Las diferentes academias de la lengua de los distintos países
occidentales donde se regía el idioma a través de instituciones oficiales, decidieron hace siglos que el lenguaje debía
transmitir desde el principio un sentido de superioridad del hombre sobre la
mujer. Las academias de la lengua, que en realidad son academias del idioma, en las cuales todos sus integrantes eran hombres -en la academia española la primera mujer en ser aceptada, Carmen Conde, lo hizo en el año 1979- normalizaron el lenguaje para que la mayor parte de las poblaciones nacionales
hablaran más o menos un mismo idioma, algo absolutamente necesario, pero al
mismo tiempo transmitieron una ideología segregacionista propia de la época que
no se limitaba sólo a la mujer, sino a la raza, a los extranjeros, a los
inmigrantes, a otros idiomas, a lo que se consideraba "vulgar", a la diferencia entre lo culto y lo popular. La academia francesa, por ejemplo, eliminó los
femeninos de todas las profesiones, aunque había mujeres que realizaban esos
oficios, por lo que todas debían ser nombradas atendiendo al masculino, y no se
ocultó el hecho de que se hacía para que, a través del lenguaje, el sexo
masculino estuviese por encima del femenino. Esto se hizo también con la raza,
la etnia, los demás idiomas, etc.: el idioma nacional, el ser nacional, la raza
nacional debía sobresalir por encima de las demás razas, etnias o lenguas.
Así pues, lo que hoy llamamos lenguaje normal no es más que
un tipo de idioma ideologizado desde el primer momento. Sin embargo, como la
lengua es un organismo vivo que evoluciona constantemente, hemos sido testigos
de cómo cambia debido a los hablantes, a la propia realidad que trata de
describir, que también cambia constantemente -en nuestra época sobre todo
debido a los avances tecnológicos y comunicacionales-, por lo que es
absolutamente imposible ocultar sus influencias de otros idiomas, formas
diferentes (algunos podrían llamarlas “vulgares”, y está bien) y coloquiales de
comunicarse, que se estabilizan en el tiempo y ya pueden considerarse no
pasajeras, sino que pasan a formar parte de nuestra habla cotidiana. Esto no
sucede con todos los países, todos los idiomas o todas las regiones del mundo,
y podríamos mencionar por ejemplo al oriente, donde la normalización de la
lengua ha sido diferente a la de las academias occidentales, sobre todo
europeas, así como sucede en Latinoamérica o en los Estados Unidos y Canadá. O
en países donde se hablan múltiples idiomas, independientemente de que haya alguno
que sea considerado la “lengua oficial”.
Es decir, estamos de acuerdo en que era necesaria una
feminización del idioma, teniendo en cuenta la igualdad real de la mujer con
respecto al hombre, aunque en muchos países haya mucho por hacer en este sentido.
Es decir, una feminización que mostrara, a través del idioma, que todos los
seres humanos somos iguales. No es posible, por ejemplo, en países donde la raza
mayoritaria sea la negra, la mestiza o la mulata, que continuemos
comunicándonos con palabras de origen colonial que denostan la raza del propio
hablante, que, por supuesto, no se da cuenta de ello. Decir que la no feminización
de las profesiones, el colocar un participio masculino por encima de uno
femenino no trata de indicar una forma de manifestación de la superioridad del
hombre sobre la mujer, es falso. Uno sabe, por supuesto, que es así.
Ahora bien, me parece que las reticencias en aceptar el
lenguaje inclusivo tienen que ver, más que con la aceptación de la igualdad del
hombre y la mujer manifestada a través del lenguaje, con la imposibilidad
estética de llevarlo a la literatura, por un lado, porque su puesta en práctica
complica la forma de hablar y de escribir, pero sobre todo con algo que se
percibe como una imposición. Organismos internacionales y autoridades
gubernamentales locales han tratado de imponer un tipo de lenguaje que ha caído
del cielo. Y me parece que les ha ido bien. Es obligatorio en las escuelas y
las universidades. Por primera vez desde hace muchos años, los cambios
idiomáticos no provienen de los escritores, ni de las canciones, ni de la
publicidad, la televisión, la tecnología -como ha sucedido en los últimos años-,
sino que se ha querido imponer una forma de hablar. Esto es lo negativo. Se ha
querido forzar, empezando por el ámbito administrativo y protocolar (“todos y
todas”, “mexicanos y mexicanas”, “ciudadanos y ciudadanas”, “dominicanos y
dominicanas”, o al revés: “dominicanas y dominicanos”), una forma de decir las
cosas que proviene del poder. No ha surgido espontáneamente de los hablantes,
de influencias de otros idiomas, de la inmigración, del contacto con otras
naciones que quizás hablen el mismo idioma pero un poco diferente producto de
las culturas locales: se quiere obligar a que se utilice una forma de hablar
que algunos aceptarán al corto plazo, otros no. Y se ha querido hacer de una
forma vertiginosa y total. Pocas veces hemos presenciado un esfuerzo tan enorme
para que evolucionen las diferentes lenguas occidentales, puesto que también se
ha tenido un éxito notable en feminizar una cantidad de idiomas al mismo
tiempo. Quizás ha sido un experimento exitoso que les permitirá involucrarse en
otros ámbitos políticos que ellos consideran mucho más importantes que la
propia lengua o el pensamiento: la economía, la manipulación de masas, el
marketing, la publicidad, los procesos electorales.
No se ha esperado a que los cambios aparezcan de forma
natural y homogénea. Se ha impuesto un cambio. Lo mismo podría decirse de la
aceptación de la comunidad LGTBIQ, del matrimonio entre homosexuales, o
igualitario, o la legalización de la marihuana. Todos los seres humanos somos
iguales. Todos los seres humanos tenemos derecho al matrimonio. El matrimonio
entre homosexuales es un derecho humano, pero no todos los países se encuentran
preparados para aceptarlo, sobre todo culturas donde la religión es una parte
importante de las relaciones humanas. Eso es algo que no se puede imponer. Hay
que esperar, todo es un proceso, lamentablemente, y mientras más natural sea
ese proceso será mucho más exitoso. Quizás el éxito mediático alcanzado con la
imposición del lenguaje inclusivo lleve a estos organismos o a estos países
hegemónicos a creer que es posible imponer algunas cuestiones más, todo por el
bien de la humanidad y los derechos humanos. Es decir, imponer a través del
poder, siempre imponer.
Así pues, estamos de acuerdo con el lenguaje inclusivo, pero
no impuesto desde una oficina donde algunas personas quizás bienintencionadas
decidan cómo se debe hablar y por qué se debe hablar de esa manera. El hablante
es mucho más inteligente, y no reproduce exactamente lo que se le quiere
implantar, sino que lo corrige y muchas veces no lo acepta. Lo que debió
suceder de manera espontánea a través de un lenguaje vivo, cuenta con un mal de
fondo, primigenio: la imposición de una forma de hablar que millones de
personas no han querido aceptar.
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