástico de los hebreos. Y así lo llevó al cine, como un cuento de hadas. ¿Cómo es posible que los espectadores cristianos, sobre todo los católicos, adoren esta película, y declaren que es una de las mejores que se haya realizado acerca de Cristo? Porque cada quien lee la obra de arte como quiere: para Pasolini los milagros son cuentos de hadas, para los cristianos todo eso que menciona San Mateo es real. En ese sentido utiliza Saramago, también marxista y ateo, los milagros divinos: para él no son más que cuentos de caminos, como decimos los dominicanos, mitología de pueblos primitivos. Y su mayor descubrimiento consiste en que en ningún momento quiere hacernos creer que su Evangelio es la vida “verdadera” de Jesús, puesto que el éxito de su desmitificación se encuentra precisamente en su falta de coincidencia. La novela de Saramago es la primera “biografía ficcionalizante” en la cual no es importante si los hechos que se narran coinciden con la historia de Cristo descrita en los evangelios bíblicos, o no. Cualquier cosa puede suceder en sus páginas, puesto que por primera vez Jesús es simplemente un personaje narrativo, el personaje ficticio de una novela. En “La Ultima Tentación de Cristo”, Kazantzakis se permitió alguna que otra invención en la vida de Jesús, alguna que otra irreverencia, y la Tentación que sufre en la cruz es extraída totalmente de la imaginación del autor, pero todos sabemos que éste es un sueño de Cristo antes de su muerte, algo que “pudo suceder o no”, pero por lo demás la vida de Jesús coincide con el mito bíblico. Pero el Jesús de Saramago parece más bien no querer concordar con la Biblia: luego de los clichés iniciales para que aceptemos que ése que nace es Jesús (es decir, la aparición del ángel que anuncia a María su preñez virginal, la inmaculada concepción, la matanza de los niños, los nombres de los protagonistas...), la obra toma sus propios caminos y se inventa su propia vida mesiánica (es decir, Jesús tiene hermanos, muere José crucificado, no se pierde a los doce años, mantiene una vida marital con María Magdalena, no es bautizado por Juan el Bautista, se hace pastor de Satanás, no tiene un Judas, ni una Santa Cena, ni un Getsemaní, etc.) Es decir, la falta de concordancia es tan radical, a pesar de los pasajes sobrenaturales, que Jesús se convierte simplemente en lo que debería ser cuando lo toca un novelista: un personaje de ficción. Eso se había hecho anteriormente, siempre en tono paródico y analógico, en las transfiguraciones ficcionales, pero nunca antes en una biografía ficcionalizante.
Alfonso Reyes sabe explicar mejor que yo esta diferencia fundamental entre historia y ficción: “El historiador dice que así fue; el novelista que así se inventó”, nos aclara. “El historiador intenta captar un individuo real determinado. El novelista, un molde humano posible o imposible”.

-VIII-

Jesús vive con una prostituta llamada María Magdalena, de la que se enamora y convierte en su mujer; Jesús se niega a dejarse crucificar para satisfacer a su Padre, Jehová, son algunas de las herejías de este libro. Gastón Bachelard sentía la necesidad de que la literatura fuese otra cosa y no sólo literatura: este libro no es sólo literatura, es decir, no es sólo lenguaje, palabras, sistemas estéticos. Carlos Fuentes dijo una vez que el único compromiso del escritor es con el lenguaje y la imaginación. Eso no es cierto. El principal compromiso del escritor es con el ser humano. El fin de la literatura no es el lenguaje, sino el ser, como dijo Sartre. Saramago se propone colocarnos frente a una de las cuestiones capitales de nuestra época: con un Dios así, ¿podemos realmente ser libres? Este Dios que nos proponen los fundamentalismos, por el que han muerto tantos seres humanos, ¿es el verdadero Dios, o es sólo una falsificación? Saramago nos propone que ese dios que conocemos no puede ser el Verdadero Dios. Jesús, que es Su hijo pero que también es hijo de una mujer, merece infinitamente más solidaridad que el mismo Creador. Saramago se desentiende de la idea de la Santísima Trinidad: Jesús no es dios, Jesús es Su hijo. Y ese es uno de los problemas capitales de nuestra época porque hemos visto, en este comienzo de milenio, el resurgir de los fundamentalismos y del cristianismo ortodoxo. Una sombra de conservadurismo político y religioso oscurece nuestra época. En los discursos reaccionarios, se confunde la libertad que hemos conseguido a sangre y fuego con la inmoralidad, la corrupción y la extrema violencia que es propia del sistema capitalista (no es nuestra función explicar esta consideración obvia, que es apenas política). La religión de un hombre bueno que levantó un muerto de su tumba, que predicó el amor y la tolerancia, que salvó a una prostituta de la muerte y luego le ungió humildemente los pies, como si ella lo hubiese salvado a él, se ha convertido en una creencia radioactiva que niega la presencia de todas las demás creencias: según el cristianismo, Jesús es el único salvador, las demás religiones son falsas y peligrosas; Jesús es Dios. Esta religión intolerante y exclusiva es perfecta para la mentalidad occidental, también imperialista y radioactiva; la monarquía y luego la burguesía no hubiesen podido soportar en su seno al budismo o al hinduismo, por ejemplo, religiones contemplativas que no se preocupan demasiado por la incorporación a cualquier precio de nuevos adeptos, o por la lucha frenética por el poder, porque piensan que la salvación es un fenómeno eminentemente individual que debe llegar naturalmente. Nuestra mentalidad cristiana no es así. Pero una mentalidad fanática, que se radicaliza cuanto más el resto del mundo se corrompe y se paganiza, encuentra su justificación y su crecimiento precisamente en su fe ciega, en su alejamiento de un mundo que pierde sus valores y se degenera. La Madre Patria de todo cristiano radical es Israel, el pueblo elegido. Para Borges, el hecho de que los judíos se proclamen “el pueblo elegido” es una forma de racismo. Saramago va más lejos: Dios eligió a una mujer de su pueblo favorito, la embarazó para que le diera un hijo. Dios quería que Su hijo muriera en la cruz para obtener de una vez por todas, sin oposiciones politeístas, la idolatría de los seres humanos. Ahora bien, fue traicionado por la naturaleza humana, naturaleza que El mismo creó: los hombres se identificaron con Jesús, tan humano como ellos, a quienes proclamaron su Dios. Pero como el cristianismo es monoteísta, sólo había una solución para este dilema teológico: Jesús y el Dios anterior a su llegada son una misma cosa. Al final, Jesús se convirtió en Dios, y es más reverenciado que aquel Dios invisible y lejano, rabioso y vengativo del viejo testamento. El hijo terminó venciendo al Padre.
Pero en fin, El Evangelio Según Jesucristo propone una visión de la religión como mecanismo de represión, en una época en la que esos temas han sido sustituidos por los vacíos y ligeros de la literatura por la literatura, las historias extrañas pero aparentemente originales, la moda de lo falsamente interesante porque parece nuevo: la novedad como un fin en sí mismo. Aunque es una novedad ilusoria; es más bien excentricidad, rareza. Es, al final, mercado. El alcance de ese libro puede ser percibido fuera de su propia constitución literaria: la novela fue prohibida en Portugal, condenada por el Vaticano; esas anécdotas sugieren un alcance que el propio autor no había previsto. Podemos dar también una solución extraliteraria a las herejías de Saramago, como lo hace la cita de “La Virgen de los Sicarios” que colocamos al principio de estas palabras, que no es gratuita: es posible que Saramago se haya propuesto simplemente escandalizar (como Fernando Vallejo y “La Virgen...”), causar una polémica inevitable pero que ayudaría a la difusión del libro y de su propio nombre. Es decir, es obvio que Saramago se propone provocar, pero es posible que ése fuese su único y lamentable fin. Sólo leyendo la belleza de su historia nos percataremos de que esta especulación es injusta. Su libro es lo que debería ser toda obra de arte: una estupenda aventura sensorial e intelectual, con cuya ideología el lector puede estar de acuerdo o no.

-IX-

Al final de su Evangelio, que el autor proclama como el de Jesucristo, su personaje atormentado comete una de sus grandes blasfemias contra Su Padre. Una que nos recuerda que no somos ángeles, ni dioses ni demonios, sino sólo pobres seres humanos destinados, según el cristianismo, a pagar hasta el Apocalipsis por un crimen que no hemos cometido: “Jesús muere, muere”, escribe Saramago, “y ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece, vestido como estuvo en la barca, y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi Hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia. Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y, trayéndole la memoria el río de sangre y sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque El no sabe lo que hizo”.

Israel.

Israel está equivocado.
Es todo lo que puedo decir.

Filomeno, a mi pesar

Esto lo puso Gonzalo Torrente Ballester en boca de uno de los personajes de su novela Filomeno, A mi Pesar, refiriéndose al crack económico de 1929 en Estados Unidos (que condujo a lo que ellos llaman La Gran Depresión):

"Porque no es cierto, como se dice, que de la situación actual tenga la culpa sólo la torpeza yanqui. Eso es un factor, pero la causa está en el sistema mismo. Eso lo saben perfectamente los de arriba, los que están en esa zona oscura, impenetrable, salvo para ellos, los que la habitan, los que la poseen, los que la gobiernan, y sólo desde ella puede verse la verdadera realidad, que debe ser fascinante y terrible, porque es más que el juego de las riquezas y abarca el porvenir del mundo. Lo que ahí se trama no podemos adivinarlo. No es sólo que manden, somo tú piensas, sino el modo como mandan, y lo que proyectan, o lo que se les viene encima, porque, a veces, la realidad se les escapa de las manos. Si continúas en esto, verás cómo renacen las industrias de guerra, única solución del paro, y las industrias de guerra conducen a la guerra".

Cualquier parecido con la crisis actual...

LA MUERTE DE SASHA TEBO

Es posible que, en el tiempo entre el Infinito 20 y el Infinito 30, un poco después de la aparición en la Tierra del huevo original, cuando los hombres primitivos, carentes de lenguaje escrito y estragados por la cacería en paisajes amarillos y verdes que vistos por Dios desde la estratosfera producen una impresión cartográfica, sucedió la primera vida de Sacha Tebó, su alma que ahora se desliza hacia otro cuerpo apareció por primera vez como ser humano. Por esta razón, porque él presenció las primeras pictografías y quizás fue uno de aquellos que las escribió en las paredes de las cuevas que servían como hogares húmedos y duros, continuó, en esta vida haitiana que le tocó en gracia, pintando esos seres humanos primitivos y esenciales, originales, seres desnudos con sus lanzas apuntadas, delgados como líneas, cazando animales que pastaban en el paisaje incorrupto. En África, el lugar del Origen de una especie que ha colonizado todo el mundo (o quizás sus líneas correspondan a todos los seres esenciales: los aztecas, que realizan holocaustos humanos para que nunca se apague el sol, que insiste en marchitarse; los incas, que piensan que la Tierra es un puma en el instante en que salta desde una sombra hacia una niebla...) La poesía de las pinturas de Tebó, ese pintor haitiano rubio y de ojos verdes, que vivió en Santiago de los Caballeros, en la República Dominicana, apartado de nosotros, alejado del mundo contemporáneo que apenas esbozó tímidamente en alguna instalación sobre libros ilegibles cerrados con candados, emana de su semejanza con esas pictografías prehistóricas sobre hombres que apuntan o danzan y de animales que huyen o descansan agotados, desprovistos de la corrupción rousseauniana que trae la civilización. Pictografías taínas, haitianas o dominicanas, siempre humanizadas, no simbólicas ni rituales como nos hacen creer los libros de texto repletos de cemíes y espíritus deformes; africanos o europeos agrupados en una comunidad compacta cuando los continentes no tenían esos nombres, pueblan sus pinturas que, a veces, están hechas sobre metal o sobre piedra, con la forma posible de su estructura real, de manera que parecen arrancadas directamente de una cueva o una roca colocada en la entrada de una aldea para proteger de los malos espíritus, o simplemente para advertir que allí habitan los homo sapiens, los primeros artistas, los pintores, los poetas que aún no han encontrado las palabras y los nombres.

¿Por qué esa relación tan estrecha de las pinturas de Sacha Tebó con el Origen del Hombre, con una época más arraigada? Realmente, sus pinturas tienen una tradición naive, conectada con Rousseau, pero es un naive totalmente original, único. No es solamente caribeño, parece más bien universalmente prehistórico. Una inocencia que hace honor a esta palabra que ya nos parece tan vieja, tan pasada de moda. Rousseau vuelve a cobrar interés porque nos hemos convertido en seres ecológicos: de nuevo la naturaleza existe y debemos protegerla. El futuro está en el Amazonas y en Greenpeace. En los Haitises y en Bahía de los Águilas. Tebó pintaba con cera de abeja, como un artista del paleolítico; horadaba la piedra y el metal en bajorelieve. Además de que, y me parece que esto es importante, sus pinturas, sus instalaciones, sus esculto-pinturas, exhalan una sensación poética, pacífica, de un mundo más fatigoso pero más feliz. Y esa poesía es muy difícil de lograr, de lograr naturalmente quiero decir, como sin esfuerzo. Sus pinturas nos recuerdan lo que éramos en el Primer Tiempo: cazadores que amábamos la naturaleza como a nosotros mismos, bailando al compás de los rarás, o como fuera que se llamaran los tambores primitivos: un río era un Dios que huía eternamente, un árbol milenario un ánima que nos asustaba con sus rumores y su presencia en las noches, un enfermo de difteria que alucinaba por la fiebre entraba en contacto con los espíritus de los antepasados. Hoy sabemos que esto no es así, pero esta certeza no nos ha hecho mejores, sino más desdichados. La ciencia ha limitado la realidad, como dijo Bioy Casares. Para los hindúes, el Ganges es todavía una Diosa: una deidad hermosa y maloliente que surca el país y acoge a los muertos con su putrefacción purificadora. Los hindúes tienen miles de dioses porque para ellos todo merece ser idolatrado: el cuerpo de Dios es el universo. Quizás Sacha sentía esa nostalgia por esa vida no vivida, esa esencialidad que hemos perdido: un cazador o un bailarín o un espectador, que pudo ser él o yo, que también añoro el Tiempo de los Infinitos: un cazador o un bailarín o un espectador del prodigio que es sólo una línea como el dibujo de un niño, un cazador que espera con su lanza la embestida del buey salvaje que lucha por su vida como también lo hacían los verdaderos hombres, en una pelea totalmente lícita puesto que, como nos revela la Bhagavad Gita, debemos desembarazarnos del temor a la muerte pues ésta no tiene importancia; es decir, la muerte no es el final sino el principio de algo que no nos es dado conocer. El buey regresará quizás siendo algo más que una pobre res, así como Sacha y yo también lo haremos para seguir siendo desdichados, y seguir añorando.

Nunca conocí personalmente a Sacha Tebó. Mi admiración fue puramente platónica, destinada exclusivamente a sus obras de arte. Es decir, lo vi algunas veces en sus exposiciones y conocí de su prestigio intelectual cuando impartió una conferencia para presentar a su amigo, el pintor argentino Peres Celis; pero nunca me presenté, soy muy tímido para esas cosas. Aunque eso carece de importancia. Hoy, que espero su regreso, que tal vez no reconoceré, lamento que ya no sea capaz de continuar creando. Me pregunto qué pasará cuando él vea sus piedras fabulosas, amarillas, negras, grises, verdes, en su otro cuerpo (quizás siendo buey, quizás siendo crítico de arte). Me pregunto si Sacha, el querido Sacha que ya no será Sacha, querrá volver como un negro a la época entre el Infinito 20 y el Infinito 30, un poco después de haber aparecido en la Tierra el huevo original, idolatrando sabiamente la piedra filosofal. Me pregunto si la realización de nuestros sueños nos será permitida tras haber sido tan importantes en nuestras vidas anteriores.

El escritor anónimo.

El escritor iniciado y anónimo –que es quizás el más auténtico, porque al decir de Ángel Rama “no es nadie, pero quiere serlo todo” –, es hipersensible a cualquier tipo de rechazo o indiferencia para con sus escritos primigenios. Y si no tiene las agallas suficientes para superar esos iniciales desaires, puede cometer el error de abandonar tan noble oficio y perderse en una larga crisis de autoestima. Pero hay algo peor: quien tiene conciencia de que lo que está escribiendo es una obra madura con caracteres perdurables, el sufrimiento causado por el rechazo no tiene par.

Durante los largos y penosos años de la Primera Guerra Mundial, James Joyce escribía en Zurich su monumental Ulises como un poseso. Paupérrimo, enfermo de los ojos, víctima de los más horrendos dolores de muelas, bebiendo hasta caerse en las aceras, malcriando a sus dos hijos y leyéndole a Nora, su esposa, capítulos de “esa cochinada” –como ella calificaba el manuscrito–, el irlandés sólo vivía para la escritura de su obra capital.

Cuando la terminó, Joyce debió enfrentarse a la peor de las aventuras de un escritor incomprendido y solitario: encontrar quien le imprimiera su libro. Fueron cerca de veinte las veces que el Ulises recibió el más rotundo rechazo por parte de editores y directores de revistas. A los ojos de ellos, los textos de Joyce eran enrevesados, incoherentes, disparatados y lo que se alcanzaba a comprender resultaba obsceno y escandaloso.

Los primeros en rechazar Ulises fueron Leonard y Virginia Woolf. En sus diarios, la autora de Orlando habló repetidas veces con desdén de esas “indecentes páginas”. Decía que Joyce era un autodidacta que se creía Tolstoi, pero que jamás llegaría a escribir una obra como La guerra y la paz. Y comparaba “el aburrido Ulises con los vómitos y sarpullidos de un niño”, etc. Entre tanto, Ezra Pound, mecenas desmesurado con sus amigos poetas, consiguió que una compatriota suya, la norteamericana Sylvia Beach, se interesara por el libro, y así, mediante suscripción, se logró publicar aquel cosmos literario el 2 de febrero de 1922 (día en que su autor cumplía 40 años). Inmediatamente comenzó el escándalo. Cuenta José María Valverde que de los dos mil ejemplares publicados, 500 se enviaron a los Estados Unidos, “pero todos ellos fueron quemados al llegar al país de la libertad”.

Cinco años más tarde, en escala hacia el Oriente, el poeta chileno Pablo Neruda conoce en Madrid a un joven crítico y editor llamado Guillermo de Torre, a quien le enseña el manuscrito de Residencia en la tierra (que luego ampliaría en el Asia y a su retorno a España). De Torre lo mira con menosprecio y lo rechaza de plano. “Él leyó los primeros poemas –recuerda Neruda– y al final me dijo, con toda franqueza, que no veía ni entendía nada, y que no sabía lo que me proponía con ellos”. El chileno debió esperar por lo menos seis años antes de ver publicada la primera parte de su obra capital, la que en opinión de muchos, alteró para siempre la poesía en idioma español.

Entre 1950 y 1951, Gabriel García Márquez escribió su primera novela, La hojarasca, preludio del mítico Macondo de Cien años de soledad. Con sólo esa novela inicial, Gabo hubiera conquistado un lugar importante en la narrativa latinoamericana, como se ha podido comprobar después. Sin embargo, habiendo enviado el manuscrito a la Editorial Losada de Buenos Aires, fue rechazado por el despistado Guillermo de Torre, el mismo que 25 años atrás había desechado los originales de Residencia en la tierra.

De Torre, en carta de respuesta al joven escritor de Aracataca, le aconsejaba que se dedicara a cualquier otro oficio diferente de la literatura. García Márquez se sintió en el suelo, desamparado, ante una misiva que resultaba a todas luces aplastante.

Sin embargo, se sobrepuso al sentimiento producido por el despectivo consejo del “pajarito de papel” y tres años después publicó su primera novela en Bogotá, en una editorial fundada por un aventurero judío del que nunca más se volvió a tener noticia.

El editor español Constantino Bértolo, en carta a este cronista, le expresa que, efectivamente “la historia de la literatura está llena de errores editoriales”. Y entre esa infinidad de errores, podemos recordar el de André Gide, lector de Gallimard, cuando rechazó Un amor de Swann, primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Proust. Afortunadamente hubo tiempo y vida para que Gide reconociera públicamente su error y se disculpara ante el frágil y sensible Marcel.

Recordemos también cómo a medida que iba escribiendo Pedro Páramo, Juan Rulfo sometía al taller literario de la editorial, capítulos y párrafos de su obra. Tanto Alí Chumacero como Ricardo Garibay escuchaban con desgano las alucinadas páginas de aquella extraña narración. “No tiene hilo conductor”, decía el uno, “por lo tanto no va a ninguna parte”. “Hombre, Juan”, decía el otro, “ponte a leer novelas antes de escribirlas”. Y el pobre Rulfo, sin dar explicaciones, continuaba la escritura hasta que la terminó y la entregó a los editores, quienes la publicaron debido al éxito obtenido dos años atrás con los cuentos de El llano en llamas.

Aunque parezca increíble, Alí Chumacero, jefe de prensa de la editorial, escribió una reseña diciendo que el libro no valía la pena. Rulfo se resignó ante el aparente fracaso y se fue a trabajar dos años, aislado del mundo, a Ciudad Alemán, en Veracruz. Cuando regresó al Distrito Federal encontró que su novela no solamente se había agotado, sino que estaba estudiándose en universidades mexicanas y extranjeras, y traduciéndose al inglés, al francés y al alemán. Además, día a día se convertía en el santo y seña de todo México.

Otros escritores que recibieron la bofetada del rechazo, por lo menos media docena de veces, fueron: Miguel Ángel Asturias con El señor presidente –tuvo que acudir a un préstamo de su madre, doña María Rosales de Asturias, para poder editarlo en Costa-Amic de México–, Richard Bach con Juan Salvador Gaviota –se vio obligado a vender su avioneta y hasta la esposa le dejó ante los sucesivos fracasos y rechazos editoriales– y el poeta peruano César Moro. Cuenta Augusto Monterroso que el gran libro de Moro, La tortuga ecuestre, “pasó durante algunos años por manos de varios editores argentinos que se negaron siempre a publicarlo”. No me extraña que el inefable señor De Torre hubiera sido el inquisidor de turno, pues según me contó Cobo Borda en La Habana, también rechazó en su momento el manuscrito de Libertad bajo palabra, el libro capital de Octavio Paz.



José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003).

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